Un solo gen
Un solo gen
[junio 2004]
Han aparecido el mismo día en los periódicos dos impactantes noticias acerca de sendos genes: «un solo gen convierte a un ratón promiscuo en monógamo»; y luego: «identificada una variación de un gen que predispone a la anorexia y la bulimia». El comentario a continuación versa no sobre tales hallazgos, ni tampoco sobre su presentación en noticia, sino sobre algunas creencias populares relativas a la ciencia, las cuales no se convierten en científicas por el simple hecho de referirse a la ciencia, sino que siguen siendo eso: creencias.
No es la ciencia, ni su difusión periodística, la responsable de las creencias en cuestión. Pero es probable que la doble noticia contribuya a activar ciertas creencias bien difundidas, aunque mal fundamentadas. Pueden resumirse en estas cuatro: (1) que los genes determinan casi todo en la vida y en la conducta humana; (2) que un solo gen o un solo factor contribuye a ciertas conductas concretas; (3) que de los animales hay inferencia llana a los humanos; (4) que somos muy científicos si sostenemos a pie juntillas todo lo anterior. Esta última creencia cae por sí sola, sin refutación específica, por desmontaje previo de las anteriores, las cuales van a abordarse y refutarse en orden inverso al recién expuesto.
Para empezar, pues, por las analogías entre humanos y animales: se da, sin duda, una continuidad notable entre la especie humana y otras especies de mamíferos -y de aves-, pero son arriesgados los razonamientos por analogía a partir de la conducta animal. En ésta se encuentra de todo: promiscuidad y monogamia, agresión y empatía, gregarismo y vida de ermitaño. Hay, en consecuencia, analogías para los más dispares estilos de vida, que, por tanto, no pueden ser elevados a reglas ni tampoco a permisos morales.
A una mente simple le satisfacen las respuestas simples. Al sentido común no cultivado le resulta atractivo atribuir a cada efecto una causa y sólo una: un gen o un factor para la promiscuidad, para la delincuencia, para la genialidad artística. La ciencia, empero, no comparte tal simplismo. Los hechos de la vida dependen de una concurrencia de múltiples condiciones y factores. Decir que un gen o un factor da razón de este o aquel suceso equivale, como mucho, a decir que, dado un conjunto de otros factores, la variación en aquél traerá probable -o cierta- variación en algún aspecto del suceso. Nunca vale por afirmar causa única.
En el teatro imaginario actual los genes han venido a ocupar el papel que los dioses tenían para un griego o un romano. Se cree en ellos sin haberlos visto, sin saber seguro en qué consisten su poder e influencia. Pero creer se cree: se les reverencia y rinde culto. No se me arguya que dioses y genes no tienen nada apenas en común. Sí que lo tienen en el perfil psicosocial de la creencia en un destino por ellos prefijado. La mayor parte de los dichos donde el coro o los actores mencionan a los dioses en la tragedia griega admite sustituir los dioses por los genes. En registro de sociología de las creencias el principal cambio de aquel tiempo al nuestro está en que los trágicos griegos se alzan frente a los dioses en nombre de la razón, mientras que hoy la creencia dominante acata los genes en nombre de la razón y de la ciencia.
La cuestión no es si en tal o cual laboratorio se ha hallado un gen asociado a la promiscuidad y otro ligado a la anorexia. La cuestión es que, fuera de los círculos científicos, los genes se han convertido en coartada de la comodidad intelectual y también de la irresponsabilidad moral. ¿El torturador, el terrorista, el dictador? ¡Lo llevan en los genes! Y así se elude escarbar en las causas sociales y personales del terror, la tiranía, la tortura, la violencia. Los genes pueden convertirse también en excusa para el desistimiento terapéutico. Si fuera verdad -que no lo es, que no es tal el hallazgo- que la anorexia depende de un gen, la persona anoréxica estará predestinada a serlo y a perecer con su hado, sean cuales sean los esfuerzos médicos y psicológicos por salvarla. Nada se puede hacer frente a los dioses, frente a los genes.
En el colmo ha llegado a hablarse del «gen de la felicidad». Lo ha escrito algún psiquiatra de prestigio: también la vida feliz dependería sobre todo de los genes, apenas de factores sociales, ni tampoco de las propias acciones. Es una versión laica de la fe del carbonero o, más exacto aún, de la creencia calvinista en la predestinación. Es un monoteísmo secularizado en mono-genetismo: fe en el gen único.
Aristóteles, que sin compartir las creencias en dioses, era respetuoso con ellas, se pregunta si es posible «aprender a ser dichoso», si se adquiere la felicidad «mediante ciertos hábitos»; o si, por el contrario, la dicha «nos la envían los dioses» o «el azar». Y defiende que se «alcanza por la práctica», aunque sea realmente «una de las cosas más divinas de este mundo». Cabe mudar dioses por genes y entonces queda así: la dicha no nos viene de los genes ni sólo del azar, sino de ciertos hábitos; lo cual no quita a que siga siendo una de las cosas más genéticas, gloriosas y azarosas -todo a la vez- del mundo.
¿Que eso continúa siendo en exceso vago e inconcreto? ¡Qué duda cabe! Pero en favor de la imprecisión cabe alegar de nuevo a Aristóteles, que no se dejaba seducir por falsas exactitudes: «Un espíritu ilustrado no debe exigir en cada género de objetos más precisión que la permitida por la cosa misma de que se trate».
Nuestro conocimiento de los genes no nos permite escudarnos en ellos o en los dioses para disculparnos y decir: ¡qué le vamos a hacer!, yo soy así, bulímico o promiscuo, violento o erotómano, así me hicieron, tan canalla, indolente o infeliz.