Historias del Dios

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Historias del dios. Barcelona: Anthropos, 2016.

Historias del Dios

 

 

 

 

 

 

 

En diálogo con hijos y nietas, que encarnan en símbolo a jóvenes generaciones a las que se transmiten mitos, leyendas, historias, se extraen de la mitología clásica y bíblica, de la literatura y de la invención propia relatos sobre Dios y dioses que hacen pensar y que orientan, desde un pensamiento libre y crítico, sobre cómo vivir juiciosamente. Son narraciones que bajo forma de referirse a palabras y acciones de diosas, dioses o el Dios bíblico, en realidad hablan de mujeres y de hombres, de pasiones y emociones, de pensamientos y esperanzas. Con moralejas tácitas, pero sin moralizar, surgen cuestiones vitales y morales: cómo obrar, qué es posible creer y esperar. Y no es mera colección de historias: un hilo argumental unitario conduce desde las fantasías elementales acerca de lo sobrenatural hacia la conciencia crítica resultante del desencantamiento del mundo. En las dos últimas historias se condensa ese argumento, el de un itinerario existencial, no sólo ideológico, a través de imágenes religiosas invocadas y luego desechadas.

En la bodega

Se enorgullece mi amigo, y con justicia, de la cuidada bodega que mantiene en el sótano de casa. Cuando vienen amigos a comer, sube orgulloso botellas, bien escogidas siempre, de vino joven, o de crianza o gran reserva, según las circunstancias y según lo pida la comida con la que han de maridar. Nunca, sin embargo, ha enseñado la bodega, no ha dejado entrar en ella a nadie. Sólo él tiene llave y personalmente se ocupa de ir a buscar las botellas, igual que antes se ha encargado de introducirlas cuando le llegan de los proveedores. Las coloca en el espacio del sótano y rellena las barricas, que también tiene allí, controla la temperatura del recinto y de los armarios acristalados, e incluso se ocupa de mantenerlo todo en perfecto estado de limpieza, como los chorros del oro, asegura, y yo le creí siempre. Nadie ha entrado jamás excepto él, tampoco su mujer, que no comparte en nada la selecta afición de su marido. Siempre me había dicho:

-Si entra cualquier otra persona, los vinos se me alteran. El vino huele a los hombres, a las mujeres, y el olor de cualquier cuerpo desconocido les perturba y estropea.

No entiendo mucho de eso, pero jamás había oído que al vino lo pueda estropear el simple y transitorio olor corporal de una persona extraña. Me pareció, pues, superstición lo de mi amigo. Luego he visto en él no a un supersticioso, sino a un fantasioso. En un momento de relajada intimidad, estando los dos solos y algo cargados de Rioja, me confesó el secreto que se resistía a revelarme:

-Lo de que el olor altera al vino es un pretexto para no dejar a nadie entrar en la bodega. A quien no quiero asustar o perturbar es a una ninfa que viene por allí y que me cuida el vino.

-Y ¿cómo es eso?, me interesé admirado.

-Es una ninfa que debe de habitar en alguna gruta próxima. Se le ocurrió una vez venir por el sótano, atraída sin duda por el aroma que se desprende de los barriles y que fluye hasta el exterior de la calle; y le agradó volver. Le tomó gusto y ahora viene a menudo. Ahí abajo disfruta de una temperatura agradable, de frescor constante, nunca tan extrema, supongo, como la de su gruta; y, a resguardo de intrusos, goza del silencio, la tranquilidad, los aromas profundos. Jamás toma una botella ni bebe de un barril. Y no viene sólo por su interés en búsqueda de paz. Me cuida la bodega y la tiene siempre en orden. Comprenderás que no quiera que se sepa; y no se lo he dicho a ninguno.

Lo comprendí perfectamente. Podrían encerrarle, no a la ninfa, sino a él. Y continuó:

-No quiero que se entere ni mi mujer ni nadie. De ti me fío plenamente; pero, si algún otro lo supiera, podría irse de la lengua y llegar a saberlo mi mujer, bien celosa, como sabes. Lo llevaría mal y me obligaría, temo, a cerrar para siempre la bodega.

-Pero, bueno, ¿has tenido tú algún trato de roce con la ninfa?

-No, ¡qué va!, por Dios o por las diosas de las grutas. Buenas son ellas. Sólo la amo y pienso en ella con un amor platónico. Y también la ninfa, lo sé, me ama, como le cuadra a su virtud, como una diosa. Ama no sólo la bodega, que visita muchas veces, sino también a mí.

-Y ¿cómo entra en la bodega?, ¿acaso tiene llave?

-Ni la tiene ni le hace falta. Una ninfa no necesita llaves. Puede transformar su habitual cuerpo a voluntad, convertirse en mariposa para colarse por alguno de los respiraderos de la bodega. Hasta la creo capaz de traspasar con su cuerpo sutil, espiritual, los más compactos muros, rocas, y venir por caminos subterráneos desde su gruta hasta el sótano.

-Y ¿la has visto alguna vez?

Aquí se le ensombreció la cara y tardó en responderme con tristeza:

-Desgraciadamente, no. La ninfa no se ha dejado ver en su radiante desnudez, ni tampoco vestida como una princesa. Ya sabes que las ninfas son escurridizas. No les gusta ser vistas por los hombres; no se dejan ver. Si se encuentra en la bodega cuando voy a buscar vino, en cuanto adivina mi llave en la cerradura, se escabulle, huye; o bien se esconde, disminuye su tamaño y se oculta por algún rincón. Y yo la respeto; no la busco; si acaso, la saludo.

-Y ¿nunca, nunca la viste a ella, ni nada suyo?, ¿no viste, yo qué sé, alguna huella de su paso, un hilo, un cabello de mujer, un ala de mariposa?

-Nunca, nada en absoluto. Una ninfa, además, se supone, no es descuidada como para dejarse caer ni un cabello.

-¿Y cómo sabes de ella?

-La siento, la presiento. La veo con los ojos del alma.

Al día siguiente de esa conversación entre bebedores, esta vez antes de probar un sorbo, con plena cordura por su parte, quiero decir, con toda la cordura de que era capaz, mi amigo me dijo entre ligero y apesadumbrado:

-Me he quitado contigo un peso de encima. No debería haber sido tan reservado. No puede uno llevar por sí solo un secreto tan grande, el de un amor divino. Y me alegro de haberme descargado mucho al hacerte partícipe de él. Ahora lo compartimos; y, ya que te lo he dicho, podrás venir conmigo a la bodega cuando quieras. Antes le advertiré a la ninfa por si anda por allí escondida para pedirle permiso y para que no la asustes.

Y así se hizo, así hicimos. Una tarde que pasé por su casa y no estaba su mujer, me invitó a bajar al sótano. Entreabrió la puerta y todavía sin entrar, por si estaba la ninfa, le advirtió:

-Vengo hoy con un amigo. Es muy discreto y no te va a molestar. ¿Le dejas pasar? Si no me dices nada, entenderé que sí, y entonces, sólo entonces, entraremos.

Por unos instantes contuvimos la respiración. Podía haberse oído el vuelo de una mosca, pero ni eso se escuchaba. Tras unos minutos de prudente cortesía, por si la ninfa se demoraba en contestar, al no decir nada ella, se atrevió mi amigo a hacerme pasar a mí también.

Me impresionó la bodega. Ocupa ésta toda la superficie de la casa y estaba en perfecto estado de orden y limpieza, como para pasar revista del enólogo o del coronel más exigente. No pude ocultar mi admiración y la expresé.

-¿Lo ves? -exclamó triunfante-; la ninfa me la cuida.

Apenas pude ahora reprimir otra clase de sorpresa que mi amigo no observó. Desde luego, no se dio por aludido.

Sugerí mirar por los rincones, entre las  botellas, por si la ninfa, transformada en mariposa o en otra momentánea reducción a tamaño minúsculo, rondara todavía por allí, sin tiempo para haberse ido. Miramos y rebuscamos repetidamente en los rincones. Nada a la vista. Tras mover en nuestra exploración algunas botellas y barricas, quedó la bodega no en completo desorden, pero no ya impecable. Me aventuré a proponer:

-Dejémoslo así, y veamos si la ninfa lo ordena y deja cada cosa en su sitio.

Mi amigo aceptó sin vacilar; y al salir se volvió hacia atrás como en salutación de despedida a la bodega o, más bien, a la ninfa.

Pasaron dos semanas hasta que hubo ocasión, ausente de nuevo su mujer, de permitirme otra vez bajar a la bodega. Lo hicimos con el mismo ceremonial, como debe hacer un sacerdote al pisar el umbral del santuario de una diosa. Anunció a media voz que venía conmigo, solicitó licencia y aguardó un par de minutos de silencio antes de invitarme a entrar.

Todo estaba en desorden, en el mismo desorden y descuidada colocación en que lo habíamos dejado, tal y como quedó la última vez.

-No ha tenido a bien ordenarlo -comentó escuetamente mi amigo-.

-Tal vez -concedí yo por no agravar su desencanto- ni siquiera ha venido.

-Seguramente, sí, prosiguió él, sin aparente desencanto, viene a menudo, pero no ha tenido ganas o simplemente no ha querido. Quizá no le resultó grata tu venida y no quiere dejarse ver ni notar por ti, que no la amas y sólo sientes curiosidad por ella.

Compulsivo de la limpieza y del exacto orden, mi amigo no pudo dejar aquello tal cual y hubimos de ponernos a ordenarlo con la deseada perfección. Por mi parte, comprendí que no debía entrar más en el sótano. Me había dado a entender mi amigo con suficiente claridad que la visita mía podía no ser del gusto de la ninfa. Le dije, pues:

-No quiero que tu ninfa se sienta molestada o incómoda por mi culpa. En adelante te acompañaré sólo hasta la puerta, sin entrar, para ayudarte a subir botellas.

-Como quieras, contestó. No se hable más.

Y desde entonces no se habló. No volví a preguntar por la ninfa ni por el estado de la bodega. Sólo al cabo de un año, también bajo vapores etílicos y los dos a solas, me atreví a preguntarle si ella seguía viniendo

-Sí -respondió muy animado, como si esperara mi pregunta-, continúan sus asiduas visitas y con más frecuencia aún que antes. Todo lo tiene muy cuidado, en perfecto orden. Todo ha vuelto a la normalidad.

No supe poner otra cara que la del incrédulo; y él entonces, entre irónico y triste, con la superioridad de los amados por las diosas, repuso:

-No te lo crees, ¿verdad?

Hube de reconocer que no creía y con la audacia que otorga el excelente vino sin exceso le hice una proposición impía, contra la fantasía y la piedad poética:

-Mira, mantengo mi propósito de no entrar nunca más, sólo, si acaso, asomarme sin ser visto ni olido. Te propongo espolvorear el suelo del sótano con harina y volver pasados unos días. No traspasaré la puerta, no introduciré ni la nariz, me limitaré a mirar desde fuera. Si veo huellas de sus pisadas, creeré.

Embadurnamos de harina el suelo por completo. Dejamos pasar luego dos semanas y descendí una tarde. Abrió la puerta, entró y encendió luces, volvió a entornar la puerta, con sólo una rendija por donde atisbar. No había rastro de pasos en el suelo blanco enharinado. Se lo hice observar a mi amigo, por si no estaba claro, pero no se dio por vencido:

-Una ninfa no tiene por qué dejar huellas. Puede que en la bodega se mueva revoloteando, sin tocar el suelo humilde. Pero es seguro que ha venido. Todo está cuidado, limpio y en orden exquisito.

Reconocido esto último, me impacienté. Y me arriesgué a una propuesta todavía más audaz. Cual sabueso detective que trata de atrapar a un intruso, le invité a colocar micrófonos ocultos, cámaras de vigilancia óptica, células fotoeléctricas, sensores electrónicos que transmiten señal y registran al menor vuelo o movimiento.

-Todo ese tinglado –argumenté- le extrañará un poco a la ninfa, pero, como ella es de otra época, no sospechará de qué se trata. Le parecerán adornos para embellecer el sótano o dispositivos para mejorar la calidad del ambiente y de los vinos.

Temía que rechazara lo que por mi parte era un desafío en regla. Pero aceptó de buen grado. Tan confiado estaba –y sigue estando- en su ninfa que, con tal de que nadie la molestara, se hallaba dispuesto a aceptar el reto, a concederme todos mis caprichos.

Es muy mañoso mi amigo; y él se ocupó de toda la instalación dentro de la bodega. Sólo hubo de llamar a un albañil para tapiar y aislar un breve espacio aledaño, el de un ensanchamiento del pasillo de entrada. A mí me permitió ayudarle a montar el aparataje de los monitores en el sucinto cuarto así construido. Para hacerlo se aprovechó una semana en que su mujer estaba de viaje con familia. Cuando ella regresó, bien acostumbrada a sus extravagancias, bastó con comentarle que el cuartito de entrada a la bodega, de acceso igualmente prohibido, era para mayor seguridad y aislamiento de los vinos. Y ella, como no le interesa la bodega, puso cara de circunstancias y no hizo preguntas. No se malicia que allá abajo tiene una rival, nada menos que una ninfa, que, con la excusa de cuidar el sótano, le roba una platónica porción del amor de su marido. Tampoco sospecha de mí, que no paso de ser el ayuda de cámara que trajina para subir botellas.

Durante un año entero hemos estado bajando los dos. Él lo hace como quien desciende a una cripta sagrada. Por mi parte, he permanecido en el cuarto de máquinas, de monitores y registros, y he tomado nota de las novedades desde la inspección anterior. No me extenderé en los pormenores de esa indagación detectivesca. Los resultados se resumen en que los registros han detectado algunos movimientos como vuelos de moscas y mosquitos, pero mi amigo descarta a ciencia cierta que una ninfa se rebaje al nivel de esos insectos.

Mi amigo me repite su convicción, aunque no venga a cuento, y a veces se la repite para su coleto, lo leo en el movimiento de sus labios, a fin de que no decaiga:

-Ella es silenciosa, etérea, invisible, esquiva, imposible de atrapar por los sensores, no deja huellas, ni tampoco aroma propio.

He dejado la discusión por imposible y ya no inspecciono más, ni insisto. Ignoro si desmontó y retiró los aparatos, los monitores, los cables. Ahora ni siquiera hago de mayordomo que ayuda a traer botellas. He regresado a mi antigua y feliz condición de amigo huésped, que recibe con placer y que celebra cada nuevo regalo de un buen vino, nuevo o añejo. A veces con un guiño, pero siempre sin malicia lo festejo: “divino”, “néctar de diosas”. Y en mi escepticismo lo disfruto con sabores en paladar y lengua insospechados antes.

Pero no he vuelto a preguntar por la ninfa. Simplemente me pregunto qué diferencia existe entre una ninfa intocable, inaprensible, que no deja rastro alguno, ni fragancia, evasiva a la captación por los sensores, y ninguna ninfa en absoluto.

-Y ¿nunca viste a la ninfa?, ¿a ninguna diosa o dios?

-Es una amarga historia, un amor no correspondido.

Ensoñación de la quimera

Dejo a otros la responsabilidad de lo que cuentan: a cada cual su historia o su leyenda. Yo puedo hablar sólo por mí; y así lo cuento.

De niño lo imaginaba con ojos, con oídos, y sobre todo, corazón, con voz para llamarme y orientar mis pasos, tan lejano como las estrellas, pero también muy cerca, residente quizá en mi propio corazón y, desde luego, en el tabernáculo del templo. Así que, cuando dejé de ser un niño y quise realizar algo valioso por mí mismo acudí al templo y levanté la ca­beza hacia el lugar de la presencia, de la quintaesencia. Pregunté ingenuo, con avidez de su respuesta y de su gracia: «¿Cómo debo vivir para merecer tu complacencia, hacerme digno de ella?» Creí escuchar la voz que me decía:

-Quédate aquí con los servidores del culto, permanece en el san­tuario, viste ropas de penitencia y afeita tu cabello, renuncia a las mujeres y a los goces de los adoles­centes de tu edad, quema incienso en mi honor to­das las tardes y canta mi alabanza desde la madrugada, no dejes apagarse la lamparilla de mi altar mien­tras duermes, medita día y noche los sobrehumanos misterios, reza sin cansancio por la salvación del mundo.

Hice lo que la voz aquella demandaba. Me entregué a obedecerla con todo entusiasmo y energía. Permanecí en el templo, apartado de los compañeros de mi edad, durante siete años completos, orando, meditando, entonando cánticos, cuidando del incien­so, de los cirios y de las ofrendas votivas.

Al cumplirse siete años de permanencia en el templo, comparecí de nuevo ante el tabernáculo para exponer el ruego: «Cumplí a la letra cuanto me di­jiste. ¿Hallé gracia ya a tus ojos?». Rogué una y otra vez, tantas veces como las cuentas del rosario y con tono crecientemente su­plicante. Pero ninguna palabra daba respuesta a la mía; no me era devuelto más que el augusto silencio del lugar, pesado,  oprimente hasta la angustia. Entonces volví a la sim­ple pregunta de mi primera visita, la de adolescente: «¿Qué debo hacer para que en tu gracia me halles digno?». Ahora sí que creí oir la voz que quebró el silencio con un nuevo man­dato:

-Deja el servicio del templo. Sal a las calles y las plazas. Da a conocer mi nombre entre las gentes. Caminan todos ciegos en tinieblas, marchan locamente hacia la perdición. Sá­cales de su error, de su extravío. Tráeles aquí a mi presencia, hazles entrar.

Salí al extraviado mundo y hablé del Dios a cuantos encontré. Unos escuchaban, otros hacían oídos sordos. A algunos pocos conseguí arrancarles, creo, de aquellas condenadas tinieblas y reconducirles a la claridad y al refugio de la casa del Dios. Tratando de devolver al buen camino a los errantes, anduve por distintas tierras durante un nuevo lapso de siete años. Al final de ellos me presenté en el interior del templo y alcé la vista hacia el lugar bendito.

Pregunté primera, segunda y tercera vez: «¿He alcanzado, señor, gracia a tus ojos?». Pero una, dos y tres veces no recogí más respuesta que un silencio de piedra. Más inquieto y preocupado que nunca, sin saber qué hacer o qué decir, sólo me vino a los labios la petición ingenua formulada desde casi niño: «¿Qué habré de hacer, oh Dios, para tornarme grato a tu mirada?». Sólo entonces creí recibir contestación, que so­naba ahora así:

-Hazte uno más entre la gente, hazte pobre entre los pobres. Ve con los que lloran, con los torturados y humillados, con los oprimidos. Allí me encontrarás. Todo cuanto por ellos hicieres, lo habrás hecho por mí. Tu prójimo será tu dios y su libertad será mi gracia.

Esto fue, de todo, lo que peor cumplí. Acaso no lo hice en modo alguno, pese a haberme aplicado a su obediencia otros siete años completos. Com­batí en favor de aquellos a quienes ahora llamaba hermanos. Ellos eran mi dios. Me alejé de los pu­dientes y no quise saber nada de sus mesas. Busqué mi lugar entre los perseguidos o sospechosos y com­partí el dolor de los hambrientos. No llegué, sin em­bargo, a verme en la miseria, ni a sufrir la perse­cución en carne propia; y, por eso, mantuve siempre en esta etapa la peor impresión y mala conciencia acerca de mí mismo.

Cuando regresaba al templo, al contarse ya el séptimo año, no me sentía en absoluto satisfecho de la manera en que había atendido el último encargo. Otros, y no yo, habían luchado con más coraje y riesgo. Habían sido golpeados, encarcela­dos. Incluso alguno, a quien ocasionalmente conocí, había sido asesinado, había muerto, ¡muerto por ayudar a otros!

Volvía yo cabizbajo al templo, con mi pobre hoja de servicios, y nada me extrañó en esta ocasión no me­recer respuesta a la habitual solicitud, triplemente reiterada: «Dime, Dios, si alcancé gracia a tu vista».

El mutismo me resultó más denso y doloroso. Osé todavía, pese a todo, cuitado de mí, musitar en tono tímido la juvenil demanda siempre respondida: «¿Qué pides, Dios, ahora de mí para hacerme digno de tu gracia?» Me sorprendió no escuchar nada y achaqué no haber oído a mi sordera. Insistí en la pregunta y empezó a alarmarme el persistente silen­cio. Y repetí de nuevo y de nuevo, no sólo tres veces, ni treinta y tres, sino más de trescientas veces, acaso hasta tres mil, un rosario tras otro, al comienzo con voz fuerte, lue­go cada vez más apagada. Las losas del santuario no me devolvieron definitivamente otras palabras que las de mi propio eco y salí al exterior caminando sin rumbo fijo.

Hace de esto siete exactos años. He consumido ese tiempo en ocupaciones de sedentario: trabajar y jugar, escribir y leer, convivir y retirarme. No he tratado, ni por sueño, de salvar a nadie de su tiniebla, su pobreza o sus cadenas. He padecido y he gozado sin excesos. He aprendido acerca de la vida a medida que menos falta hacía ya saber sobre ella. Han transcurrido los años echando siempre en falta dentro de mí la agilidad que para vivir descubro y envidio en otros. Me pesan dema­siado los inviernos transcurridos desde que dejé de ser niño. Hay momentos, aún así, en que me domina la inquebrantable convicción de haber sido en otros tiempos menos joven que ahora.

Pasaba ayer mismo por la plaza del templo y no quise omitir mi visita de aniversario séptimo. Crucé el atrio y avancé apenas diez pasos por la nave cen­tral, lo bastante para hacerme cargo de la actividad desarrollada dentro. Descontados los visitantes turistas, todo seguía igual: los cánticos, los cirios, el incienso, el rumor de las preces, el canto llano. Algunos devotos salían iluminados y redimidos, a rescatar almas; algunos pocos parecían entrar de nuevas con curiosidad piadosa, tal vez con­versos de hora próxima. Miré al ábside un instante. Allí, en su sede del sancta­sanctórum, debía todavía de habitar la presencia que invocaba en otro tiempo, la que invadía mis ensueños despiertos de adolescente y que ahora alguna vez se presenta en el sueño nocturno con un rostro de enigmática Gioconda. Pero nada pre­gunté esta vez y no invoqué. No pasé de esbozar el casi imperceptible gesto de una frágil reverencia.

No sé qué haré estos próximos años. Tampoco sé si, al transcurrir el septenio, volveré por el templo a evocar la presencia en otro tiempo amada. Quizá no vuelva más, no sé -a lo mejor sí que el Dios sabe-, porque en el plazo de siete años pueden suceder mil cosas, ha­berme muerto, por ejemplo, y ser ya para entonces polvo, sólo polvo, de ella o él enamorado un día, aunque no correspondido. Si para entonces todavía vivo, pienso que sí, que volveré, seguramente sin entrar, sin traspasar el umbral. Pero no soy capaz de imaginar con qué palabra, qué reverencia o gesto, o tal vez quietud, saludaré, o no, desde el atrio a la insistente, evasiva, quimera de mis sueños jóvenes.