Personalidad, persona, acción

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Madrid: Alianza, 2002

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Tratado de Psicología de la Personalidad desde un enfoque de psicología de la acción, con tres secciones: sobre diferencias y diversidad personales, sobre la persona en acción frente a su mundo, sobre procesos internos a la persona, uno de cuyos capítulos se recoge a continuación.

Sección III
Procesos en la persona

Capítulo 11
PERSONOLOGIA

«Dos almas, ay, anidan en mi pecho»
Goethe, Fausto

 

Por su raíz etimológica, «psico-logía» habría de ser, a la letra, ciencia o discurso del alma, mientras igualmente psico-análisis equivale, de modo afín y casi intercambiable, a análisis del alma. Sin embargo, ni siquiera el psicoanálisis, pese a retener por objeto de estudio lo que denomina aparato psíquico, mantiene la noción tradicional de «psiqué»: un alma entendida como realidad supuestamente separable del organismo. Mucho menos una psicología objetiva opera con la dualidad de cuerpo y alma: aunque conserve la denominación de psicología, procede como ciencia no del alma, sino del comportamiento, o de la acción, de la práctica, ciencia que mejor haría en llamarse, por ejemplo, praxiología [® 15.5]. Los nombres, sin embargo, son reacios al cambio aún más que los conceptos; y continúa denominándose psicología  una ciencia que no obedece ya en aboluto al nombre, ni siquiera cuando aborda actividades como percepción, pensamiento o conciencia, consideradas como psicológicas.

La psicología de la personalidad corre el peligro de resucitar de modo subrepticio una ciencia del alma bajo el manto nominal de una ciencia de la personalidad o la persona, de una personología. De hecho ha habido y hay personologías escoradas hacia un dualismo donde persona es la versión moderna y supuestamente científica de alma. Con ellas será preciso medirse y polemizar, lo cual no impide, por otro lado, retener la denominación de personología, no más impropia que la de psicología, para el estudio y el conocimiento que sobre la propia persona se desprende de una ciencia del comportamiento.

 

Saberes sobre el «alma»Dos procedimientos diametralmente opuestos: uno, el tradicional y filosófico, que se encamina «hacia un saber sobre el alma» (Zambrano, 1989), en un camino jalonado por desvelamientos sea de la razón o de la pasión, del corazón, del pensamiento racional o también del poético; otro, el de «la búsqueda científica del alma» (Crick, 1994) por el camino de la neurociencia y el estudio de la corteza cerebral en el hombre y los animales superiores. Apenas hace falta decir que «alma» no significa lo mismo en un caso y en otro.

 

De manera especial, bajo el rótulo de personología cabe colocar el estudio y conocimiento no ya de la persona en acción, en su relación activa con el medio físico y social, sino de la persona en ella misma. Sólo hay que recalcar que la persona misma no es alguna sustancia inaprensible o inmaterial al modo del alma; es -está o consiste en- las actividades, procesos y estructuras de un sujeto.

Las estructuras diferenciales de la personalidad [® 2], su potencial de conducta y disposiciones [® 4], la energía propia suya de activación [® 6], las necesidades que trata de atender [® 7], todo ello forma parte de la persona. Queda, sin embargo, un importante conjunto de procesos por examinar, conjunto que precisamente pasa a primer plano en algunos enfoques personológicos: procesos -no ya sólo estructuras- que comienzan y terminan en ella misma, que suceden dentro de la persona, «debajo de la piel», como gráficamente se dice, pero también en el borde mismo de la piel, en conductas que se producen sin salir de la persona o acaso saliendo pero para regresar a ella.

La persona, en su acción, ha aparecido como una unidad operante. Tal unidad, sin embargo, no es internamente simple y unitaria, no en todo, desde luego. Es una unidad plural, sistémica y ni siquiera tampoco un sistema único o por completo unificado. La personalidad es -o más bien funciona, actúa como- un sistema de sistemas, como una constelación de procesos interrelacionados. Necesita, pues, de análisis, de disección en los componentes que la integran.


Dos universos de la psicologíaLa denominación misma de psicología puede equivaler a estudio de la personalidad y verse entonces la psicología entera como psicología de la personalidad. Así, en Fraisse y Piaget (1963, vol. 1, p. 72): el objeto de la psicología sería «la personalidad humana contemplada como una integración unitaria de todas sus instancias». Más certero y frecuente es yuxtaponer en psicología dos enfoques diferentes, respectivamente orientados uno a las conductas o bien a las funciones psicológicas y otro a las personas (así, Gross, 1994, y también Fiske, 1974, que habla de «dos mundos» de hechos psicológicos).

1. Identidad

La persona por dentro constituye para la psicología un campo temático arduo y sembrado de trampas, cuyo peligro más frecuente es que bajo el nombre y envoltorio de persona -o de análogos suyos de dudosa naturaleza, como yo, sí mismo, o identidad- se esconden sucedáneos de la antigua alma. El procedimiento más común en las personologías aludidas en esta denuncia ha consistido en aproximar, asociar, unificar y, en el extremo, confundir, o sea, identificar elementos -niveles, procesos, términos- de dispar naturaleza y procedencia, para postularlos idénticos entre sí. «Identidad» es precisamente, junto con «yo» y «sí mismo», uno de los términos favoritos de esta personología y quizá el que mejor la denomina.

Como personologías de la identidad cabe conceptuar aquellas que presumen que la persona, o yo o sí mismo, es a la vez -o consiste de modo indisociable en- los siguientes componentes:

1º) El sujeto agente, o bien su núcleo y centro de gravedad, la instancia ejecutiva o principio de acción en las actividades y en las interacciones todas que son objeto de estudio en psicología.

2º) La unitaria e indivisible identidad psicológica y comportamental de un individuo, identidad personal innata, genéticamente constituida, con el consiguiente sello de una autenticidad individual inconfundible, llamada y propensa a desarrollarse en una autorrealización coherente a lo largo de la vida.

3º) El sujeto consciente, la conciencia individual o, más concreto aún, la autoconciencia de la persona, no ya sólo como simple vivencia o experiencia, sino también, y sobre todo, en cuanto autorreflexión y autoconocimiento, en cuanto memoria de sí y presencia percibida de uno mismo.

4º) El sujeto gramatical, el que dice «yo» en numerosas frases de la conversación ordinaria, el que, por tanto, responde a la pregunta de «quién soy yo».

5º) El sujeto o «yo» de algunos sistemas filosóficos, el que razona «pienso, luego soy» (Descartes) y se desarrolla en una filosofía del yo (Fichte) o en un idealismo que hace de «ego» (=yo) el fundamento trascendental constituyente de cualquier otra realidad («ego-logía» de Husserl).

No ha sido gratuita la alusión a la filosofía. Es patente el parentesco de esta personología con predecesores filósofos. En algunos de éstos se encuentran significativos testimonios de una noción de yo o de persona asumida luego por personólogos. Así, la enunciada por Locke en su Ensayo sobre el Entendimiento Humano, cuando declara sin equívocos de qué sujeto está hablando: «un ser pensante, inteligente, que tiene razón y reflexión y puede considerarse a sí mismo como siendo un sí mismo». De ese sujeto se trata en este género de personología: en perfecta coincidencia consigo mismo o, aún más, unidad del sujeto a la vez cognitivo, gramatical, agente práxico, consciente y, en su más alto nivel, filosofante, en una unidad donde todo confluye y a la que la propia (auto)conciencia personal tiene acceso directo sin engaño posible, justo por su inmediatez. En la unidad así postulada, en los datos inmediatos de la conciencia, cree encontrar esta personología el mejor e insustituible comienzo de una ciencia de la persona que será a la vez entonces una psicología, ciencia del comportamiento y una ciencia general del ser humano.

La personología de la identidad maneja algunos principios y temas favoritos: el de la perspectiva holística*, de que la persona ha de ser abordada siempre como un todo indivisible; el de la precedencia e influencia del ámbito vivencial íntimo -de motivos, tendencias, conciencia, conocimiento, afanes y proyectos- respecto al comportamiento real y efectivo; el de la singularidad idiográfica* e inconfundible de cada ser humano individual; el enfoque organísmico, entendiendo por ello un alto énfasis en la autoconsistencia y autorrealización de la persona; el vislumbre y creencia de un cierto fondo de misterio insondable en la persona, inaccesible a la ciencia y sólo accesible a la intuición, a la comprensión amorosa, a la expresión poética. Lo interior o íntimo queda aupado a un rango soberano por encima de cualquier otra realidad física o social. La autoconciencia inmediata se autoerige en facultad única capaz de captar esa intimidad. Y no en último lugar: a esa conciencia se le atribuye el poder ejecutor de desencadenar o, al contrario, inhibir procesos comportamentales e incluso fisiológicos.


[Contra Descartes]En Descartes, Discurso del método, está la partida de nacimiento de un punto de vista que, tras haber sido bien trajinado a través de mentes filosóficas, ha llegado hasta la psicología de la identidad subjetiva: «Este yo, es decir, el alma, por la que soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo, y hasta más fácil de conocer que él; y aunque el cuerpo no existiera, ella no dejaría de ser lo que es».Todos y cada uno de los supuestos de Descartes han de ser desmontados: 1) el análisis con lente dualista alma / cuerpo; 2) la asimilación de yo o persona a alma; 3) la presunta auto-transparencia de la conciencia, que en realidad es bastante más opaca -cuando no tramposa- de lo que se cree; 4) la imaginada singularidad privilegiada del conocimiento de uno mismo.

Aquí, más que en ninguna otra materia, las apariencias engañan, impiden ver. Es verdad que «yo» parece lo más inmediato y próximo a cada cual en la conciencia; y es tentador aprovechar esa proximidad. Pero hay ilusiones en ello, en la subjetividad. Es del todo ilusorio -y no sólo idealista, metafísico- tal sujeto singular y autónomo, dueño de sí mismo, punto de vista privilegiado sobre la realidad interior.

 

Los mencionados contenidos, típicos de una concepción personológica de identidad, se propagan arropados bajo un léxico igualmente muy suyo, que habla de «yo» y «sí mismo» en un uso extraño: en uso de sustantivo y de forma absoluta, sin enlace con ningún otro término. No es que esos vocablos no puedan utilizarse en una psicología científica, también interesada en analizar el concepto de sí mismo y en preguntarse por el sujeto que dice «yo». Pero en un empleo científico, «yo» y «sí mismo» han de tomarse formando parte de sintagmas más amplios, en cuyo contexto adquieran un sentido preciso. Lo peculiar de esta personología es hablar de «el yo», «el sí mismo» o «la identidad», como sustantivos autosuficientes delante de los cuales, además, se coloca el artículo (un lenguaje, por cierto, que aparece acríticamente acatado también en informes de estudio sin lazo alguno con la concepción de donde se toma en préstamo).

Se ha dicho (Rychlak, 1976) que el distintivo de los teóricos de la personalidad está en «presumir identidad en la conducta» y en constituirse en «abogados de la identidad» en cualquier proceso psicológico a examen. Es, en rigor, un distintivo no de cualquier teoría de la personalidad, sino de cierta personología cuya doctrina se resume así: hay en la persona -o identidad personal, o «yo» o «sí mismo»- un núcleo interior, que es principio de acción, de desarrollo, de realización, de diferenciación y de autoconsistencia, principio de la actividad adaptativa y de afrontamiento, un núcleo permanente, inalterable, simple, unitario, indiviso, aunque capaz de multiplicidad comportamental, así como también de aprendizaje, susceptible, por tanto, de manifestaciones muy variadas y asimismo de cambios en su ontogénesis. Es una doctrina que concuerda bien con la psicología espontánea de cada cual, con la propia autoconciencia, pero sin respaldo empírico, es más, empíricamente insostenible.

2. Humanismo y personalismo

El paisaje por donde discurre esta personología del yo, de la identidad y la conciencia, es muy distinto del de una ciencia del comportamiento y de la acción. La bifurcación por derroteros distintos comienza muy pronto, en el kilómetro cero de cada psicología. Diferencia de origen es ya estudiar la conducta desde la conciencia o, por el contrario, la conciencia desde la conducta. Discrepancia originaria es también, en consecuencia, y enseguida, la posición respectiva sobre la posibilidad o imposibilidad -en psicología- de extraer ciencia a partir de la conciencia. Las personologías de la identidad presumen no sólo tal posibilidad, sino la correspondiente necesidad. La insistencia en ello puede calificarse de «fenomenológica» por su semejanza con una filosofía llamada así y con su principio metodológico de comenzar por fenómenos de conciencia, de percepción y vivencia subjetiva de la realidad. La psicología objetiva, en cambio, es unánime en desconfiar de la conciencia como presunto fundamento de conocimiento.

 

Explicación y comprensiónLas ciencias humanas, antroposociales ¿se proponen sólo o principalmente la comprensión, la intelección del significado?, ¿o también, y ante todo, la explicación, al modo de las ciencias naturales? Comprender ¿es ya explicar? ¿Está la explicación al servicio de la comprensión o más bien a la inversa? Y explicar ¿es sólo explicar por causas? Puede verse documentado ese debate en varios libros en castellano: Chomsky, Toulmin, Watkins, 1982; Hintikka, MacIntyre y Winch, 1976; Piaget, Mackenzie y Lazarsfeld, 1975. Buena parte de la discusión entre una personología de la identidad y una psicología objetiva yace en eso, en si se trata ante todo de entender, de comprender significación en los actos humanos o, más bien, de explicar, de hallar determinismos, causas.

 


Por lo demás, las orientaciones de clasificables bajo el rótulo de personologías de la identidad son muy variadas. Provienen de antecedentes también varios. Hay raíces, desde luego, en el psicoanálisis, no tanto en la formulación freudiana originaria, cuanto en versiones heterodoxas suyas, bautizadas como neo-psicoanálisis (Fromm, Horney, Sullivan). Las hay, todavía más, en una psicología del yo o del ego, tempranamente desgajada de Freud de la mano de Adler. Clave de esta última psicología es haber volcado y fundido en ese «yo» características que Freud atribuía por separado a tres instancias distintas, a «yo», «ello» y «superyo». De ese modo, «yo» deja de ser un lugar psíquico entre otros, un lugar, además, no todo él consciente, para ser al propio tiempo núcleo de energías primordiales, al modo de «ello», y yo ideal o «superyo».

Las distintas orientaciones que responden a ese esquema personológico de identidad comparten la coincidencia unánime en el antagonismo frente a otras concepciones. Es frecuente haber sido propuestas en el tercio central del siglo XX como «tercera vía» ante un conductismo y un psicoanálisis por entonces dominantes, a la vez que enfrentados entre sí. Han coincidido en disputarles el terreno a estas otras posiciones y en tratar de hacerse un hueco y conquistar un lugar al sol de la ciencia. A tal esfuerzo por ganarse el diploma de ciencia, se ha añadido el empuje diríase político de un cierto irredentismo por parte de esta personología: de una voluntad de rescatar para sí, para un enfoque personalista y humanista, el estudio de lo propiamente humano, de recuperarlo de las manos de un conductismo y un psicoanálisis, que de modo ilegítimo se lo habrían apropiado sin llegar en verdad a conocerlo.

Esa «tercera vía» ha reclamado para sí la exclusiva y el prestigio del humanismo y del personalismo, un prestigio rutilante a mediados del siglo XX, aunque luego muy venido a menos. Se presenta como personalista, por atribuirle a la persona individual una singularidad, libertad y responsabilidad por encima de los determinantes e influencias sociales; y también como psicología humanista por colocar una cesura radical entre la especie humana y el resto de los vivientes, desdeñando en consecuencia los estudios con animales y la investigación neurobiológica como irrelevantes para una ciencia del comportamiento específicamente humano.

Todas esas características se corresponden con una idea romántica del ser humano individual y justifican que haya sido calificada en consonancia con ello: como psicología romántica (Holt, 1962/1974). ¿Basta un aura así para descalificarla como no científica? Desde luego, basta para resaltar sus complicidades ideológicas, que a su vez le han permitido hacer buenas migas no sólo con la filosofía idealista, sino, antes de eso, con el sentido común, el del hombre occidental moderno, que hace suyos los mitos renacentistas de la singularidad individual y de la discontinuidad radical entre el hombre y otros vivientes. Lo cual, naturalmente, no constituye un mérito, antes bien, la deja en el dudoso estado de una psicología naturalista y espontánea, correspondiente a una cultura particular, la nuestra, pero sin sujetarla a crítica, ni contrastarla con método de ciencia. Y ahí reside el desenfoque o, al menos, el riesgo: los prejuicios de la psicología espontánea son más poderosos y peligrosos allí donde pensamos tener un saber más inmediato e infalible.

 

Poética de uno mismoLa identidad, el ego, yo o sí mismo de la personología romántica es el mismo «self» al que, autoproclamándose «chantre de la personalidad», canta Paul Whitman en Song of myself: «Canto a mí mismo, a la persona única, separada / canto a la fisiología, de pies a cabeza / no a la fisonomía, ni al cerebro solo / canto al hombre moderno». La personología de la identidad es una psicología whitmaniana.

 

Sobre nombres y emblemas de humanismo o personalismo no merece la pena disputar, mucho menos en un momento en que ambos, casi siempre impregnados de creencias harto tradicionales, han perdido crédito. Aun entonces, sin embargo, conviene destacar que las personologías de la identidad no poseen el monopolio de lo humano y personal. Desde luego, es mérito de tales personologías haber desempolvado cuestiones que el conductismo tenía arrinconadas, cuestiones que resultan ser las más significativas y de mayor interés para el hombre. Pero es posible otro género de personología: una ciencia objetiva del sujeto humano, una psicología de la personalidad no tanto humanista, cuanto «de rostro humano», o sencillamente humanitaria, que se hace eco de los dolores y las alegrías, de las esperanzas y de los miedos humanos [® 9.5]. Será una ciencia, sin embargo, de la condición humana, no de una naturaleza supuestamente angélica y acaso inmaterial. Precisamente entre las primeras diligencias de la misma está un análisis clarificador de los equívocos asociados a una personología de buenas intenciones, pero equivocada: que profesa culto a la persona, mientras entretanto no la conoce, más bien la mitifica y mistifica.


3. Enredos del lenguaje

Encomendó Wittgenstein a la filosofía la higiénica tarea de liberar de las trampas de la gramática y los enredos del lenguaje. Es tarea que ha de asumir también la ciencia y que es imprescindible en el análisis crítico de la personología de la identidad. Se engaña ésta; se deja fascinar en un laberinto de espejos, de espejismos verbales, que fomentan todos y cada uno de sus términos favoritos: «identidad», «yo», «sí mismo». Y no hay laberinto alguno; todo este se halla en las palabras y en su uso, más bien abuso, que para ser desarticulado precisa únicamente de una operación de limpieza gramatical.

Identidad es término con numerosas acepciones. Está, primero, la identidad lógica de cada ser consigo mismo: N es N, o el poder es el poder, o Marta es Marta, o bien -y esto parece saltar ya a mito y teología de uno mismo- «yo soy yo», a semejanza de la autorrevelación bíblica de Dios: «soy el que soy». Enunciados de una identidad así son simples tautologías y, por tanto, expresiones vacías, sin sustancia, aunque lo tautológico pase por axiomático, y ahí yace el engaño: en creer que las tautologías dicen algo, en pensar que proporcionan conocimiento o información. Se habla también, segundo, de señas de identidad: aquello que permite reconocer a una persona por los rasgos de su cara, por la voz y por el modo de hablar, o de escribir, o por sus gestos. Es la identidad idiográfica, de la que se ocupa la psicología diferencial. Una tercera acepción se refiere a la identidad biográfica e histórica, y es sencillamente continuidad, la asociada a un organismo individual pese al transcurrir del tiempo y a los cambios. Y con ella, en fin, se relaciona, aunque no coincide, la identidad en cuanto propia de los recuerdos personales: sí, era yo mismo, quien hizo eso y aquello otro, o a quien le sucedió aquello ahora tan lejano.

El lenguaje de la identidad, en suma, suena en distintos teclados y suena bien, es plausible; pero hace falta ver de qué identidad se trata en cada registro: es preciso especificarlo. El truco, el sofisma, consiste en manejar todas las acepciones suyas de manera conjunta e indistinta. Eso no es de recibo. Es sofístico colocar el cerrojo de la identidad lógica (N es N) y la cadena de la identidad del organismo, del nacimiento a la vejez, para extraer un «yo soy yo» con pretensión axiomática de establecer su autenticidad congénita o para atribuir a las rememoraciones personales un papel esencial en la configuración de una identidad genuina. Por otro lado, no parece que el léxico de la identidad sea necesario para formular contenidos que no se puedan expresar sin él. Excepto para la identidad lógica, para el resto de acepciones personalidad vale tanto como identidad y no se presta a tantos equívocos de prestidigitación semántica.

También el vocablo «yo» necesita análisis depurador. La naturalidad con que se emplea a diario el pronombre «yo» representa el mayor obstáculo para entender cómo funciona. Una elemental indagación en el funcionamiento del pronombre basta, sin embargo, para desenredar el enmarañado uso de «yo».

Cada cual dice a menudo «yo» cuando habla; lo dice en uso pronominal. Es «yo» un pronombre, un deíctico*, puro señalamiento lingüístico que pronunciado por mí me señala a mí y que pronunciado por otro señala a otro. En cuanto mera deixis*, «yo» es una voz comodín, al igual que todos los pronombres -ése, aquello, vosotros-, aplicables a los más variados referentes. De ese pronombre, sin embargo, se ha hecho psicología, personología e incluso filosofía. Algún filósofo, como Fichte, ha elevado a Yo al techo del mundo, a principio de todo saber cierto y a núcleo duro de toda metafísica en una distinción, por otra parte, infantil entre Yo y todo lo demás, No-Yo. Freud, por el contrario, lo rebajó y hasta humilló, al dejarlo como una instancia más entre otras del aparato psíquico. Detrás de él, sin embargo, ha venido un neo-psicoanálisis que amortiguaba los elementos más corrosivos del análisis freudiano. La psicología del yo o del ego, de Adler y algunos sucesores suyos, lo ha vuelto a sustantivar al modo metafísico; ha mudado el pronombre en nombre, ha tomado a ese yo (o sí mismo) como agente, como principio; y con ello ha alumbrado un yo quizá no metafísico, pero sí metapsíquico.

A examinar de cerca quién es ese de quien se dice «yo» y se postula como «un yo» o «el yo», a responder a la pregunta de qué es eso de yo y de dónde nace, presta su auxilio la propia gramática. Esa misma gramática que a veces ciertamente nos enreda en la palabra y en el pensamiento, al propio tiempo nos permite también salir del laberinto de los embrollos que fomenta. No hace falta profesar filosofía analítica para hacer un uso clarificador de la sintaxis. Y esta es la clave analítica del desenredo: sólo llega a haber lo que se dice un «yo» merced al lenguaje, al habla; muchos fenómenos de «yo» -quizá tampoco todos- son lingüísticos o cripto-lingüísticos. A fin de cuentas, seguramente la pregunta «¿qué es yo?» no es asunto de filósofos ni de psicólogos y ha de ser devuelta al propio lenguaje, a su sintaxis. En esa devolución, conviene comenzar por un dato obvio subrayado por los lingüistas: «no hay concepto del yo»; en rigor, yo es aquél que dice «yo», eso es todo (Benveniste, 1971, p. 51). No hay concepto sustantivo de «yo» al igual que no lo hay de «sí mismo», de «tú» o de «eso» o de «aquello»: todos ellos son pronombres, son deícticos.

Sólo por superstición de la gramática ha sido posible levantar una psicología y una filosofía del yo. Dicho en paráfrasis de una sentencia de Nietzsche sobre la creencia religiosa: continuaremos creyendo en un «yo» mientras sigamos creyendo en la gramática. Confiar en la gramática, en el lenguaje, está sin duda en el origen de las demás creencias que forman la urdimbre de nuestro pensamiento nunca o apenas revisado. A poco, además, que se cotejen la confianza occidental y la desconfianza oriental respecto a yo, cunde la sospecha de que en nuestra cultura la creencia en yo constituye la fe no siempre confesada, pero subyacente, a todas las demás creencias.


Disertó Ortega y Gasset (1965) sobre «ideas y creencias», atribuyendo a estas últimas una firmeza mayor, arraigadas como están en lo consabido y supuesto por la persona. Esa raigambre, sin embargo, no vale por título de legitimación o de objetividad. Creer en yo, en uno mismo o un «sí mismo», es justo el prototipo y la raíz de las demás creencias. Creyó Descartes en la solidez de «yo», de la autoconciencia, e hizo de ello el quicio de la certidumbre del conocimiento: «pienso, luego existo». Creemos espontáneamente en «yo» y en eso se cimenta el universo de toda otra realidad creída. Ahí son cómplices la autoconciencia y las creencias. Nada hay tan subjetivo, tan «yoico», como las creencias; y ninguna creencia es tan típica como la de autoconciencia, de yo. Ahora bien, como protocreencia y condición de las demás creencias, la conciencia o creencia de yo puede muy bien constituir también el protoengaño más difundido de la cultura occidental moderna.

El engaño es fomentado por otra complicidad que se traba entre «yo» como pronombre en el habla cotidiana y «yo» como entidad evocada por algunos filósofos y psicólogos. Ha sucedido con «yo» al igual que con el verbo «ser»: recibe contenidos sustantivos que violan su sintaxis. Los positivistas lógicos han hecho mucho por desmontar una ontología, una metafísica del ser, basada en un uso abusivo de ese verbo. La misma limpieza debería practicarse con las «ego-logías». Mucha filosofía y psicología del yo, al igual que mucha filosofía del ser, da vueltas en círculo con los ojos en blanco, como en danza de giróvago, alrededor de un vacío. El vacío es el de un yo sin otro contenido sintáctico que la deixis; y los mareantes giros lo son de dar vueltas y vueltas en un aprovechamiento indebido de la función gramatical de «yo». Ocurre así también en la variante de un «sí mismo», tan pronominal como «yo», y que no es lícito sustantivar [® 12.2]. Del hecho de hablar de uno mismo no se sigue que se pueda abstraer ese «uno mismo» y encima colocarle un artículo por delante para obtener el sustantivo «the self», «el sí mismo». Esta colocación vulnera elementales reglas de la gramática. Se trata, pues, de hacer patentes los enredos que trae consigo la deixis del pronombre «yo» y sus adláteres: «sí mismo», lo «mío», lo «propio»; y de escapar así a la sofística complicidad de «yo» como hablante, como presunto conocedor, y «yo» como objeto, como lo conocido o por conocer.

Así, pues, ¿quedan proscritos términos como «identidad» y «yo»? Es legítimo emplearlos pese a su incierto contenido, pero a condición de las oportunas puntualizaciones: la de que con ellos se nombra a subsistemas o instancias de comportamiento, de personalidad, y no a alguna misteriosa unidad global reacia al análisis; con expresa advertencia contra la tentación de confundir yo, sí mismo, sea con (auto)conciencia o, más equivocado todavía, con alma o con núcleo insondable, inescrutable, de la persona.

También persona y personalidad son términos y conceptos generales, polivalentes, pero al menos presentan la ventaja de no prestarse tan dóciles a trucos gramaticales como los adheridos a la anfibología de la «identidad» y al valor pronominal de «yo» y «sí mismo». Al considerar la persona en acción [® sección 2ª] prevalece, es verdad, un enfoque que la toma en su unidad global, como «un todo»: es la persona entera la que juega, la que trabaja, la que afronta; existe una clara unidad suya ante otras personas y frente al mundo exterior. La consideración de la persona como un todo puede dar lugar también a equívocos. Resulta válida en el examen de su conducta efectiva, en sus relaciones con el exterior; pero ha de completarse con otra al escrutar a la persona por dentro, en su trama interior: en este escrutinio lo que sobresale en ella es la pluralidad de sistemas y procesos; lo que se desprende es un persono-análisis.

 

[Desmantelando al ego]Con inspiración en conocidos análisis anteriores de W.James y otros, Allport (1943/1969) discernía en «el ego» (sic, en latín y con artículo) o, mejor, en las psicologías de tal ego, los siguientes aspectos y acepciones: el ego como conocedor, como objeto de conocimiento, como egoísmo primordial, como impulso de dominio, como organización de procesos mentales, como esfuerzo orientado a metas, como sistema de conducta, como organización subjetiva de una cultura. Concluía sin decidir si son conciliables las teorías que sustentan esas distintas acepciones, y se limitaba a destacar que la presencia de autorregulación traza una frontera de deslindamiento, un umbral decisivo en la conducta humana. Para Allport, «ego» o yo no coincide con la personalidad entera: es sólo una porción, una región de la personalidad, la porción de ésta que da la cara al mundo, zona de contacto y también de conflicto con la realidad; y no existe en la primera infancia, se va formando gradualmente en la vida.Contenidos plurales semejantes a los de yo se detectan bajo la rúbrica de «self» o sí mismo. A su cobijo se hallan todos estos: el sujeto que se autopercibe y conoce; el principio de motivación, de autorrealización y autoaserción; el sujeto de la experiencia; el organizador; el principio de ajuste; el agente social, eco individual de la sociedad y de una cultura (Lowe, 1961).

La simple exposición de las varias -e incompatibles- acepciones de yo y de «sí mismo» sirve ya para desmontar a estos conceptos, para «de-construirlos», en el sentido sea del filósofo Derrida o del Woody Allen de Deconstructing Harry. Desmantelamiento aún más radical, sin embargo, es practicable desde un enfoque analítico-funcional de sello skinneriano. En ese análisis el «informe verbal yo», en rigor, el lexema «yo», en el lenguaje del niño que comienza a hablar, llega a emerger como unidad independiente al ser separado y abstraído de frases más extensas previamente aprendidas y que contenían «yo» (Kohlenberg y Tsai, 2001).


4. Objetivación y disección analítica

La psicología objetiva ha desconfiado mucho de nociones y temas como yo, sí mismo, o identidad, demasiado cercanos a una psicología natural, espontánea, de intensa carga introspectiva y que se expresa en la personología naturalista y romántica de la identidad. Tras resistirse a ello mucho tiempo, no ha tenido más remedio, sin embargo, que aproximarse a esa temática y tratar de aprehenderla. Lo ha hecho, de todos modos, con cautela y suspicacia sumas. Precisamente uno de los primeros acercamientos desde posiciones objetivas, conductistas, se autocalificaba de «incursión en la boca del lobo» (Kanfer, 1972/1978), exploración en un terreno peligroso para la objetividad científica. El caso es, por otra parte, que nociones como las de yo o sí mismo, en su uso no deíctico*, son susceptibles de estudio con objetividad de ciencia, aunque aquí, más que en cualquier otra materia, resulta en extremo escurridiza la cuestión: ¿y qué es verdad y verdad objetiva?, ¿qué es objetividad?, ¿y en qué puede ésta consistir cuando se trata de nociones en las que cada cual puede decir: «yo soy así» o «yo lo vivo así»?

La naturaleza «objetiva», y no subjetiva, de la mirada científica, consiste en que, incluso cuando escudriña la interioridad o subjetividad de contenidos y procesos mentales, procede a ello desde una perspectiva no de autoconciencia intimista, interior al sujeto, a ningún sujeto concreto, tampoco al propio investigador; procede desde fuera del recinto subjetivo, en observación externa y objetivadora, en una mirada de carácter público, donde la intersubjetividad, la posibilidad de replicación y réplica por parte de otros, contribuye a una objetividad, por otro lado, y en verdad, inalcanzable y sólo buscada, aproximada de manera asintótica.

En ello obedece a un mismo principio y regla de método consabidos en cualquier ciencia: de objetivación y «des-centramiento» respecto al observador. Es una regla que en otras materias no suele ser preciso recordar. Aquí sí que hace falta recordarlo para marcar la diferencia entre la ciencia compartida, pública, rectificable, y la autoconciencia privada, expuesta a engaños difícilmente corregibles. Aunque sea en materia de intimidad del sujeto, incluso lo mío y propio -yo, uno mismo- ha de ser indagado como no mío y no propio, sin hacer un uso tramposo y engañoso de la subjetividad, de la aparente inmediatez de los datos de conciencia. En contra de lo que ha hecho la filosofía idealista y no sólo la personología ahora bajo crítica, se trata de abordar los hechos supuestamente más personales e íntimos como objetos, como «cosas», a disposición de cualquier otra mirada e investigación, abordarlos de ese modo, aunque también puedan ser propios, pues incluso entonces no es en cuanto propios como ingresan en el ámbito de la ciencia.

Una psicología objetiva no tiene por qué limitarse a la versión conductista interesada sólo en la conducta manifiesta. Puede y debe tener otros intereses, estudiar igualmente procesos cognitivos -y afectivos- internos, y no está autorizada a desentenderse de lo que otras psicologías han presentado como yo y sí mismo. Pero todo eso lo estudia a través de la conducta manifiesta, principalmente, por supuesto, la conducta de otros, no la del propio estudioso. No es la propia y privada «psiqué», mirada y escrutada desde dentro en la autoconciencia y autoobservación del psicólogo, la que le suministra a éste los datos primeros de su ciencia. Antes, al contrario, una ciencia objetiva del sujeto humano se cimenta en la observación contrastable de comportamientos patentes, públicos, examinables por todos, una observación de la que se desprenden inferencias a partir de lo manifiesto en dirección a lo que no se halla a la vista de manera directa. Esta objetivación es la que otorga garantía metodológica y, por tanto, científica a la psicología; y es, entre otros medios, gracias a ella que la psicología opera una auténtica «ruptura epistemológica» respecto al conocimiento (y también, al engaño) espontáneo, en este caso el de la autoconciencia: ruptura que toda disciplina ha de realizar para alcanzar rango de ciencia.

La desconfianza respecto a la conciencia ha de extenderse, además, a otras seudoevidencias de la percepción común. El que todo el mundo tenga su idea de qué es persona o personalidad no contribuye a clarificarla, antes bien, a sembrar prejuicios. A semejanza de otras ciencias antroposociales, pero aún más que ellas, la psicología trabaja con una gravosa hipoteca, la de los preconceptos y prejuicios de la percepción ordinaria, de los que cuesta mucho desembarazarse.

Cuando se toma distancia respecto a esos preconceptos, todos los indicios operan en contra de una psicología y personología naturalista. Frente a los patéticos esfuerzos de ésta por postular un yo o sí mismo unitario, lo que salta a la vista es la multiplicidad no unificada de las estructuras y procesos que lo integran. En eso fue del todo certero el enfoque analítico, diseccionador, de Freud: en negarse a acatar las evidencias espontáneas de la conciencia, del yo ingenuo, naturalista; en despiezar el aparato psíquico en varias instancias. Se comprende que en la tradición freudiana se haya hablado de «sub-personalidades» (Ferrucci, 1987).

Dicho sea ahora sin alusiones freudianas: la psico-disección de un psico-análisis es científicamente más eficaz que una psico-integración mediante una psico-síntesis sólo proclamada y en nada evidenciada. O todavía en otro lenguaje: un persono-análisis es más certero que las seudosíntesis de yo y de la identidad. Al mirar por dentro -aunque no desde dentro- al sujeto personal, lo que una psicología objetiva encuentra no es un cristal de una pieza, sino una variopinta multiplicidad, por otro lado, nada transparente para el sujeto.


La multiplicidad es ya ostensible en los estilos y rasgos, en las disposiciones y en las necesidades. El signo dominante en el análisis de tales estructuras es el de una pluralidad sin jerarquía. Los «cinco grandes» factores de personalidad, los tipos de Eysenck, los rasgos de Cattell, las necesidades de Murray, en suma, las variables de la mayoría de los modelos corresponden a dimensiones independientes entre sí, no jerarquizadas. Verdad es que tampoco faltan los enfoques integradores y jerarquizadores, que desde la pluralidad intentan resolverla en interdependencia o bien en jerarquía: el de Maslow respecto a los motivos o necesidades [® 5.2], el de Royce y Powell respecto a factores y estilos de distinto nivel [® 2.10], e igualmente el de Maddi (1968/1972) que distingue entre un «núcleo» y una «periferia» de la personalidad. Estos últimos enfoques suelen gozar de prestigio por el simple hecho de que la ciencia siempre aspira a la unidad o al menos a la jerarquía; y su atención a esa aspiración les confiere un valor añadido siquiera nominal, aunque no siempre con solvencia empírica. Los datos empíricos no avalan la postulación de un núcleo o de un vértice en la pirámide y arquitectura de la personalidad

Lo que sugiere el estado de conocimientos sólidos actuales sobre la persona, y por lo que concierne a la alternativa entre pluralidad no unificable y jerarquía unificadora, es que la carga de la prueba le toca a quien proponga la jerarquía o síntesis. Por otra parte, y desde luego, el progreso del conocimiento ha procedido siempre por la vía de operaciones de análisis y rara vez, en contadas ocasiones, de síntesis. Tan es así que la operación analítica se muestra como una etapa no ya sólo intermedia, fase de disección y despiece de elementos, para poder llegar enseguida a una psicosíntesis, sino como estación término de recorrido. El estudio de la personalidad llega no a un yo, sí mismo, o identidad unitaria o bien jerarquizada, sino más bien a una constelación de instancias o subsistemas de personalidad, relacionados entre sí, mas no coincidentes, ni tampoco en jerarquía unívoca.

La tarea es, pues, antes que nada, de disección, no de síntesis o de instalación en marco holístico*. Una directriz va a inspirar el modo de proceder en la tarea: la realidad evocada en vocablos como yo, sí mismo, identidad, e igualmente persona o personalidad, no es una mónada simple o átomo indivisible, ni tampoco un compacto, un bloque, un sólido, mucho menos una realidad misteriosa e inefable, un insoluble nudo o un laberinto como para perderse sin remedio. Es una unidad analizable, susceptible de disección en sus diferentes componentes: en unidades menores de análisis.

 

Estudio ulterior: El concepto de ruptura epistemológica, inicialmente expuesto por Bachelard (1989) en registro de teoría de la ciencia, está desarrollado en su aplicación a las ciencias antroposociales por Bourdieu, Chamboredon y Passeron (1973/1976).

5. Personoanálisis

El hecho gramatical de que podamos decir «yo» en frases tan variadas como «yo me llamo N», «yo lo hice» o «yo me encargo de eso», presta una ilusoria apariencia de unidad a procesos y a yoes no unitarios. Un enfoque persono-analítico comienza por la sospecha de que los distintos sistemas latentes tras la locución «yo» y que conforman a la persona no coinciden del todo. Se inclina, en consecuencia, a destacar la no-unidad de la persona, la fragmentariedad y multiplicidad de sistemas dentro de lo que global y toscamente se denomina «personalidad». Una propuesta en esa dirección, por Greenwald (1982), analiza a la personalidad como un sistema o, mejor, multisistema de conocimiento, y distingue en él cuatro subsistemas diferentes: el verbal, el corporal, el social y el de «sí mismo». A estos sistemas, además, los contempla disociados, disjuntos, y a menudo con mensajes incoherentes y hasta contradictorios entre sí. Ahora bien, incluso para el sujeto cognitivo hay otros modos de acotar, de analizar. Ha habido diferentes modelos de sujeto cognitivo en psicología, modelos que remiten, en realidad, a diferentes y no coincidentes «sujetos»: el computador de representaciones mentales a manera de un procesador central «multi-uso» y «multi-propósito», el conocedor de reglas, el que desarrolla estructuras formales y el que se constituye en la conciencia por medio de la relación consigo mismo (Rivière, 1978). ¿Se trata de un mismo y único sujeto, aunque aprehendido desde distintos puntos de vista? Es harto dudoso. Lo que de tales modelos se desprende no es tanto una imagen plural y fragmentaria de un único sujeto, cuanto múltiples y tan dispares imágenes que a duras penas pueden ser atribuibles a un referente único. Así, pues, hay sujeto cognitivo, pero como realidad plural, diferenciada, internamente heterogénea.

La pluralidad se amplía al cotejar el sujeto cognitivo con el afectivo y con el sujeto de la acción. Tampoco es posible asegurar que esos tres sujetos coincidan perfectamente. Antes bien, y por el contrario, se dibuja una tríada interior a la persona, definida por tres clases de instancias y de procesos de sujeto: afectivos y emotivos, cognitivos y de pensamientos, de acción propiamente dicha.

El sujeto aparece compuesto, en realidad, por varios subsistemas comportamentales. Los elementos que lo componen no son idénticos entre sí, ni tampoco están perfectamente integrados, mucho menos jerarquizados. Su principal -por no decir única- organización es de cara al exterior: en efecto, la persona funciona como una unidad en sus relaciones de intercambio adaptativo con el mundo. Ciertamente ésta es la unidad funcionalmente necesaria y suficiente: basta con ella. En sus procesos internos, en cambio, no funciona ya de manera global e indistinguible. El conocimiento de la persona por dentro requiere, pues, desmenuzarla en su innegable pluralidad.


Múltiples yoesLa psicología actual habla de mutiples yoes en el sentido de yoes posibles [®] y también de yoes sucesivos en el transcurso de la vida. Pero ¿y en un mismo momento?, ¿conviven varios yoes? Es éste es un tema literario, que ha tenido su más alta retórica o, más bien, poética en Pessoa, en toda la extensión de su obra, en sus heterónimos, y también en su prosa de El libro del desasosiego: «Soy dos hermanos siameses que no están pegados». «Cada uno de nosotros es varios, es muchos, es una prolijidad de sí mismos… En la vasta colonia de nuestro ser hay gente de muchas especies, pensando y sintiendo de manera diferente». «¿Cuántos soy? ¿Quién es yo? ¿Qué es este intervalo que hay entre mí y mí?». El tema viene al menos desde el periodo romántico tardío y ha invadido la poética del siglo XX. Está en Whitman, Hojas de hierba: «muy bien, me contradigo, soy extenso, abarco multitudes»; en Rilke, El libro de horas: «y yo estaba disperso en adversarios / en pedazos partido estaba yo»; en Hesse, El lobo estepario: «el cuerpo es uno, pero las almas que viven dentro son innumerables; el hombre es una cebolla de cien telas, un tejido compuesto de muchos hilos»; en Muñoz Molina, Sefarad: «no eres una sola persona, ni tienes una sola historia».¿Qué cabida y qué aval tiene en ciencia esa temática? Desde luego, un ego-análisis señala la multiplicidad de yoes simultáneos. Allport (1937/1974, p. 359) invoca un texto bien explícito del neurobiólogo Sherrington: «cada uno de nosotros no es un yo, sino un sistema múltiple de yoes». Gregg (1995), define la persona como «un sistema de contradicción organizada». Y todavía en otro contexto, en el de la génesis del sentido de uno mismo en la identidad adolescente, Malmquist (1978, p. 359) escribe: «un sentido de sí mismo no es una cosa uniforme, sino más bien un sentido disjunto de varios sí mismos», de «diferentes identidades», que se van configurando.

El énfasis actual en la pluralidad y fragmentariedad, sea de yoes o de valores, seguramente está muy determinado y dictado por la cultura moderna y posmoderna, donde la movilidad social hace a la persona polimorfa, no unívoca o de una pieza. Mudamos de casa, de trabajo, de pareja; vivimos y convivimos en diferentes grupos de referencia, como ninguno de nuestros antepasados. Llegamos a hacernos distintos no sólo en cada mudanza, también en cada nuevo marco de convivencia. La personalidad es siempre un potencial de múltiples identidades; pero está siendo y sucediendo así en nuestra cultura en grado nunca igualado fuera de ella.

 

La persona y la personalidad -tanto da en este egoanálisis o personoanálisis- no es una realidad única, indivisa. Tampoco es un mosaico de fragmentos; realmente es un sistema, aunque no unitario, sino plurifocal. Hay unidad e integración interna en la persona, mas sólo hasta cierto punto. Oportuna metáfora para ella es una constelación o galaxia con variadas trayectorias, órbitas y focos; o bien, en otra imagen, una estratificación, superposición y encabalgamiento de niveles, más que una jerarquía de ellos. Salvo en una rigidez de monolito, del todo patológica o, más bien, de muerte clínica, en la persona hay siempre tensión, cuando no conflicto o antinomia, entre instancias y movilizaciones de signo opuesto. La personalidad funcional -la persona que atiende a sus funciones, sus tareas de vida [® 7.8]- es una constelación de sistemas, de procesos, de estructuras, de conjuntos suficientemente integrados, no dispares y no disociados, pero tampoco idénticos, ni perfectamente unificados.

Concretamente, la personalidad en cuanto perfil diferencial no es idéntica a la persona como principio de acción. Sujeto afectivo, sujeto cognitivo, sujeto de la acción, agente y operante no son lo mismo, no son idénticos; son múltiples sujetos. ¿Varios yoes? Claro que sí: el cognitivo, el afectivo o emotivo y sentimental, el práctico o pragmático, conviviendo bajo el mismo techo, dentro de la misma piel, al amparo del mismo nombre de persona.

La mejor representación conceptual, y no ya metafórica, de la (relativa) integración de los varios yoes, es como conjunto de determinaciones recíprocas entre sus instancias y procesos. Aunque también sea convencional tomarlo así, cabe contemplar la tríada interna de sujeto cognitivo, afectivo y práctico, o, todavía mejor, los respectivos procesos de pensamiento, emociones o sentimientos y acciones. Esta es una tríada realmente estructurante de la persona y del comportamiento humano, que consiste en todo ello y no en perfecta coincidencia consigo mismo, sino en recíproca determinación.

Las preguntas sobre las relaciones entre esos procesos tienen cien años de historia: ¿lloramos porque estamos tristes o estamos tristes porque lloramos?; ¿actuamos por haber pensado y decidido?; ¿o pensamos como subproducto de los actos?; ¿es el conocimiento principio de la acción o, al contrario, es ésta principio de conocimiento?; ¿es alguna vez primaria la emoción?; lo cognitivo, según sostiene la opinión dominante, ¿prima siempre como mediación necesaria para la emoción?; ¿o se da cierta primacía del afecto siquiera alguna vez por delante de las otras instancias? (Zajonc, 1984). La mejor, aunque genérica, línea de respuesta la proporciona un principio analítico de determinismo recíproco entre conductas, pensamientos (o cogniciones) y emociones (y sentimientos). Puede cifrarse en un triángulo:

Actos

Pensamientos           Sentimientos
(cogniciones)           (emociones)


Dicho determinismo, concretado en el gráfico en las flechas bidireccionales, se formula en tres sentencias dispuestas en este u otro orden: 1) los sentimientos (y emociones) modelan el pensamiento (cogniciones) y los actos; 2) las acciones modelan el pensamiento (cogniciones) y los sentimientos (y emociones); 3) los pensamientos (cogniciones) modelan los sentimientos y los actos, las acciones. Con esos elementos de la tríada o con cualesquiera otros, y según se desprende de los datos de investigación, tal parece ser la mejor regla y consigna tanto de hipótesis de estudio cuanto de teoría: en el interior de la persona las diversas instancias se determinan recíprocamente. Vale esa regla como heurístico de la investigación y del análisis, pero igualmente como guía en las estrategias, personales o terapéuticas, para un cambio comportamental (como destacan Lazarus y Folkman, 1984/1986, p. 362-370). Este postulado no pretende que la influencia recíproca suceda simétrica o simultáneamente y por igual en cada caso, cada momento, cada problema. Habrá que examinar dicha reciprocidad en su respectivo peso, primacía o influencia para cada ocasión, sin darla por supuesto con carácter general. Puede que alguna vez lloremos porque estamos tristes y otras veces nos pongamos tristes al llorar.

Influencia o determinismo mutuo entre procesos intrapersonales significa que: pensamientos y sentimientos contribuyen a determinar las acciones a la vez que son determinados por ellas; pensamientos y acciones cooperan a determinar los sentimientos a la vez que son determinados por ellos; sentimientos y acciones determinan los pensamientos al tiempo que son determinados por ellos; y, por tanto, y en suma, a partir de las respectivas otras dos instancias es posible el cambio comportamental, el cognitivo y también el emocional (Greenberg, Rice y Elliot, 1996). Un análisis funcional conductista se sentirá obligado a precisar en aras de la ortodoxia: y todo lo anterior, pensamientos, conductas y sentimientos, recibe determinación de las situaciones, de la realidad exterior al sujeto (así, Lazarus y Folkman, l.c., trabados todavía en la obediencia al conductismo). Y es muy cierto, desde luego, tanto en el análisis e investigación, como en la práctica, en la terapia. Permanece siempre cierta la consabida instrucción conductista: «cambia la situación y cambiarás la conducta». Pero en eso yace la cuestión: ¿y cómo se cambia la situación? A menos que la modifiquen otros agentes, instancias externas de control, la situación se cambia mediante la propia conducta cambiante, transformada y transformadora. Es ahí donde cobran su importancia y valor irremplazable las determinaciones internas de la persona: en cuanto potencialmente transformadoras de un comportamiento suyo, que a su vez transformará la situación.

Frente a la retórica conductista que en última instancia reconduce todo cambio a la situación, una psicología de la acción realiza esta puntualización decisiva y de bien distinto signo: pensamientos y emociones no bastan por sí solos para cambiar un ápice en la realidad externa (aunque tal vez sí en la propia realidad interior del sujeto), pero las acciones claro que la modifican algo, claro que contribuyen a determinar circunstancias del entorno del sujeto que su vez influirán más adelante, quizá enseguida ya, en su comportamiento. Este es el punto último en el que del análisis de la tríada interna de la persona, la de pensamiento, sentimientos, actos, se pasa a otra tríada, externa ya, la integrada por la persona, toda ella -a la vez sujeto afectivo, cognitivo y potencial de acción-, la situación (entorno, medio) y las acciones prácticas, transformadoras de la realidad [® 15.4].