Heterodoxia
Valladolid: Junta de Castilla y León, 2006.
Desde fuentes literarias y no sólo filosóficas, Heterodoxia se aplica a diseñar un modo de pensamiento en diálogo, en contraposición consigo mismo de manera dramática, en antinomias que no puede o no quiere disipar. A este libro no le son ajenas connotaciones de heterodoxia religiosa o ideología. En el título y en sus páginas lleva gustoso y adrede esas connotaciones, pero no versa sobre ellas, sino sobre la categoría general de pensamiento alternativo, según la etimología: “doxa” = opinión; “héteros” = otro. Esta etimología resulta determinante en un concepto de filosofía como “doxa”. Los filósofos desarrollan un pensamiento que es “doxa”, opinión, no “episteme”, no ciencia estricta, aunque algunos de ellos, Husserl en preclaro ejemplo, hayan pretendido esto último. Cabe decir también: los filósofos trabajan con un pensamiento analógico; los científicos con pensamiento digital.
Heterodoxia se desarrolla, pues, como un libro sobre opiniones y cuestiones inciertas: sobre el modo en que nos formamos juicios en ellas. Hay que puntualizar: no cuestiones inciertas en plazo provisional y a la manera en que en ciencia se está a la espera de que la investigación llegue a alcanzar un juicio cierto y sólido, sino sobre las duraderamente inciertas, aquellas donde a corto o medio plazo no se prevé respuesta de la ciencia. En ellas, los juicios inciertos, provisionales, no tienen por qué ser irracionales, ajenos al uso de la razón; pueden –y deben- ser resultado de procedimientos conformes a racionalidad. El libro versa, pues, acerca de los cauces en que cierto género de pensamiento racional –un pensamiento estimativo, valorativo, no científico- puede encarar y ha encarado cuestiones inciertas. Dicho en otras palabras: sobre los usos de la razón ante lo incierto; y sobre cómo manejarse como sujetos racionales en condiciones de incertidumbre.
Ante esas cuestiones lo más fácil y frecuente ha sido la “auto-doxa”, la posición de uno mismo, del pensamiento propio convertido en orto-doxia, en dogma. Cada cual lo puede hacer: erigir en dogma lo que él piensa, o lo que piensa su institución de referencia y pertinencia, sea una iglesia o un partido; y a menudo así se hace. De hecho, suele reservarse la etiqueta de ortodoxia para la doctrina oficial de la persona o del grupo que se halla en el poder y que puede amordazar –o peor, encarcelar- a los discrepantes. De ahí deriva la noción convencional de heterodoxia: pensamiento del que tiene otra opinión, que se opone a la oficial o mayoritaria.
La heterodoxia de que trata ese libro y el pensamiento -filosófico quizá- que le subyace abarca, en consecuencia y en intención, formas y sustancia de “pensamiento otro” por contraposición al dominante, pero, con generalidad mayor, también aquellas que pertenecen (a) a otras personas, pensamientos de otros, o (b) a uno mismo, esos “pensamientos otros”, que a veces nos cruzan la mente como un rayo de luz o que llevamos instalados, a manera de un rescoldo bajo cenizas, y que son contrarios a los que de ordinario nos dominan.
El pensamiento racional, no ya el religioso o el ideológico, ha acostumbrado a manejar la incertidumbre en forma de confrontaciones, de tesis y las correspondientes antítesis, pero sin síntesis resolutoria. Heterodoxia se aplica a recorrer distintas figuras textuales, y no sólo filosóficas, de esa confrontación: de antítesis o antinomias irresolubles, no disolubles en síntesis.
Es significativo que los primeros tratados filosóficos completos, los de Platón, hayan sido redactados en forma de diálogos. Hubo filósofos antes de Platón, pero de ellos quedan solamente fragmentos, no tratados sistemáticos. Es verdad que en los diálogos platónicos Sócrates -o “el ateniense”- acaba llevándose consigo la razón. Pero si así comienza la biblioteca filosófica hoy disponible, ¿no debiera tan insigne introito haber marcado mucho más el discurso de la filosofía occidental? Han sido escasos, sin embargo, quienes se han aplicado al estilo de diálogo en su escritura filosófica: entre los más eminentes, Hume en sus Diálogos sobre la religión natural y Diderot en El sobrino de Rameau. Hume razona la adopción de ese formato: “Cualquier cuestión filosófica tan oscura e incierta que la razón humana no pueda alcanzar respecto a ella ninguna proposición segura parece conducirnos naturalmente al estilo dialogado y conversacional”.
En Kant se asume otra disposición en el debate acerca de lo incierto. En el corazón de la Crítica de la razón pura, deja clavadas con agudas flechas antinomias de la razón, como las relativas a la existencia de Dios y al carácter finito o infinito del universo. Las expone y confronta en columnas paralelas sin llegar a resolverlas.
La filosofía no ha sido la única en hacerse cargo de las antinomias insolubles. También la literatura lo ha hecho, encarnándolas en interlocutores del diálogo dramático, sea en el teatro o en novela. Bruto y Octavio, en Shakespeare, Julio César, y el propio César incorporan éticas políticas contrapuestas. Cada cual tiene sus razones para obrar y autojustificarse como Shakespeare les atribuye. Pero éste los pone en escena y los deja ahí en su antagonismo sin decidir entre ellos. Igualmente en el diálogo entre Iván, a cara de perro, y Alioscha, fraternal, en Los hermanos Karamazov, Dostoievski no dice quién lleva la razón. En cuanto a las conversaciones que se traen dos que cabalgan juntos, Don Quijote y Sancho, ¿dónde se encuentra y qué piensa Cervantes? Es mediante dos discursos antagónicos como Cervantes aborda la incertidumbre de comienzos del siglo XVII, cuando han caducado la idea e ideales imperiales y no sólo los de la caballería andante.
Junto al diálogo dramático, mucho menos frecuente, está el recurso a heterónimos. El pensamiento, filosófico o afín, que se expresa en Heterodoxia es muy deudor de Fernando Pessoa en sus personalidades poéticas –e ideológicas- distintas, correspondientes a experiencias que lo son de desdoblamiento y de multiplicación. Ahora bien, si la poética puede ser múltiple ¿por qué no la filosofía?
La literatura no tiene la exclusiva de una forma de pensar que permite contradecirnos a nosotros mismos. El pensamiento filosófico no exige una reflexión sin fallos ni contradicciones lógicas. También en él tiene cabida lo que uno, en rigor, nunca piensa y lo que se le ocurre a ráfagas, le pasa por la cabeza como si fuera de otro o de un personaje de ficción. Un pensamiento filosófico potente ha de ser capaz, sea como Hume o como Kant, de hacerse cargo de las contradicciones. La filosofía puede ser practicada como una variedad de pensamiento dramatúrgico o de poética multiplicada en heterónimos.
Es así como aparece la idea de un pensamiento no tanto y no sólo lógico, sino, además, sin perder eso, “hetero-lógico”: el que emprende cursos de razonamiento divergente, discrepando de sí mismo. “Pensar contra uno mismo” es el santo y seña de una filosofía como “heterología”, que también pudo haber sido título o subtítulo del libro. Y la capacidad de pensar contra uno mismo constituye, por otra parte, condición indispensable de ser plenamente receptivo ante el pensamiento de otros y, no en último lugar, condición de posibilidad de la tolerancia.
Un buen modo de ilustrar el pensar contra uno mismo continúa siendo el de Kant: disponer la página en dos columnas, A y B, con razonamientos enfrentados. Se dispone así una decena de veces en Heterodoxia. En un lado se escribe “A, pero B”; en el otro, “B pero A”. Es crucial la sintaxis: el orden de los factores altera aquí el producto. A diferencia de la copulativa “y”, anodina y neutral, de simple yuxtaposición, las adversativas del pensamiento y de la escritura –“pero”, “aunque”, “sin embargo”- son todas ellas cruciales. Su buen manejo forma parte de las retóricas, tanto la del poder como la de la exhortación moral. También forma parte de un pensamiento heterológico, consciente de los “peros”, los “aunques”.
En un planteamiento heterológico las relaciones entre filosofía y ciencia se dejan ver todavía del siguiente modo: ciencia y filosofía son, cada una, y recíprocamente, el pensamiento “otro”, la verdad “otra”. Ciencia y filosofía, dos clases de discurso con aspiración a enunciar palabras verdaderas, pueden, cada una, ponerle “peros” a la otra.
Texto de solapa
Es un libro contra la intolerancia. La ataca en su raíz, el dogmatismo, del cual aquélla se deriva. La sinceridad en el respeto a la creencia y juicio ajenos sólo puede basarse en el reconocimiento de que uno mismo podría no hallarse en la verdad. De eso versa Heterodoxia según su propia etimología (“héteros” = otro; “doxa” = opinión, creencia): de “pensamientos otros”, no sólo los ajenos, los de quienes discrepan, también los de uno mismo. No estamos hechos de una pieza, tampoco en nuestro modo de pensar, de juzgar. Manejamos como podemos nuestras contradicciones, nuestras dudas y perplejidad. La literatura y la filosofía han plasmado lo que hay de “otro” en lo “propio” por medio de figuras varias: de “alter ego”, de diálogos dramáticos y filosóficos, de heterónimos y apócrifos, de antinomias insolubles para la razón. Hay certezas en la vida: modestas, pero suficientes para no abandonarse al relativismo moral. La sabiduría reside no en un escéptico estar de vuelta de todo, sino en la prudente conciencia de los límites del conocimiento. Sabio es aquél que sabe manejarse en las incertidumbres de la vida y del saber, en medio de las opiniones dispares, ajenas, heterodoxas.
Prólogo
Cabe mirar al mundo -y escucharlo, percibirlo, sentirlo- de muchas formas, ¡de tantas y tan variadas formas! Puede el mundo, sin duda, ser mirado, sentido «con grandes ojos de animal», ojos vueltos del todo hacia afuera, hacia lo abierto y exterior, como Rilke, en una de sus Elegías a Duino, le atribuye.
El animal humano, sin embargo, no se ha limitado a mirar, percibir, experimentar el mundo. Ha sentido la necesidad de decirlo, de hablarlo, de escribirlo. Ahora ya, y desde hace miles de siglos, desde el «homo sapiens», el animal humano nace, crece y vive en un mundo del que habla y que intenta representar y describir. Sólo en los últimos milenios, casi ayer, algunos grupos humanos no se contentaron con hablar; comenzaron a realizar inscripciones, a escribir sobre sí mismos y sobre el mundo y a tratar así de describirlo y de describirse.
El animal humano que somos se ha hecho recientemente animal gramático y filosófico.
Ahora bien, mucho antes de ponerse a escribir el animal humano era -y continúa siendo- animal social, comunicativo. Sus voces, sus gruñidos, sus gestos, su escritura lo son de relación, a menudo de poder, desde su majestad el «Yo». Ese Yo, en singular mayestático, no es, sin embargo, el primer principio. En el origen, en la naturaleza y la condición humana, está la pareja yo / tú, está el «nosotros». Es en su seno donde «yo» llega a nacer; y nace marcado por la dialéctica yo / otro, por la palabra comunicativa, por el abrazo, el peligro o el asedio de «otro yo». El animal racional y gramático es, a la vez y de raíz, animal dialéctico, dialógico y dramático.
El pensamiento y escritura de Yo, Yo el supremo, el único, es ortodoxia. Lo demás, heterodoxia: otro criterio, juicio de otros, sentencia extraña, ajena.
Este libro no es por entero del autor cuyo nombre lo suscribe y que no asume la responsabilidad de todo lo escrito en él. No pocas de sus páginas son de algún otro: no reflejan lo que él piensa; son pensamientos no propios, sino impropios.
Capítulo IV
HETERÓNIMOS
[1]
El hombre es un invento reciente, ha podido sentenciarse en constatación provocativa, mas no falsa[1]. Es reciente, en efecto, como objeto de estudio de las ciencias humanas y como imagen venerada en la hornacina de los humanismos. También en cuanto individuo -su identidad, su nombre- es un invento más bien reciente: data del Renacimiento, aunque tiene sus fuentes en Grecia y en la religión judía de mitad del milenio anterior a nuestro cómputo occidental.
Civilizaciones antiguas conocidas, como la egipcia y la babilónica, han reconocido nombre propio nada más a los reyes, los guerreros, los sacerdotes distinguidos. La identidad y el reconocimiento del nombre personal se extienden en Grecia a los artistas hacia el siglo VIII a.C., cuando los escultores comienzan a dejar en sus obras la firma o marca de su autoría. La democratización del yo, la emergencia del individuo, la ampliación en el uso del nombre propio más allá del restringido círculo del monarca y de los grandes de su corte, se han ido produciendo en sucesivas y distanciadas oleadas de humanismo en la historia: en la cultura griega, en la renacentista, en el siglo romántico; y han comenzado por artistas y escritores, agudamente conscientes y ufanos de que eran ellos y no otros quienes creaban, escribían.
[1] Foucault (1966).
[2]
En el artista y el autor literario su exigencia dimana de un deseo de reconocimiento: el nombre es condición indispensable del renombre. En el escritor que dice «así lo veo» se agrega otro título de exigencia: es preciso decir quién lo ve así; son necesarias credenciales. Sin nombre propio no ha podido existir la escritura filosófica.
Muchos de los textos más antiguos nos han llegado sin nombre, ni siquiera atribuido, anónimos, por tanto. Ahora bien, mientras el individuo no es portador de un nombre propio y mientras las palabras y los escritos se transmiten por la colectividad, no cabe aún, en rigor, hablar de anonimato: no, desde luego, en la acepción moderna.
El anonimato alcanza su valor de significativa excepción dentro de la generalidad de los textos -firmados, con autor- al llegar la Edad Moderna, cuando también es significativo el individuo, cuando se produce la exaltación del nombre, de la firma y la identidad del autor, como un rasgo más del individualismo creciente desde el Renacimiento hasta el día de hoy. Sólo lo que lleva la marca -nombre y firma- del yo autentificador posee asimismo señales de autenticidad.
[3]
La cultura moderna milita contra el anonimato. En la obra de arte y, aún más, en la de pensamiento sólo alcanza prestigio lo firmado. El pensamiento culturalmente respetable ha de ser pensamiento de alguien, de un sujeto que muestra su rostro y dice quién es. Sólo así cuenta con títulos de crédito y goza de visos de autenticidad; sólo así puede ser tomado en consideración. Lo impersonal ha adquirido las peores connotaciones, las de despersonalización. Lo ha tenido cómodo el análisis de Heidegger al formalizar ese punto de vista en el desdén no sólo hacia las habladurías, sino hacia el «se» dice, «se» piensa.
Para salir del «se escribe» impersonal y, por ende, inauténtico no hay otro remedio que firmar. Hacen bien los periódicos en no publicar cartas anónimas; y en general se hace bien al no prestar atención a los anónimos: pueden ser amenazantes y hay que tomar entonces precauciones; pero, amenazantes o no, son siempre texto irresponsable. La firma -se supone- hace a la escritura -y al pensamiento- responsable.
[4]
En su obstinada referencia al sujeto que escribe, la escritura ensayante precisamente subraya la identidad del autor: «yo, X.X. o N.N., soy quien piensa, dice, asevera». Un texto doctrinal o filosófico no sólo lleva firma; además de ella, presenta otras marcas que de continuo llaman la atención sobre lo mismo: «eh, soy yo quien lo escribe, quien lo ve así».
Seudónimos y anónimos
[5]
El anónimo -y el seudónimo, en eso no difieren mucho- en la Edad Moderna es siempre de intención deliberada. El autor quiere verse desconectado de su obra por razones varias, por ejemplo, para que los peligros que ésta corre no se transfieran a él. Malo es que a uno le quemen sus libros en la hoguera, pero peor venir a parar uno mismo en pasto de ella. En muchos tiempos o lugares de la Europa moderna hay ya individuo, pero no hay todavía tantos derechos reconocidos como para que la persona pueda ir siempre a cara descubierta. Una primera función del publicar anónimo o bajo seudónimo ha sido la de evitar riesgos ciertos e imprudentes, eludir la represión de los censores y la caza de brujas. Embozarse bajo un nombre falso o bajo ningún nombre ha sido, pues, una forma de defenderse de la censura, un truco para la supervivencia sin merma de la libertad de expresión.
Hasta bien entrada la Edad Moderna el anonimato ha constituido una medida cautelar de los más prudentes cuando publicaban no ya algún imprudente panfleto, sino incluso sensatas reflexiones aunque contra corriente. El Discurso del método apareció sin el nombre de Descartes. Pascal fue polemista anónimo en las Cartas a un Provincial: hubo de tomar sus precauciones mientras colocaba a los jesuitas como diana de sus disparos críticos. Todavía un siglo después, en medio de la Europa ilustrada, Lessing editó a un Reimarus anónimo y se editó a sí mismo anónimo: apareció como editor, mas no autor de alguna de sus obras. Su primera crítica de la idea de revelación la publicó Fichte anónima; y Kant hizo otro tanto en escritos sobre historia de la naturaleza y teoría del cielo, así como también al escribir contra los visionarios sueños de Swedenborg. Vía no menos frecuentada, alternativa a la del anonimato, para eludir las represalias, ha sido entretanto dejar inéditos algunos manuscritos, sólo póstumamente conocidos y publicados: así, Spinoza, Hume, Diderot, entre muchos otros.
Aparte de curarse en salud ante ciertos riesgos -o, más bien, riesgos ciertos-, el ocultamiento detrás de un falso nombre puede servir a otros designios. Hay seudónimos, como el de Stendhal, al servicio, sobre todo, de la invención de sí mismo, de la creación de su propio personaje. Artificio común para propósitos variados, a la seudonimia le es inherente interponer alguna lejanía respecto a la persona del autor.
[6]
Busca la seudonimia mantener a distancia dos identidades bien diferenciadas, una la de la vida cotidiana, privada o laboral, otra la literaria. En un lado, se coloca el yo público, la personalidad cultivada en la autoría; en otro, el yo privado, protegido, preservado y, así, también cultivado, aunque de otra manera, en un recoleto cuidarse a uno mismo. Los seudónimos abren un hiato entre el que escribe -o, más bien, el que es leído- y el que realiza otras actividades en su vida familiar o en una profesión distinta a la de escribir. Se mantienen aparte, separadas, a la manera de lo sagrado y lo profano, la personalidad literaria, pública, consagrada, del autor, y, por otro lado, su privada individualidad, o bien otras funciones profesionales del autor (de un lado Clarín, Lewis Carroll y Georges Orwell; de otro, y respectivamente, Leopoldo Arias, Charles Dodgson y Eric Blair). Tales funciones, acaso de modesto oficinista o preceptor, probablemente no le parecen al escritor del todo congruentes con su misión de artista; o bien, y simplemente, el autor prefiere no mezclar, no involucrar su identidad personal o quizá su papel -trivial y profano, por así decir- de funcionario en la actividad e imagen de escritor.
Están los seudónimos con nombre de varón por parte de mujeres cuando los hombres monopolizan la escena cultural y social. Tuvieron que hacerse llamar Fernán Caballero y George Sand, realizar un cambio nominal de sexo para hacerse valer en una sociedad misógina, dominada por los varones. Marguerite Crayencour acortó su nombre en Marg para ocultar su sexo y alteró, en anagrama, su apellido en Yourcenar para romper con su familia y desligarse de los rasgos de origen.
Está la forzosa y no voluntaria seudonimia: la escritura del «negro», de quien escribe por encargo de otro, de un negrero, autor de renombre, para que éste firme lo que no es suyo y se mantenga prolífico en la novela por entregas o en las entregas literarias regulares año tras año. Es cesión de autoría y de nombre que merece el máximo respeto como cualquier trabajo para ganarse la vida. Y es trabajo que alcanzó su cima en Mozart al componer su Requiem por encargo y para lucimiento del conde Walsseg, quien financió en Viena una ejecución de la obra como si fuera suya propia. Con ello, con tan inmenso cumplimiento de un encargo, Mozart ha redimido a todos los «negros» de la historia.
Voluntaria o forzada, pertenece, en fin, a un oscuro censo de la seudonimia la literatura femenina que fue expropiada, vampirizada por varones. De Camille Claudel hay esculturas bajo el nombre -entonces seudónimo- del celebrado Rodin. De María Lejárraga hubo artículos y libros con el nombre de su marido, Martínez Sierra; y hubo otras manos de mujer, seguramente, como Zenobia Camprubí, que escribieron páginas llegadas a nosotros con otra atribución.
No ha habido sólo juegos de seudónimos, ha habido robos de escritura. El de mayor delito, sin duda, ha sido perpetrado con el «negro», con quien trabaja de manera anónima para que se luzca y aproveche otro. Y a menudo se ha cometido el robo con escritoras: el «negro» era mujer.
[7]
Anonimato o bien seudonimia ha habido también no al servicio de la prudencia o de ganarse la vida, sino en obediencia a una teoría consecuente de la autoría y la obra. Escribir en completo anonimato o hacerlo bajo seudónimo puede hallarse al puro servicio de tratar de hacer valer a la obra por sí misma con independencia del autor. La más excelsa autoría, en ese servicio, es la que se despoja del propio nombre de su creador. Desaparece el autor; se limita a crear y dejar detrás de sí la obra, no ya «su» obra.
[8]
Es ya el seudónimo un artificio de duplicación de la personalidad del escritor. Revela y responde siempre a una clara autoconciencia del autor o autora en cuanto tal, en cuanto diferente del resto de los mortales y de su propia identidad cotidiana. Sin embargo, no debilita la firma; antes bien, la consagra en otro nombre; la disocia, sí, del resto de la personalidad y actividades del autor, pero precisamente para hacerla valer con más fuerza y por sí misma, fundidos entonces del todo, y de otra forma, autor y obra. No vale la obra por la firma, por el nombre, sino, al contrario, el nombre o sobrenombre por la obra.
Trucos y juegos de la firma
[9]
Cuando se suplanta o se imita una identidad, un nombre, surge lo apócrifo: supuesto, fingido y, sobre todo, espurio, inauténtico, falso, expoliador de la firma, de la autoría, a veces creciendo a su sombra aun sin llegar a reemplazarla.
Los apócrifos constituyen un homenaje distorsionado a lo auténtico. Cuanto más prestigioso y venerable es un nombre, una autoridad, tantos más apócrifos le nacen. Les nacieron a los evangelios canónicos cristianos: los hay apócrifos en número mayor que genuinos. También a la primera entrega del Quijote le salió un apócrifo, el de Avellaneda, un acólito de Lope de Vega.
Precisamente Lope practicó el apócrifo en otra variedad, de juego y no tramposa. Lope atribuyó autoría ajena a alguna de sus obras[2] en un estilo de atribución apócrifa que anticipa al de Machado.
[10]
Hay un extremo en la obra apócrifa que la equipara a la anónima: cuando llega a valer por sí misma con reconocimiento y prestigio tan grande como para arrinconar al supuesto autor auténtico y llegar legítimamente a reemplazarlo. Así se hizo un lugar en la historia de la teología medieval un conjunto de obras atribuidas a Dionisio Areopagita, presunto discípulo directo de Pablo apóstol. Pronto se supo de la falsedad de dicha atribución; pero ese cuerpo textual, en realidad anónimo o apócrifo, quedó para siempre bajo el nombre de Seudo-Dionisio, un nombre e identidad que acabó por imponerse por su propio mérito y valor sin depender en nada del etéreo Areopagita. El nombre del tal Dionisio ha pasado a ser denominación abreviada de una obra, nombre de un corpus textual. Carece de sentido entonces afirmar que el Seudo-Dionisio escribiera De los nombres divinos o la Jerarquía celeste. Lo apropiado es: se ha dado en llamar Seudo-Dionisio al autor de esos escritos.
[11]
La seudonimia no llega a romper con la identidad, la firma, la unidad del autor. Cuando el nombre de la identidad genuina del autor es público y notorio y, sobre todo, cuando se estabiliza a lo largo de una continuada producción escrita, se desdibuja su carácter específico. Quedan entonces las relaciones de obra y autor aproximadamente igual que si éste firmara con su verdadero nombre. Ortónimo o seudónimo, siempre media alguna distancia entre el escritor y la obra de sus manos, mas no especial en el caso de esta seudonimia.
El rechazo de la firma identificadora -de la identidad solidificada en nombre- en rigor sólo comienza con la seudonimia móvil, cambiante y desconocida; o también con el juego de cambiarla y mantenerla desconocida por cierto tiempo para dotarla de significado lúdico. Cuando alguien que se apellida Cabrera Infante elige por seudónimo «Caín», un seudónimo que sus apellidos veraces facilitan, está jugueteando con el nombre, con la autoría; se incluye a sí mismo en el juego del escondite textual. Queda sólo un paso para la heteronimia o quizá ya se está en ella.
[12]
Las truculencias de los anónimos amenazantes son comunes a la palabra escrita y a la oral por teléfono. Pero fuera del anonimato delictivo o de mal gusto la voz también tiene sus juegos risueños de identidad: está la ventriloquia.
Jugar con quién habla, quién dice, es uno de los juegos de la inteligencia verbal. El ventrílocuo se multiplica en varios personajes de distinto sexo, edad y función social, con voces, lenguajes, estilos, historias e ideologías diferentes. Puesto que lo hace a la vista del público, eso se conoce y no hay engaño. Tampoco lo hay cuando el emisor de las voces queda oculto, hablando a través de las figuras y los parloteos del guiñol.
El ventrílocuo dice lo que dicen sus personajes, sus muñecos. Pero a través de ellos se permite decir lo que acaso no diría por sí mismo. Adopta personalidades que le son propias, interiores, o bien, por el contrario, impropias, ajenas a la suya. Y crea una distancia que a la vez agudiza y hace amable la crítica social.
Si a un ventrílocuo en entrevista le preguntan: «y usted ¿cómo lo ve?», comenzará seguramente por preguntar a su vez: «¿quién ha de contestar?, ¿un servidor o cuál de mis muñecos?»
La ventriloquia es «poli-logía».
[2] Las Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos.
[13]
La firma y la identidad son asunto serio. Con ellas no se juega, no se debe jugar. En rigor: no se debe jugar con la firma de otros, eso es estafa. Pero con la propia identidad y firma puede uno permitirse toda clase de bromas, ironías, juegos.
La ventriloquia y la seudonimia múltiple convergen en un juego que reúne algunos otros secretos y trucos de la creación de textos: la heteronimia, la travesura -sin duda- más inteligente para quebrar el culto a la autoría. Como la ventriloquia, la heteronimia es también un modo de hablar, en este caso de escribir, como si fuera de otro. Es la voz escrita de un yo, que se hace voz o escritura otra, de otro.
La heteronimia sólo podía surgir -sólo era trasgresor su surgimiento- dentro de una cultura que rinde veneración a la firma, al nombre, a la personalidad del autor, y no en épocas de generalizado anonimato. Ha surgido en el siglo XX, después del romanticismo y de vuelta de él, como fenómeno esencialmente «post-«: postilustrado, postromántico, postmoderno. Es actividad traviesa y transgresora que se niega a cubrir la producción escrita con el sello de un yo convencional.
Pessoa y sus personas
[14]
La heteronimia es un juego infrecuente, más bien raro, mucho menos frecuentado que el de la seudonimia, aunque algunos seudónimos quizá son ya heterónimos. Es más, no son del todo netos los límites entre la heteronimia y la seudonimia, igual que no lo son entre los álter ego, los alias literarios, las máscaras de personajes de teatro o de novela. Con mayor nitidez que éstos, sin embargo, los heterónimos -o sus equivalentes, los apócrifos- son porciones más o menos independizables o realmente independizadas del autor.
La Real Academia Española parece entender que la diferencia entre «seudo-» y «hetero-» depende de que envuelva una parte tan sólo o bien, por el contrario, la totalidad de la obra. En su Diccionario, «seudónimo» es el «nombre empleado por un autor en vez del suyo verdadero», mientras «heterónimo» es «nombre, distinto del suyo verdadero, con que un autor firma una parte de su obra».
El asunto, sin embargo, no se limita a la amplitud; no es cuestión sólo de «todo» o «parte». La heteronimia supone, sí, una pluralidad en las atribuciones y nombres literarios; pero la gracia del juego reside en que bajo distintos nombres e identidades hay contenidos y estilos también otros: otra poética, otra visión del mundo y de la vida.
[15]
El Diccionario también podría decir de la heteronomia: invención lúdica de Fernando Pessoa, hallazgo suyo feliz, no sólo poético, sino, además, ideológico y epistemológico. En un diccionario portugués, por otra parte, encontraremos que «pessoa» significa «persona». En la heteronimia, mira por dónde, un poeta portugués de ese apellido inventa un juego de personalidades, de personas.
Pessoa hizo circular porciones distintas de su producción bajo nombres distintos. Las hizo, las creó con estilo poético o con prosa distinta, pero además con ideas diferentes.
Cada heterónimo en Pessoa significa algo más que un estilo y una posibilidad poética distinta. Es también una concepción filosófica variante, un diferente ajuste de cuentas con la realidad, con la experiencia de ella; y además, en fin, una posibilidad o, mejor, una personalidad real y no sólo posible del poeta. Alvaro de Campos es el dandy, el cosmopolita sin centro en lugar alguno, y, por eso, también vagabundo. Reis, en el otro extremo, es un ermitaño entre estoico y epicúreo. Entretanto, a Antonio Mora le reserva especulaciones sobre el retorno de los dioses y el nuevo paganismo.
Alguno de los heterónimos parece ser menos que Pessoa, estar hecho de elementos suyos, pero más simples, no tan completos y menos complejos que el escritor. Tal es Bernardo Soares y su Libro del desasosiego. A manera de un eco, pero corregido, del «Emma Bovary soy yo», de Flaubert, dice así de Soares: «Es un semiheterónimo, porque no siendo su personalidad la mía es, sin embargo, no diferente de la mía, sino una simple mutilación de ella. Soy yo menos el raciocinio y la afectividad»[3].
En los heterónimos la sencillez del «c’est moi» se fragmenta y se complica. Los espejos -réplicas- de álter ego del escritor se multiplican en Pessoa bajo los rostros de distintas personalidades poéticas.
Algún otro heterónimo parece ser más que Pessoa: así, Caeiro. Más que un filósofo, un sabio o un poeta, Caeiro reúne todas esas calidades en la inocente unidad del pensamiento y la vida: es la conciliación perfecta con la naturaleza, la afirmación absoluta del vivir sin culpa. Para Pessoa, más que una creación suya, Caeiro es el maestro y mentor interior, un duende al modo del «daimon» socrático, alguien que se le manifiesta en un momento dado de su vida y se le impone con un magisterio indiscutible.
[3] Pessoa (1988), pág. 12.
[16]
La heteronimia no es un simple caso de seudonimia múltiple y en secreto bien guardado; no es sólo cuestión de nombre o firma. En ella los varios nombres corresponden a varias almas. Los adictos de Pessoa tienen una página «de culto» en la conocida confesión suya que vale por un breve tratado sobre el tema, anunciado en el primer renglón:
«Sobre la heteronimia.
No sé quien soy, qué alma tengo. Cuando hablo con sinceridad, no sé con qué sinceridad hablo. Soy variadamente otro que un yo que no sé si existe (si es esos otros).
Siento creencias que no tengo. Me arroban ansias que repudio. Mi perpetua atención sobre mí perpetuamente me denuncia traiciones del alma a un carácter que quizo
Me siento múltiple. Soy como una habitación con innumerables espejos fantásticos que dislocan reflejos falsos […]
Me siento vivir vidas ajenas, incompletamente, como si mi ser participase de todos los hombres […] mediante una suma de no-yos sintetizados en un yo postizo […].
Nunca me siento tan portuguesamente yo como cuando me siento diferente de mí: Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Alvaro de Campos, Fernando Pessoa, y cuantos más haya habido y por haber»[4].
En esa lista de heterónimos, al lado de Caeiro, Reis y Campos, aparece también el nombre propio de Pessoa. ¿Existe, pues, un Pessoa heterónimo distinto de la persona física? ¿Ha existido el poeta Pessoa? ¿O, como ahí expresa, Pessoa es un heterónimo más, generado al igual que Caeiro, Reis o Campos, a manera de un ectoplasma? Al hacer de su nombre de pila y familia un heterónimo en el mismo plano que otros, sin confundirlo con el ortónimo «Pessoa», se produce la más completa autodesposesión. La obra poética de cada heterónimo se desprende, como fruto maduro, de la vida y de los episodios del individuo lisboeta que diserta o poetiza en ella. Sea heterónimo u ortónimo, «Pessoa» pasa a ser una pura denominación de atribución de autoría como «Homero» o «Seudo-Dionisio». Ingresa por completo en el orbe «seudo-«, el de la simulación. Claro que ya lo sabíamos por él mismo: el poeta es un fingidor.
[17]
Porque es muchos y es nadie, Pessoa se busca a sí mismo, se inventa, se encuentra, se crea a través de los heterónimos. La voluntad de «autopoiesis», de autocreación, de tallar una figura de sí mismo, de construirse y esculpirse, que subyace bajo muchos seudónimos, aquí se plasma en varias tallas a la vez, a través de nombres -heterónimos- y modos -estilos, ideologías- alternativos.
Pessoa, todo él, hace honor a su nombre: «pessoa»=persona. Y es persona o personaje de ficción, de máscara. Es realmente un enjambre de personajes construidos. Es Caeiro, Reis, Soares… Es todos y es ninguno, nadie. El poema se sostiene por sí mismo. La escritura se sustenta en ella misma, autosuficiente, autárquica; desplaza al autor, le hace inútil. Al poema no lo dice nadie; se dice a sí mismo, se autorrecita.
[18]
El poeta juega al escondite, desaparece de modo permanente detrás de su extensa cohorte de heterónimos. Éstos se subordinan a un propósito parecido al de la puesta en escena y sirven para componer un género artístico, dramático, que Pessoa veía como «drama en gente»: drama no en actos o en jornadas, sino desarrollado en personajes-autores que se suceden y se alternan, una nueva variedad de razón dramática, dialógica.
Las personalidades del «drama en gente» son comparables a los personajes de un drama o una novela. En Soares, Caeiro, Campos, Reis y otros, Pessoa poetiza y se expresa; pero a veces describe el mundo real igual que Dostoievski en Iván y Alioscha Karamazov, o Cervantes en Don Quijote y Sancho. El poeta Pessoa se implica en ellos, pero, al igual que el novelista, ni concuerda ni discrepa. Semejantes a personajes de un drama, los heterónimos de Pessoa sustentan distintos estilos y doctrinas; se relacionan entre sí y algunas veces entran en discrepancia; se pelean unos con otros desde sus posiciones estéticas y éticas inconciliables. Es como un drama que tiene lugar no en el escenario del teatro, sino en otro espacio escénico: en la escena abierta de la cultura. Los lectores pueden asistir a ese debate, al igual que al de Iván y Alioscha.
¿Dónde está Pessoa cuando Campos y Reis polemizan entre sí? La pregunta tiene tan imposible respuesta y tan escaso sentido como preguntar dónde está Dostoievski entre Alioscha e Iván. El poeta portugués y el novelista ruso están justamente, comprometidamente, en el juego del debate, en la quebradura -que es fragmentación y multiplicación- de las personalidades, sean éstas personajes o heterónimos.
Los heterónimos le nacieron a Pessoa como criaturas con vida propia. No es responsable civil o moral de sus asertos. ¿Los avala? No necesariamente o no siempre; no nos consta. Desde luego, los permite, les deja hablar. Tampoco el director de un periódico avala y hace propio todo lo que en él llega a publicarse.
[4] Es un fragmento en El regreso de los dioses: cf. Pessoa (1986), pág. 183.
[19]
La heteronimia se despliega ciertamente en un espacio psicológico, de interioridad personal. Sobre ella cabe hacer psicología, acaso psicopatología. La heteronimia seguramente sólo puede nacer en una conciencia que se siente disociada y que justo en aquélla encuentra un modo de catarsis, un resorte de seguridad para no caer dislocada en la locura. En particular, Pessoa pone en Bernardo Soares y en su desasosegante cuaderno lo que podría conducirle a extremos patológicos; y el ponerlo fuera de sí le salva de eso mismo, del desasosiego y la neurosis, quizá de la escisión que lleva el nombre de esquizofrenia. Es interpretación obvia en muchos de los fragmentos de ese libro-diario y es la del propio Pessoa en una carta escrita el año de su muerte: «El origen mental de mis heterónimos reside en mi tendencia orgánica y constante a la despersonalización y la simulación. Estos fenómenos se han mentalizado en mí. Quiero decir que no se manifiestan en mi vida práctica, exterior y de contacto con los demás. Hacen explosión hacia adentro y los vivo a solas conmigo»[5].
Son fenómenos que pueden ser padecidos de manera dolorosa, como probablemente los vivió Pessoa. La escritura en heterónimos fue, sin embargo, para él catártica: le permitió vivirlos al propio tiempo bajo un modo lúdico y a menudo irónico, liberador desde luego.
La interpretación sólo psicológica, empero, no hace justicia a todo lo que la heteronimia pone en juego. Hay de por medio algo más que psicología del poeta. A una poética en heterónimos le corresponde una demanda y una cuestión metapsicológica, propiamente antropológica. Existe un documento a modo de declaración complementaria de Pessoa, que apunta en esa dirección: «Ni esta obra, ni las que seguirán, tienen nada que ver con quien las escribe. No concuerda él con lo que en ellas está escrito, ni discuerda. Escribe como si le fuese dictado […] El autor de estos libros no conoce en sí mismo personalidad ninguna. Cuando acaso siente una personalidad emerger dentro de sí, pronto ve que es un ente diferente del que él es, aunque parecido: hijo mental, quizás, y con cualidades heredadas, pero con las diferencias de ser otro»[6].
[20]
Los heterónimos le brotan a Pessoa de la riqueza; le nacen por lujo, por exceso; los engendra la posibilidad, la capacidad, la potencia, la voluntad de ser más de un poeta, de ser tan plural como el universo. Se corresponden con la multiplicidad de posibilidades del escritor que, cuando se excede a sí mismo, cuando rompe -o ve rotos- sus propios moldes artísticos, se siente multiplicar en heterónimos:
«Me he multiplicado para sentirme,
para sentirme he necesitado sentirlo todo,
me he trasbordado, no he hecho sino extravasarme,
me he desnudado, me he entregado,
y hay en cada rincón de mi alma
un altar a un dios diferente»[7].
Están los heterónimos al servicio tanto de la expresión poética cuanto de la manifestación de la multiplicidad del yo, del pensamiento. En ellos se multiplica o bien -es lo mismo- se disuelve el ego del escritor y poeta. La poesía, que es escritura del yo en máximo grado, resulta ahora no ser de nadie… o ser de muchos poetas inventados; resulta tener existencia no sólo propia, sino independiente de quien la crea o la recita.
Ni siquiera los heterónimos realmente creados agotan las posibilidades del poeta. Pessoa pudo haber escrito como Homero, Virgilio, Milton o Verlaine. No como ellos; mejor que ellos, puesto que después de ellos, en edición corregida y depurada. Al menos, así lo cree y dice. En realidad, lo presume Soares:
«Proyectos, los he tenido todos. La Ilíada que he compuesto tenía una lógica de impulso, una concatenación lógica de versos que Homero no podía conseguir. La perfección estudiada de mis versos deja pobre a la precisión de Virgilio y débil a la fuerza de Milton […] ¡Cuántos Verlaine y cuántos Horacios he sido!»[8].
Cada uno de los heterónimos desarrollados por Pessoa despliega tanto una posibilidad poética, cuanto una posibilidad -o acaso imposibilidad- vital suya, lo que pudo ser sin llegar a serlo, lo que quiso o no quiso ser, lo que en cualquier caso y en cierto modo fue y pensó, sea él o Soares: «¡cuántos Césares he sido!»[9]. Son personajes y poéticas que arraigan en la psicología del autor, pero que no se reducen a ella: revelan rasgos de la condición de la escritura poética y, aun por encima de eso, de la escritura creadora. Revelan una multiplicidad que trasciende del todo al poeta individual, que refleja algunas de las numerosas posibilidades de contemplar y descifrar el mundo, de pensarlo y escriturarlo, unas posibilidades múltiples que corresponden a la condición humana, no al sujeto humano en cuanto tal -abstracto e inexistente-, pero sí al sujeto situado y determinado en unas concretas circunstancias personales e históricas.
[5] Carta citada por Angel Crespo en prólogo a una Antología de Pessoa (1991), pág. 45.
[6] Pessoa (1988), pág. 10.
[7] Pessoa (1991), pág. 43.
[8] Pessoa (1988), pág. 266.
[9] Pessoa (1998), pág. 117.
[21]
Pudo Picasso haber pintado como Goya o Velázquez. Pero eso ya no le interesó. Y es comprensible que así sucediera: el genio no repite a otros; tampoco se repite a sí mismo. Los más grandes entre los pintores -Goya, Picasso- son los de más rica variedad de estilos: son más que un pintor; cada uno de ellos vale por una saga de pintores. El Goya de los tapices es otro que el de los horrores de la guerra, al igual que el Picasso de la época rosa o la azul y el del cubismo. Podrían haber firmado sus obras con nombres diferentes al igual que hace Pessoa.
La multiplicidad en la sobreabundancia es el sello del genio. No hay un estilo Mozart o un estilo Bach. Hay el Mozart barroco y el que presagia ya el romanticismo, el del frívolo salón rococó y el de la escena de la condenación en Don Giovanni o el del inicio del Cuarteto de las disonancias. Hay el Bach de los corales y de los Conciertos de Brandeburgo y el que va recorriendo tonalidades en el Clavecín bien templado y el de las partitas para un solo instrumento de cuerda. El genio musical se advierte en la capacidad de haber creado mundos sonoros dispares. El genio novelístico refulge en que cada novela responde no ya a un estilo diferente, sino a una concepción distinta de lo que es novelar. Ha habido así varios Cela y varios Vargas Llosa, cada uno deparando una sorpresa respecto a la obra anterior, cada uno siempre nuevo, como una joven promesa recién aparecida en el orbe literario. Joyce es distinto en cada capítulo del Ulises.
El pensamiento ha tenido sus genios filosóficos. Pero está a la espera de su Picasso proteico.
¿Quién habla?
[22]
En los diálogos platónicos se debate sobre todo qué significan las palabras, cómo entenderlas para no perderse en los laberintos del lenguaje. Las polisemias, ambigüedades, paradojas semánticas adquieren valencia en la dialéctica filosófica. Hay ya allí clara conciencia de los enredos mentales en que el lenguaje y el idioma sumergen a los hablantes. Estos, sin embargo, no son pasivas víctimas de las palabras. Nietzsche, el más filólogo de los filósofos modernos, el más consciente y el mayor denunciador de la creencia ingenua en la gramática, de las trampas lingüísticas que acechan al pensamiento, ha denunciado que algunas de esas trampas proceden de aquellos mismos que hablan, de los que pronuncian y sentencian. Su Genealogía de la moral puede resumirse en eso: lo que cuenta no es qué significa «bueno» o «malo», sino quién lo dice, quién pronuncia los juicios sobre el bien y el mal.
¿Quién habla? La pregunta decisiva se ha hecho apremiante en el último siglo. Con razón Foucault atribuye a Nietzsche la introducción de esa incómoda pregunta en la filosofía[10]; y pasa enseguida a añadir que a la pregunta del filósofo le da pronta respuesta un poeta, Mallarmé.
[23]
Umberto Eco[11] insinúa un comentario malicioso: la pregunta «¿quién habla?» es propia del hombre libre, mientras para el esclavo es más urgente preguntar «¿quién muere?». Cabe añadir: la cuestión crucial no es quién habla o quién escribe, o desde qué lugar escribe y habla. La cuestión es quién desea, quién está necesitado, y dónde se halla el sujeto de deseo, de carencia y de necesidad, y quién, movilizado por la necesidad, o, más bien, quiénes, grupo social más que individuo, es sujeto agente de la historia.
[24]
A la pregunta de «¿quién habla, quién escribe?» Mallarmé ha respondido con su teoría y su práctica del Libro total casi al mismo tiempo que Nietzsche la formulaba. Lo que habla es la palabra misma; el poeta no cumple otra función que la de ejecutor de la pura ceremonia del Libro que se compone a sí mismo.
No por los años mismos en que Nietzsche lanza la pregunta, pero sí poco después, suena otro tipo de respuesta -una floración de respuestas- en tres literaturas latinas diferentes. En poetas-filósofos de un mismo momento histórico florece la heteronimia: Pessoa, Machado, Valéry. La heteronimia en ellos es un modo socarrón y plural de contestar a la pregunta. Su respuesta dice también: y ¿qué importa quién habla?; pero añade que no es uno solo, son varios los que hablan.
Malos pensamientos
[25]
Pessoa ha sido ejemplar casi único de poeta multiplicado en heterónimos. Es el análogo de Picasso en poesía. En la variedad excesiva de su poética se le equiparan algunos otros que, sin embargo, poetizaron bajo la enseña de un solo nombre ortónimo. En haber emprendido el camino de la heteronimia únicamente se le aproximan, aunque de lejos, Machado y Valéry. Fueron contemporáneos, si bien de vida desigualmente dilatada: Valéry, el de más larga existencia (1871-1945), abarcando a la de los otros dos, nacidos después y muertos antes, en el centro cronológico Machado (1873-1939), y Pessoa (1888-1935) el más breve de los tres. Y todavía: el tramo central de sus respectivas vidas coincidió con los años prodigiosos de las vanguardias poéticas, a las que no se sumaron excepto en el vanguardismo de una escritura heterónima o apócrifa.
[10] Foucault (1966), pág. 316.
[11] Eco (1972), pág. 448.
[26]
Hay en Valéry un personaje de vida intensa, pero fugaz -sólo un ciclo de diez breves textos alrededor de 1926-, que bien puede entenderse como heterónimo suyo: Monsieur Teste.
Mientras en Pessoa los heterónimos son ante todo un fenómeno poético, de multiplicidad poemática, estilística, aunque también de contenido sustantivo, de ideología, el Monsieur Teste de Valéry, en cambio, es una figura intelectual, no poética, sino directamente ideológica. Valéry lo engendra en la búsqueda metódica de la exactitud. Por otro lado, es en manera en todo afín a Pessoa como en el prólogo a una traducción inglesa del ciclo Teste describe su génesis, el proceso de su creación o más bien aparición:
«Este personaje de fantasía, del que yo llegué a ser autor en el tiempo de una juventud a medias literaria, a medias salvaje o… interior, ha vivido, al parecer, desde entonces una cierta vida, que sus reticencias más que sus confesiones han inducido a que algunos lectores se la presten.
Teste fue engendrado en un momento de ebriedad de mi voluntad y en medio de extraños excesos de autoconciencia.
Yo estaba afectado del agudo mal de la precisión. Tendía al extremo del deseo insensato de comprender y buscaba en mí los puntos críticos de mi facultad de atención […]
Teste nació un día de un recuerdo reciente de esos estados.
En eso se me parece: como un hijo sembrado por alguien en un momento de profunda alteración de su ser se parece a ese padre fuera de sí mismo […].
Quién sabe si la mayor parte de esos pensamientos prodigiosos sobre los que tantos grandes hombres y una infinidad de pequeños han palidecido desde hace siglos no son sino monstruos psicológicos -«ideas monstruos»- procreados por el ejercicio ingenuo de nuestras facultades interrogativas que aplicamos un poco por doquier, sin percatarnos de que no debemos razonablemente preguntar más que aquello que se puede verdaderamente responder!»[12]
No sólo califica de monstruo a su personaje. Valéry le llama también «hipógrifo, quimera de mitología intelectual». Monsieur Teste, sin embargo, no es tan monstruoso o insólito. La extrañeza y alteridad suya no es del orden de lo mitológico, de lo no humano. Es simplemente de un orden extraño al yo, al yo histórico inmediato. Es un álter ego o un heterónimo que ha nacido en estado no tanto de embriaguez, cuanto de lucidez intelectual, y que segrega formas ajenas, otras, de pensar.
Ese pensamiento supuestamente otro, diferente del de Valéry, tampoco fue tan otro, sin embargo. En Monsieur Teste exterioriza y a él atribuye el mismo género de pensamientos, sobre todo de «malos pensamientos», que expresó en otras ocasiones bajo su nombre propio de escritor: los de precariedad y plasticidad del yo, la voluntad de exterminar ilusiones de artista y de autor. Exagera, pues, el carácter mítico de su creación. Pensamientos no menos perversos los ha formulado Valéry con su propia firma o los ha trasladado a otros personajes mediante otros procedimientos.
[27]
No es Teste un personaje único, el único que Valéry haya engendrado para darle existencia exterior en forma literaria. De modo aproximadamente igual le han nacido otros personajes. Le ha nacido así Fausto, surgido en su imaginación un día que se sorprendió a sí mismo hablando «a dos voces». Al ser un desdoblamiento suyo, eso justifica bien haberle llamado Mi Fausto: éste, en efecto, es Valéry y no dice nada que no pudiera pronunciar como propio. Es una más de sus posibles voces, lo mismo que Teste. Igual que son voces suyas, que sin embargo necesita proyectar fuera de sí, las de Sócrates y otros personajes de sus diálogos al estilo platónico.
La obra de Valéry precisamente ilustra que la creación de heterónimos y la escritura en diálogos responden a un mismo proyecto, que es llevado a cabo por distintos procedimientos. En rigor, ni siquiera es apropiado hablar de «creación» de esas figuras por parte del fingidor, sea Pessoa o Valéry. Éste no las hace nacer; más bien le nacen, le acontecen. Le nacen al autor en estado de hallarse fuera de sí. No son sólo hijas, sino también progenitoras suyas. El poeta hace poemas, pero los poemas le hacen a él. El escritor crea personalidades, personajes; pero éstos le crean a él. El énfasis en ello es lo que caracteriza a un heterónimo y lo diferencia de un álter ego. Monsieur Teste tuvo una vida efímera, probablemente porque cumplió -o concurrió a- la función de crear al escritor Valéry en un momento relativamente temprano, casi juvenil, y, una vez cumplida tal función, puede desaparecer.
[28]
Son estrechos los lazos entre pensamiento -y escritura- dialogal o en drama y, por otro lado, heteronimia. El experimento de la alteridad se emprende en figuras diferentes: de álter ego, de heterónimos, de «drama en gente», de personajes de drama o de novela, de voz emblemática (Sócrates, Filón u otro) que participa en un diálogo. A través de procedimientos estilísticamente distintos se persigue una misma meta, la de una escritura en origen intensamente marcada por «yo» y que, sin embargo, con toda su energía, sus estrategias y recursos, puja por plasmarse como palabra de otro u otros, como escritura otra, distanciada y disociada de uno mismo, del sujeto que escribe, en una disociación que no es -o no es sólo- psicológica o de personalidad, ni tampoco sólo poética o de artificio literario, sino a veces también de pensamiento, ideológica, comprometida en juicios de filosofía y de conocimiento.
En los experimentos de alteridad la conciencia del sujeto que dice «yo pienso» entra en fase crítica y se dispone a su propio resquebrajamiento. En ellos el estilo es ya mensaje, es el mensaje: la forma conlleva el contenido, consistente éste en desconectar de la individual identidad del escritor, filósofo o ensayista. Después de esa desconexión no queda nada del yo cartesiano e idealista.
[12] Valéry (1960), vol. II, págs. 11-13.
Filosofema apócrifo
[29]
Cada cual lo ha jugado a su manera y con sus propios modales; y no hay dos con modales idénticos en el juego de la heteronimia. Antonio Machado ha fingido unos maestros poetas y filósofos: Abel Martín, Juan de Mairena. Ha inventado para ellos vida y obras. Los ha llamado apócrifos, aunque en sentido diferente al habitual para esta denominación. Se aproximan a los heterónimos.
El rasgo más sobresaliente de los heterónimos o apócrifos de Machado reside en ser poetas, profesores y filósofos, todo ello en una pieza y cada uno con su peculiaridad. Abel Martín es un metafísico cuyo principal filosofema proclama la esencial heterogeneidad del ser. Su punto de partida estaría en Leibniz. Así lo finge Machado en comentario que acaso ha de entenderse como broma o chiste filosófico, pues en ningún sitio documenta afinidad alguna entre la monadología de Leibniz y aquella heterogeneidad ontológica. Juan de Mairena presenta rasgos filosóficos menos acusados en favor de un perfil de pedagogo. Es el maestro que Machado, profesor de francés, seguramente quiso ser en el aula.
Martín y Mairena comienzan a existir como un cierto modo de poetizar y de hacerlo en plural, de colmar así el proyecto de ser varios poetas a la vez: «¿Pensáis -añadía Mairena- que un hombre no puede llevar dentro de sí más de un poeta? Lo difícil sería lo contrario, que no llevase más que uno». Pero tanto como poetas, y crecidos sobre su poética, son pensadores, maestros, ensayistas: «Todo poeta -dice Juan de Mairena- supone una metafísica; acaso cada poema debiera tener la suya -implícita, claro está, nunca explícita-, y el poeta tiene el deber de exponerla, por separado, en conceptos claros». Obedecen Mairena y Martín a un esquema poético-ideológico de Machado, donde los poetas son metafísicos malogrados y los filósofos son poetas que creen en la realidad de sus poemas[13].
Los llama apócrifos Machado no -o no sólo- por el origen dudoso de sus obras, por una supuesta autenticidad bajo sospecha, sino por ser sospechosos de heterodoxia. A través de ellos se permite las más desenfadadas formulaciones en contra de la ideología imperante. Pero el prefijo «hetero-» que en rigor les cuadra es para constituir no tanto hetero-doxia cuanto hetero-nimia. Abel Martín y Juan de Mairena son personajes de quienes y con quienes Antonio Machado habla. Son sus álter ego como los de un dramaturgo; son heterónimos como los del «drama en gente» de Pessoa. Representan la alteridad, la heterogeneidad no ya del ser, sino de sí mismo, de su sentir filosófico y poético. Por eso, Machado es y no es Martín; es y no es Mairena; es los dos a la vez y es, además, Antonio Machado. Por eso, alguna vez también se permite decir que se separa de ellos[14].
La invención de figuras heterónimas, máscaras del diálogo dramático, se extiende a otros personajes que en Machado aparecen una y otra vez -Meneses, Paredes- para participar en el diálogo pedagógico y filosófico con los apócrifos primarios y que pueden entenderse como apócrifos de segundo orden. El autor les hace hablar y discrepar entre sí. Hay más: en el juego de Martín y Mairena se nombra y se mezcla también al propio Antonio Machado, que en un dispositivo de cajas chinas o, mejor, en laberinto de espejos, se muda también así, por tanto, en apócrifo de segundo orden de sí mismo. Sucede cuando Abel Martín acota con un «véase Antonio Machado» y lo hace para unos versos que expresan la escéptica posición de un pensamiento perplejo: «Confiamos / en que no será verdad / nada de lo que pensamos»[15].
[30]
La experiencia de una conciencia dúplice -otra, múltiple, en hiato interno- en los heterónimos o apócrifos, ha contribuido a una práctica de juego creador, vivida, sin embargo, con talantes distintos. En Machado no hay tragedia, ni tampoco actitud apolínea; más bien, humor, pura ironía, mero juego. Valéry es una conciencia serena de la pluralidad del yo, en equilibrio armónico, según cuadra a un ideal de clasicismo, como el suyo, aunque tal vez, y en contra de lo emergente en la obra publicada, Valéry no vivió tan ajeno a esos desgarros[16]
Pessoa es, sin duda, el caso más complejo. En Bernardo Soares parece haber vertido la más dolorosa conciencia de sí mismo. Bajo ese nombre ha puesto un Libro del desasosiego que es en verdad punzante testimonio de su propia vida íntima, de su personalidad herida. En Pessoa-Soares la meridiana claridad del pensamiento va aparejada a un insomne y atormentado desgarro del yo, a su infeliz hundimiento en el desánimo extremo sin un átomo de serenidad. La vertiginosa pendiente de la dialéctica negativa y de un pensamiento fragmentado en heterónimos empuja hasta el borde de un abismo de sinrazón donde podría verse precipitado.
Pero Pessoa no es tan solo el patético Soares. En él y gracias a él se ha vaciado de desasosiego y ha podido asistir a la eclosión de otros heterónimos suyos como a una fiesta poética y de pensamiento. Autovaciado el yo, purgado, pueden regresar los dioses del paganismo.
[13] Machado (1964), págs. 420-421 y 322.
[14] Dice, por ejemplo, apartarse de Martín en el tema del misticismo: Machado (1964), pág. 298.
[15] Machado (1964), pág. 309.
[16] El Valéry de los Cahiers (VIII, pág. 594) ofrece una imagen no muy distinta del Soares de Pessoa. Le salen confidencias -así, la de «sólo existo en cuanto que soy dos»-, no legibles en clave de filosofía. Alude a alguna tentativa casi consumada de suicidio y aparece sumido muchas veces en plena tempestad de angustia.
[31]
Desde la anecdótica coincidencia de que el nombre familiar del poeta, «Pessoa», equivalga a «persona», viene la tentación de proseguir la fiesta y el juego de las palabras, invocando, primero, el origen latino, donde «persona» era, en origen, «máscara», y luego, no menos, las resonancias en francés, donde «personne» es también «nadie». Más que ninguna otra forma de escritura, la heteronimia conduce a que la pregunta «¿quién habla, quién lo ha escrito?» se pueda contestar: lo ha escrito una máscara. O, aún más radical: «personne» lo ha escrito.
Heterología
[32]
La heteronimia se diferencia esencialmente de la seudonimia en su carácter lúdico, jubiloso, fruto del exceso creador. A menudo mediante el seudónimo el autor se defiende de algún riesgo o bien trata de afirmarse frente a la posible insignificancia de su trabajo y su vida cotidiana. El seudónimo a veces esconde un drama y casi siempre responde a unas circunstancias no queridas que aconsejan comparecer con otro nombre. En la heteronimia, en cambio, el autor, no forzado por nada ni por nadie, juega libremente con su identidad, sus identidades múltiples. Por la nota lúdica el autor con heterónimos queda próximo del ventrílocuo y del guiñol, aunque con diferencias: se sabe quién es el ventrílocuo, mientras aquí podría llegar a no saberse. En el guiñol, además, quien mantiene los hilos realmente maneja el cotarro de la historia, mientras aquí el poeta puede llegar a sentirse no dueño de sus heterónimos, sino llevado por ellos.
[33]
La heteronimia es el polo extremo de las demás formas de escritura «otra», ajena, heterogénea, escritura del otro o de lo otro. Es el extremo de la alteridad, de la autoenajenación del yo. En ella no es que el escritor simplemente diseñe algunas figuras de álter ego plasmadas en personajes de su obra. Más que de álter ego en ella se trata de un álter «ille» o «illa»: no otro yo, sino otro él o ella. Es que el yo mismo del autor se hace «álter», se torna otro; y se torna otro a todos los efectos: no ya o no ya sólo narrativos, dramáticos, sino también ideológicos, de pensamiento, acaso de filosofía. La heteronimia no es tan sólo un artefacto -aunque también lo es- contra el fetichismo de la nombradía y la autoría, contra la identidad única y fijada. Trasciende con mucho a la ficción literaria, aunque también lo sea. Es o puede ser, además de todo eso, un ardid de la razón, de una razón crítica, dialéctica y dialogística, a la vez que dramática, pero en verdad no trágica, sino capaz -en medio del juego- de reconocer el pensamiento y la razón del otro en cuanto otro.
Hay más: el uso ideológico, eventualmente filosófico, de heterónimos en orden a crear y dar vida a pensamientos posibles posee eficacia mayor que su uso narrativo en discurso de acción. Las acciones atribuidas a Monsieur Teste, Juan de Mairena o Bernardo Soares no han tenido lugar por el hecho de haberlas imaginado, fingido. Pero los pensamientos que les son atribuidos esos sí que han existido y han tenido la misma realidad que otros pensamientos de Valéry, de Machado y Pessoa, la misma que los de Platón y Sócrates.
Con eficacia mucho mayor también que cualquier otro artificio textual, el uso de heterónimos conduce a la «heterología». Convengamos en llamar así a la práctica discursiva consistente en la creación de mentes pensantes para hacer que el posible o real pensamiento propio funcione como ajeno, extraño, otro. Así entendida, la heterología trae consigo la quiebra radical del monólogo de la mónada pensante. Junto a y más allá del «dia-logos», de la razón dialogal, aparecen el «hetero-» y el «poli-logos», la razón poli- y heterológica.
[34]
En su filosofía-ficción Borges pone en claro la naturaleza de toda filosofía, emparentada con el crear tanto como con el creer. El filósofo crea un esquema de mundo en el que puede creer y espera que otros crean, mientras que el poeta cree en el esquema mental que ha creado para su propio uso personal. No hace falta acudir a los poetas de orientación metafísica o mística. Pessoa puede ser considerado máximo filósofo portugués del siglo XX y Jorge Luis Borges el más alto exponente de la filosofía argentina. En Unamuno y en Machado se guarda tanta filosofía como en Ortega o en Zubiri.
[35]
El «logos» -el pensar, el razonar y filosofar- de heterónimos y apócrifos no tiene por qué ser realmente el de los propios escritores. No es su verdadero pensamiento -si cabe hablar así-; es o son posibles pensamientos suyos, posible filosofía suya, o no suya, o bien tan suya como a la vez extraña, pero desde luego, sea de quien sea, pensamiento y escritura sobre el mundo.
La circunstancia de que Machado atribuya poemas o «consejos, sentencias y donaires» a sus apócrifos, de que Pessoa adjudique poemas, tratados o diarios a sus heterónimos, en vez de formularlos como propios, no deja lo así escrito en condición idéntica a la de una autoría con firma auténtica. Modifica el apoyo otorgado a tales pensamientos, altera la estructura del «así lo veo, así lo creo», un «así» que ya no es «auto-«, pronunciado por uno mismo, sino «hetero-«, de algún posible otro. El discurso heterónimo -o apócrifo- establece un distanciamiento crítico -despegue y desapego- respecto a sus propios dichos y sentencias. Desconecta de éstos, se despega de ellos, los deja en suspenso, entre paréntesis, de modo semejante a como hace la «epojé» de Husserl. Dice no tanto «así lo veo» cuanto «así podría verlo» o, mejor, «así podría verlo alguien», no uno mismo necesariamente. Pide tomar en consideración tal «así» no por el testimonio, la experiencia o el saber de quien lo dice, sino por sí mismo, por el simple hecho de que alguien, desde luego, podría verlo y juzgarlo de ese modo.
[36]
Piedra sillar sobre la cual construir la tolerancia es la heterología, antídoto contra toda suerte de fanatismo ideológico: yo podría ser tú, ser otro; mis ideas podrían ser las tuyas y las tuyas, mías.
[37]
La creación de heterónimos y la de personajes de ficción -a veces sólo mentes de ficción ideadas para un diálogo-, constituyen variedades de juego intelectual, de genio o de ingenio, y alguna vez, junto con eso, de reflexión crítica metódica. Forman parte de los juegos de la edad tardía o no tan tardía que practican algunos escritores y que han obtenido -se han ganado- un reconocido y merecido lugar en la escritura dramática y literaria. No lo han obtenido, en cambio -apenas-, en la filosofía, que no suele ser practicada como un juego, sino casi siempre, y por el contrario, como un discurso serio, metafísico, metaestético, metalúdico, presuntamente metacultural.
[38]
El filósofo ha respetado y admirado al artista, pero como a cultivador y dueño del dominio de las apariencias inmediatas, unas apariencias sin duda cautivadoras, pero también superficiales y, si bien se mira, engañosas. El filósofo suele juzgar que las artes crean sólo belleza y no conocimiento, no verdad. Las ubica, pues, en el reino del aspecto sensible exterior y de la percepción primera, del mero parecer y aparentar, de lo «seudo».
En otra margen se extendería el reino de la verdad, de la realidad auténtica, que es presuntamente el de la filosofía. Ésta ha profesado, en consecuencia, beligerancia y no sólo desconfianza frente a cualquier espejismo del aparecer. Ha querido regirse en todo y del todo por un principio de realidad y ha partido en cruzada militante contra cualquier otro principio no ya de placer, sino de fantasía, que es lo propio del arte. El filósofo o, más bien, cierto tipo de filósofo no está para juegos o fantasías. A tanto llega su pretensión de tratarse de tú a tú con la verdad, la permanente y absoluta, que difícilmente puede permitirse coquetear con los señuelos de las seductoras y ficticias apariencias del arte y de la literatura. Y así le va al filósofo de ese corte: enfermo de neurosis de «verdad», de «realidad» y de «absoluto».
Frente al pensamiento y sentimiento trágico de la vida es recuperable la amable y llevadera levedad del ser. Frente a concepciones serias de filósofos de cara larga, hay que recobrar a Voltaire, a Nietzsche, a Bajtin, y aplicarse a la broma, el juego, la farsa, el carnaval, la risa, como forma de conocimiento. La filosofía está asimismo autorizada a hacer ventriloquia y gran guiñol.
Pero no es preciso propugnar con Bajtin una filosofía carnavalesca; no hace falta trasgresión tan audaz. En contra de las variadas formas de seriedad y severidad filosófica, basta con hacer ingresar a la filosofía en la academia de las bellas artes, al lado de la literatura y la poética, y no preocuparse de si la admiten en la academia de las ciencias. Contarse entre las artes aporta beneficios nada desdeñables, ante todo, el de estar contra los puritanos de una sola filosofía, al igual que se está contra los de una sola música o una sola poética.
Juego literario, poético, de fantasía, la heteronimia puede también ser un juego de pensamiento, filosófico. Sin duda, para eso, además de temple de filósofo o de ensayista, hace falta una vena literaria y de dramaturgo. La tenía Diderot.
El sobrino de Rameau y otros hablantes
[39]
A Diderot, como a otros enciclopedistas, se le ha podido reprochar no haber aportado mucho al pensamiento y ni siquiera haber tenido muchas ideas claras. Pero tuvo muy claro lo esencial y se alistó del lado de las ciencias, a favor de la razón, una razón, sin embargo, que propagó como intelectual múltiple, proteico. Cultivador de géneros híbridos, escritor en variados registros, filósofo y dramaturgo, ocupado en sacarle punta a la que designó «paradoja del comediante», había de tener algunas ocurrencias y también cometer algunas travesuras. Estaba llamado a un ejercicio de la filosofía como escenificación, drama o comedia, como juego de incorporar discursos en personajes apócrifos, en alias, en máscaras de su propio pensamiento presentado bajo figura ajena; y con eso había de rescatar la complejidad del mundo en sus internas antinomias, que no se dejan expresar a través de una voz única. Diderot necesitó, pues, escribir en diálogo, en partitura a varias voces, en algunas de sus obras y no sólo en las literarias, también en las filosóficas.
[40]
Con personajes fingidos, representativos de posiciones ideológicas en conflicto, Hume escribió los Diálogos sobre la religión natural en 1752, sólo publicados, sin embargo, tras su muerte, veinte años después. En torno a esos mismos años Diderot compone varias obras en diálogo[17], a veces con personajes reales de su tiempo, si bien filosóficamente transformados, alzados a la categoría de figuras representativas. Destaca entre ellos un familiar del compositor Rameau, a quien Diderot conoce en 1761.
En El sobrino de Rameau le da Diderot un nuevo giro de tuerca al desdoblamiento intelectual implícito en todo diálogo filosófico. Presenta una conversación suya -de Diderot-, bajo el pronombre «yo», con un bohemio y vividor de la familia del músico Rameau, que es «él». El propio Diderot se introduce en el diálogo como personaje, cuando Platón y Hume no lo hacen. Pero el elemento más subversivo del diálogo, para escándalo de los bien pensantes, es que el papel que en Platón desempeña el maestro Sócrates es ocupado ahora no por un librepensador cualquiera, sino por un provocador venido de la bohemia.
[41]
Fue tardíamente conocido El sobrino de Rameau, medio siglo después de haber sido escrito. Nadie supo de él en vida de Diderot, ni siquiera su querida amiga y confidente Sophie Volland. Se comportó Diderot muy cauto y tomó toda clase de precauciones. Es plausible la conjetura de que atribuir las subversivas opiniones al Rameau sobrino era una precaución añadida, un blindaje así completo. Sin embargo, al no darse a publicar el texto, era una cautela del todo innecesaria. Cabe también conjeturar que se halla en juego un desdoblamiento más profundo, no tan de circunstancias y no de mera prudencia cautelosa.
Lo provocativo en ese diálogo reside en que, mientras que las palabras puestas en boca de «yo» -Denis Diderot- parecen corresponderse con el perfil público y oficial del filósofo, el más genuino pensamiento de Diderot en su fuero íntimo es el que formula este Rameau libertino. El escritor introduce su verdadero pensamiento, su sentir filosófico real, pero privado o, más bien, íntimo, secreto, y lo hace frente a la apariencia de los nombres y pronombres, en contra, pues, de su propia identidad nominal pública; y gracias a ese trueque se abandona a la más completa libertad de juicio, una libertad que para los guardianes del pensamiento no puede ser sino libertinaje intelectual sin paliativos.
No es ya que el filósofo tome distancia respecto al pensamiento convencional que expresa, quizá el suyo propio en otras obras. Es que se coloca en completa exterioridad respecto a cualquier convención al ponerse dentro de la piel y las palabras del libertino Rameau, aunque éste aparezca allí bajo el ropaje de escandaloso interlocutor antagonista. En realidad, Diderot habla en la voz de quien en el diálogo aparece como su antagonista, el sobrino del compositor.
Este sobrino es, por tanto, Diderot; es su álter ego. O quizás mejor: no es un álter ego; es su mismísimo primer ego, de modo que donde dice «yo» está hablando, más bien, un yo secundario, elaborado, filosófico, una construcción social, una mascarilla forjada por y para los convencionalismos del pensamiento filosóficamente correcto en su época. El desdoblamiento, el brujuleo del pensamiento que es propio del diálogo, y que a su aire, a sus respectivos aires, anima los discursos de Platón, Hume, Valéry, adopta aquí el modo de autoextrañamiento.
Es un desdoblamiento, en realidad, que presagia la heteronimia. El sobrino de Rameau, aunque individuo real, funciona como un heterónimo de Diderot, mientras «yo» en esa obra es la deixis que señala las opiniones más convencionales suyas. Al diálogo filosófico Diderot le imprime un viraje en la dirección de una filosofía heterónima: del filosofar bajo nombre ajeno. Más allá del auto-desdoblamiento hay aquí autoenajenación.
[42]
El sobrino de Rameau pone de manifiesto la coincidencia última de modos de escribir que fenomenológicamente difieren. En ese diálogo se da todo junto y a la vez: el personaje-sobrino es un álter ego que es el verdadero ego o al menos más verdadero que quien aparece como yo-Diderot. Es un diálogo en el cual la dualidad de posiciones propia de toda conversación se refuerza con la creación de un apócrifo o heterónimo superpuesto a la personalidad del sobrino de Rameau.
Con su proceder heterológico, Diderot lleva el diálogo filosófico a otro nivel, otro espacio, o quizás al mismo de los comienzos, al de los diálogos platónicos, ahora gracias a eso interpretables bajo nuevas claves. Es un espacio donde se difumina no ya la distinción monólogo / diálogo, sino la de yo / otro, punto de vista propio / ajeno. Qué se defiende y qué se impugna, qué es posición propia y qué ajena, acaso rival, deja de ser relevante.
Ejemplariza Diderot la forma de un posible pensar. No es exactamente un pensar contra sí mismo, ni contra el que uno fue y no es ya, o contra lo que pensó y ya no piensa, ni contra el que ahora es. Es, más bien, pensar como si uno fuera otro. Es saberse -y «pensarse» como- uno y otro al mismo tiempo. Es un sentir dramático, escenificado y, aun antes que eso, un pensar en drama, pensamiento que se expresa en dramaturgia, en diálogos, en personalidades al modo de la heteronimia.
Tuvo razón Sainte-Beuve al ver en Diderot la encarnación de la insurrección filosófica a finales del siglo XVIII.
[17] El sueño de Dalambert, El coloquio de Dalambert, La paradoja del comediante, además de El sobrino de Rameau.
[43]
En pleno Siglo de las Luces, el Hume de los Diálogos sobre la religión natural y el Diderot de El sobrino de Rameau son ya insurrectos frente al yo unitario, cartesiano, del «yo pienso». Frente a una filosofía de la conciencia aislada, monadológica, hacen emerger un yo plural, un pensamiento de voces y resonancias múltiples.
De Zaratustra a Sócrates
[44]
Cada filosofía -cada forma de pensamiento- más reciente abre posibilidades nuevas de lectura y análisis de aquellas que la precedieron y no sólo de las que la siguen en tiempo posterior. Hume permite releer a Platón. Los Diálogos sobre la religión natural invitan a otra lectura de los Diálogos platónicos. El Diderot de El sobrino de Rameau puede ser leído y entendido mejor a la luz retrospectiva de Valéry, de Pessoa; y todos éstos invitan y contribuyen a entender al propio Hume y aun a Platón, y no sólo a algunos otros que en el tiempo entretanto han filosofado con el mayor desparpajo y libertad respecto a preocupaciones académicas: Kierkegaard, Nietzsche. La categoría de heteronimia es apropiada lente para análisis de algunos textos y personajes suyos.
[45]
¿Qué otra cosa es Zaratustra sino un personaje de ficción, un apócrifo de Nietzsche, un heterónimo? Zaratustra no es una porción suya; es algo más grande que él mismo. En su profeta Nietzsche queda trascendido. En rigor: se autotrasciende a sí mismo. Nietzsche es Zaratustra, mas no a la manera en que Flaubert es la Bovary. Lo es al modo en que Hölderlin, antes de sumirse en una locura humana, había sido divinamente Hiperión y al modo en que Pessoa será Caeiro: en la identificación con un inspirador, un duende, un «daimon». Zaratustra es el propio Nietzsche más el gozo, la armonía y la ebriedad de vivir. Zaratustra posee la alegría -a la vez dionisíaca y apolínea- que él no llegó nunca a alcanzar. La posee sublimando el sufrimiento, el tormento y el trastorno humano, del todo humano, de Nietzsche, en pasión y en exceso de semidiós, de héroe, de hombre superior, el cual, desde esa altura -«en Sils-María, a seis mil pies sobre el nivel del mar y aún mas alto sobre las cosas humanas»-, desde la cima en que los humanos se miden con los divinos, trasmuta la genealogía y la crítica de la moral en un poemático evangelio para vivir más allá no sólo del bien y del mal, sino de la divisoria entre los mortales y los inmortales, entre los juegos de los niños y los de los dioses.
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Acongojado y trágico, sumido no en la ebriedad romántica y heroica de la época, sino en la zozobra religiosa y la angustia existencial, fue Kierkegaard, pese a ella, un juguetón de los nombres, de las identidades. Se sirve de una profusión de seudónimos latinizados[18] y se embosca en ellos en distintos momentos y también estadios -el de la estética y pagano, o bien el ya cristiano, el de la fe- a veces para hacerlos discrepar de modo explícito. Johannes Climacus tendrá, pues, su correspondiente antagonista para rebatirle, el Anti-Climacus, portavoz de la fe, el último ya en la sucesión de los seudónimos o apócrifos. A veces, él mismo, Sören Kierkegaard, se presenta como sólo el editor de lo que en realidad ha escrito.
Tanta multiplicidad de nombres responde también, sin duda, a una personalidad atormentada, como fue la de Kierkegaard, perplejo sentimental y vocacional, y no sólo filosófico y teológico. Obedece además seguramente a un propósito literario semejante al «drama en gente» de Pessoa. Pero al lado o por encima de su drama personal y del literario que proyecta, todo ese juego de multiplicar los nombres, las firmas y las identidades se desarrolla en un plano estrictamente filosófico. Manifiesta Kierkegaard acerca de ello una autoconciencia de heteronimia no menos clara que la de Pessoa. Dice de sí mismo en Postcriptum: «Yo soy impersonal o personalmente un apuntador en tercera persona, que ha producido poéticamente unos autores, los cuales son autores de sus prefacios y aun de sus nombres».
¿Poéticamente? Es Kierkegaard entonces un poeta metafísico o teológico. Pero ha engendrado a esos autores no tanto poética, cuanto filosóficamente. Se ha multiplicado en tales nombres de ficción para hacer circular pensamientos quizá también de ficción y no por fuerza suyos: pensamientos que pudieran ser de otros, pensamientos otros.
Una poética heterónima -o la aspiración a ella, aun en prosa- es, en Pessoa, en Kierkegaard y en otros, método no sólo de escritura, sino también método de conocimiento: heterología. Lo es cualquiera que haya sido su génesis psicológica, cualesquiera funciones haya también cumplido en la vida de sus creadores para ayudarles a guardar su equilibrio mental y evitarles rodar por la pendiente de la esquizofrenia.
[18] Entre otros, y junto a los dos citados algo más abajo, Vigilius Haufniensis, Victor Eremita, Johannes de Silentio, Constantin Constantius.
[47]
Si Rameau júnior es Diderot, si el Anti-Climacus y Johannes de Silentio son Kierkegaard, si Zaratustra es Nietzsche, ¿no serán Filón y Cleantes también apócrifos, heterónimos de Hume? Y ya en el colmo ¿no será Sócrates un heterónimo o apócrifo de Platón? El inventor de apócrifos que fue Machado no sólo lo sospecha, lo profesa sin reservas: si el Sócrates real fue más bien pedante y un tanto vulgar, según nos lo transmite Jenofonte, entonces no es desatino considerar apócrifo al Sócrates de los Diálogos platónicos. En realidad lo profesa Juan de Mairena, quien a su vez atribuye a su propio maestro Abel Martín haber elogiado la modestia de Platón, quien en boca de Sócrates, «un amable conversador callejero», puso «lo mejor de su pensamiento»[19]. Sócrates es un alias del primer Platón.
[48]
El Sócrates de la filosofía no es el individuo histórico que vivió en Atenas hacia el final del siglo V antes de nuestra era, aquel sobre quien Jenofonte dejó alguna noticia para el recuerdo histórico, el desposado -o esposado- con Jantipa y al que Aristófanes tomó a rechifla en Las nubes. Ni siquiera es el condenado a muerte por transgredir lo ática y éticamente correcto. Es el personaje, el álter ego, el apócrifo o heterónimo de Platón: aquel a quien éste le hace pronunciar el discurso de su Defensa ante los atenienses, ante los jueces; el que en el Fedón se despide de sus amigos meditando sobre el alma, sobre la vida y la inmortalidad, y toma providencias -«pagad la deuda, debemos un gallo a Esculapio»- mientras bebe de la última, mortal copa; el que en varios otros Diálogos tira de los hilos de la conversación y la argumentación, del pensamiento, del conocimiento.
El Sócrates filosófico es el personaje o, más bien, la voz, sólo voz o palabra -«logos»- de los Diálogos: un análogo del Caeiro de Pessoa, del Abel Martín de Machado, del Zaratustra de Nietzsche; ni siquiera el maestro histórico de Platón, sino el maestro interior, el «daimon», el genio que inspira y que se impone en su pensamiento.
[49]
La adopción metódica de heterónimos abandera la insurrección contra el concepto romántico de autor, de creador, de «yo». Se niega el autor a otorgar a lo escrito el aval de su propia firma y pone el texto en manos de un puro nombre ficticio, es decir, de nadie, de «personne». Al obrar de ese modo, lo pone en su validez por sí mismo, lo establece en su valía intrínseca: «lo escrito vale lo que vale; no vale por mí, ni tampoco yo valgo por ello». En su lucha contra el nombre propio (o propio nombre), la heteronimia lleva a su extremo la disociación, la independencia máxima posible entre el autor y su obra.
Filosofías en busca de un cerebro
[50]
La práctica de la heteronimia corresponde a un género de experimento mental puesto a prueba también en otras prácticas textuales, en particular, en el diálogo dramático y en el propiamente filosófico. Es el experimento de formular pensamientos y juicios mediante el artificio de interponer uno o varios personajes, personalidades de ficción -que no, en absoluto, hombres de paja o entelequias-, disponiéndolos en drama, en diálogo, o en álter ego, en apócrifos. Es experimento de audacia y alcance tanto mayor cuando se multiplican y se diversifican las figuras.
Heteronimias, diálogos, voces de álter ego, además de ser procesos y productos literarios, lo son también de pensamiento, experimentos filosóficos, de visión del mundo, a la vez que experimentos textuales, de escritura. Son artificios emparentados y cómplices entre sí: comparten «química», intercambian mutuamente sus reglas y se dejan leer a menudo los unos por los otros. La heteronimia se entiende por el drama, el diálogo por la creación de apócrifos, todo ello, además, en permutable equivalencia a la recíproca, dando lugar, en fin y a menudo, también a figuras mixtas, combinadas: el escritor dialoga con sus heterónimos o hace que éstos polemicen entre sí.
Una misma filosofía subyace a todo ello: la heterología. En la producción heterológica, y no sólo dialéctica, emerge una filosofía donde el «así lo veo» se muda en «así lo ve o puede verlo alguien, no importa quién», y eso aunque tal presunto alguien, a quien se atribuye nombre, ni siquiera exista o haya existido. No por ello se trata de seudo-pensamiento o seudo-filosofía. Es o puede ser pensamiento filosófico: «logos» vario y doble («dia-logos») y también ajeno («hetero-logos»).
La heteronimia hace posibles modos variados de escribir, varias poéticas. La heterología, como arte de pensar y no sólo de escribir, permite varias filosofías. Sobre todo, y además, permite la independización de un pensamiento con respecto a la mente y cerebro que lo concibió, en una autonomía semejante a la de los personajes respecto al dramaturgo que los crea.
[19] Machado (1964), pág. 388 y 439.
[51]
En Pirandello salen a escena personajes, acciones suyas, historias, en busca de autor. Es un juego teatral que invierte las convenciones al uso. En ese juego, el dramaturgo no preexiste a sus personajes; antes, al contrario, en algún lugar virtual, se supone, hay personajes que preexisten a su creador.
Hay igualmente, y no menos, en algún lugar (¿y si tal fuera el cielo platónico de las ideas?), discursos, mentes o personajes mentales, en busca de su pensador, de su filósofo, de alguien que los piense, los desarrolle, los razone.
Imagínese que se elabora un pensamiento, un juicio, que, tras una consideración más reposada, es rechazado luego. ¿Qué estatuto dar o reconocer a un pensamiento así? Cuando uno lo ha vislumbrado, ha flirteado con su atractivo, y, tras haberlo sopesado en cuidadosa reflexión, decide finalmente no asumirlo, no proponerlo como propio, ¿qué hacer con él? Y ¿por qué no formularlo sin compromiso alguno y asimismo sin crítica, y eso con el fin de que otros lo consideren, lo sopesen a su vez? Es posible formularlo, por ejemplo, mediante un simple entrecomillado. Igual que se colocan entre comillas las citas textuales tomadas de un autor conocido o aquellas que se amparan bajo el rótulo de una comunicación o carta personal incluso privada, cabe hacer otro tanto cuando se recoge una tesis o una idea cuya fuente externa se ha olvidado o quizá nunca existió, porque la fuente está en uno mismo, en una ocurrencia personal, aunque tampoco se recuerda bien y no se sabe de ello a ciencia cierta.
En los Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano Leibniz se refiere a sí mismo de manera indirecta como si fuera otro filósofo. Dice de sí: «el autor del sistema de la armonía preestablecida». Estamos autorizados a mencionar pensamientos propios como si fueran ajenos. Si es admisible y goza de respeto citar una idea como «comunicación personal de X.X.», ¿no puede uno mismo ser tal X.X.? Estamos autorizados a hacerlo así y a decirlo paladinamente. Es más frecuente, por cierto, hacer justo lo contrario: apropiarse de pensamientos ajenos y presentarlos como si se nos hubieran ocurrido a nosotros. Esto último es lo que debería resultar escandaloso: presentar lo ajeno como propio.
[52]
Cada arte tiene sus calidades, sus notas. En la creación de personajes dramáticos y novelescos predomina el énfasis en la naturaleza de ficción: son posibles -¿ficticios?, ¿reales?- tales o cuales pensamientos, tales razonamientos o acaso filosofías completas. En el diálogo filosófico -en ocasiones incrustado, a su vez, en drama o en novela- domina la multiplicidad: se enfrentan cursos opuestos o contrapuestos de pensamiento. El autor se expresa en diálogo cuando -y porque- tiene en la cabeza varios pensamientos entre sí contrarios. En la heteronimia, en fin, imperan la alteridad y exterioridad, el distanciamiento e independencia respecto a la verdadera identidad de quien sustenta lo escrito. Hace falta crear heterónimos cuando el pensador descubre en sí mismo cursos de pensamiento que no parecen suyos y que, si bien se mira, y en propiedad, no son suyos.
La operación es semejante en los distintos procedimientos. Es objetivación o al menos «de-subjetivación» de la escritura, del discurso, a través de una «des-colocación» de quien lo emite. Éste trata de alejarse de sí y de trasladarse a los antípodas de su propia posición, de su «así lo veo», situarse en el lugar de un opuesto «así podría verlo», y verlo no ya yo, o sólo yo, sino algún otro, cualquier otro tal vez.
La escritura heterológica -y no sólo en la heteronimia, también en el diálogo- prolonga y a la vez cancela la escritura del yo, característica del ensayismo y de una buena porción de la filosofía del sujeto. Pertenece, sin duda, todavía a un sujeto que habla o escribe. Pero realiza el más decente esfuerzo por liberarse del lastres subjetivo, y con eso se alza al nivel de escritura no absoluta, pero sí, y por el contrario, absuelta: absuelta de las más groseras complicidades con el yo, el del ensayista o del filósofo, disociada de los puntos de vista de ese sujeto y también de los de un sujeto cualquiera en general, puesto que en ella el creador de «logoi» varios se desdobla y se multiplica.
El pensamiento heterólogo osa decir: «He pensado en secreto filosofías que ningún Kant ha escrito»[20].
Ajeno como propio
[53]
En la gradación de un compromiso más o menos intenso hay formas varias de incorporar palabras y pensamientos otros, de otros, en la escritura y el discurso propios. Sirvan para ejemplo algunas de las que Heidegger utiliza en el arranque de Ser y tiempo. Para empezar, en torno a la pregunta por el ser, Heidegger menciona a Platón, a Aristóteles y a Hegel, para decir que a ellos tres les tuvo esa cuestión en vilo. Apenas una página después pasa a citar, entonces con explícitas palabras, a Tomás de Aquino, en la tesis de que «cierta comprensión del ser se halla siempre incluida en toda aprehensión de un ente». Y antes de todo ello, antes de disponerse a la preguntar por el ser, a manera de lema de su obra, a semejanza de Kant y Fichte, que en la Crítica de la razón pura y en la Introducción a la teoría de la ciencia, respectivamente, colocan sendos párrafos capitales de Bacon, él trae a memoria un fragmento de Platón. Simple mención, cita formal asumida, cita que es lema, santo y seña de un discurrir propio: son modos de tomar palabra ajena para hacerla propia. Tienen sus análogos simétricos en el opuesto polo, cuando en mención crítica se toma la palabra ajena para separarse de ella y combatirla.
[20] Pessoa (1991), pág. 323.
La incorporación de palabras ajenas a la escritura propia difícilmente puede ser neutral. Es para asumirlas o para repudiarlas, no para dejarlas estar tal como suenan. Las artes de heterología -álter ego, diálogo, heteronimia- sí que aspiran a esa neutralidad; dejan estar y hacen circular ideas, tesis, argumentos en la imparcialidad más ecuánime; producen un discurso otro y múltiple, y no propio, lo presentan en su limpia alteridad, sin refutación, sin peros. Cuando Dostoievski hace hablar a Iván, Diderot al sobrino de Rameau o Pessoa a Bernardo Soares, ni expropian ni se apropian, ni asumen ni critican: al discurso, a lo que se enuncia, le permiten hablar y defenderse por sí mismo sin sujeto abogado de su causa. ¿Quién habla o dice? No importa quién. Importa que algo sea dicho, quede dicho.
[54]
Tratar de construir el propio mundo de otro modo -llámese «alternativismo constructivo»[21]– es una regla de terapia en técnicas de orientación cognitiva ahora en boga, que suponen que la «personalidad» es una lente perceptiva, una manera de mirar el mundo y de experimentarlo: dime cómo construyes tu mundo y te diré quién eres; construye de otra forma y serás otro. Además de su posible valor terapéutico la misma regla vale como máxima de conocimiento, como método. Es preciso tratar de pensar cualquier tema o problema de forma alternativa, diferente, abordarlo y tratar de resolverlo de manera distinta a la habitual, a la dada por supuesta; y sólo en el caso de que esa otra manera resulte de veras imposible, únicamente entonces excluirla. Es un modo de puesta a prueba experimental de nuestras hipótesis mentales. Para ello no hace falta manejar objetos. Basta manejar ideas, experimentar con el pensamiento.
Hay un experimento especialmente intrigante y de singular alcance epistemológico. En una línea de investigación centrada en el estudio de la «disonancia cognitiva»[22], los psicólogos sociales han ideado un experimento que consiste en pedir a los sujetos que defiendan una tesis o actitud en la que no creen. A los psicólogos les interesan los efectos de la disonancia, los cambios que de hecho se producen en el pensamiento de las personas, y cómo esos cambios son menores o mayores en relación con las respectivas condiciones de alta o de baja recompensa. El simple hecho de exponer y defender una tesis (¡sólo por probar, por experimentar!) en la que no se cree puede acabar por conducirle a uno a cambiar de posición, de idea.
[55]
Las escrituras heterológicas nos sumen en un laberinto de espejos, de ecos, donde ya no se reconocen identidades o voces; no se sabe quién habla. En ellas se trastocan del todo las obvias y sólitas relaciones entre yo autor, su identidad, su conciencia y pensamiento, su escritura. El «así lo veo» que pronuncian se muda en esto otro: «pero ¿realmente lo veo así, yo, enteramente yo, o acaso algún otro, alguna porción mía dentro de mí o incluso tal vez fuera?». En ellas se muda también la estructura de la escritura de referencia bibliográfica, aquella que dice no tanto «así son las cosas», cuanto «tal otro dice que así son las cosas», como hace Kant cuando cita a Bacon o Heidegger a Platón. Imagínese ahora que alguien cita a un quídam de nombre N.N., pero inexistente o tan transformado que es más irreal que real, aunque sean bien «reales» los principios y razonamientos que se le atribuyen. El «sobrino» invocado por Diderot no tiene por qué asemejarse al personaje real del París de su tiempo; ni el «Sócrates» platónico al correspondiente ciudadano de Atenas.
[56]
Que las palabras citadas son de nadie, de un personaje de ficción, está claro en el drama, en la novela. Por el contrario, y en el otro extremo, en la heteronimia estricta no hay rastro de ello, no hay indicios de estructura de cita. No es que Pessoa diserte alegando a alguien ficticio o transfigurado; es que hace poetizar o disertar a alguien irreal, al que, sin embargo, le otorga eficacia creativa. La heteronimia, forma extrema de la tentativa de probar la voz, el estilo, la escritura de otro, es también una forma de decir «yo soy otro, yo soy el Otro, soy otros, puedo serlos»; y cuando afecta al «así es», cuando implica razonamientos y juicios sobre el mundo, equivale a un «así lo ve o así lo puede ver algún otro». ¿Tarea imposible?, ¿ejercicio quimérico? Logrado, o no, el caso es que el creador de heterónimos emprende la aventura de articular un «logos» ajeno: «hetero-logos».
Epistemología heterológica
[57]
En los pasajes mismos en que apuestan por una filosofía como ciencia rigurosa, Fichte y Husserl coinciden en poner «yo, yo» como principio único y absoluto de la ciencia. Ningún científico contemporáneo lo entendería, pero hacen esa apuesta: postulan el yo consciente como fundamento de una filosofía con rigor de ciencia.
Fichte exhorta al comienzo de la Introducción a la teoría de la ciencia: «Fíjate en ti mismo, desvía tu mirada de todo lo que te rodea y dirígela a tu interior. He aquí la primera petición que la filosofía dirige a su aprendiz. No se va a hablar de nada que esté fuera de tí, sino exclusivamente de tí mismo». Husserl, en el epílogo de las Ideas sobre una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, resume así su método: «Transcurre ante todo egológicamente como una reflexión sobre sí mismo … y este camino conduce tan lejos que yo me percato de que tengo una esencia propia, cerrada en sí o coherente consigo misma».
[21] Está, en su origen, Kelly (1955).
[22] Arranca de Festinger (1957 / 1975).
Heterología es lo contrario de cualquier egología. Su adversario principal, empero, no es Husserl, quien a la postre, además, practica una «epojé», que es abstracción del ego autoconsciente: despojo completo de la actitud natural y espontánea de la conciencia. Los verdaderos adversarios suyos son los sistemas de pensamiento único, uniforme y, sobre todo, los idearios autoritarios fundados en un «Nos» regio, mayestático.
[58]
El desafío y la apuesta de la heterología, sea heteronimia o diálogo filosófico es pensar el mundo tal como lo pensaría otro, salir de aquello mismo que con máxima convicción pensamos, que somos capaces de pensar, esforzarse por pensar incluso lo más ajeno e inconcebible para nosotros.
Pero ¿es posible ver el mundo como lo vería otro?, ¿y pintarlo, describirlo? ¿Es posible -sin falsía- no ya poetizar, hacer arte o escribir en el estilo de otro, sino pensar el mundo al modo de otro? ¿Cuánta alteridad, cuanto ajeno «logos» es capaz de soportar una mente, una filosofía? Pensar fuera de sí mismo, como si uno fuera otro, vale como metáfora, como directriz que señala de modo insistente la dirección de un vector y de un conato, que trata de aproximarse al modo de la asíntota a una línea de referencia. Es el conato que le lleva a Machado a tratar de ser Mairena, a Pessoa a pensar como Bernardo Soares, a Diderot como el sobrino de Rameau. Quizás en realidad lo son -Mairena, Soares, Rameau- antes que sus respectivos ortónimos. No es difícil, además, pensar y escribir contra uno mismo. Basta con mirar al que uno fue en el pasado y con que el sujeto de hoy piense en contra del que fue en otra hora de su vida. Con el paso del tiempo, y no de mucho tiempo, un yo precario, cambiante, percibe que la persona de ayer o antesdeayer ahora ya no existe.
Yo es otro
[59]
No sólo es posible, es necesario mirar con desconfianza y sin piedad, sin condescendencia alguna, el pensamiento y el punto de vista propios. El individuo no ocupa el centro del mundo y, además, excepto bajo el egocentrismo de la infancia, es perfectamente sabedor de que no lo ocupa. Es posible pensar el mundo desde otro lugar gracias al lenguaje y al «descentramiento» que el lenguaje permite y que se halla en el origen de la adquisición del pensamiento formal abstracto. El lenguaje lo hemos aprendido; y lo hemos aprendido gracias precisamente a la palabra de otros. Esa misma palabra ajena que a cada uno desde la niñez le ha hecho crecer y madurar mentalmente nos hace percibir que no ocupamos el centro del mundo, sólo la periferia y que es posible, necesario, moverse mentalmente de unos lugares a otros, periféricos todos.
No es imposible, ni siquiera difícil, ponerse en otro lugar, en posición ajena. Basta para ello no estar hablando todo el tiempo, escuchar palabras de otros.
[60]
Los creadores de heterónimos han sido agudamente sensibles a la precariedad, fugacidad, labilidad y multiplicidad del sujeto y de la conciencia, a la lejanía que media de uno mismo a uno mismo. A partir de ahí ponen en duda, si no la existencia, sí la constancia de la identidad personal y de cualquier posición propia. Valéry lo ha expresado en «malos pensamientos» como éstos: el «espíritu» es posibilidad y capacidad máxima de incoherencia; «yo» no es otra cosa que la respuesta efímera, instantánea, a tal incoherencia; de que lo «Mismo» sólo existe a instantes y en retazos («le Même n’existe que par moments»)[23]. Ahora bien, si la delicuescencia de «lo mismo» y de la identidad hace imposible la solidez de una doctrina, en cambio y en contrapartida proporciona el placer de las metamorfosis, incluidas las intelectuales.
La pregunta sobre la posibilidad de pensar desde fuera de uno mismo tiene entonces fácil respuesta. Si en realidad no existe el presunto «mismo» -uno mismo o sí mismo-, lo difícil será pensar uno mismo y por sí mismo, tener pensamientos realmente propios y no ajenos. No hay un «yo pienso» original. El «yo pienso» es de todo punto dependiente y no cabe comenzar a construir por él. No hay yo, ni pensamiento firme, duradero.
La identidad ideológica ha sido artículo de fe todavía en la Edad Moderna y no sólo en el Medioevo. Hemos tardado en percatarnos del grado extremo en que las ideas supuestamente nuestras, originales de «yo», en realidad proceden de otros y han sido ajenas mucho antes de llegar a ser nuestras. Ahí, sin duda, está una de las claves de la conciencia posromántica: es conciencia de una identidad quebradiza y, de hecho, quebrada o quebrantada. Un lema de Machado, en una obra del apócrifo Abel Martín -«de lo uno a lo otro»- refleja a la perfección esa conciencia. Si en el Renacimiento surgió Yo, ahora ha hecho su aparición lo Otro, el Otro.
[23] Valéry (1957), vol. II, pág. 525. Son tesis deudoras, sin duda, de Bergson.
[61]
Han sido poetas, y no sólo filósofos, quienes se han hecho cargo de la fragilidad del yo. Ha madrugado en ello Rimbaud, siempre y en todo precoz: «Sería falso decir que yo pienso. Más bien debería decirse: se me piensa. Pido disculpas por el juego de palabras: yo es otro». También Pavese en su diario: «No hay quien; hasta el yo desaparece». Y Rilke en el Libro de horas: «Y yo estaba disperso en adversarios / en pedazos partido estaba yo». Y Margarite Yourcenar al comenzar su autobiografía publicada: «El ser que llamo yo …». Pasa yo a representar una tercera persona. Cualquier yo es un otro (Reyzábal, 1991).
Poetiza Octavio Paz acerca del fin del yo; y lo celebra como liberación. En una prosa y análisis poemáticos de la sintaxis, de los signos de escritura, quebranta Paz la sintaxis, confunde adrede las formas personales del verbo, su relación con los pronombres, y recita: «Eres (soy) una repetición entre las repeticiones. Es eres soy: soy es eres: eres es soy». En verdad «yo es un afuera»[24].
La multiplicación, metamorfosis, disolución de yo puede ser objeto de relato. Lo es en Torrente Ballester: Yo no soy evidentemente yo y, todavía antes, La saga/fuga de J.B., fuga y saga de las identidades móviles y varias del multiforme J.B. a lo largo de los tiempos.
[62]
«Ello» no habla jamás. Es mudo. Sólo habla «Yo». Pero ni siquiera ese yo es tan unitario y unificador como algunos discípulos de Freud han sostenido. Está habitado por personalidades varias. No todas ellas hablan. Pero algunas sí. Hablan de cosas distintas, con timbre e intensidad diferente y ante audiencias distintas.
Freud lo había acuñado: «Wo Es war, soll Ich werden». La polisemia de la sentencia hace arduo traducirla al castellano y es preciso poner juntas más de una sola versión: «Donde era (o estaba) Ello, debe (o debo) devenir (o advenir, sobrevenir, llegar a ser, a estar) Yo». La obra freudiana ha puesto de relieve y más tarde Lacan se ha encargado de recordar que lo inconsciente es el/lo Otro, o el «Esotro», como de modo inteligente fusiona Umberto Eco.
Uno de los personajes de Eco, uno de sus tres mosqueteros editorialistas de El péndulo, le dice a su enamorada: «Tú me dices siempre la verdad. Tú eres mi Yo, que por lo demás es mi Ello visto por Ti»[25]
[63]
Hume y Kant son los primeros críticos filósofos de la noción sustantiva y unitaria de sujeto, la del «yo pienso» cartesiano. Dos siglos más tarde esa crítica se ha consumado por completo. Al protagonismo de la identidad y la «mismidad» le han seguido el de la «différence / différance» (Derrida), el de la figura del «otro», o el de «sí mismo como otro», de Ricoeur (1996), la obra entera de Levinas.
Mientras tanto, «yo», por otro lado, se fracciona, se hace móvil, mudadizo. Por entero deudor de Bergson, el «yo» de Valéry es cambiante y tornadizo: sólo existe a ratos, por momentos; emerge de modo intermitente, instante a instante. Subraya Valéry que a menudo se sorprende uno a sí mismo hablando a varias bandas, contradiciendo al que era ayer o antesdeayer, o acatando en el silencioso fuero íntimo las objeciones de algún rebelde y crítico interlocutor. Yo, en suma, resulta ser muchos y, al propio tiempo, nadie. En esas condiciones ¿cómo va a poder fundar certeza alguna o conocimiento?
Yo ha muerto, ¡viva el/lo Otro! La identidad, la «mismidad» han muerto. ¡Viva la alteridad, la diferencia!
Dos hemisferios
[64]
Escribe La Rochefoucauld: «somos a veces tan diferentes de nosotros mismos como de los demás».
El pensamiento heterólogo eleva a práctica reflexiva la distancia que existe al interior de uno mismo: el «écart» -descarte a la vez que distancia- de sí mismo a sí mismo, al que apunta Valéry al hablar de «apartamientos de uno mismo que son uno mismo»[26]. Sabe de la multiplicidad; sabe que «yo» está hecho -o quizá, más bien, es capaz- de muchas personalidades. Dice de sí Pessoa: «soy dos hermanos siameses que no están pegados»; «he creado en mí varias personalidades». Pero eso mismo se lo atribuye y reconoce a cualquier persona: «cada uno de nosotros es varios, es muchos, es una prolijidad de sí mismos»[27].
[65]
Un mismo cerebro -la referencia ahora es Hofstadter (1987)- es capaz de producir pensamientos totalmente opuestos entre sí, según las circunstancias. En cuanto sujetos cognitivos, somos un fardo de contradicciones. Arreglándonos como mejor podemos, intentamos conquistar la aparente coherencia mediante el recurso de no presentar cada vez más que un costado de nosotros mismos. Más simple y en resumen: a la pluralidad, no siempre coherente, de las experiencias corresponden usos, procedimientos, ejercicios, no congruentes entre sí, de la racionalidad.
[24] Paz (1988), págs. 40 y 120.
[25] Eco (1989), pág. 328.
[26] Valéry (1957), vol. I, pág. 300.
[27] Pessoa (1988), págs. 85-86 y 232.
¿Varias personalidades? Al menos dos, correspondientes a las dos grandes mitades del cerebro. Puede que el «otro» de uno mismo no sea a la postre más que el segundo hemisferio cerebral, el que no está en el gobierno de la conciencia en este instante.
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«Detrás de las máscaras no hay rostro. O ese rostro es todavía máscara, otra máscara.
El yo es una construcción conceptual para un fenómeno que sucede a veces. Es la condensación de varias máscaras.
Un conglomerado de máscaras. Eso es el yo.»[28]
El mundo está disperso; y yo, que es su correlato, lo está también. La dispersión del yo se corresponde con la dispersión del mundo. Esta doble dispersión y su correspondencia recíproca forman parte del «Zeitgeist», del credo y del espíritu de nuestro tiempo.
[67]
El yo, el del «yo pienso» idealista e igualmente el del «a mi parecer» y «así lo veo» -éste, menos compacto desde su origen- de la mirada ensayante, ha saltado hecho pedazos. Ese yo-rey, antes enaltecido, se halla ahora bajo el microscopio y, por cierto, bajo sospecha. Un microanálisis crítico lo muestra como producto constituido por varios personajes, como haz de “subpersonalidades” construidas por el agente -o mero actor- y a menudo ficticias, de artefacto[29]. El rey ahora está sin trono y al desnudo, igual que en el cuento de las nuevas ropas de su majestad. Vulnerable, mutante, movedizo, apenas consistente, sus hombros no son los de un atlante; sobre ellos no cabe sostener la estructura ni la escritura del mundo.
Claro que piensa el sujeto y, por tanto, hay un «yo pienso», mas nada sólido o indubitable, sino líquido y perplejo. Es sujeto que mira y piensa el mundo, pero en un «así lo veo» al que debe añadirse: ni siquiera estoy seguro de si lo veo así. Para acertar en la mirada el sujeto necesita probar en distintos ángulos de mira y también desde posiciones antagónicas.
Un análisis del sujeto precario, fugaz, múltiple, distante y descartado de sí mismo, reclama una epistemología heterológica. De ésta, a su vez, dimana la que Machado atribuyó como enseñanza metafísica a Abel Martín, enseñanza alrededor de «la esencial heterogeneidad del ser», es decir, la alteridad, «otredad» y carácter «seudo» de todo lo real: «Vivimos en un mundo esencialmente apócrifo, en un cosmos o poema de nuestro pensar, ordenado y construido todo él sobre supuestos indemostrables»[30].
Sólo el contacto con lo otro es fecundante.
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Puede verse como herida o quebranto: el espejo de yo, de la conciencia, está roto. Cabe verlo, no menos, sin embargo, como riqueza y sobreabundancia, como capacidad de colocarse en otros puntos de vista, precisamente para poder mejor hacerse cargo de la complejidad del mundo. El yo multiplicado o multiplicable es potencial reflejo apropiado de un mundo múltiple, de una realidad poliédrica, de muchas caras.
El pensamiento heterológico guarda relación no sólo con la precariedad y mutabilidad del yo, sino también con la complejidad del mundo. Una mente sobrehumana se vería obligada, no menos que nosotros, a pensar y representar el mundo de manera heterológica.
[69]
Las visiones del mundo deberían salirle múltiples al filósofo igual que le salen los heterónimos a Pessoa, como fruto desbordante del exceso de su potencial creativo, escribir entonces dos, tres filosofías diferentes y apostillar debajo: me han nacido, me han crecido de las manos, las he escrito como al dictado; acerca de sus axiomas, postulados y posibles conclusiones reflexiono, razono, objeto y argumento; pero en rigor ni concuerdo ni discuerdo; no me posiciono y procedo igual que el traductor de un filósofo que lo recoge con fidelidad completa, aunque discrepe, y no se pronuncia sobre lo traducido, se limita a decir «ahí está, ahí queda».
En analogía musical: una filosofía así, lejos de cualquier composición concertante, sería dodecafónica y atonal o, más bien, multitonal, en adecuado reflejo de la «disharmonia mundi», de las discordancias de un mundo no digamos ininteligible, pero sí inteligible e interpretable de modos imposibles de armonizar.
Permaneciendo incluso dentro de la armonía: ¿por qué ha de tener razón Kant contra Hume, Marx contra Feuerbach, Adorno contra Heidegger?; ¿acaso la tiene Mozart contra Haydn o Wagner contra Verdi?
[28] Trías (1972).
[29] Cf. Fierro (2002), capítulos 11 y 12.
[30] Machado (1964), págs. 394 y 423.
Ensimismamiento y madurez de la razón
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La heteronimia -y el diálogo y el drama- y su correlato filosófico en la heterología son el punto extremo opuesto al de una escritura del puro y desnudo yo, a un pensamiento «ensimismado». En cualquiera de sus figuras -de dramaturgia o novela, de ensayo o de filosofía- es escritura impulsada a lo largo de un vector de inteligencia que pugna por ser otra, por pensar «otramente», tal vez, además, porque, sin pugnacidad o esfuerzo alguno, de manera completamente espontánea se expresa en un pensar ajeno a sí.
Resulta cuando menos pintoresca la rústica tosquedad del pensamiento «en-sí-mismado», el de un solo «logos», monólogo, pensamiento unitario o uniformizado, el que responde al propio y correcto nombre del pensador, el ortónimo y ortodoxo, también, por tanto, propenso a ser dogmático. Es muy humano, en demasía humano, este modo de pensar, pese a pretenderse superior y absoluto. Un análisis de epistemología genética (Piaget, 1950/1975) es contundente: un pensamiento tal es pueril, y no ya sólo infantil; es egocéntrico, no adulto, y, por tanto, en personas adultas, es realmente regresivo: mecanismo de defensa de regresión mental hacia lo más rudimentario de una conciencia ego-centrada como lo es la del niño pequeño.
Frente a la puerilidad intelectual -pensamiento aldeano, provinciano, por acudir a otra metáfora- hay otro modo de pensamiento, no «en-sí-mismado», sino «en-él-mismado», capaz no sólo de abstraer -y de abstraer respecto al propio sujeto-, de ponerse en el lugar del otro, sino de encontrar su identidad y perspectiva en la lejanía, en lo otro. Su contenido no es sólo lo realmente pensado, sino también lo pensable, no sólo el «cogito», sino los «cogitabilia»: todo lo cogitable y concebible. Es meta-discurso y meta-pensamiento capaz de albergar los pensamientos otros, en cuanto otros, de pensarlos y citarlos entrecomillados como quien trae a cuento una autorizada referencia bibliográfica, aunque ahora se trate de un autor inexistente o no necesariamente existente. En realidad sí que tiene existencia: la tiene al menos en una segunda -que no secundaria- o tercera conciencia de un sujeto real que alguna vez se pone frente a su propia imagen en el espejo de la reflexión.
La madurez le llega al pensamiento con el gesto de ponerse en el lugar de otro. No es idea fantasiosa y propia de poetas soñadores de heterónimos. Es hecho evolutivo de crecimiento mental, atestiguado y contrastado también por quienes investigaron el desarrollo del conocimiento y del juicio social[31].
[71]
Las ideologías de la unanimidad conducen a la violencia del poder (o acaso dimanan de ella). Una filosofía heterológica es fundamento de convivencia pacífica (o bien procede de ella).
Cada idea de razón tiene su política. O cada política segrega su razón (o sinrazón). Al saber único, que es poder, se opone un saber y un dudar, plural y movedizo, que no conoce la razón de Estado y no ejerce más fuerza que la de la palabra. Al «yo creo» se opone el «yo descreo».
El pensamiento unánime hace política y a menudo hace imperio. El pensamiento heterólogo crea ciudad, crea civilización.
[72]
Yo y tú emergen como instancias en la comunicación, en la conversación entre personas que recíprocamente se reconocen, sea en comunión de almas y voces, sea en la discrepancia. Su más alta realización de pensamiento acontece en los diálogos filosóficos.
No hay sólo un yo o, menos aún, «el yo» en cada persona. Yo es pluralidad, legión. Y además no hay sólo yo y tú. Está asimismo lo otro, una alteridad con la que no se cuenta en el diálogo convencional, la de la tercera persona -el otro, la otra-, una alteridad ni siquiera necesariamente personal: no «el» otro, sino «lo» otro. Su realización filosófica -posible y necesaria- es la heterología.
No hay modo de formular los diferendos en juego sino por medio de antinomias: yo es unitario / plural; yo es yo / es nada / es otro; yo es lo / el mismo que lo / el otro. Lo que en el orden literario, psicológico, incluso filosófico, es diálogo o pensamiento heterólogo, en el orden epistemológico más alto, en análisis trascendental, dirá Kant, es antitética de la razón: son antinomias.
[31] Cf. Kohlberg (1992), Piaget (1971), Turiel (1984).