La vida, manual de uso

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La vida, manual de uso

 

 

 

 

 

 

 

Se propone este libro hacer concurrir y entrecruzar una psicología científica aplicada con la mejor tradición de sabiduría o filosofía moral sobre el buen vivir, la que se remonta a los griegos. En su veta de psicología, y en lo que dan de sí algo más de 200 páginas, presenta lo esencial del conocimiento sobre el saber vivir: su marco teórico, la psicología de los procesos básicos (de la percepción, emoción, motivación, afrontamiento, decisión, acción), de algunos trastornos (depresión, sobre todo), de la identidad personal y la madurez, del transcurso del tiempo a lo largo de la vida, del ciclo vital. En su veta ética, filosófica, sapiencial, trata de hacerse cargo de dos milenios y medio de sabiduría compleja sobre un buen vivir. Anudar ambas líneas en un cordel textual ha sido un reto, cuyo resultado habrán de juzgar los lectores y la crítica.

El título, deudor de una obra de Perec, y por ahí un guiño de que no ha de tomarse muy a la letra, podría dar a entender que se trata de un libro de autoayuda. Seguro que lo es en algún modo, para más de un lector, ojalá que para muchos. Pero no da recetas; deja muy abierto siempre el curso de la vida y de la acción, de las opciones alternativas en ella.

Con ironía hacia sus propias intenciones, el autor confesaría haber querido hacer –a años luz de distancia- lo que Cervantes hizo con los libros de caballería: en su caso, desmontar tópicos de la literatura barata sobre felicidad y optimismo. El libro se compromete en una apuesta decidida por la vida, por el buen vivir y el saber vivir, lejos de cualquier pesimismo sombrío. Pero lo hace sin simplismo, sin ocultar el lado dramático, a veces, trágico de la existencia. En el manejo de esas dos caras de una existencia que discurre entre los gozos y las sombras el autor se sirve de la literatura, la poesía, la ética, nada unívocas o simples, sino multipolares, repartidas en dispares posiciones: hedonista, eudemonista, estoica.

Prólogo

A la casa del pobre no llega el recién nacido con un pan bajo el brazo. A la casa del rico no hace falta que lo traiga. Ni uno ni otro traen el pan, pero tampoco un manual de instrucciones. A diferencia de todos los artefactos que hoy se adquieren, la vida no trae consigo un manual de manejo.

Así que la familia, rica o pobre, cuando le llega el niño o niña, no sabe qué hacer con ella o él. Por lo general, tampoco le quita el sueño no saberlo. La nueva vida, se confía, se abrirá paso por sí sola.

Así que el niño o niña, cuando crece, tampoco sabe qué hacer con su vida. Nadie nace enseñado. Está bien el consejo deno intentes comprender la vida y será para ti como una fiesta”; o el de dejar que la vida fluya, pues la vida tiene razón en todos los casos, dejarse llevar por la corriente, a merced de ella, como un corcho o una hoja. Eso está bien, sin duda, mientras fluye o se remansa limpiamente. Pero no pocas a veces la corriente te ahoga o te golpea contra las rocas. La vida no siempre tiene razón; a menudo es del todo irrazonable. Y no se puede dejar al destino o azar que resuelva los problemas: a menudo la vida discurre del lado malo.

Un manual de vivir, una cartilla o guía: eso habría de traer la vida. Y, si no lo trae, eso habría de escribirse, y no ya en diez, en mil idiomas, para todos los niños que nacen, un manual de dicha y bienestar, de felicidad, de buen vivir, díganse como se digan, en los mil idiomas, todos esos otros nombres y rostros de la vida: un manual no para cualquier tiempo y lugar, sino para aquí y ahora, para saber vivir, vivirnos. Tampoco se pide un catecismo con respuestas para todo: no disponemos de ellas. Esto ha de advertirse desde el comienzo: se vive sin guión; lo que haya de aprenderse se irá viendo y aprendiendo por sus pasos, uno a uno, en su momento.

Bastaría realmente con un mapa señalador de los precipicios mortales, de los laberintos y caminos sin salida conocida, junto con una brújula para orientarse en ellos; o bien, y asimismo, con una tabla de incompatibilidades para reconocer con prontitud las amistades peligrosas, para diferenciar entre buenas personas y granujas. Si se piensa en un libro, sería suficiente con un folleto-guía para no cometer errores de libro: un manual de socorrismo, de primeros auxilios, para atender emergencias, salir del paso en malos trances, superar el pánico, y luego, ya sin prisa, restañar heridas, convalecer de enfermedades del ánimo. No se trata de una ligera cuestión; se trata de cómo vivir la vida humana: cuestión nada ligera, elemental también: pero se halla muy extendido el no saber vivir y el perderse en el laberinto de la vida. Es bien dificultosa la ciencia del vivir.

No basta con el refranero, fácil compendio de sabiduría popular, guía a veces acertada para un saber vivir, archivo también de frases hechas y clichés, de proverbios baratos y tópicos trillados, aunque acaso en su momento respondieron a un gran hallazgo y hayan quedado como sedimento de experiencias entonces memorables. Hay refranes y dichos bien ambiguos: de esto no se salvan ni siquiera las máximas de sabios, que han de ser recuperadas -restauradas, como un antiguo cuadro- en todos sus matices. Y a la ambigüedad la carga el diablo. Hay supuestas verdades como puños que no son sino banales generalizaciones. Distinguir una verdad repetida de una mentira reiterada, discernir lo sabio de lo estúpido requiere de una prudencia inteligente, que los propios refranes no procuran. Claro que es posible adquirirse una sabiduría a base de máximas populares o cultas, pero como quien aprendiera un idioma memorizando el diccionario. No basta, pues, con transcribir refranes, proverbios, frases sabias en un album por orden alfabético o temático, hacer copias y entregar un ejemplar a quien de ellos necesite.

Quizá sería suficiente con los cuentos, esos que se narran a los niños y que también los adultos escuchan con placer: relatos, historias, que dan que pensar, aunque al oirlos descuidadamente no se caiga en la cuenta de su nada infantil moraleja. A menudo refieren peripecias que nunca sucedieron tales cuales, pero que son verdad: ficciones verdaderas. Los personajes de leyenda, de novela, de película, son a estos efectos tan reales como los de carne y hueso. Seguro que entre las mil y una leyendas que escuchaste, conociste, hay alguna que te cuadra a ti y ahora. Lo difícil es saber cuál. De todas las historias que nos han contado y conocemos hay más de una que será -o que se hará- verdadera, no para todos o para muchos, sí para algunos. Cabe llegar a reconocerla igual que a la mujer o al hombre de tu vida o de un buen tramo de ella: reconocimiento difícil, pero no imposible.

Puede que muchas de las fábulas e historias no te sirvan, o que alguna te esté contraindicada. Sin duda por eso ha habido filósofo bien severo con los mitos en tiempos en que la educación consistía en transmitirlos para instruir a los jóvenes. Seguro, sin embargo, que para él no eran iguales la leyenda de un joven parricida, luego incestuoso, y la de los argonautas o la del navegante en regreso a su patria. Siglos después, en era de monopolio religioso, se ha transmitido una historia única, sagrada, en torno a un redentor universal. Caducado el régimen de monopolio narrativo, ahora no hay ya relato único, hay miles de historias. Quisiera saber uno cuál es la suya, cuál es su destino, y no para dar por descontado que acabará del modo presumido en la narración aleccionadora, sino precisamente para actuar y tratar de no acabar, como un cristo o un edipo, en la tragedia al parecer predestinada.

Para orientarse en la selva de las historias de lectura varia y de variada lección, ¿habría todavía que escribir alguna otra, un libro más? ¿No están escritas, publicadas, miles y miles de obras moralizadoras, aleccionadoras? Ciertamente las hay, y de toda laya: obras dirigidas a la humanidad, a la posteridad, o dedicadas a uno solo y muy cercano, a un discípulo, un hijo, un príncipe. Hay biblias, coranes, filosofías, tratados, guías para perplejos, libros de autoayuda. Sí, en efecto, hay de todo; y todo está escrito y archiescrito, archicopiado y multipublicado. Puedes encontrarlo por ti mismo. Acaso, sin embargo, la indicación que necesitas se halla escrita en una lengua extraña, para ti desconocida, o en un libro ahora inaccesible para ti.

Lo importante no es decir algo nuevo, sino decir de nuevo algo. Seguramente está ya escrito, y hay poco o nada nuevo que decir; pero, al parecer, para que sea escuchado y no caiga en olvido, sí que hace falta decir ese “algo” de nuevo, escribirlo una vez más. Y cuando no tienes nada original que decirle al mundo, al hijo o al discípulo, lo mejor es ponerse camisa y manguitos de copista, de simple escribidor y transcriptor, tomarlo de los pocos sabios que en el mundo han sido, sentarse a estudiar a los pies de los grandes maestros, leerles, escucharles, volverles a plasmar negro sobre blanco, colocar sus fragmentos de sabiduría celdilla a celdilla en el mosaico de tu texto propio, hacerte eco modesto de lo que fue un día voz original, y tratar de resumir así, contra el olvido, toda la sabiduría del mundo. Lo tomas de esos sabios, tampoco tan escasos como dice el verso, no al modo de autoridades infalibles, sino porque supieron escribirlo mucho mejor que tú podrías nunca hacerlo. Lo dejaron plasmado en palabras solventes y certeras que no se ha llevado el viento de los años, de los siglos; y no parece posible en adelante decirlo de otra forma. En respetuoso y simple reciclaje de sabios, puedes referirte a ellos sin citarles por su nombre, como a figuras emblemáticas, apropiarte de ellos, en extenso y a la letra, o bien en simples guiños, como si de personajes colectivos se tratara: el maestro, el poeta, el filósofo, el narrador, el escritor, el investigador, sin nombre o apellido, aunque en lugar oportuno, a pie de página, indiques quién es quién, sin presumir nunca de autoría propia, sin enmascarar lo que tomas en préstamo, antes al contrario, resaltándolo en cursiva y alardear no de originalidad, sino de deudas, pero sin la manía académica de las exactas referencias.

De eso va el libro: de glosas o escolios a un texto implícito, el de tu propia biblioteca o, más bien, de los libros más queridos de ella; va de recitar y reciclar –o saquear- algunas páginas memorables y volverlas a escribir en tu lengua materna y a tu aire para alguien que tienes cerca. Puedes hacerlo, desde luego, para un hijo o hija, para un nieto o nieta, que tal vez te ha preguntado -o no- cómo es la vida, o para un joven amigo en regalo de despedida cuando se marcha lejos. Quisieras hacerlo, lograrlo, según el viejo desideratum de conseguir las mejores palabras y ponerlas en el mejor orden. Tal vez lo estás haciendo para un único y anónimo lector, o para unos pocos sólo, desconocidos para ti.

Si has leído hasta aquí, puede que tú seas ese lector único y que entonces se cumpla el feliz encuentro con el libro que todo autor desea y busca. Ante ciertos libros, uno se pregunta: ¿quién los leerá? Y ante las personas uno se pregunta: ¿qué leerán? Y al fin libros y personas se encuentran.

“Esto no es un cuento” escribió alguien en la cabecera de un relato. “Esta no es una novela, sino la purga de mi corazón” dijo otro en exordio semejante. “Esto no es una pipa” dispuso un tercero en caligrafía al lado del dibujo de una pipa. “Éste no es un tratado de buenas costumbres”, “no es un libro de filosofía, ni de psicología o autoayuda”, “ni siquiera es un manual de vida”: hay que puntualizarlo aquí desde el comienzo. Pero también decir: Camarada, esto no es un libro. Quien lo toca, toca a un hombre. Es a mí a quien sostienes; y tú a quien yo sostengo. Salto desde las páginas a tus brazos.

La vida es un rompecabezas con demasiadas piezas y por desgracia sin tener todas las piezas necesarias a nuestro alcance. Disponemos, sí, de conocimiento sólido, de ciencia, en algunas leyes de la vida humana y, por otra parte, de exhortaciones morales y de ejemplos extraidos sea de la historia o de la ficción. Esos son los fragmentos del puzzle. En éste, sin embargo, las síntesis últimas están aún por descubrirse. No es posible cuadrar todas las piezas. Por eso, al tratar de encajar algunas de ellas, hay que dejar claras las unanimidades, los acuerdos, tanto como las alternativas, las disidencias. En el conocimiento y arte de la vida tenemos ciencia cierta y común, pero también heterodoxias, disensos; hay tanto leyes, reglas, cuanto aparentes o verdaderas excepciones. Sólo hay lugar, pues, para exhortaciones, consejos, sugerencias, nunca para preceptos y, mucho menos, en una sola dirección. Indicaciones las hay del todo opuestas; tampoco es necesario siempre posicionarse ante ellas: en un  lado, el pensamiento y la razón, en el otro, sentimiento y corazón; en un extremo, presumir que la acción lo es todo y, en el otro, el “no hacer” como genuina senda y método, como “tao”. Muchas son las líneas que se cruzan en los caminos del vivir. O más bien: caminos hay tantos y tan borrosos como en el mar. Y ya lo advirtió la diosa: Después de navegar lejos de allí, de dos caminos que hallarás no puedo indicarte cuál te conviene seguir; tú lo decidirás en tu corazón.

Índice

En el principio
Juegos
Necesidades
Sensaciones
Trabajos
Peligros
Heridas
Pasiones
Acciones
Espacio
Tiempo
La vida
Uno mismo
Buen vivir
En el final
Sí, gracias