Esto aprendí

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Que otros se gloríen en lo que han vivido, han viajado, han hecho;
que se ufanen por las personalidades que han conocido, con quienes se han codeado;
que se complazcan en los amores felices que gozaron o en los infelices que sufrieron.
Yo me gloriaré en aquello que aprendí,
lo que he aprendido año a año, a veces daño a daño.
Ni siquiera me gloriaré por ello;
lo declararé con sencillez,
desde la alcanzada veteranía –no presumiré sabiduría-,
por si a algún lector cómplice le vale de algo. 

Vivir para contarla

Somos nuestros recuerdos, las historias que somos capaces de contar sobre nosotros mismos. Examinar la vida es hacerse cargo de esas historias, relatarlas. Para los narradores así es desde luego. La propia vida, indagar en ella, también tratar de explicarla, constituye para ellos un asunto o materia de relato, que a su manera cumple con el propósito de búsqueda personal inherente al autoconocimiento al que Sócrates invita, una búsqueda que, en arte diferente, emprendieron muchos pintores en los autorretratos. Así lo hacen con frecuencia en relatos de ficción: narran acciones y vidas imaginarias, pero no siempre y del todo ajenas a las suyas o a quienes conocieron de cerca. A partir del “Madame Bovary soy yo”, de Flaubert, resulta tentador postular que toda obra literaria es, en trasfondo, una confesión del autor que aparece en filigrana en las páginas que escribe.

En La educación sentimental del propio Flaubert, “crónica moral o, mejor, sentimental, de los hombres de su generación”, según se había propuesto, es reconocible la relación del autor con Elise Foucault. En Confesión de un hijo del siglo se reconoce aún más claro, bajo un velo muy tenue, el romance de Alfred de Musset con George Sand. Cabe olfatear autoficción en un Pessoa enmascarado como Bernardo Soares, en el Dostoievski de las Memorias del subsuelo, en el Chejov de Historia de mi vida. Del protagonista de este relato dijo su autor: “Yo no he sido así; pero podría haberlo sido, me hubiera gustado serlo”. En cuanto a Dostoievski, empieza las citadas Memorias declarando: “soy un hombre enfermo, soy malo”, cuando, en efecto, las escribe aquejado de un mal prosaico, el de hemorroides, y de otro mal prestigioso, el demoníaco torturar y torturarse del siglo romántico.

En su obra memorialista Vivir para contarla García Márquez revela el secreto de la ubicuidad de la autoficción: el narrador vive para narrar y, antes que nada, narrar la propia vida. Eso puede ensancharse hasta el punto de que el volumen mayor de la producción del escritor lo constituya la automemoria año a año, como Andrés Trapiello en la serie o “novela en marcha” Salón de los pasos perdidos. Igualmente en los aledaños de la literatura, en registro de ensayo, un informe sobre el curso de la historia puede servir para narrarse a uno mismo: en El mundo de ayer refiere Zweig su vida de ayer.

En los escritores de oficio parece haber una compulsión a dejar memoria escrita de la propia vida. Conscientes de lo risible o irrisorio de la empresa, ironizan sobre ella en otros, pero la emprenden por sí mismos, casi siempre con la cautela de un distanciada ironía, uno de cuyos extremos está en llamarla Automoribundia (Gómez de la Serna), memoria del vivir en cuanto haber ido muriendo. Al comienzo de su autobiografía, 1743, y anticipándose a las Confesiones de Rousseau, Torres Villarroel se chancea de quienes ponen en público “vanidades, disimuladas con la confesión de cuatro pecadillos, queriendo vender por humildad rendida lo que es una soberbia refinada”. Por su parte, con no menos dudosa humildad, declara: “Mi vida no merece más honras ni más epitafios que el silencio y el olvido”; y asimismo:” para nada me importa que se sepa que he estado en el mundo”. Pero ¡claro que le importa! y no desea el olvido. Por eso escribe su propia Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras.

Aunque nunca supe narrar –“la gracia que no quiso darme el cielo”-, ambicioné el talento de los narradores y aspiré a imitarles. Pero ¿cómo? Cuando tienes mala memoria, careces de imaginación y de sueños fantásticos, si quieres contar algo, sólo te queda contar tu propia vida, algo de tu vida: relatar el proceso por el que has crecido y te has transformado en persona. Para eso no necesitas imaginación, sólo algo de memoria; y aun con memoria pobre dejan testimonio de ti y jalonan tu historia los abundantes escritos que ahí constan. Ponte a contarlo, pues.