Antropología comportamental y psicología de la acción

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Barcelona: Anthropos, 2018

 Antropología comportamental y psicología de la acción - Alfredo Fierro

 

 

 

 

 

 

Prólogo

La psicología es una antropología: dicho sea con el mismo desparpajo en que desde otro margen se ha podido decir que es una biología. La psicología es dilatada, extendida entre el dominio de las ciencias biológicas, en una vecindad, y el de las antroposociales en otra. Este avecinamiento es explorado en el presente ensayo: intento de extraer el potencial antropológico de la psicología, la antropología que de ella se desprende.

La exploración va a hacerse a lo largo de dos ejes conceptuales: el de acción y el de personalidad.  Este último es el concepto de psicología que más se acerca al de “anthropos”, “homo”. En cuanto al de acción servirá para acotar y bosquejar con algún detalle una sección de antropología psicológica, la relativa al Homo en cuanto “agens”, agente: antropología comportamental, por tanto, mejor que genéricamente psicológica.

Es un ensayo teórico y con voluntad de síntesis, bien fundado en la investigación, en análisis, modelos y teorías de distinto rango, de alcance micro o macro, que, por otra parte, se aducen de manera escueta y sin reverencia por las referencias. En la cancha donde compiten las tesis, las hipótesis, los conceptos teóricos, da lo mismo quién y dónde lo haya dicho el primero o el postrero. Haberlo dicho el último, ayer noche, tampoco adjudica la última palabra. Antes, al contrario, sólo con el tiempo, con el paso de cierto tiempo, se sedimentan las ideas en verdad sólidas. En cuestión de teoría no es tan de fiar lo de ayer mismo, que no ha pasado la prueba de fuego –la erosión- del tiempo y de la lectura crítica. La psicología no cambia de un año a otro en sus nociones básicas: la de aprendizaje, la de desarrollo vital, la de acción. En ella no se están produciendo hallazgos espectaculares, como el de la hélice ADN, que le cambien la faz de un día para otro. Conviene recordarlo cuando un fantasma recorre la psicología, el del corto plazo y lo reciente.

Así que van a invocarse a menudo obras clásicas, obras-matriz de la psicología actual, que no puede cortar el cordón umbilical con ellas. El filósofo Whitehead (1974, p. 115) advirtió que “una ciencia que olvida a sus clásicos está perdida”. Se les invoca, pues, como “maestros” desde la convicción de la necesidad de exhumarles, de que para ciertos temas resulta imprescindible ir a los clásicos, en particular a los de una época, unos decenios, a mitad del siglo XX, caracterizables como “era de la teoría” en psicología. De ahí que en más de un capítulo haya que comenzar por recordar la historia pertinente al tema, las obras seminales que señalan el origen de las cuestiones, también de las tentativas de respuesta a ellas.

Puede que de la mirada retrospectiva a aquella era clásica se desprenda en algunas páginas cierto aroma a rancio, un aroma que en psicología rodea hoy, así se percibe, a cualquier orientación de teoría. Ya Skinner se preguntaba, escéptico, si eran necesarias las teorías del aprendizaje. Muchos otros no lo han expresado tan claro, pero lo han dado a entender. Se dice sin rebozo que las teorías no hacen falta para la terapia ni para una ingeniería social de base psicológica. Los enfoques multitécnica en la intervención con individuos o con grupos adolecen igualmente de ese sesgo: se desentienden de teorías; se atienen a lo que funciona con eficacia en cada caso. Incluso entre los investigadores ha caído en picado el interés por la teoría; y la literatura científica resultante oscila entre dos géneros: el informe de investigación propia y la revisión de investigación ajena. Lo demás se reputa “filosofía” en acepción desdeñosa: como retórica, no ciencia.

De no-ciencia podría ser tachado el presente libro por salirse de los cánones. La descalificación, sin embargo, no daría en la diana por no atender a su género. No es un tratado, desde luego, mucho menos una revisión. Además, se aparta del estilo académico, del formato consagrado en los textos de psicología. No procede por acumulación de citas, minuciosa y exhaustivamente recogidas, como se le pide a un joven doctorando o a quien atesora méritos para prosperar en la carrera universitaria. Al autor su condición de catedrático emérito y octogenario, en rima fácil con dinosaurio, acaso le confiere autoridad o le da simple permiso para no necesitar contar uno a uno los árboles que no dejan ver el bosque e ir derechamente al bulto del bosque. Le autoriza a exponer y exponerse sin valla de respetabilidad académica con que ensayistas y docentes a veces intentan protegerse; y a tomar como modelo no al paciente redactor de un capítulo de “Annual review”, sino –discúlpese la audacia- a un Skinner o a un Piaget, que se ciñeron siempre a las citas esenciales sin irse por el follaje y las ramas de la profusión en referencias.

En la teoría no se gana mucho con la acumulación; y el profesor emérito no está obligado a hacer ostentación de cuánto sabe, a demostrar su erudición. Este libro, en consecuencia, es un ensayo teórico, eso sí, pero no retórico, sino bien cimentado en ciencia, en investigación comportamental. Léase así, por favor. Así lo ha escrito y lo reivindica el autor.

En suma

La psicología de la acción y antropología comportamental expuesta en capítulos anteriores puede compendiarse en unas pocas proposiciones:

1-Ciencia del comportamiento, asimismo de la experiencia y de la mente, en cuanto conocimiento del humano a través de la conducta, la psicología es, a fin de cuentas, una antropología, ciencia también ella del Homo sapìens (capítulo 1).

2-La psicología científica se ocupa directamente de hechos, procesos, conductas, pero asimismo de estructuras como personalidad o persona (capítulo 2).

3-La personalidad –y la persona- se extiende en un patrón secuencial de comportamientos característicos del individuo a lo largo de una cierta duración, articulados según alguna regularidad y acaso también según algún proyecto (capítulo 4).

4-Aunque conductas y actividades las hay de muchas clases (capítulo 3), entre ellas sobresalen las acciones, orientadas a metas y transformadoras de la realidad (capítulo 5).

5-En la sucesión del tiempo, en la cadena de episodios o unidades comportamentales, la corriente de conducta discurre conforme –y entre- dos modalidades de secuencia contrapuestas: la de girar en torno a sí misma en círculo, en ciclos cerrados, la de fluir en cursos abiertos de acción (capítulo 6).

6-De una psicología de la acción se desprende una antropología comportamental del “homo agens”, de la persona en cuanto agente (capítulo 7).

7-En el orden del método dicha psicología ha de aplicarse a examinar el curso de la acción (capítulo 8).

8-Variedad de especial interés en ese examen lo constituye el estudio del curso de la decisión, de los antecedentes y consecuencias de una opción (capítulo 9).

9-Como cualquier otra concepción del Homo y de su conducta, la de una psicología de la acción requiere validarse con estrategias apropiadas de investigación empírica (Anexos).

Los capítulos 1 a 7 exponen el contenido de la antropología comportamental derivada de una psicología de la acción en un conjunto de asertos bien fundados en hallazgos sólidos de investigación. Constituyen el núcleo de la propuesta teórica del presente libro. Una antropología comportamental completa, derivada de la psicología en su generalidad, habría de aplicarse a exponer y fundamentar la siguiente proposición:

10-El curso de la vida de una persona, un Homo sapiens, visto desde una ciencia objetiva del comportamiento, queda constituido por el ciclo vital de la especie humana junto con el curso de sus experiencias y el de sus acciones.

Los capítulos 8 y 9 y los Anexos perfilan propuestas de estudio capaces de generar nuevos hallazgos y de poner a prueba los que se dan por firmes. Ahora bien, como en ciencia nada puede tomarse por irrevocable o definitivamente firme, todo el presente ensayo puede leerse como propuesta de un programa de investigación; y también en eso ha de leerse como tanteo, ensayo: invitación a reconsiderar críticamente lo que se da por cierto y sugerencia de nuevas –o poco frecuentadas- pistas de estudio.

Epílogo: humanitarismo

El científico no tiene derecho a utilizar la primera persona. El discurso de ciencia no es de una persona concreta, no es de nadie en particular, no tiene dueño, aunque alguien lo haya escrito, haya redactado los informes de investigación. No es discurso de alguien, sino potencialmente de todos, de la comunidad científica en su generalidad, comunidad que aspira en su empresa a una objetividad impersonal o, tal vez mejor, a un reconocimiento universal por parte de todas las mentes razonables. Los científicos, sin duda, tienen sentimientos, sueños y fantasías personales, que traen huella y memoria del pasado y que acaso sugieren proyectos de futuro. Por ellos, sin duda, se hace vulnerable quien aspira a hablar con pretensiones de verdad, de un conocimiento verdadero. Ahora bien, aunque no deberían incidir en su investigación, en sus informes y juicios, tampoco es posible ignorarlos.

Sea, pues, ahora, en epílogo –epílogos y prólogos toleran confidencias-, el regreso del autor, que vuelve por sus fueros y no ya en cuanto servidor de la ciencia, la cual es impersonal, sino en cuanto persona con prejuicios, pensamientos, sentimientos, ajenos a aquélla, pero sin duda influyentes en el modo de abordarla y de escribir desde ella. Si en un libro o informe de ciencia estricta no cuentan los sentimientos, mucho menos los fantasmas y demonios del autor, en un ensayo, según ha querido serlo este libro, sí que tienen cabida, y es honrado confesarlos.

El autor se ha aplicado durante años a la psicología, al estudio y la docencia en ella, con dos de las tres pasiones, “simples, pero abrumadoramente intensas”, que Bertrand Russell confiesa en su Autobiografía, al preguntarse para qué ha vivido: una ha sido la búsqueda del conocimiento; la otra, “una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad” y el consiguiente “ardiente deseo de aliviar el mal”. Llamemos empatía a esa piedad y, en contra de Watson, que pedía al científico del comportamiento observar a los humanos con igual despego que si fueran reses camino del matadero, tratemos de empatizar con ellos y tanto más cuando, en efecto, han ido camino a la matanza, a la muerte o la tortura, al exilio o al campo de concentración. Tratemos de alcanzar esa  “rara ciencia de mirar con piedad la angustia de los seres humanos”[1], una ciencia que es también sabiduría, y no sólo teórica, sino práctica, que aspira a prolongarse en brazos y manos, sin contentarse con los ojos de mirar.

Esa sabiduría empática, sea ciencia o no, se alza desde la comprobación de que “los hombres mueren y no son dichosos”, como a su personaje emperador le hace declamar Camus al final de Calígula. “Nacieron, sufrieron y murieron” es toda la biografía, escueto epítome de vida y epitafio suficiente para tantos y tantos hombres y mujeres, según Anatole France le hace resumir la historia universal a un personaje sabio consultado por su rey en lecho de muerte.

La longevidad no suaviza la tragedia de muchas vidas en los bordes extremos del sufrimiento. Ahora es Roa Bastos, Hijo de hombre, quien medita: “Pienso en seres como ellos, degradados hasta el último límite de su condición, como si el hombre sufriente y vejado fuera siempre y en todas partes el único fatalmente inmortal. Alguna salida debe haber…”

¿Y las vidas truncadas sin apenas comenzar? De no pocos niños puede escribirse esta bien breve biografía o elegía para un bebé vietnamita: “Nació un día / en una aldea / bajo un bombardeo/. Murió el mismo día / en la misma aldea / bajo el mismo bombardeo”[2] .

Sabedores de su fragilidad, de su mortalidad, los humanos la asumen de mejor o peor grado. Pero aun los mejor resignados a ello, antes de morir, quisieran haber vivido realmente y haber conocido algún que otro instante de dicha.

La ciencia no se sale de su papel si todavía contempla como drama lo que para la gente es tragedia o drama: si atiende a la historia universal de la frustración y del sufrimiento. En su discurso de ingreso en la Academia Francesa, en 1782, el ilustrado Condorcet sostenía: “esas ciencias[3], casi creadas en nuestros días, cuyo objeto es el hombre mismo y cuyo objetivo directo es la felicidad del hombre, tendrán una andadura no menos segura que las ciencias físicas”. Eran tiempos prerrevolucionarios en Francia y también en otras naciones, tiempos en que entre los derechos del ciudadano, junto a la vida y la libertad, se citaba “la búsqueda de la felicidad”, como hace en 1776 la Declaración de Independencia de las Colonias Americanas. Es perspectiva que no debió perderse luego en una postmodernidad en la que todo parece haberse hecho pretérito, haber devenido “post”.

“Vano es el saber, la ciencia, que no vale para aliviar algún dolor humano” dijo Epicuro, cuyo presunto hedonismo apuntaba más a la reducción del sufrimiento que al logro del placer. Algunas ciencias han seguido a la letra ese principio, han consistido en eso: la más antigua de ellas la medicina, ocupada en retrasar la muerte, en mantener la integridad y salud del organismo, y, no en último lugar, en reducir el dolor. En cuanto ciencia de la salud, la psicología no es ajena a eso mismo, sobre todo en su vertiente psicoterapéutica. Quienes acuden al psicólogo clínico bien a menudo son dolientes, “pacientes”: personas vulneradas no sólo en la dimensión antropológica general de “homo patiens”, sino también en heridas recibidas en el cuerpo o en el ánimo y no bien cicatrizadas: criaturas que no saben qué hacer con su propio corazón. En esa vertiente la psicología coadyuva en eliminar las desgracias innecesarias, en aliviar a las personas de algunos de sus males, los inherentes a la universal vulnerabilidad y mortalidad humana, y también aquellos otros debidos a circunstancias particulares de su vida. Aspira a ayudar en algo, a acompañar en hacer frente a la muerte, a las enfermedades incurables y a la demencia, también al amor no correspondido, a las frustraciones comunes, cotidianas; y trata de poner al alcance de los así dolientes una existencia apetecible.

Este ensayo no es directamente práctico, pero está escrito desde la convicción de que nada hay tan práctico como una buena teoría. La teoría, ella misma, es una forma de práctica; y cuando se elabora como reflexión crítica, sin quedarse en mera suma o compendio de conocimientos, tiene alcance emancipador, liberador, más allá de lo que en este orden haya llegado a ser una –así denominada- psicología de la liberación (Martín-Baró, 2006). Una psicología de la acción y del agente, “homo agens” repercute de modo positivo no solo en el “patiens”, en el doliente y sufridor, también en el sumiso, vejado y agraviado por poderes opresores, invitando a emanciparse y al “caminar erguido” del que hablaba Ernst Bloch (1983).

Permítase, pues, terminar abogando a favor de que esa psicología o cualquier otra se desarrolle y aplique como una ciencia militante, no un vano saber. Por el nombre del filósofo griego se la puede llamar epicúrea (Fierro, 2008), lo que no equivale a hedonista, ni tampoco a optimista: militante, sí, en cuanto a favor de la felicidad, de un buen vivir y un buen ser, y no sólo del placer y el bienestar, a sabiendas del dramatismo de toda existencia humana y con sensibilidad hacia las tragedias que a veces la laceran.

Índice

Prólogo
Capítulo I. Conocimiento y ciencia del humano
Capítulo 2. El devenir y la estructura
Capítulo 3. Conductas
Capítulo 4. Del comportamiento a la persona
Capítulo 5. De la conducta a la acción
Capítulo 6. Secuencias de conducta
Capítulo 7. Homo agens
Capítulo 8. El estudio del curso de la acción
Capítulo 9. El estudio de la decisión
En suma
Anexo 1. Estudios sobre decisión y autoconcepto
Estudio 1. Disposición prosocial y autoestima
Estudio 2. La imagen propia y la ajena acerca de uno mismo
Anexo 2. Propuestas de estudio de series de opciones
Reseña crítica
Epílogo: humanitarismo
Referencias

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[1] Félix Grande, El País, 28-11-1987.
[2] Poesía rebelde en Latinoamérica (Boccanera e Irigoyen, 1978), p. 104.
[3] Ciencias de la sociedad.