Tiempo de regalo
Tiempo de regalo
[diciembre 2003]
En estas fechas de regalos, no pocos te preguntan: y tú como psicólogo ¿qué regalo aconsejas? Trato al principio de zafarme diciendo que no imparto consejo fuera de las horas de servicio. Pero ante demandantes obstinados, opto por un consejo fijo: ¡regala tiempo! Suelo añadir alguna explicación: sí, mujer, todo el mundo anda muy mal de tiempo, tú misma no dispones de tiempo para todo lo que tienes que hacer; el mejor obsequio, por eso, es regalar tiempo.
El tiempo es un bien escaso, además de impalpable, que en estado puro no se encuentra en los bazares. En ellos sólo se venden raciones de tiempo dispuestas en envases materiales, físicos, que hacen visible al tiempo y que acaso lo contienen. Esto, en realidad, nunca se sabe, y hay que estar alertados sobre ello. Sus más reputados envases -el oro, el almanaque y el reloj- no siempre son tan sólidos como aparentan.
El oro ha sido siempre el modo más espléndido de regalar tiempo. Nada de oro en pequeñas finas joyas, que apenas contienen tiempo, sino oro en kilos bien compactos: en bloques, en lingotes, en arcón. Razonemos la lógica del obsequio. No es que el tiempo sea oro según dicen los avaros del minuto. Es mucho más profundo: el oro es tiempo. Si le regalas un entero cofre repleto de oro, aunque sea en bruto, con eso podrá tu amor vivir sin trabajar el resto de sus días. Le habrás regalado tiempo, tiempo libre, todo el imaginable para hacer con él lo que desee. ¿Qué mejor obsequio desde un enfoque psicológico?
El oro en lingotes, sin embargo, no está al alcance de todos los bolsillos. Por fortuna, existen otras opciones mucho más asequibles: el reloj y el almanaque.
El valor de un reloj como regalo de tiempo no consiste en su materia, por preciosa que sea, sino en su funcionamiento. Ha de ser un reloj para toda la vida, sumergible y resistente, por si su poseedor naufraga alguna vez o recibe fuertes golpes en combate. Ni siquiera es esencial que el reloj no atrase o adelante. En el transcurso de la existencia sólo llegan a hacerse peligrosos los retrasos de decenios -vivir diez o más años fuera de la propia edad- y no los de minutos y horas. Regalar un reloj para toda la vida es como garantizarle a uno que va a vivir toda la vida. Por lo demás, el relojero vendedor, sea senegalés o suizo, nunca te puntualiza la duración del «para toda la vida». Pero no cabe pedir tanto a un simple reloj. De ningún objeto se espera aval de larga vida. La garantía alcanza sólo a la duración del reloj, no de la vida. Aún así, el regalo de un reloj de por vida contiene un mensaje de gran alcance: te deseo que vivas tanto tiempo como el que este reloj va a funcionar.
En cuanto a tiempo prometido, el almanaque es todavía más limitado que el reloj. No es para toda la vida, sólo para un año. Sin embargo, tampoco resulta despreciable esa reducida ración de tiempo. El almanaque, además, está lleno de detalles entrañables: cada uno de los 365 días viene con su personalidad propia, su santoral, su horario solar y lunar, su sentencia sabia para reflexionar y algo de espacio en blanco para escribir. Este espacio, agrandado en las agendas-diario, resulta muy prometedor: te da la vida como un libro de páginas en blanco para proyectar y hacer de ellas lo que quieras. Ahí es nada. Es casi como el oro. Y, a diferencia del reloj (¡no marques las horas, porque mi vida se acaba!), el almanaque no te marca nada; no te da la vida hecha, te la da por hacer, al disponerte en blanco un año por delante.
Ahora bien, ningún objeto de regalo asegura ración alguna de tiempo prometido. Todos los estuches tienen rendijas por donde puede escapar. Siempre hay un almanaque, el último, que dura más que el dueño; y muchos corazones se detienen antes que el reloj que les fue regalado para toda la vida. Inasible, fugitivo, infiel, escaso, el tiempo se resiste al encapsulamiento y no se vende en los bazares. No hay modo infalible de comprarlo y prometerlo. Sólo se le puede regalar mientras fluye y, por tanto, mientras se escapa: en su estado puro, espiritual, sin mezcla alguna de materia física. Ese tiempo de extrema pureza sí que es oro y más que oro; es el nutriente esencial de los mortales y es, por eso, el don perfecto, el gran regalo.
Regalamos con gusto relojes y almanaques, pero somos tacaños en regalar tiempo en estado virgen: tiempo dedicado a otros, a su conversación y compañía; o consagrado a liberarles de alguna de sus tareas para su disfrute en tiempo libre, tiempo de oro. Tampoco andamos sobrados para poder dispensar el tiempo a manos llenas. Pero ignoramos un principio esencial de economía del tiempo: el que se regala no se pierde; es más, se multiplica. Por eso, de una misma porción de nuestro tiempo cabe hacer obsequio a varias personas a la vez; e incluso entonces sin ni siquiera perderlo para nosotros mismos.
Hay un extremo calculador y otro romántico en el obsequio de tiempo. El calculador -y, sin embargo, generoso- regala a comienzos de año una agenda, donde ha señalado con detalle el cómputo previsto de tiempo por consagrar al dedicatario: por ejemplo, dos horas los días de trabajo; doce horas los de vacación y fiesta. No es mal obsequio. El romántico procede en dedicatoria apasionada en la primera hoja del almanaque: ¡todo este año, todo mi tiempo, para ti! Eso sí que es regalo: todo el oro del mundo.