Si luego no hay justicia
Si luego no hay justicia
[junio 1999]
La actual tragedia de Kosovo (actual en junio de 1999, mañana habrá otras, es de temer) presenta semejanzas bastantes con otros dramas recientes, algunos en la misma región geopolítica, otros no tan recientes o no tan cercanos, pero también en nuestro tiempo, como para requerir una reflexión ética que a partir de la anécdota del caso concreto, de los cientos de miles de víctimas ahora implicadas, se eleve a la categoría, a las multitudes de otros horrores parecidos. Requiere tomar como unidad de análisis no un cruento episodio, por enorme que sea, sino la completa secuencia de espasmos históricos sufridos después de la Segunda Guerra Mundial. Marca ésta el comienzo de la secuencia histórica necesitada de análisis, porque, habiendo suscitado una conmoción ética en la conciencia intelectual y moral europea, pudo llegarse a pensar que era ya la última de las guerras y de las tragedias históricas en que Occidente se viera involucrado. Pudo pensarse también que el nazismo había sido el extremo insuperable del horror y que aquello no podía repetirse nunca más. Se ha repetido, sin embargo. Y no sabemos qué pensar, de qué moral dotarnos para mantener la decencia intelectual.
Para quien ha pasado por una educación teñida de teología hay frases que al primer pronto se entienden con calado teológico. «Si luego no hay justicia, no sabemos qué estamos haciendo aquí»: así lo dijeron antropológos excavadores de fosas cementerios donde no hace mucho tiempo aparecieron restos -que eran pruebas- de crímenes de «limpieza étnica» en Srebrenica y otros lugares; y esa frase sirvió de titular de prensa para la noticia. Para conciencias educadas en la tradición de un cristianismo mejor o peor asimilado -como le sucede al noventa por ciento de los mayores de 50 años-, ese sencillo «luego» evoca, de modo caso inevitable, connotaciones de trascendencia, de más allá, y el «haber justicia» incluye algún género de justicia divina. Los antropólogos investigadores, sin embargo, no contemplaban eso, no miraban tan alto. Pensaban en una justicia de otro género, a ras de tierra, la del Tribunal de la Haya o cualquier otra, pero humana: nada más y nada menos que humana. Se colocaban así al exterior de cualquier apelación teológica a algún más arriba o más allá para saldar los crímenes de aquí abajo y de ahora.
Los genocidios del final de este siglo, que está reuniendo mayor cúmulo de guerra, muerte y crueldad que ningún otro del pasado, están siendo repudiados por las conciencias más sensibles de modo muy distinto a como lo fueron los de mediados de siglo. Ha sido o está siendo un viraje de la sensibilidad ética y humanitaria sumamente revelador: desafiante para las conciencias de inspiración religiosa y llamativo para cualquier análisis del «espíritu del tiempo».
El deseo y la añoranza teológica estuvo todavía presente tras los crímenes y los horrores de la última Guerra Mundial. Hubo entonces no sólo Nuremberg, sino asimismo un brote intenso de teología existencial, también judía y no sólo cristiana, que colocaba el holocausto y la tragedia de millones de víctimas a la luz de una lectura de la Biblia, de una esperanza en el Dios que será finalmente salvador. Fue el momento también de una «teología de la historia», es decir, del Dios que interviene en los eventos históricos. Esa teología pudo permitirse analizar los crímenes contra la humanidad bajo la lente conceptual de «pecado del mundo» confrontado a la justicia de ese mismo Señor de la historia. Pronto hizo quiebra, sin embargo, una justificación así. Uno de los brotes temáticos de la «teología de la muerte de Dios», aun formando parte del mismo complejo teológico de reacción ante la atrocidad histórica, venía a exculpar a Dios de acuerdo con una vieja sentencia agnóstica: la única excusa de Dios es que no existe. Mientras Adorno se preguntaba si era posible la filosofía después de Auschwitz, los teólogos no podían dejar de preguntarse, y con mucha mayor razón, si era posible alguna teología o, más bien, por el contrario y en corte drástico, debían enmudecer ya para siempre.
Algunos teólogos consideraron que la única frase teológica posible era la de que Dios había muerto, o bien, más cautamente, que se había ausentado del mundo o eclipsado. Uno de ellos, R.L. Rubenstein, se salió con la idea de que en Auschwitz no había Dios, pero sí Angel liberador: la muerte, gracias a la cual finalmente las torturas terminaron para muchos, para casi todos; muerte, por tanto, liberadora, pacificante. Es triste esta piedad del «al menos, dejó de padecer», que también inspira a menudo las palabras de pésame. Del Dios bíblico liberador no quedaba mucho, pero algo quedaba: la figura de un Angel de la muerte que les hizo descansar, no padecer ya más.
Los crímenes de Estado de los regímenes dictatoriales, sobre todo en la América Latina de los años 70, suscitaron todavía una respuesta teológica, la de los teólogos de la liberación. Su punto de partida era inequívoco: América Latina reprimida, los condenados de la Tierra, que enferman y mueren de pobreza, de insalubridad, los pueblos aplastados bajo las armas y las botas.
Con esos mismos horrores tenía que ver la «nostalgia de lo totalmente Otro» mencionada por Horkheimer en una entrevista filosófica que ha pasado a constituir obligada referencia para quienes persisten en involucrar a Dios en el ajuste de las cuentas de la historia. Se trataría de la añoranza de «que el asesino no prevalezca sobre su víctima inocente», del pensamiento, nostalgia y deseo de una justicia perfecta, pensamiento que a Horkheimer le hace no tanto imaginar a Dios, cuanto comprender y valorar una religión de justicia como la judía (aún más que la cristiana).
Los últimos horrores, los del corazón de Europa y los de otros corazones en otros continentes, no están suscitando reacciones de ese género: ninguna invocación o apelación a un más allá, ninguna expresión de nostalgia de lo Otro, de otra instancia donde el criminal no triunfe para siempre sobre sus víctimas. El Occidente cristianizado (¿o ya no?), formado en una tradición de Biblia, está acogiendo todos los horrores laicamente. En realidad: los está asumiendo cínicamente en un cómputo de saldo de víctimas reales y potenciales, de un nuevo equilibrio del terror, ahora el equilibrio de las muertes a uno y otro lado, las de la OTAN y las de Milosevic, conjeturando que las de este último son o llegarían a ser muchas más que las ya causadas.
Hay excepciones, sin embargo. Los hay que no tragan, no se resignan en modo alguno. Pero también ellos lo hacen en el más riguroso laicismo, en estricta aconfesionalidad. No se trata ya de la justicia de un Dios que es o debiera ser común a los cristianos, judíos y musulmanes que se han masacrado en el centro geográfico de Europa hace sesenta años y siguen haciéndolo ahora. Se trata del Tribunal de La Haya, de la justicia internacional humana, del futuro -¿o sólo futurible?- tribunal que recoja y haga eficaz esa justicia. Dios no entra en esta historia, igual que no entra -ha estado ausente- en tantos otros sitios.
En una carta desde las trincheras de la II Guerra Mundial un joven soldado escribió a su madre que Dios no estaba allí, no estaba en Stalingrado. Tampoco estuvo luego en otros sitios de tragedia. Desde entonces, ha continuado ausente, se ha esfumado. Pero en otros episodios de horror sucedidos, a diferencia de aquél joven soldado, no se le ha echado de menos, no se le ha invocado o no se ha apelado a su justicia.
Que Dios no entra en la historia significa, primero, que no se puede contar con El para remediar o corregir lo humanamente irremediable e incorregible. Esa es la idea directriz de una comunidad internacional laica, pero ética: desistir de dar cuentas o buscar responsabilidad y excusas «ante Dios y la historia»; dejar de esperar que la historia restañe daños con resarcimiento pleno de las víctimas; obrar de acuerdo, en consecuencia, con un «aunque no haya Dios», la fórmula que en el tiempo de Auschwitz el teólogo luterano Dietrich Bonhoeffer legó al pensamiento de la segunda mitad de este siglo. Bien necesita de viáticos éticos un fin de milenio que se cierra con una década ominosa: la de Ruanda-Burundi, de Sarajevo-Srebrenica-Kosovo y de otras guerras inciviles, masacres y éxodos. Desde la prisión berlinesa de Tegel, en una reflexión anticipatoria no tanto sobre su propia muerte, ejecutado junto con una caravana de presos políticos, cuanto sobre otras atrocidades nazis que, por otro lado, apenas pudo conocer en toda su magnitud, Bonhoeffer marca ese punto de giro en el que una tradición de pensamiento, que hasta entonces contaba con Dios, ha de hacerse a pensar como si éste no existiera: aunque no exista.
Es preocupante, aunque también clarificador, que la mayor parte de los análisis en torno a los conflictos sangrientos en el mundo se ciña a lo político o a una ética de resultados. Obliga a preguntarse si en nuestro mundo poscristiano y posilustrado tiene todavía sentido proponer una ética de justicia y de principios; o si todo esto queda para el desván de la memoria intelectual o para unas pocas conciencias delicadas. Es verdad que el imperativo categórico kantiano o el «¡fiat iustitia, pereat mundus!» han de ser devueltos a sus justas coordenadas deontológicas y colocados en su sitio, que no es el quicio del comportamiento moral. Pero sacarlos del centro y del monopolio del «tú debes» no justifica liquidarlos en saldo por cierre de la ética.
El caso es que a propósito de la intervención armada de la OTAN hemos estado tan inmersos en los análisis de urgencia, políticos y de legalidad, que ha faltado reflexión ética reposada y cabeza despejada para enjuiciar no ya al régimen de Belgrado (de juzgado internacional de guardia), sino a la OTAN en su nuevo autoconcepto de sheriff mundial y en la nueva doctrina cuya teoría es de injerencia legítima y guerra justa, mientras su práctica ha sido de puro y duro bombardeo, pretendidamente humanitario, sí, pero sin consultar siquiera para nada a potenciales víctimas luego bautizadas como colaterales. ¿Cómo discernir aquí el bien del mal, lo justo de lo inicuo?; ¿o es que en este caso tales categorías resultan apenas discernibles o quizá no pertinentes? La dificultad de respuestas concretas, a la vez que inequívocas, permite comprender que esa reflexión, racional y laica, aunque necesaria, no haya llegado a producirse; y quizá no se ha producido porque no parece bien pertrechada de razones de su propia cosecha y ha de echar mano no tanto de una racionalidad universal cuanto de una sensibilidad cultural particular que en mucho sigue siendo heredera de una ética religiosa. De hecho cuando se buscan mentores autorizados para ella, emergen inevitablemente figuras teñidas de un judeo-cristianismo laico, irreligioso, Camus, Bloch, Horkheimer, o, en otro ámbito de análisis, en una filosofía de la justicia, Rawls, Habermas.
El caso es, pues, que a la descristianización de la sociedad occidental le está sucediendo una profunda desmoralización, en la que apenas se escuchan llamados a la ética salvo desde una inspiración cristiana o poscristiana pero heredera de un talante bíblico en la idea de justicia, por humana que ésta sea. Las voces que recuerdan la inviolabilidad de los preceptos de mínimos, los esenciales -«no matarás», «no torturarás»-, adquieren inevitable resonancia de religiosidad, aunque sea atea, la de una religión donde todo lo humano es sacrosanto, donde, según formuló Feuerbach, «el hombre es un dios para el hombre». Sea o no la esencia del cristianismo, sigue pendiente la cuestión de cómo practicar una justicia «aun sin la hipótesis Dios», una justicia educada en la racionalidad por la Ilustración y en la empatía solidaria por la Biblia: ilustrada, por tanto, o posilustrada, pero todavía deudora de la Ilustración; religiosa o posreligiosa, pero también deudora de la religión occidental.
La práctica de una justicia sólo humana significa que no se administra en nombre de Dios; que no busca refugio, aval o excusa en un divino tribunal de casación, ni tampoco en el tribunal de la historia, de las generaciones futuras; que no puede permitirse el menor error al castigar, porque no habrá ya otra instancia reparadora; que no puede aplicar el rigor de lo penal ante un resquicio de duda razonable de inocencia; que, ante la mínima duda, ha de preferir el yerro por absolver al culpable antes que por condenar al inocente. Pero significa sobre todo que es en ella donde se zanjan, o no, las injusticias cometidas, los crímenes de Estado, los delitos contra la humanidad. En realidad, nunca llegan a zanjarse. La justicia siempre llega tarde, si es que llega. De ahí la tentación de ejecutarla por vía administrativa, expeditiva, la de un cuartel general, un ejército, una alianza militar, que se toman la justicia por su mano, mezclando además de manera peligrosa dos prácticas dispares: la de la justicia propiamente dicha y la de un equilibrio del terror basado en el cómputo hipotético de víctimas a uno y otro lado, justiciera y prepotentemente guiado por la meta de saldar un conflicto con el menor número de víctimas, aunque para ello sea preciso causarlas por mano propia y mancharse así las manos de sangre.
Los antropólogos, los investigadores expertos y los jueces de mañana no les devolverán la vida o el tiempo devastado a las víctimas hoy maltratadas y peor asesinadas. Mucho menos lo harán los estrategas y los pilotos de la OTAN: ni a las víctimas ajenas, ni a las propias, las intencionadas y las de colateral error.
Nuestro duelo y tristeza, nuestra añoranza de una justicia perfecta, la protesta, la solidaridad y la propia justicia sólo humana, tan tardía, no les beneficiará ya a ellos. ¿Y a nosotros? ¿Podrá servirnos de algo? Sería sosegante poder asegurar que servirá para el «caminar erguido» que preconizaba Ernst Bloch, y donde veía el núcleo de la dignidad humana y del derecho natural. Es de temer que ni siquiera sirva para tanto como para andar erguidos. Durante dos o tres generaciones, ya será mucho mantenerse en pie, en marcha, aunque no sea muy erguida, mientras tratamos de enderezarnos como quien se aplica a un tratamiento de rehabilitación de columna. Quizá dentro de cien años, si es que entretanto no se dan otras crueldades, cuando todo esto haya podido olvidarse, pero no haya sido olvidado, entonces sí, entonces otras generaciones podrán recuperar la posición y el caminar bien derechos, la frente alta, la conciencia de la humana dignidad, del mínimo decoro de vivir y convivir sin haber matado.
Por ahora y de inmediato, hacer justicia en La Haya y en los foros de las sanciones penales internacionales podría servir, si no para restañar del todo las heridas de lesa humanidad, sí al menos para contribuir a una convalencia de los supervivientes del horror, del «apocalipsis now» de cada guerra, y también para una primera rehabilitación de los parapléjicos morales que somos todos los aún en vida: para permitir seguir viviendo, no diré sin remordimiento, pero sí sin cómplice pasividad; no para caminar con paso ufano, mas sí para continuar el camino, aunque sea arrastrando el paso, como Edipos errantes y ciegos -el Edipo homicida, el de Sófocles, y no el de Freud, el incestuoso- en la esperanza de reposar en un lugar «cuyos dioses tengan a bien cuidarse de uno y llegar así a salvarse», de hallar refugio en una ciudad propicia donde reine un Teseo benévolo. Sólo que a la postre la frente alta únicamente la podrá llevar la descendencia, Antígona, ya en otro drama, en otra página de la historia. A la postre el desagravio moral por los que murieron indebidamente y fueron torturados sólo se cumplirá en los que todavía están por nacer. Aún así, la justicia de ahora mismo y la de mañana, pero ya sin dilación, es la obligada mediación presente entre un pasado tan repudiable como irremediable, y un futuro humano todavía por hacer, pero merecedor de ser realidad.