Razones del corazón

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Razones del corazón

[junio 2008]

 

Persisten -clásicos y actuales- antagonismos ciertos entre la razón y el corazón, entre lo racional y lo sentimental. Cita obligada es Pascal: «el corazón tiene razones que la razón no puede comprender». Hay ecos suyos hasta ayer mismo: «la razón, un aparato al que apenas interesa lo que el hombre es y desea» (Benet). Tan sospechosa racionalidad, sin embargo, es tan sólo una rama, a veces desafortunadamente aislada y desgajada del tronco del pensamiento racional completo. Es, pues, la rama seca, indolora, desapasionada, correspondiente a un prototipo, válido en ciencia, de «apatheia» o anestesia racionalista: una razón regida únicamente por un principio de realidad objetiva y que procede de espaldas al sufrimiento humano. El portador de esa razón «apática» no es un ser vivo de carne y hueso, ni tampoco es la colectividad de la raza humana. Su soporte es cualquier inteligencia -real, posible o imaginaria-, desde luego, también las inteligencias artificiales.

No es toda la razón. Frente al postulado de una razón o racionalidad uniforme y única se han alzado propuestas insistentes en su naturaleza múltiple y proteica: razón pura o teórica, razón práctica (Kant), razón dialéctica (Hegel, Marx), simbólica (Cassirer), histórica (Dilthey), razón vital (Ortega), razón narrativa, razón biográfica.

Sobrepuesta en parte a algunas de sus advocaciones filosóficas mejor reconocidas, en contraste con la racionalidad científica y asimismo con la inteligencia artificial, se perfila con singularidad inconfundible una razón «sentiente», sensible al corazón, patética, desiderativa, apasionada, pasional, pulsional e impulsiva, propia de un ser vivo, deseante y sufridor, y a quien le va la vida en el acierto o desacierto de juzgar racionalmente. No es la razón de un dios o de un ángel sin cuerpo, ni de un extraterrestre, ni de un poderoso programa informático. Es la racionalidad de un ser vivo de este planeta, un viviente cerebrado, dotado no sólo de lóbulo frontal, de áreas de asociación, sino también de hipotálamo, y por ello capaz de gozar y sufrir, de emociones y pasiones, de dicha y desdicha. Es la razón del «homo patiens», sujeto de padecimiento y de pasión. Su principio primero no es el «cogito» de Descartes, el «yo pienso» a secas, sino el «cogito patiens», el de un pensar pasional, donde «piensa el sentimiento» y «siente el pensamiento» (Unamuno), y donde «vivir y sentir es el alimento del pensar» (Pessoa). Erróneamente se atribuye sin excepción a los racionalistas y a los ilustrados haberla desconocido. Hume, poco sospechoso de patetismo, caracterizó a la razón como «pasión general y tranquila».

Las ruedas de esta razón patética giran en engranaje con las circunvoluciones del afecto, al servicio de un principio de placer, y no sólo -aunque también- de realidad. Están engranadas asimismo con la experiencia, la vivencia, la afección en general: con el sentirse afectado y el haber vivido, con el significado atribuido a la existencia.

La razón patética promueve la comprensión e interpretación del «sentido de la vida» y de los actos humanos, por contraposición a la explicación, propia más bien de la razón apática. Su intenso compromiso con el sujeto la inclina a la expresión subjetiva, a la poesía y la retórica, así como al discurso ensayístico, apto para reflejar juicios penetrantes y originales, aunque sólo individuales, cuando no excéntricos. Este enraizamiento en la persona no la lleva a ser irremediablemente egoísta o individualista. Aunque radicada en el individuo, es capaz de trascenderlo, de hacerse contagiosa o, más bien, de quedar contagiada por vía de empatía, y abarcar entonces también a otros seres en su dimensión sufriente y pasional. Llega así a colocarse en el lugar -«en la piel»- de otros y a alcanzar un horizonte potencialmente universal, donde nada de lo humano le es ajeno. Por su potencia de empatía, se conmueve ante la desgracia, se indigna ante la injusticia y  moviliza a la acción, adquiriendo en ello connotaciones éticas. La acción moral e incluso la idea de justicia sólo son operativas desde esa razón patética. La otra razón, por sí sola, no es bastante para arrastrar a la convicción y a la práctica de dar o de reconocer a cada cual lo suyo.

Han gozado de popularidad las formas cálidas de pensamiento, las que involucran «razones del corazón»; y eso a veces hasta el extremo de suplir y aun suplantar valores de conocimiento objetivo con los de complicidad con el ser humano, con sus deseos, quejas, nostalgias, esperanzas e intereses. Ha sido el caso de doctrinas de vena patética, hegemónicas hace medio siglo y luego evanescentes: psicoanálisis, marxismo «cálido», existencialismo. Alcanzaron reputación y acogida social mucho mayor que crédito científico en las disciplinas que estaban llamadas a acogerlas, respectivamente, la psicología, la sociología y la filosofía. Compartieron ese destino quizá por haber encarnado un pensamiento patético, donde lo humano se halla dramáticamente en juego: el existencialismo por su sentido de la libertad e identidad individuales y su énfasis en la existencia auténtica; el psicoanálisis por traer a luz los componentes pulsionales del psiquismo, indóciles a la razón, y hacerlo evocando mitos, sueños y recuerdos infantiles; el marxismo por ver en la lucha de clases el motor de la historia y por descifrar las ideologías como un palimpsesto de intereses materiales subyacentes; su rama «cálida» por sintonizar con una tradición de empatía y solidaridad con los «condenados de la Tierra».

El ejercicio de la razón constituye una función y actividad superior de la vida. Cumple siempre funciones al servicio de ella. La razón patética y vital lo hace de manera inmediata; la razón «apática», de manera mediata, alejada de la vida, a través de muy abstractos rodeos. Por sus funciones vitalmente necesarias e inmediatas, el hecho es que la razón patética -o sentimental, o emocional- no es en absoluto secundaria o derivada de la otra. Antes bien, constituye la realidad primaria de nuestro pensamiento. En ella, además, por su proximidad a la vida, se manifiesta la función vital esencial del saber: una función adaptativa, de contribución a la supervivencia y a la calidad de vida. Es un saber que responde a la sentencia de Epicuro de que es vana la ciencia que no sirve para aliviar algún sufrimiento humano, un saber que se ajusta a la idea de la filosofía como consuelo razonable («consolatio philosophiae»). Hay también, por cierto, otra filosofía, desconsoladora, inconsolable, acerca de cuyos peligros para la salud advierten los expertos.

La razón patética, sin embargo, tiene sus limitaciones. Es cambiante por su cuota de familiaridad con emociones y estados de ánimo, tan mudadizos. Es además ingenua; lo es incluso cuando alcanza cierta universalidad en sus desvelos; y en otro caso es egoísta, cuando y puesto que a menudo no la alcanza. Se desprende de ahí la vieja suspicacia, de raíz estoica y racionalista, y no sólo de ascetismo moral, de que las pasiones pueden llegar a oscurecer a la razón. Pero también ahí sale a flote una idea contrapuesta y complementadora: la pasión como experiencia básica de la realidad, la que abre los ojos, despierta la atención, conduce a la indagación, hace descubrir el mundo y crea una especial sensibilidad para los estímulos. Sin pasión no hay conocimiento, ni siquiera conocimiento «apático». La razón y la ciencia -toda razón y toda ciencia- nacen de la pasión general de conocer, de la curiosidad elevada a método, y también a menudo de pasiones y aficiones específicas.

Son complementarios los dos modos de pensamiento: el frío, objetivador, abstracto, y el cálido, subjetivo, cercano al vivir, en pro del buen vivir. La razón patética enciende, moviliza, pero necesita de la apática para no equivocarse. Por sí sola, genera ocurrencias, intuiciones, mas no siempre soluciones acertadas, ni sociales, ni tampoco personales. Para encauzar la acción viable y efectiva es preciso no tanto haber comprendido, cuanto haber explicado, y eso difícilmente lo hace la razón apasionada. Es preciso guardar fría la cabeza para explicar y para cambiar las cosas con acierto. En orden a alcanzar sus fines, la razón patética se ve obligada a recorrer largos trayectos de la mano de la razón desapasionada. El rodeo por esta última resulta imprescindible para apresar el mundo real y transformarlo. Mediante tal rodeo es como trata con la realidad -se adapta a ella y la adapta a sí- ese agente racional por quien la razón patética se halla cordialmente interesada. Y esa misma conexión es la que puede redimir de su apatía a la otra razón y hacerle comprender las humanísimas razones del corazón.