Mártires y víctimas

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Mártires y víctimas

[julio 2007]

 

La Iglesia ha magnificado siempre el número y la calidad de sus víctimas. San Agustín enumeró diez persecuciones de cristianos en el Imperio romano. Es dato incierto, por no decir falso, pues no hubo tales diez. La de Nerón se limitó a Roma capital tras su incendio. Fue una locura y crueldad, entre otras, del descerebrado y criminal emperador para desviar la ira del pueblo hacia un colectivo muy impopular por entonces: los cristianos, que fueron inculpados. Hubo luego persecuciones en provincias, brutales a veces, como la de Lyon, a mediados del siglo II. Pero los emperadores aplicaron con laxitud las normas mismas en que exigían el culto a los dioses protectores. Así se desprende de una epístola de Trajano a Plinio el Joven, entonces legado en Bitinia. Persecuciones en regla se produjeron sólo bajo Decio, entre los años 250 y 260, con dureza agravada en algunas ciudades, como Cartago, por coyunturas locales, al coincidir allí con una pandemia de la que se responsabilizó a los cristianos; y luego bajo Diocleciano durante otro decenio: según estimaciones de Gibbon, en toda la extensión del Imperio, unos 150 mártires por año, que las leyendas han amplificado luego en “innumerables”, como los del año 303, en Zaragoza, que fueron, en exacto número, dieciocho.

Las víctimas cristianas recibieron enseguida una aureola de valor testimonial (“mártir” = testigo) y de santidad. Tertuliano aseguraba, a finales del siglo II, que la sangre de los mártires iba a ser “semilla de nuevos cristianos”. Y Pascal dijo fiarse sólo de una fe cuyos testigos se dejaran matar (circunstancia también dada en el Islam). Han sido, pues, llamados “mártires”, aunque a menudo fueran pura y simplemente víctimas. Ahora bien, como Manuel Alcántara comentó con su habitual desparpajo ante el primer anuncio de la beatificación colectiva de estos días, “para ser mártir no es necesario poseer una habilidad especial, basta con ser víctima y esa condición la eligen otros”.

La Iglesia, sin embargo, nunca se ha resignado a que sus víctimas sean eso y sólo eso: víctimas, con todo el crédito y dignidad de cualquier víctima. Ha necesitado elevarlas a los altares, beatificarlas, canonizarlas. Y hace esto de modo rutinario con un proceso sencillo, donde ni siquiera exige constancia de “milagros”. Para entrar en el martirologio, basta el hecho de haber vivido piadoso y haber sido muerto con violencia (o aun sólo esto último, como Thomas Becket en su catedral, año 1170).

Sólo la Iglesia puede permitirse la elevación de las víctimas a la condición de santos o beatos. Ella administra el cielo, no menos que el infierno, mientras, por otro lado, el Papa es infalible. Así que si éste dice que hay un cielo y que en él han ingresado 498 víctimas -con nombres, apellidos y biografías publicitadas por la Conferencia Episcopal-, inicuamente muertas en una guerra civil, es que todas ellas, en efecto, se encuentran ahora ya en la gloria. De las demás víctimas, sean de guerras, terrorismos, crímenes comunes, o penas de muerte injustas (e incluso “justas”), no se sabe, en cambio, nada. Ninguna institución, ni ley de memoria histórica, ni anulación de pretéritas sentencias, es capaz ya de protegerlas. Nadie puede otorgarles cielo alguno, ni siquiera nueva vida sobre la tierra para restituirles los años que les fueron impíamente arrebatados.

El soberbio victimismo de la Iglesia al exaltar a sus mártires tiene otra cara: el desprecio de la humanidad exterior a ella. Ahí se ha resarcido bien, con creces. Por acción directa o por complicidad, a lo largo de su historia de poder, ha causado más víctimas de las que hubo de sufrir en los tres primeros siglos. En su informe al Papa Inocencio III sobre el asalto a la ciudad de Béziers (año 1209), refugio de herejes cátaros, el jefe de los cruzados, Arnaut Almaric, no deplora, antes bien, se jacta de que “perecieron acuchilladas cerca de veinte mil personas sin distinción de sexo o edad”. Una crónica añade que, antes del asalto, se le hizo ver a Arnaut que en la ciudad vivían buenos cristianos, que no merecían morir. ¿Cómo discernir a éstos en medio de los herejes? El caballero despachó la duda con genial respuesta teológica: “Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos”.

Ahí está el asunto. La Iglesia puede permitirse el lujo y el error de condenar a muerte sin demasiado escrúpulo, porque Dios reconocerá a los suyos y subsanará los yerros e injusticias de este mundo. Así, la heroína nacionalista Juana de Arco, condenada en 1431 a la hoguera por un tribunal eclesiástico, puede ahora constar en el martirologio como virgen y mártir: el crimen queda supuestamente reparado. Pero Juana de Arco es sólo un caso entre millares -“brujas”, “herejes”, “infieles”- nunca reparados ni con buenas palabras. Entretanto, por otro lado, la Iglesia, perseguidora durante quince siglos, no cesa en sus plañidos. Basta que un cómico, bufón o caricato,  un creador de imágenes artísticas o publicitarias, ponga en solfa crítica a algún clérigo, algún dogma o algún rito, para sacar voz quejumbrosa de inocente doncella presuntamente perseguida, condenada a los leones o a las catacumbas: Iglesia virgen y mártir.

La Roma católica dice haber “rehabilitado” a Galileo, condenado, aunque sólo a cárcel, en 1633. A Giordano Bruno, al que llevó a la hoguera en la propia Roma en 1600, ¿se le “rehabilitará”? ¿Y qué sentido tendría hacerlo ahora? ¿Se le devolverá a esta vida, cuando menos, si es que no mereció la otra? Y pasando a otra banda: ¿a qué esperan las sinagogas para canonizar, en bloque, a millares de judíos?

Juana de Arco, Giordano Bruno, los degollados de Béziers y todos los muertos  en cruzadas o a mano de tribunales eclesiásticos han deslegitimado para siempre el victimismo de la Iglesia y reclaman la moratoria de un milenio sin ampliar el autocomplaciente martirologio.  Al airear sólo sus víctimas, al alzarlas a los altares, la Iglesia está ofendiendo la memoria de otras víctimas, en especial, de aquellas que, por haber sido muertas sin esperar cielo alguno, todavía más merecen un digno memorial sobre la tierra.