Las uvas del tsunami

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Las uvas del tsunami

[enero 2005]

 

La naturaleza este año no se ha asociado a las fiestas de la natividad del Cristo. Ha temblado, más bien, como se nos dice que tembló en Jerusalén el primer Viernes Santo de la historia. Ha temblado a lo largo de una de sus más extensas quiebras, ha estallado en un “Apocalipsis now” de horror, engullido a más de cien mil víctimas y hecho temblar a millones de personas, todas ellas ahora en la miseria, cuando no acompañando en la muerte a las víctimas del primer día.

Solamente con temblor y con memoria piadosa de las víctimas –y memoria activa, solidaria, preventiva, para con los que han sobrevivido malviviendo y con los que permanecen expuestos a parecidos riesgos- era posible continuar esta nada blanca Navidad. Y, sin embargo, todo ha continuado igual. No se ha puesto sordina a las letrillas navideñas cuando continuaban dando la interesante noticia de que los peces beben en el río. Y se ha celebrado el paso de un año a otro como si nada hubiera sucedido. Las televisiones han largado a la despreocupada audiencia sus programas prefabricados de carcajadas enlatadas, con fecha de caducidad cumplida ya. Les estaba vedado agriar la fiesta o, más bien, feria comercial de los anunciantes de Nochevieja. En medio de la feria y la algarabía no hubo lugar ni siquiera para el breve tiempo de ese rito laico universal de una sociedad descreída, que es el minuto de silencio.

Como si nada hubiera acontecido, cada ciudad se ha volcado en su plaza, su playa o su “down-town”, para contar las doce campanadas de fin de año y comprobar cada cual que el propio corazón aún bombeaba a buen ritmo y continuaba vivo. En la calle o en casa, sin embargo, en esta parte privilegiada del mundo, no pocos nos hemos tomado las uvas, el cava o el champán con un nudo en la garganta por el horror reciente.

No es inmoral la alegría de sentirse vivo y de festejar las campanadas, los minutos, las horas y los días. No es una ofensa a las víctimas. Tampoco lo es la música desenfadada del Año Nuevo en Viena. No les lastima ya a los muertos la alegría de vivir y de valsar. Pero el tradicional concierto vienés hubo de abstenerse de las habituales bromas y de la Marcha Radetzki con aplausos: el Danubio de este año no era azul; los peces ya no beben en el río, mueren en los lodos; todos los ríos y océanos del mundo están contaminados por la conmoción del Índico. A sabiendas, sin embargo, de que el suelo puede todavía temblar bajo nuestros pies y hundirnos en alguna otra tragedia del destino, estamos autorizados a danzar entretanto. Y el vals es danza no menos mística y trascendental que la de los derviches giróvagos, a la que tanto se parece, aunque con “eros”: rotación interminable y vuelta en órbita a semejanza de los astros, espejo o espejismo aquí abajo de los imperecederos movimientos celestiales, eterno retorno en la sabiduría o la inocencia, digna ficción de inmortalidad en quienes se saben o se ignoran mortales.

Pese a la devastadora ola oceánica, la Nochevieja occidental se ha mantenido, en apariencia, indemne y ha brillado con el resplandor de siempre, con esplendor acaso obsceno en las pantallas y los cotillones. La que ha quedado hecha trizas es la Navidad de postal y villancico. La naturaleza no ha cumplido la angélica promesa de paz a los hombres de buena voluntad. Para millones de seres humanos, después del día 25 no ha habido “noche de paz”, ni claro sol, ni cantos angelicales; sólo el ángel de la muerte con guadaña de marea arrasadora. De los villancicos uno tan sólo permanece cierto: “La Nochebuena se viene, se va; y nosotros nos iremos y no volveremos más”.

No volveremos algún año. Pero entretanto, hagamos votos, preces, para que 2005 no conozca maremotos, ni terrorismos, ni guerras; forcemos gobernanzas humanitarias previsoras; y procedamos cada cual con su vecino (y con el lejano y el desconocido) con juego limpio, buen hacer, y sin inferir daños gratuitos. Será entonces un año de bien y de sosiego, que ojalá podamos concluir.