La religión en fragmentos

Share

No es el mundo tan pequeño o tan sencillo como para que en él suceda un solo acontecimiento o proceso cada vez. El universo de los hechos reli­giosos tampoco es simple, ni pequeño. Toda descripción y explicación del tipo de: «lo que ahora ocurre con la religión es que…», ha de reputarse miope y aldeana. En el cristianismo, y no sólo en la religión o las religiones, ocurren muchos acontecimientos a la vez, acontecimientos de distinta escala o magnitud, acaecidos en un mismo lugar o también en diferentes lugares, ubicados en diversos órdenes -superficiales y manifiestos, sub­yacentes y profundos— del espesor de realidad que ellos ocupan.

El estallido de la religión no es, pues, el único proceso al que estamos asistiendo. Como tampoco lo es el generalizado estallido en la cultura, que en gran medida lo está determinando. Fenómenos sociales tan avasalladores como la informatización del saber y de la sociedad proceden en dirección justo opuesta a la que expresa la metáfora del estallido. En religión hay, no menos, hechos tan gruesos como el resurgimiento del fanatismo islámico en lo dogmático y en lo político (Jomeini), el restablecimiento de la ortodoxia y de la disciplina católica (Juan Pablo II), la reaparición del culto de masas al líder religioso (en los dos citados personajes), la proliferación de sectas de todo signo y la pertinaz persistencia de grandes y pequeñas iglesias en sus estereotipos de siempre, ayer quizá repletos de sentido, hoy reducidos a la vaciedad de un ritual, acaso de una burocracia de las almas y de las limosnas.

1. El estallido de la religión

Con la advertencia previa, pues, de que otros acontecimientos religiosos se hallan en curso en el mundo de hoy, y ceñidos, además, al escenario geográfico europeo -de la América Latina y de la angloparlante no podría, ciertamente, decir­se en rigor lo mismo-, el hecho nuevo por analizar aquí, el hecho histórico al que asistimos, es el del estallido o fractura de la religión. Es una metáfora que ha servido de título a un breve, pero enjundioso libro de M. de Certeau y J.M. Doménach: El cristianismo estallado[1] En la metáfora, empero, ellos han introducido una tesis que no va a sostenerse aquí; antes bien, hay que distanciarse expresa­mente de ella: la tesis, bien poco fundada, de que el cristianismo habría pasado a constituir un hecho cultural, una presencia por doquier, y no sólo en las iglesias: su «pulverización» -otra metáfora suya para lo mismo- equivaldría a su «diseminación» sociocultural, hasta el punto de que el lugar contemporáneo de la religión cristiana sería la sociedad entera y no la institución eclesiástica. «El sentido evangélico -llega a decir De Certeau- no es un lugar; se enuncia en términos de instauraciones y sobrepasamientos relativos a los lugares efecti­vos, ayer religiosos, hoy civiles.»

Bien dudosa parece la referida diseminación; y, en todo caso, la explosión o estallido de que se habla a continuación no implica con certeza el resultado de que el cristianismo o la religión quiebran la antigua vasija eclesiástica para derramarse en el ancho espacio de la sociedad civil, de una cultura entonces religiosamente impregnada, sino más bien el efecto de que la reli­gión se fractura internamente, salta a pedazos, se desintegra, y los trozos resultantes de tal rotura sólo en abusiva extensión del término se dejarían llamar todavía «religiosos». Aproximadamente desde el siglo IV de nuestra era -por fijar una periodización convencional y acaso discutible-, por reli­gión se ha entendido cierto bloque, cierta unidad, cierta estructura o configu­ración, que ahora está saltando en piezas. Era la estructura de la religión cristiana, conformada, por lo demás, a partes medias, en los antecedentes moldes de la religión romana y de la fe israelita. En qué consis­tió durante siglos dicha estructura y unidad, a veces más trabada, otras más laxa, lo sabemos suficientemente, pero quizá conviene detallarlo en algún análisis concreto.

Los sociólogos Glock y Stark[2] han efectuado de la religión un des­glose «dimensional» que identifica en ella cinco dimensiones, componentes o factores: el de sentimiento o experiencia religiosa; el de creencia, represen­tación e ideología; el elemento ritual, ceremonial; el componente ético o de consecuencias para la práctica, para la vida. Con independencia del acier­to de dicha categorización -reducida por otros autores a menos dimensiones, incluso a dos: creencia y práctica-, y al margen de la oportunidad o inoportunidad de tal género de análisis, éste sirve para el propósito de hacer patente lo que hasta ahora se ha entendido como estructura de la religión y lo que desde ahora se ve en trance de estallar o quizá haber estallado ya. Durante siglos por religión se ha entendido el bloque compacto de esas referidas dimensiones, las cuales, aunque diferentes, iban juntas cada una con las otras. Cada dimensión, además, aparecía relativamente unitaria, homogénea incluso. En la tradición judeo-cristiana los diez mandamientos formaron bloque; no cabía desenlazar el «no matar» del «no fornicar»; y este bloque ético, o práctico, a su vez, no se podía aislar e inde­pendizar de la dimensión de culto, o de la de creencia.

Una y otra unidad, la de cada una de las dimensiones integrantes de la religión y la que en su conjunta asociación componen, han quedado rotas, pulverizadas. Es, sin duda, la formidable multiplicación de posibilidades, de composturas posibles extraídas del plural repertorio de creencias, gestos, experiencias, prácticas a nuestra disposición en el universo o, más bien, «pluriverso» de la cultura contemporánea, la que permite y determina la quiebra de la unidad cultural llamada religión. Escribe Salvador Pániker:[3]  «De la gran matriz cultural se pueden extraer combinaciones múltiples. Se puede ser a un tiempo anarquista, petimetre y budista, homosexual y cristiano. Se puede ser cual­quier cosa que tenga cabida en el sistema combinatorio de la cultura». Ahora bien, la configuración cultural cristalizada como religión durante milenio y medio no permitía cualquier combinatoria, excluía muchas combinaciones, las repelía como heterodoxas, consistía en un determinado patrón de valores, en una cierta ordenación de las filas y columnas de la matriz cultural. Esa matriz, hoy en día, está a disposición del consumidor, como en un inmenso y abigarrado supermercado de bienes culturales, que puede ser recorrido en cualquiera de sus calles, en cualquier dirección, y del que el individuo puede extraer en autoservicio cualquier combinación. El sentido de la cultura occidental ha venido a ser la posibilidad de transitarla en todos los sentidos.

La quiebra de los bloques compactos de cultura y de sentido es también la quiebra de la religión como unidad social y de significado. No es propiamente su desaparición sin dejar rastro; es su fragmentación, rotura, desinte­gración, dejando, desde luego, muchos restos, añicos sueltos. No está justificado, sin embargo, concebir estos añicos como si ellos todavía siguieran constituyen­do religión. Un búcaro roto ya no es un búcaro. Tampoco una religión rota es una religión; y de los fragmentos resultantes no se puede decir que sean propia­mente religiosos. Cabe quizá llamarles «postreligiosos» a falta de otro vocablo mejor, como término tan sólo descriptivo y más bien provisional, hasta acuñar conceptos más apropiados para su análisis. Cabe llamarles así como al decir: «mira aquí todavía una esquirla del jarrón que ayer se rompió». Sólo que estas esquirlas de la religión recién rota siguen conservando hoy sentido humano y cultural, y -ésta, al menos, es la tesis defendida aquí- no deben ir al montón de los desechos.

El estallido de la religión es, en sí, un hecho histórico de primera magni­tud en nuestra cultura y sociedad; pero la situación a que da paso no es insólita en la historia de la humanidad. A escala de cultura occidental, de los veinte siglos de historia de esta era, es un aconte­cimiento de volumen sólo comparable a lo que podría significar en una sociedad el cuarteamiento y desintegración del Estado. A escala de humanidad, empero, el resultado no aparece tan insólito. Sólo en los idio­mas occidentales que lo tomaron del latín existe el término «religión»; y, como suele ser la regla en los grandes manojos culturales, es muy difícil o del todo imposible hallarle equivalente en otros idiomas ajenos a esa cultura. El griego no conoce una palabra que se corresponda con «religión»; el indoeuropeo, tampoco. Budismo, taoísmo, confucianismo han sido habitualmente conceptuados como religiones; pero, sobre todo en sus momentos fundacionales y en sus tradiciones más puras, no tienen mucho de religiosos: constituyen más bien estilos de sabiduría y pensamiento, de mirada sobre el mundo,  modos de proceder en la vida, modos no tanto de actuar, cuanto de no actuar en vano; y carecen de muchos de los componentes que acá, en Occidente, han resultado esenciales en la consti­tución y persistencia de la religión. La cual, a la vista de los datos de la histo­ria y de la antropología cultural, parece haber sido un invento típicamente romano, judeo-cristiano, y luego islámico, un invento cultural, dentro del cual los occidentales nos movimos, vivimos y fuimos, pero del que comenza­mos a estar fuera o, más probablemente, nos hemos salido ya.

Seguramente es en exceso genérico el aserto sobre el estallido de la religión. Para deli­mitarlo en contenidos más concretos, para su examen en alguna de las piezas religiosas estalladas, veamos a continuación la fractura produci­da en uno de los componentes esenciales de la religión occidental: la desin­tegración del monoteísmo bíblico, de la «monoteología» o teología del Dios uno que en Occidente monopolizó, si no todo, casi todo pronuncia­miento sobre el sentido, lo sagrado, la esperanza y la trascendencia.

2. La quiebra de la teología monoteísta

La monoteología bíblica resolvía de una vez, indivisamente, en un solo paquete ideológico, la totalidad de las cuestiones que mayor vértigo hayan podido causar a la conciencia humana en todos los tiempos. Ella lo reunía y conjuntaba todo: un mito cosmogónico de creación del hombre y de su caída original; una interpretación de la entera historia humana sobre el gozne de Jesús, confesado Hijo y Verbo del mismo Creador del mundo y hombre; una doctrina antropológica y soteriológica acerca de la condición humana, de su sentido trascendente, de la posible salvación o perdición de los hombres; una enseñanza moral que fijaba lo lícito y lo ilícito, lo prohi­bido y lo prescrito; una concepción ontológica general, una doctrina sobre la realidad como transida de misterio, de sacralidad, de espíritu, a veces sobresaltada por el milagro o signo de Dios, y en ciertos momentos oportu­nos («kairós») atravesada de hierofanía, de revelación.

Es en esa indivisa concepción donde se ha producido el estallido; la uni­dad ha quedado atomizada y cada trozo resultante, desarticulado, prolonga su existencia autónoma, pero ahora posteísta ya, postreligiosa. En la unidad de la teología monoteísta se resolvían conjunta e indisociablemente todas las cuestiones: cosmogónicas, antropológicas, soteriológicas, metafísicas, morales. Ahora, cada una ha de ser resuelta por sí misma, al margen de las demás. «Si Dios no existe, todo está permitido», dice Dostoievski por boca de uno de sus Karamazov. Si Dios no existe (la frase a la letra, pero en con­traste a la anterior, reza: «si nada es cierto»), «nada está permitido», replica y contradice Albert Camus[4]. Una y otra inferencia, aún desde la hipótesis ateológica, son inteligibles nada más dentro del marco tra­dicional. La situación post-teísta, tras el estallido de la religión, no se refleja en la una ni en la otra. Más bien consiste en esto: «Exista o no exista Dios, no está resuelto qué es lo permitido y qué lo prohibido».

En el siglo II a.C, el maestro estoico Panecio fijó la triple categoría, luego recogi­da por Terencio Varrón y otros, de: a) una teología natural, o de la naturaleza tal como la capta la razón de los filósofos; b) una teología civil o política, rela­tiva a los dioses y a los cultos de la ciudad; y c) una teología mítica o poética, de los dioses fabulados en los relatos de los poetas. San Agustín, que conoce esa división como muy difundida que estuvo en el estoicismo romano, la examina y, como es muy natural, la repudia en La ciudad de Dios (IV, 12). El sabio doctor y padre de la Iglesia, verdadero padre, como pocos, de la monoteología eclesiástica, no podía menos que repudiar semejante distin­ción y fragmentación. En adelante no había más que una sola, única teología, la bíblica y eclesiástica. No hay otra teología política que la de “la ciudad de Dios” (luego, la «cristiandad», o la «sociedad cristiana», o la «nueva cristiandad» de movimientos nostálgicos recientes). No queda lugar para los mitos y las fantasías de los poetas y los trágicos, cuando ya la Biblia contiene relatos suficientes. La teología agustiniana, como luego la escolástica, y la tridentina, y la vaticana, lo comprende todo, lo compendia, devora y asimila todo, no deja ningún cabo sin atar, ni cuestión sin cerrar.

Pero los cabos y los nudos se han soltado. Hete ahí, mira por dónde, que nos vemos devueltos al estado de la cuestión en Panecio, y que han de afrontarse una tras otra, una aparte de otra, las cuestiones de su triple rúbrica: a) la cuestión de la naturaleza, del mundo, de su orden y racionalidad (o desorden e irracionalidad), de los seres superiores a nosotros que acaso lo habitan, de los demiurgos o creadores, si los hay, que contribuyeron a for­marlo; b) la de los tabúes, normas absolutas o principios sagrados necesarios para la convivencia social civilizada y para la legitimación de un orden (y desorden) dado; c) la de los símbolos, mitos, fantasías, escenificacio­nes, fiestas, juegos, de los que se sirven los humanos para tratar de trascender la prosa cotidiana de la realidad más inmediata.

3. Cuestiones postreligiosas

Nos hallamos, pues, otra vez en el grado cero de una teología o, más bien, posteología natural, civil y mítica, emplazada a afrontar las cuestiones post­religiosas —por llamarlas de algún modo— que ahora vagan desprendidas del tronco de la religión. Son cuestiones independizadas unas de otras, a la espe­ra de ser aprehendidas por el pensamiento crítico y por la imaginación poéti­ca y dramática.

3.1. Posteología natural

La primera familia de tales cuestiones la forman las relativas a la naturale­za o, dicho con ambición mayor, al universo, al cosmos, a su origen y a su desarrollo.

La doctrina teológica de la creación del hombre por Dios, al tener que rendir­se a la evidencia del origen evolutivo de nuestra especie, arbitró recientemen­te una solución de compromiso entre la ciencia empírica y la tesis dogmática creacionista: Dios habría creado al hombre al dar impulso a la evolución de las especies; la creación sería el lado trascendente, metaempírico y metafísico de la evolución, mientras ésta constituiría la apariencia, el fenómeno em­pírico, el lado manifiesto de lo que la fe bíblica enuncia en el concepto de creación por Dios[5]. Respecto al otro momento creador en la doctrina bíblica, el del comienzo del mundo, también los teólogos están dispuestos a aceptar lo que la ciencia descubra, a pulir el dogma hasta dejarlo en armonía con ella; y hasta ha habido momento en que se hallaron dispuestos a conciliar la creación con la existencia de un mundo sin comienzo, de un universo eterno.

Asumido ahora que la ciencia señala un inicio cósmico en forma de gran explosión originaria, apenas hace falta decir que ese Big Bang de la cosmofísica, nada gana y en nada se aclara apelando a un Creador responsable de hacerlo explosionar. La res­puesta de Laplace a Napoleón, inquieto éste por haber oído decir que en el libro de aquél sobre el sistema astronómico no mencionaba nunca al Creador, sigue mante­niendo entera vigencia: «Señor, yo no tengo necesidad de tal hipótesis». Los teólogos, en cambio, para la hipótesis cosmogónica de un Creador, necesi­tan de un artifìcio paralelo al construido para el caso del hombre y del evo­lucionismo: la creación del universo por Dios sería el costado trascendente, metaempírico, misterioso, de lo que, visto del lado de la ciencia física, de la trama empírica, aparece sea como Big Bang, sea con cualquier otro formato que la cosmofísica llegue a evidenciar.

Es ahí donde cabe introducir un razonamiento del que cabe sorprender­se que hasta el presente haya merecido tan escasa o más bien nula atención. Es el razonamiento de que, si en cuanto al origen, al pasado, la creación por Dios no es otra cosa que el supuesto lado trascendente, no ya empírico, de lo que del lado de acá, es primero Big Bang y luego evolución de las espe­cies, en cuanto al futuro, al término, la resurrección de los muertos por obra de Dios difícilmente puede ser otra cosa que el presunto lado metafisico, ya no relativo a nuestra identidad y humanidad empírica, de lo que, visto desde acá, es pura y simplemente muerte, fin del mundo, aniquilación. O para decirlo en términos justo dirigidos a hacer ver la desarticulación de la monoteología: un Dios creador vía Big Bang y vía evolución biológica ofrece muy pocas garantías de poder prometer resurrección y salvación a la raza humana. Parecidamente, poco o nada ofrece para poder fundar una moral o para manifestarse en la historia. La concepción evolucionista del origen de la especie humana y la concepción física del comienzo del cosmos desanu­dan los tradicionales lazos entre estos orígenes -no sólo en su versión tosca, sino también en la versión “conciliado­ra” con la ciencia, ofrecida por teólogos supuestamente progresistas- y las respuestas éticas, antropológicas, soteriológicas que hasta hace poco iban aparejadas al tema de los orígenes y/o al creacionismo. .

La actual imagen científica del cosmos hace también inverosímil la idea de alguna comunicación con el Dios único, con la soberana divinidad de todas las galaxias, y, mucho más aún, la creencia de que su Hijo único haya venido justo a hacerse carne en la mota de polvo sideral que resulta ser nuestro pla­neta. Una representación politeísta o henoteísta, dioses locales múltiples o, respectivamente, una divinidad del pueblo judeo-cristiano, que, sin embargo, no excluye las demás divinidades de otros pueblos, ahora diríamos, de otros planetas, de otras galaxias, se corresponde mejor, en todo caso, con la hechura del cosmos. En vez de hablar de Dios y de sus manifestaciones, queda, si acaso, hablar de ángeles y de sus rumores[6]; como mucho, hablar, según hacía el biólogo evolucionista J.S. Haldane, del dios que rige la Vía Láctea. ¿Cabe en verdad y con sinceridad proceder más lejos de eso? Es de sospechar que una teología natural no da ahora para más.

3.2. Posteología civil

Muy distinto es el género de pregunta peculiar de una teología -respecti­vamente, posteología- política o civil. Esta es la teología de los dioses y de la liturgia de la ciudad, el discurso que se aplica a fundamentar las reglas de la convivencia humana civilizada en principios sagrados e inviolables, a acre­ditar la legitimidad de la autoridad y del orden constituido, y, otras, veces, en nombre de esos mismos principios, a justificar la revuelta frente a la autoridad y el orden. La más reciente teología cristiana, la que formalmente se presenta como teología política y no menos la teología de la liberación, de modo muy preferente, exclusivo casi, se han ocupado en tratar de responder a este género de cuestión. Pero también fuera del marco teoló­gico hay análisis de la estructura y de la práctica política que resaltan la naturaleza esencialmente religiosa de toda teología y de toda relación de poder.

Es la posición sostenida por Roger Debray[7] (1981): la religión equivale a la política y la política, toda ella, es religiosa. Por religión se entiende aquí -en cuanto a la «física» de los procesos- el conjunto de mecanismos de repetición que contribuyen a evitar cualquier desvío respecto al equilibrio de un sistema social dado; y -en cuanto a la representación ideológica- la superstición del grupo, la conciencia y la celebración ceremonial de su iden­tidad, como garantía de su cerramiento, de la pertenencia a él y de la exclu­sión del extraño y de lo extraño.

Por extendidos que estén, la idea y género de análisis que perciben contenidos o formas religiosas por doquier, también y sobre todo en la polí­tica, son harto discutibles. Está claro que toda autoridad y toda sociedad necesita de unos princi­pios de legitimación, de una sociodicea justificadora que a menudo es, en sentido propio, una teodicea. Es patente, además, que, aún en las socieda­des más secularizadas la liturgia civil de las celebraciones oficiales, la retóri­ca de los discursos emitidos desde el poder, las ideologías al servicio ya del orden ya de su subversión, los símbolos que ilustran y a la vez enmascaran las relaciones de poder, desempeñan funciones muy semejantes a las ocupadas por la religión. En la medida, sin embargo, en que dichas funciones aparecen desprendidas de otros componentes religiosos, dislocados de la antigua uni­dad de la religión, constituyen no tanto religión civil -denominación, que sí vale, en cambio, para otros fenómenos (cf. Bellah, 1970; Lübbe, 1981; Fierro, 1982, págs. 283-290)-, cuanto fenómeno postreligioso, cuya corres­pondiente teoría será no teodicea, sino, más bien, posteodicea política.

3.3. Posteología mítica

Queda el área más ancha, la teología mítica o narrativa, dramatúrgica y simbólica, la de las historias, relatos, fantasías, metáforas dramáticas, ins­tantáneas simbólicas que se cuentan, se dicen, se transmiten, creadas por alguien o quizá por nadie en particular, para luego ir de boca en boca, escla­reciendo con alguna incierta luz la insondable tiniebla que flanquea el camino de la vida y el destino humano. El atisbo que permiten estos símbolos y mitos poco tiene que ver sea con las cosmogonías, sea con la polí­tica o con la sociedad civil. En ellos se ventila el lugar de los humanos en el mundo, el sentido y la esperanza de la condición humana, de la vida individual y de la historia universal, a la vez más acá y más allá de sus mediaciones, de sus configuraciones culturales, tribales, civiles y políticas.

Todavía en nuestro tiempo son los poetas, los fabuladores, quienes han forjado o transmitido las más sugestivas historias, que en vano buscaríamos, en cambio, entre los teólogos de oficio, con muestras de agotamiento, reite­rativos en sus imágenes de siempre, aparentemente estériles e incapaces de propuestas verdaderamente nuevas, creativas. Son narraciones y mitos sobre el puesto del “homo” en el mundo, su relación a la realidad y a lo que de sagrado o trascendente hay en ella, y sobre la posibilidad de alguna salva­ción y, por tanto, de alguna no infundada esperanza para el ser humano. Nada hay en ellos semejante al unificado retablo y secuencia de una histo­ria salvífica, abarcando desde Adán hasta el juicio final, según el trazado de la teología bíblica. También este retablo está roto; o, quizá, cambiando de metáfora, se ha quedado como pieza de museo, que contemplamos desde lejos, como obra de una cultura que no es la nuestra, igual que una estela egipcia que relate el juicio de Osiris y el viaje del alma.

La mitopoética de nuestros días, la construcción simbólica de la realidad discurre fuera de la historia bíblica de la salvación. Sus productos no son piezas de auto sacramental, que ilustran momentos de esa historia, ni mucho menos se ordenan en una Divina comedia, drama o gesta de un Dios o de la humanidad bajo conducción divina. Son piezas sueltas, que no nos consta que lo sean de algún rompecabezas o retablo que un día podremos recompo­ner. En el mejor de los casos, pertenecerían a retablos varios, a distintas, no coordinables y acaso incompatibles dramatizaciones de la existencia hu­mana y de su sentido. El fondo sobre el cual aprehender esas viñetas simbóli­cas y mitopoéticas es el de «mito y realidad», o también el de «poesía y verdad», que, desde Goethe, pasando por Heidegger, llega todavía a cierta poética actual que se autopropone como reveladora vía de acceso a lo real (Vivanco, 1957).

Sobre ese fondo, fragmentos postreligiosos o de posteología mítica, vislumbres de sentido de la condición humana y del enigma último de la reali­dad se alumbran en los grandes creadores de mitos contemporáneos. Léase, y por no salir del castellano, a Borges (El Aleph, Ficciones: el punto de vista total sobre el universo, la inmortalidad, la biblioteca infinita, el desdobla­miento personal, el lugar donde los senderos se bifurcan), o a Torrente Ballester (La saga fuga de J.B.: la identidad personal, la multiplicación de sí mismo, las variaciones infinitas del individuo, el más allá de las islas), que coinciden en la final indistinción de historia y fábula. En otro orden, algunos de los mejores narradores en la literatura de ficción (Bradbury, Asimov) nos han dejado relatos que son verdaderas joyas de mitología, sin nada que envidiar a la antigua literatura gnóstica que, entre eones, esferas, celestiales jerarquías, ángeles y demonios, trataba de hacer lumbre sobre el sentido del paso del hombre por el mundo.

Lo que interesa resaltar justo para el actual objeto de análisis -el estallido de la religión- es la desconexión producida entre esos diferentes grupos de cuestiones. Incluso se ha desenlazado el lazo tradicional más firmememente anudado: el nexo entre existencia de Dios y salva­ción de la humanidad. El estallido de la religión y del monoteísmo bíblico en fragmentos significa que muy bien puede haber Dios y no haber, en cambio, salvación, y que acaso, no menos, igual esperanza o «vida eterna» puede caber para los humanos tanto con Dios como sin El.

La primera hipótesis incluso ha sido explícitamente contemplada en la tradición judeocristiana. Para empezar, sólo en época muy tardía del Anti­guo Testamento, en el siglo II antes de Cristo, y nada más en un par de pasajes (Daniel, 12, 1-2; II Macabeos,. 7) emerge de manera clara la creencia en la resurrección. Pero, además, en ciertas declaraciones radicales de fe en Dios o en Jesús, aflora lo que podríamos llamar una puesta entre paréntesis o suspensión teológica de todo lo concerniente a la salvación humana. Es el «aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno, te temiera». Cierto colmo o exceso del amor a Dios es capaz de reconocer y de asumir su trascendente realidad en tanto que independiente de la salva­ción y aún de la esperanza humana. Al «etsi Deus non daretur» («aunque no haya Dios») del cristianismo radical de Bonhoeffer se añade así, como hipótesis desarticulada, suelta, seccionada de la anterior, con existencia propia, y contrariando nuestra esperanza, el «etsi homo non sit salvus» («aunque el hombre no sea salvo»).

Por otro lado, tampoco es posible por más tiempo descartar la conjetura contraria: salvación o esperanza para el ser humano al margen del Dios único. Desde luego, para muchas de las desmitologizadas y descafeinadas representa­ciones teológicas actuales de la vida eterna, maldita la falta que hace el Dios creador bíblico. El principio esperanza de Bloch (1959) da, sin Dios, tanta liberación y autotrascendencia a los humanos como algunas escatologías[8] teoló­gicas, Bultmann y Moltmann incluidos, que se resuelven en un presente o, respectivamente, un futuro de la gracia que por ninguna parte, salvo en palabras, no en hechos, parece alcanzar a la humanidad real, al “homo sapiens” de la historia.

4. La experiencia postreligiosa

La unidad de la religión tenía y tiene perfil claro, contorno determinado, bien definido: de aquí su identidad, su diferenciación. Lo religioso entonces se con­trapone con suficiente nitidez a lo irreligioso; y, consiguientemente, el hombre religioso no se confunde con el irreligioso. Tras el estallido de la religión los contornos dejan de estar tan netos. Ni siquiera se cuenta con criterios suficientes para poder distinguir con claridad lo post-religioso de lo post-irreligioso, con lo cual estas categorías se revelan casi del todo inútiles.

La fragmentación de la religión hace que en la sociedad donde esta rotura se produce la contraposición o diferencia pertinente no sea ya entre religio­so e irreligioso, o entre sus respectivos «post». Las contraposiciones pasan a situarse en dimensiones varias que pudieron antes hallarse englobadas en el bloque de la religión y que ahora adquieren relevancia independiente. Dife­rencias pertinentes, en cambio y entre otros ejemplos, pasan a ser las que existen entre la ya cita­da racionalidad del “principio esperanza”, de Bloch, y la «razón sin esperan­za», de Muguerza (1977); o entre las filosofías hermenéuticas, recolectoras y reconstructoras de sentido (Gadamer, Gehlen, Ricoeur), y las analíticas crí­ticas y desmitificadoras del sentido (Marx, Nietzsche, Freud); o, con mayor generalidad aún, entre el pensamiento del sentido y del significado como término al que remiten los significantes (donde coinciden la hermenéutica, el marxismo, el psicoanálisis y la concepción del signo instaurada por De Saussure), y el pensamiento de los significantes puros, de la escritura o de la voz como mera huella, sin verdad o significado al que aludir, contra toda «metafísica del signo» (así, Derrida, 1971) y contra el llamado «mesianismo del sentido» (así, Rosset, 1977).

Con el estallido de la religión, por otra parte, los elementos emotivos y práxicos que la integraban se disocian de los componentes de representa­ción, con pretensiones cognitivas, referenciales y veritativas, que en otro tiempo hicieron de la religión, en frase de Durkheim (1972), la ciencia de una sociedad sin ciencia. Respecto a los fragmentos postreligiosos más bien carece de sentido preguntar por su valor de verdad, de referencia o de realidad. No sólo la religión y la cultura han estallado; la realidad misma, la experiencia y la conciencia humana de ella, parece haberse desmigajado, y no resulta posible hablar a propósito suyo de una manera unívoca. Qué es realidad, o, también, qué es «materia» -como equivalente, para muchos, de «realidad»- es muy distinto según sea la representación microfísica, corpus­cular u ondular -dos representaciones, además, entre sí irreductibles-, que de ella nos formemos; y aún más distinto según la definamos desde el princi­pio freudiano de realidad, desde el superrrealismo, desde la experiencia sen­sorial bajo la acción de drogas o desde cada una de las visiones pictóricas modernas de la realidad sensible.

Respecto a la realidad a que la religión refiere, bastará citar una observación del psicoanalista Winnicott (1971), que, con pertinencia aún más precisa, puede aplicarse a los fragmentos postreligiosos. Desarrolla Winnicott la teoría del «objeto transicional», de la experiencia infantil tem­prana que establece la transición entre la omnipresencia del solo principio de placer y la introducción del principio de realidad, experiencia original instauradora de una región intermedia entre la pura subjetividad y la objeti­vidad reconocible por todos. En la psicogénesis del niño, ejemplos de objeto transicional suelen ser el osito o conejito de peluche, o asimismo la punta de la frazada que se lleva a la boca. La esencial función del objeto transicional, según Winnicott, es la de iniciar al ser humano en una zona de experien­cia que será siempre importante para él, una zona que no debe ser atacada. A propósito del objeto transicional se establece entre los adultos v el bebé un convenio tácito cuyo contenido es que nunca le será formulada la pre­gunta: ¿es esto ilusión tuya o lo percibes como algo que se te presenta desde fuera?; mientras él, en contrapartida, nunca expresará la exigencia de que las demás personas acepten la objetividad de dicho objeto transicional. Seme­jante exigencia sería enjuiciada por la sociedad como locura.

El propio Winnicott advierte que arte y religión prolongan y desempeñan en la edad adulta el mismo papel de la experiencia y del objeto transicional en la primera infancia. Es un análisis que contribuye a aproximar experien­cia religiosa, respectivamente postreligiosa, y experiencia estética; y, por otro lado, a resaltar la equívoca relación de la experiencia religiosa o postre­ligiosa con la objetividad, con la realidad. El hombre religioso y, mucho más, el postreligioso no puede pretender que todos los demás acepten la objetivi­dad de su imagen del mundo, de su experiencia intermedia o transicional. Eso sería, culturalmente, ya se ha dicho, una locura; no tiene derecho a ello. Pero, en cam­bio, y en contrapartida, sí que tiene derecho a que, en un cierto fuero de privacidad, su experiencia transicional religiosa o postreligiosa no se vea atacada. Esto no significa prohibición o inhibición de la inexcusable crítica racional a la teología, a la religión, la esperanza o al significado, crítica legítima y necesaria en el foro público de la sociedad plural contemporánea. Sólo significa respeto a una experiencia personal psicogenéticamente instituyente de la propia identidad, y acerca de la cual quien la sostiene ostenta algún derecho a no ser preguntado o inquietado en el fuero interno sobre la objetividad o subjetividad de su contenido.

A la religión, tras su rotura, le van a suceder otros hechos humanos para los que no se dispone sino de denominaciones inapropiadas, tomadas en préstamo al pasado: una gnosis, un modo de representación y quizá de conocimiento, que no se identifica con la ciencia, pero tampoco la contradice, sino que se esfuerza por extrapolar sus evidencias, procediendo más allá de ellas (cf. Ruyer, 1974); unas actitudes ante la naturaleza, vista otra vez como algo sagrado y por respetar según hace el movimiento ecologista, y no como algo puramente al servicio del hombre y enteramente sojuzgable por la tec­nología humana; una ética pública de las relaciones elementales de convi­vencia y una ética personal, vinculada a la conciencia de la dignidad propia y constituyente del sentido de la propia existencia; una experiencia o senti­miento, que, por referirse a la totalidad de lo real, bien puede continuar llamándose sentimiento místico.

Mística no es lo mismo que religión. Cuando la crítica ha llegado hasta el final, cuando se ha consumado en sus más extremas consecuencias, puede que la religión no sea ya posible por más tiempo, pero se abren, en cambio, posibilidades nuevas para la mística, para cierta silenciosa mística apasionadamente abrazada a lo real y a su hondura, no a lo superficial. Con estas dos tesis, brillantemente sustentadas por Pániker (1982), cabe sentirse muy de acuerdo, discrepando, en cambio, de su tentativa de colocar la mística más allá del lenguaje de los símbolos y también de su empeño por caracterizarla justo en relación al individuo, a una idiografía del sujeto que me parece obedecer a una concepción romántica más bien ya insostenible. Es preferible la conceptuación de Wittgenstein en su Tractatus (6.44 y 6.4): «Lo místico no tiene que ver con cómo es el mundo, sino con el hecho de que el mundo es. El sentimiento del mundo en tanto que totalidad limitada constituye el elemento místico». Este sentimiento, sin duda, repre­senta uno de los grandes retazos que sobreviven y prosiguen existencia pro­pia tras el estallido de la religión.

Pero allí donde la religión de veras ha estallado, no resulta posible imaginar algún nuevo conjunto o unidad cultural que propiamente la suceda y reemplace. Toda clase de combinaciones y desconexiones se antoja posi­ble. Cabe mística con o sin gnosis, con o sin ética. Cabe, a su vez, una ética dotada de gnosis o de mística, tanto como una ética sumamente pragmática, de andar por casa y andar en sociedad, sin más miramiento que no hacer daño a otros. Puede revelarse otra vez la radical amoralidad de toda gnosis, de toda mística. Las soldaduras, las convergencias ocasionales de unos y otros elementos no están excluidas. Sólo se excluye el carácter forzoso, «religioso», de su unión. No hay perspectiva de ella, no hay barrunto de lo que pudiera ser una nueva religión. De Lutero ha llegado a decirse que fue el último de los creadores de religión, y que, después de él, ni en Occidente ni en Oriente, ha llegado a aparecer una sola idea religiosa de verdad original y creadora (Desroche, 1972, cap. 1). No la ha habido en cuatrocientos largos años. No hay trazas, no se advierten presagios de que vaya a haberla ahora.

Aquí concluyen las posibilidades del análisis. Más allá de ellas queda, desde luego, la eventualidad histórica de la profecía, de la nueva instaura­ción de religión. Pero esta eventualidad permite nada más el comentario de corearla infantilmente, ingenuamente: La religión está desenladrillada. ¿Quién la podrá enladrillar?… ¡El análisis que llegue a hacerlo, buen enladrillador será!

· · · · · · · · ·

Publicado en la serie Pliegos de estraza por Aula Cefor: Madrid, 1984.

 

Referencias

BELLAH, R. N. Beyond belief. Nueva York / Londres: Harper & Row, 1970.

BERGER, P.L. A rumor of engels. Garden City, N.Y.: Doubleday, 1970. (Rumor de ángeles. Barcelona: Herder, 1975).

BLOCH, E. Das Prinzip Hoffnung. Frankfurt: Suhrkamp, 1959. (El princi­pio esperanza. Madrid: Aguilar, 1979).

CAMUS, A. L’homme révolté. Paris: Gallimard, 1951. (El hombre rebelde. Buenos Aires: Losada, 1963).

CERTEAU, M. de, y DOMENACH, J.M. Le christianisme éclaté. Paris: Seuil, 1974.

DEBRAY, R. Critique de la raison politique. Paris: Gallimard, 1981. (Críti­ca de la razón política. Madrid: Cátedra, 1983).

DERRIDA, J. De la grammatologie. Paris: Minuit, 1967. (De la gramatologia. Buenos Aires: Siglo XXI, 1971).

DESROCHE, H. L’homme et ses religions. Paris: Cerf. 1972. (El hombre y sus religiones. Estella: EV D, 1974).

DÜRKHEIM, E. Les formes élémentaires de la vie religieuse. Paris: P.U.F., 1968 (Ia ed. 1912).

FIERRO, A. El proyecto teológico de Teilhard de Chardin. Salamanca: Sígueme, 1971.

FIERRO, A. Teoría de los cristianismos. Estella: EVD, 1982.

GLOCK, C. Y. y STARK, R. Religion and Society in tension. Chicago: Rand McNally, 1965.

LÜBBE, H.  Filosofía práctica y teoría de la historia. Barcelona: Alfa, 1983.

PÁNIKER, S.. Aproximación al origen. Barcelona: Kairós, 1982.

MUGUERZA, J. La razón sin esperanza. Madrid: Taurus, 1977.

ROSSET, C. Le réel. Traité de l’idiotie. Paris: Minuit, 1977.

RUYER, R. La gnose de Princeton. Des savants à la recherche d’une religion. París: Fayard, 1974.

VIVANCO, L. F. Introducción a la poesía española contemporánea. Madrid: Guadarrama, 1957.

WINNICOTT, D. W. Playing and reality. Londres: Tavistock, 1971. (Reali­dad y juego. Barcelona: Gedisa, 1982).

WITTGENSTEIN, L. Tractatus Logico-Philosophicus. Madrid: Revista de Occidente, 1957 (edición original alemana de 1921).

 

· · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · ·

 

[1] París: Seuil, 1974.

[2] Charles Y. Glock y Rodney Stark. Religion and society in tension. Chicago: Rand McNally, 1965.

[3] Aproximación al origen. Barcelona: Kairós, 1982, p. 381.

[4] El hombre rebelde. Buenos Aires; Losada, 1963, p. 154..

[5] Se expone la versión teilhardiana de esta idea en A. Fierro. El proyecto teológico de Teilhard de Chardin.  Salamanca, Sígueme, 1971.

[6] Peter L. Berger. Rumor de ángeles. Barcelona: Herder, 1975.

[7] Crítica de la razón política. Madrid: Cátedra, 1983.

[8] En contexto cristiano “escatología” es la doctrina relativa al destino final de la humanidad y del universo. Por mor de origen etimológico en voces griegas semejantes, el mismo término ha venido a significar, en chusca anfibología, todo lo relativo a los excrementos.