Gnósticos y agnósticos

Share

Estas reflexiones me fueron amablemente solicitadas, y de manera muy directa nacieron provocadas por los términos mismos en que se me pidieron. No está de más, por eso, comenzar por referir cuáles fueron dichos térmi­nos. Una contestación sólo se entiende en relación con la pregunta a la que intenta responder. Esta fue, pues, la demanda, éstas las cuestiones, casi la en­cuesta, a que he tratado de contestar, ciñéndome a ello mucho en el hilo de mis consideraciones:

«Los sin Dios. Cómo viven. Cómo se lo montan para vivir sin Dios. Cómo se puede vivir así, en dónde se deposita el referente de sentido y, además, el reconocimiento del desfondamiento, de la finitud, del cese entrópico. Si es o no posible un ateísmo radical. Qué hay de antiteísmo en ese radical ateísmo, en ese trágico itinerar en paréntesis de caducidad. ¿Es el agnosticismo el resultado insípido de una fruta que no ha recibi­do el sol? ¿Es lo mismo agnosticismo que posmodernidad, o en ésta hay preteísmo, politeísmo, nunca superación de los supuestos estadios anteriores según Comte? ¿Qué diferencia habría entre los sin Dios militantes del pasado, y los sin Dios posmodernos-postriunfales del pospresente? ¿No duele estar sin Dios? Nos gustaría mucho que hiciese este artículo».

Este es el artículo:

No me siento especialmente legitimado para hablar de los «sin Dios» en una documentación que me parece querer recoger tanto o más de testimo­nio, de personal confesión de fe, que de objetivo y distanciado análisis. Si se desea una respuesta testimonial o confesional, cómo se vive sin Dios habría que preguntárselo a ellos, a los que formalmente se profesan ateos, si es posi­ble encontrarlos, porque hoy escasean ya.

Mis / Estas consideraciones no van a ser testimoniales, aunque tampoco es de ocultar que el racional análisis que in­tentan efectuar está hecho desde una banda fronteriza entre el agnosticismo y el gnosticismo, una banda, precisamente, a lo largo de la cual discurre lo que hoy hay de barrunto, de reflexión y de debate acerca del sentido de la vida humana.

La cuestión ya no es Dios

Culturalmente, el ateísmo ha dejado de ser una posición merecedora de ser sustentada en el foro público. Incluso profesarse agnóstico ha perdido el interés y hasta la significación cultural que todavía tuvo a mediados de siglo. Difícilmente podemos ahora imaginarnos a Tierno Galván distrayendo sus ocios para escribir un militante librito de apología del agnosticismo, como el suyo de casi ayer, de 1975, y ya entonces nacido rezagado. Atarearse en ar­gumentar que no hay Dios (ateísmo), o que no podemos demostrar ni su existencia ni su inexistencia (agnosticismo), es una actividad en la que hoy sólo se ocupan algunos filósofos analíticos, sin darle, por lo demás, a la cues­tión mayor importancia que al célebre tópico de «lucero de la mañana / lucero de la tarde» y a los habituales enredos semióticos o lógicos en que ellos ejer­citan el oficio.

En la experiencia cultural de nuestro tiempo, Dios ha pasado a ser un emblema, un significante, un mitema, no particularmente importante, a dis­posición de quienes quieran servirse de él. En el vasto universo de los valo­res, de los bienes simbólicos y de los fines que pueden animar y dotar de sentido la vida del hombre de nuestros días, Dios es un valor, no el supremo valor, ni tampoco el más frecuentemente invocado.  Hace algún tiempo confeccioné un repertorio de 60 enunciados, todos originalmente con el nombre de Dios, en distintos usos y juegos de lenguaje religioso en que este nombre puede aparecer. He utilizado ese repertorio en distintos estudios empíricos para averiguar qué significado da o reconoce la gente al lenguaje religioso. En uno de esos estudios, con una forma breve del mismo, de sólo 20 enunciados, 54 universitarios de ambos sexos recibieron la lista faltando la palabra «Dios» en cada frase, y debían, en el hueco, poner alguna palabra que diera sentido no sólo a una u otra frase, sino a la lista en­tera. Pues bien, la palabra con más frecuencia colocada fue «libertad» (20 su­jetos), luego «amor» (14 sujetos), luego otras; y, para llenar aquellos enuncia­dos inequívocamente relativos a un soberano valor, donde, además, en la originaria redacción de quien los había preparado, el repertorio entero, por todos sus huecos, estaba clamando por el nombre divino para ser colmado de manera apropiada, sólo dos de los encuestados colocaron ese nombre. Así pues, hoy en día, Dios no aparece más dador de sentido que otras fuentes de significado. Son pocos quienes le colocan en el lugar del supremo valor. En el discurso culturalmente vigente, Dios ha pasado a constituir un va­lor sígnico, del que pueden servirse por igual agnósticos y cristianos para querer significar algo, o para comunicarse acerca de algo.

Tómense las pági­nas de El País a lo largo de un mes entero. El nombre o las señas de Dios se encontrarán más a menudo en los dibujos de Máximo y en las columnas de Umbral o de Vázquez Montalbán que en las páginas de religión y de igle­sia. Estas hablan de obispos, de escuela católica, de aborto, de Wojtyla, no de Dios.

La polifonía del sentido

No hay actualmente ateísmo radical militante. Pero no lo hay al mismo tiempo que ha desapa­recido el monopolio teologal (y no sólo el monopolio eclesiástico, o el teoló­gico) en la determinación y la interpretación del sentido. Hay otros referen­tes, otras dimensiones de sentido, que no pasan en ningún modo por Dios, ni por sus aledaños. Esto lo sabía ya Bonhoeffer, de quien han quedado en la teología posterior algunos pronunciamientos radicalmente secularizados, pero se han olvidado espléndidas afirmaciones sobre la polifonía de los senti­dos de la existencia y sobre la necesidad de recobrar los dioses de Grecia. Esto lo razona muy cumplidamente José Jiménez en un reciente libro, al re­saltar la pluralidad de los sentidos de la vida, correspondiente a la multiplici­dad de las esferas de actividad humana. La pregunta por el sentido, como si fuese único, por un sentido englobador y unificador, es una pregunta ya de antemano marcada por nuestra tradición cultural, y para la que, desde luego, no hay respuesta más que en Dios o en algún absoluto que se le asemeje. No tanto en la respuesta, en la pregunta misma se está produciendo una mudan­za cultural, que nos permite interrogarnos no por la monodia, sino por la polifonía -y, aún mejor diría, por la dodecafonía y la atonalidad- del sentido.

A la pregunta, pues, de «cómo se lo montan para vivir sin Dios», se le puede dar la vuelta en esta otra: dada la multiplicidad de los valores y de los significados disponibles, cómo se las arreglan los creyentes radicales para concentrarlo o coordinarlo todo en Dios. Debe reconocerse que el Dios bí­blico da mucho de sí. Por sí solo constituye todo un mundo de sentido, den­tro del cual cabe perfectamente lo de «en él nos movemos, vivimos y so­mos». Es más, cabe conjeturar que del Dios bíblico no se lle­ga nunca a salir del todo, si es que alguna vez se ha estado en él. La expe­riencia judeo-cristiana es un continente demasiado grande para poder emi­grar de él, por mucho que uno camine y se extravíe. Cuando ha sido vivida y apurada a fondo (otra cosa es haber pasado por un colegio de monjas), quizá es ya por siempre inolvidable y, de veras, «imprime carácter», como algunos sacramentos. Hasta ahí, desde luego, para quien en serio alguna vez haya vi­vido con Dios, con el Yahvé del Antiguo Testamento y con el Padre de Je­sús, ciertamente debe resultar imposible llegar a vivir sin Dios; y resultar di­fícil incluso comprender cómo otras personas pueden vivir sin él.

No estamos bajo sol bíblico

El caso es que hay hombres, numerosos hombres, incluso entre los ofi­cialmente creyentes y practicantes, que realmente viven sin Dios, habitan fuera de la experiencia del Dios bíblico; y que ese enorme mundo de sentido desplegado por la concepción judeo-cristiana es nada más una parcela del universo sígnico contemporáneo, una parcela, además, no fácilmente accesi­ble desde la experiencia ordinaria del hombre occidental de nuestros días. No recabaré argumentos en las siempre cómodas fuentes marxistas y en los tópicos sobre superestructura (ideológica, religiosa) e infraestructura (modo de producción). Verdad es, de todos modos, que la experiencia bíblica co­rresponde a un modo de producción que ya no es el nuestro. Sin ir tan lejos, Manuel Vicent, en una apasionante serie de reportajes sobre Palestina (El País, junio de 1984) acaba de contar cómo bajo aquel sol de desierto, o en la deprimida cuenca del Mar Muerto, abres los ojos -o los cierras, da lo mis­mo- y te topas de bruces con el ángel de Yahvé. Y, no ya en reportaje, sino en ambicioso y voluminoso análisis antropológico, Mariano Corbí ha mostrado cómo la experiencia religiosa siempre y necesariamente se articula, aunque no se identifica, con una experiencia axiológica, de valor, que, a su vez, tiene su origen en algo tan material como las operaciones del grupo para poder so­brevivir y para mantenerse alejado de la muerte.

Pero no estamos bajo el sol palestino, en las rocas de Qumram o en las orillas del Tiberíades; y no nos encontramos ya con el ángel de Yahvé, o con Jesús resucitado paseando por la arena. Nuestras actividades para alejar la muerte se parecen poco a las de sus seguidores pescadores de peces y de al­mas. Estamos sin noticias del Dios bíblico; estamos sin experiencias pascua­les. Tuvimos noticias de él, seguramente, y acaso podamos conservarlas fres­cas, pero nos faltan nuevas de él desde hace tiempo.

En esa circunstancia, Yahvé, el Dios único, ha vuelto a ser Elohim, pu­ñado de dioses, desovillándose otra vez el proceso que desde los varios dio­ses y baales (Elohim, nombre divino, como denominación de una colectivi­dad, de la pluralidad reunida de las divinidades) había concentrado la reali­dad divina en el Señor del Sinaí (Yahvé: «yo soy el que soy», o «seré el que seré»). Los muchos atributos concentrados en el Dios bíblico -el legislador del decálogo y el liberador del éxodo, el Padre de Jesús y el juez que condena a fuego eterno la divinidad que vigila el orden moral y la que otorga su gra­cia a quien le place- empiezan a desenlazarse unos de otros. Podemos confesar unos y renegar de otros. La monoteología judeo-cristiana está rota en fragmentos; y las figuras divinas, sagradas, de ángeles y de hierofanías, así emergidas, como piezas de los restos del inmenso Yahvé, así independizadas, vuelven a reingresar en el común panteón de los muchos dioses, de los muchos valores y de la multitud de los significados.

Dios crucificado, dioses recostados

La percepción de lo sagrado emerge hoy, al margen del Cristo, también en aquellos que, desde la profesión de fe bíblica, han de ser tildados de ag­nósticos o ateos, porque ciertamente no tienen a Yahvé.

Sea ahora citar una bella página religiosa -sí, religiosa- de Pablo Neruda, bajo el título «los dioses recostados», que figura en su libro de memorias, en el capítulo de un viaje por la India: «Por todas partes las estatuas de Buda, de Lord Buda… Las severas, verticales, carcomidas estatuas con un dorado como de resplandor ani­mal, con una disolución como si el aire las desgastara… O bien las yacen­tes; las inmensas yacentes, las estatuas de cuarenta metros de piedra, de granito arenero, pálidas, tendidas entre las susurrantes frondas, inespera­das, surgiendo de algún rincón de la selva, de alguna circundante plata­forma… De alguna manera pensamos en los terribles Cristos españoles que nosotros heredamos con llagas y todo, con pústulas y todo, con cicatrices y todo, con ese olor a vela, a humedad, a pieza encerrada que tie­nen las iglesias… Esos Cristos también dudaron entre ser hombres y dio­ses… Para hacerlos hombres, para aproximarlos más a los que sufren, a las parturientas y a los decapitados, a los paralíticos, a la gente de iglesias y a la que rodea las iglesias, para hacerlos humanos, los estatuarios los dotaron de horripilantes llagas, hasta que se convirtió todo aquello en la religión del suplicio, en el peca y sufre, en el no pecas y sufres, en el vive y sufre, sin que ninguna escapatoria le librara… Aquí no, aquí la paz llegó a la piedra… Los estatuarios se rebelaron contra los cánones del dolor y estos Budas colosales, con pies de dioses gigantes, tienen en el rostro una sonrisa de piedra que es sosegadamente humana, sin tanto sufrimiento… Y de ellos mana un olor, no a habitación muerta, no a sacristía y telarañas, sino a espacio vegetal, a ráfagas que de pronto caen huracanadas, con plumas, hojas, polen de la infinita selva…».

Me pregunto en qué este texto de agnóstico difiere de la escritura mito-poética de Torrente Ballester, en su grandiosa Saga fuga de J.B., donde en una trama fascinante mezcla mitologemas cristianos -de santos, de obispos, de reli­quias- con cifras paganas y panteístas: de omnipresencia y de esplendor de «eros»; de la repetición, del retorno y de la reencarnación de las identidades personales; de la superación del tiempo y de la levitación de una ciudad ente­ra sobre el espacio. No hay más espesor de Dios bíblico en esta novela gnóstica -de un gnosticismo cristiano, si se quiere- que en la página búdica del poeta agnóstico.

Cifras gnósticas

Es en modalidades varias de gnosticismo donde confluyen muchas de las tentativas de desciframiento de sentido en el momento presente. Es un gnosticismo a veces con tintes racionales, fáusticos, de especulación deli­beradamente atrevida, aunque también apoyada en la moderna concepción científica del universo, como la «gnosis de Princeton» descrita por Raymond Ruyer. Otras veces adquiere tonalidades metafísicas, como en las más enigmáticas ficciones de Borges, debatiéndose con el sentido de lo infinito, del tiempo y de la inmortalidad, del punto de vista total sobre las cosas, de los entrecruzamientos y bifurcaciones de la vida, de la historia como fantasía y de la fanta­sía como realidad. Puede también revestirse de contenido antropológico y soteriológico, de gnóstica sabiduría sobre cómo llegar a ser hombre, a lobo estepario o a Siddharta iluminado, y cómo llegar a morir reconciliado, abra­zando a la muerte en el abrazo mismo con que se adhiere a la vida, según hace la obra novelística de Hermann Hesse. Los mitemas, además de cristianos, pueden ser de todo: islámicos, hin­dúes, budistas, de antroposofía, en una abigarrada mitoteosofía como la que planea sobre el superior estrato de escritura de Octubre, octubre de José Luis Sampedro. O la mitología tomar el ropaje de la novela futurista de ficción, como en los personajes, antropomorfos o no, de Ray Bradbury, que son equivalentes de los ángeles, «daímones» y «devas» de las religiones tradicionales, genios divi­nos de segundo orden en un espacio galáctico donde no hay un solo Señor de primer orden. Bajo apariencia y símbolos de cohetes interestelares, viajes a través de la cuarta dimensión y espíritus pensantes sin apenas material so­porte, esta mitopoética futurista constituye, en realidad, una exploración y dilucidación en honduras tan típicas del pensamiento religioso como la sal­vación, la humanidad y dignidad del hombre, el significado de su vida, de la epopeya histórica, de su sudor y de sus lágrimas.

El recorrido por otras escrituras de nuestro tiempo ofrecería hallazgos parecidos. Valga de muestra cierto género de psicología, la de Maslow, Fromm o Rogers, que no goza de mucho crédito científico, pero sí del favor de teólogos y apologetas, que la invocan mucho cuando se aplican a cantar la profundidad sin fondo del psiquismo humano. En esa psicología hay absolu­to, hay trascendencia, hay sentido de la vida, hay «experiencias cumbre», hay gnosticismo —si se da por buena esta etiqueta general—; pero no hay mono­teísmo, no hay Dios bíblico.

Discursos de la in-significancia

La cuestión ha dejado de ser teísmo/ateísmo. Es ésta una bipolaridad que culturalmente se ha hecho poco pertinente. En vez de ella está emergiendo la dimensión bipolar agnosticismo/gnosticismo, entendiendo aquí por gnosis toda arte de representación de lo real, que, más allá de la ciencia y de la ra­cionalidad válida en ella, trata de hallar direcciones de sentido para la vida humana. Es, pues, la dimensión donde el polo del sentido (o los sentidos) queda frente, en contraste, al polvo del vacío del sentido. La pregunta: ¿se puede vivir sin Dios?, queda entonces mudada en esta otra: ¿puede vivirse sin sentido?

Seguramente es una hazaña más que humana vivir al margen del sentido, de todo género y variedad de sentidos. Pero algunos discursos de la moder­nidad (o de la posmodernidad) consisten justamente en razonar, si no la po­sibilidad, sí, desde luego, la necesidad, la imposible «necesariedad» de vivir extrañados del sentido. De eso versa el discurso de la «gramatología» de Jacques Derrida, de sustituir la noción de signo por la de mera huella o traza, de romper con toda la metafísica del «logos», de la significación, del signo y del sentido: sí, hay huellas en el mundo, en la cultura, hay letra, hay escritura, hay marcas y registros de memoria; pero nada de esto refiere a un significa­do más allá. De eso también versa el tratado de Clement Rosset sobre «la idiocia», sobre la singularidad: lo real es insignificante, carece de significación; en él todo es camino y nada, por tanto, es camino, justo por exceso y confusión de los caminos; lo real no aloja en sí ningún secreto, ningún sentido, nada que ocultar, nada que desvelar; la búsqueda de sentido es propiamente persecu­ción de una nada.

De todas las maneras, una cosa es vivir y otra filosofar. La efímera ola de filosofías sobre el vacío de sentido no garantiza que de veras haya vida humana sin sentido. Digo lo mismo de otras filosofías del “sin”. Ciertamente re­sulta tentador contraponer la «razón sin esperanza» de Javier Muguerza a la racio­nalidad del principio esperanza de Ernst Bloch. Pero en la ética de Muguerza hay mucha más esperanza de la que el título, acaso por filosófico pudor, se atre­vió a profesar. En el propio Rosset, tras la implacable demolición de los mesianismos e ilusionismos filosóficos del sentido, emerge un final elogio de la alegría, como amor a lo real, en su absoluta gratuidad e idiocia, al que no cuadra mal la calificación de «místico» (y no por casualidad en ese elogio lle­ga a citar a Silesius: «la rosa existe sin por qué»), y que se aparece mucho, desde luego, a la aproximación a lo real y al origen radical, que Salvador Pániker di­buja como mística, más allá, también él, de la mediación, de los signos y los símbolos.

¿Será entonces el sentido, y no Dios sólo, una cifra no imprescindible de lo real? ¿Serán el sentido, la esperanza, la voluntad de trascendencia, equívo­cos rodeos en el trato con la realidad? Por otra parte, ¿somos menos teólo­gos, menos teístas, si en vez de Dios, con tanta y la misma pasión hablamos de “sentido” o de “realidad”?

No es fácil, pues, ser ateo. Ni tampoco se presenta fácil identificar, entre nuestros contemporáneos, a los ateos no ya del «theós» bíblico, sino de la es­peranza o del sentido. En esto, la bipolarización gnosis/agnosticismo no se­para a unos hombres de otros, sino, más bien, nos atraviesa a todos por dentro, cruza el interior de nuestro corazón y de nuestra conciencia racional de europeos fin de milenio.

Tiempo de fe, tiempo de descreimiento

He tratado de dibujar la franja, entre gnóstica y agnóstica, que me parece ser la patria (o el exilio), no diré del intelectual, sino sencillamente del ciuda­dano inteligente que circula por este fin de milenio con ojos abiertos. Los ciudadanos cristianos que están despiertos —no en vano se citó a Torrente Ballester— también andan en trato con la gnosis, y el fenómeno, por eso, abarca mucho más que a los típicos librepensadores herederos del ateísmo y del ag­nosticismo decimonónico.

Se ha delineado esa franja con muchos jalones de citas para flanquearla me­jor y para dar a estas consideraciones autoridad, refrendo y grosor de una vi­gencia cultural, objetiva, que con mucho rebasa los límites de unas posicio­nes personales. Para acabar todavía con una larga cita y un estrambote, va a tomarse ahora del archivo bíblico, en el que, desde luego, hay de todo, y también lo hay para nuestra presente circunstancia. Para esta circunstancia, de lo más digno de ser releído en la Biblia es la literatura sapiencial. De eso va el texto: «Todo tiene su tiempo. Todo cuanto se hace bajo el sol tiene su hora. Hay tiempo de nacer y tiempo de morir… tiempo de herir y tiempo de curar… tiempo de llorar y tiempo de reir… tiempo de guardar y tiempo de tirar… tiempo de callar y tiempo de hablar, tiempo de amor y tiempo de aborre­cer, tiempo de guerra y tiempo de paz» (Eclesiastés 3, 1-10). Hay tiempo de creer y tiempo de descreer, tiempo de orar y de blasfe­mar, tiempo sagrado y tiempo profano, tiempo de Dios y tiempo de hom­bre, tiempo de aproximar el Cristo en cruz a los que sufren y tiempo de acer­carse a la sonrisa y al sosiego del Buda, tiempo de gnosis y tiempo de agnos­ticismo, tiempo de trascendencia y tiempo de realidad idiota, tiempo de espe­ranza y tiempo de razón en desespero, tiempo de sentido y tiempo de nada. Esta es una vieja (¡bíblica!) y nueva (¿posmoderna?) sabiduría de vida que re­duce en mucho la distancia entre vivir con y sin Dios.

-Escrito en 1995-

Autores citados

BONHOEFFER, DIETRICH. Resistencia y sumisión, Barcelona: Ariel, 1969.

DERRIDA, J. De la grammatologie. París: Minuit, 1967. (De la gramatología). Buenos Aires: Siglo XXI, 1971).

JIMENEZ, JOSE. Filosofía y emancipación. Madrid: Espasa-Calpe, 1984.

BLOCH, E. Das Prinzip Hoffnung. Frankfurt: Suhrkamp, 1959. (El principio esperanza. Madrid: Aguilar, 1979).

CORBI, M. Análisis epistemológico de las configuraciones axiológicas humanas. Sala­manca: Ediciones Universidad Salamanca, 1983.

FIERRO, A. La religión en fragmentos. Aportación al análisis de una sociedad postre-ligiosa. Madrid: Cefor, 1984.

NERUDA, PABLO. Confieso que he vivido. Barcelona: Círculo de Lectores, 1974.

ROSSET, C. Le réel. Traite de l’idiotie. París: Minuit, 1977.

TIERNO CALVAN, ENRIQUE. ¿Qué es ser agnóstico? Madrid: Tecnos, 1975.

MUGUERZA, J. La razón sin esperanza. Madrid: Taurus, 1977.

PÁNIKER, S. Aproximación al origen. Barcelona: Kairós, 1982.

RUYER, RAYMOND. La gnose de Princeton. Des savants à la recherche d’une religion. París: Fayard, 1977.