Gloria a los no vencidos
Gloria a los no vencidos
[julio 2005]
Hay un patio de mansión en Londres con un singular grupo escultórico: un soldado vencido que reposa en el regazo de un ángel. El grupo lleva una inscripción latina: “¡gloria victis!”, gloria a los vencidos. Lo hizo forjar un caballero perdedor (dicen que de su esposa que se marchó con el mejor amigo). Al escritor -y recordado antiguo compañero- Ramón Saizarbitoria, le debo el conocimiento de esa escultura, al parecer, y sin embargo, no tan singular, pues existen otras semejantes al menos en París y en Burdeos.
La sentencia latina se opone a la del “¡vae victis!”, cruelmente verdadera en la historia: ¡ay de los vencidos! En efecto, a los vencidos ni siquiera les asiste el derecho de haber tenido la razón. La historia la escriben los vencedores. Por eso Hamlet le pide al fiel Horacio que le sobreviva para narrar su historia: “Yo muero y tú has de vivir. Explica mi conducta y justifícame”.
El soldado vencido que descansa sostenido por el ángel es el antitipo de la imagen y estatua del vencedor: en Londres, el almirante Nelson, en pie a cien metros de altura sobre la columna de Trafalgar Square. Es también Saizarbitoria, donostiarra de una estirpe no victoriosa, pero tampoco derrotada, quien declara preferible la dulzura de hallarse en brazos del ángel de la derrota a la incomodidad de erguirse en pie e inmóvil en pose de triunfador.
La picaresca española introdujo la genial novedad de colocar de héroe al antihéroe, al que se busca la vida como puede. El pícaro no es triunfador, pero tampoco un derrotado. Y Don Quijote tampoco es jamás un vencido, aunque tantas veces perdedor. La mejor tradición literaria de nuestro Siglo de Oro enlaza con la narrativa actual de perdedores y antihéroes, que concede inusitado prestigio al perdedor y a la derrota.
En el deporte ha habido que forjar lemas para animar a entrar en la alta competición, aunque no se llegue al triunfo. Así, el de que “lo importante es participar”. O, también, el de que el aprendizaje más difícil en cualquier deporte es el de aprender a no ganar. En efecto, sólo uno se alza a lo más alto del podio; sólo un equipo se lleva a casa el galardón. Fue el himalayista Emery, creo, quien acuñó el lema de “luchar, buscar y no rendirse”. Capitanes y héroes de la resistencia han dicho siempre tras la batalla de suerte adversa: antes muertos que derrotados; no nos destruirán.
Las metáforas de la guerra y de la competición deportiva no debieran prevalecer como analogías para las vicisitudes de la vida. ¡Qué triste es eso de vencer, ganar! ¿A quién, a quiénes? No todo es competir, ganar, perder. No siempre hay enemigo o adversario. Nuestra existencia discurre no entre victorias y derrotas, sino en zonas más templadas, nada épicas, de la experiencia: entre logros y malogros, aciertos y desaciertos. Discurre casi siempre, además, en la “aurea mediocritas”, en la medianía, una medianía, sin embargo, posiblemente digna, dorada, gloriosa. Es la gloria de la dignidad y la decencia, aquella con cuya mención se cierra La Peste, de Camus, cuando dice haber escrito la crónica de unos hombres y mujeres que no se resignaron a la peste y que, no pudiendo ser santos, se esforzaron por ser médicos. Es el mayor elogio que conozco a la ética de la mujer y del hombre común y, sin embargo, digno y, por eso, nada común, no mediocre.
Es elogio que ha de extenderse a la estética, a la creación, y que alcanza a artistas y artesanos con talento -y hasta sin él- que constituyen la gloriosa infantería de la historia en la poesía y la música, en la prosa y el pensamiento, en las ciencias y en las artes. La cronología les ha jugado una mala pasada a no pocos, que han permanecido en la sombra por mor de contemporáneos geniales. El ilustre Feuerbach ha pasado a la historia de la filosofía como un secundario, emparedado entre gigantes, entre su maestro Hegel y su debelador Marx. El notable Michael Haydn se ha quedado en músico de tercera fila por la cercanía de su hermano, el inmenso Franz Joseph. Y el valioso Salieri, ahora cargado con la atribución dramática de presunta envidia ante Amadeus: su talento, aun sin resistir comparación con el divino Mozart y con otros grandes de la Viena de fines del XVIII, hubiera brillado, en cambio, en cualquier otro lugar o tiempo.
Algún día habrá que rendir homenaje a todos los Salieri que en la historia han sido, a aquellos que, sin talla de genios, han mostrado, sin embargo, inteligencia y dignidad acreedoras al respeto y a un monumento sencillo, quizá no sobre columna de cien metros, mas sí en la intimidad de un patio y con la asistencia de algún ángel.
En días de “gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres”, cabe invocar otro canto: gloria también, y no paz sólo, ni únicamente en los cielos, sino en la tierra, a ras del suelo, a las mujeres y a los hombres de tanta dignidad, a todos aquellos que, sin haber sido victoriosos, permanecieron, empero, no vencidos; y a aquellos que, no pudiendo ser genios, héroes o santos, se esforzaron por ser artesanos, enfermeros, maestros, trabajadores, y no se resignaron a la peste.