“Salud mental” a revisión
Las “enfermedades mentales” ni son enfermedades, ni son mentales. Está sujeto a discusión si se puede hablar siquiera de trastornos mentales o de conducta. Y hasta puede dudarse de la expresión “salud mental”, que aquí se todos modos se entiende como “salud comportamental”: un conjunto de patrones de conducta, de personalidad, “sanos”, “maduros”.
Salud (comporta)mental: un modelo conceptual
Revista de Psicología general y aplicada (2000), 53, 147-164]
1. Introducción: para una ciencia de la salud mental
«Si damos con un criterio objetivo, inherente a los hechos mismos, que nos permita distinguir científicamente la salud de la enfermedad en los diversos órdenes de fenómenos sociales, la ciencia se encontrará en condiciones de iluminar la práctica sin traicionar su método propio». Así escribía Durkheim (1895 / 1978, pág. 70) hace más de cien años en un escrito titulado «Reglas relativas a la distinción de lo normal y lo patológico». Su propósito y enfoque eran sociológicos, en el marco de una sociología empírica que justo él contribuyó a crear; y aun así no tuvo reparo en sostener que es posible un acercamiento de ciencia empírica a nociones tan ideológicas y escurridizas como las de «anomalía» y «patología».
El propósito y enfoque de estas páginas es afín, aunque en otro orden de análisis, no de sociología, sino de psicología. Es discutir qué es «normal» y qué no lo es en el comportamiento humano. Se argumenta en ellas que la suposición y la idea misma de una Psicopatología científica sólo es sostenible en contraste con una Psicología -más básica- de la «salud mental». Y se traza a grandes rasgos su perfil como «salud comportamental». Se propone no ya sólo un concepto acerca de ésta, sino una red conceptual que permite dar cabida a datos, categorías y principios ampliamente admitidos hoy en Psicología. El perfil así trazado cuenta a su favor con suficiente evidencia empírica. Pero su presentación aquí es a título de propuesta conceptual y teórica, derivada, sí, de hallazgos empíricos, pero sobre todo dotada de poder heurístico, de capacidad de guiar la investigación en este campo.
El bosquejo que va a perfilarse no es reproducción de propuestas anteriores, aunque desde luego es deudor de algunas de ellas, como no podía ser menos. La tarea no puede ser ahora, un siglo más tarde, exactamente la de Durkheim. No puede ser tomar por vez primera unas nociones de lenguaje ordinario y de percepción común, las de lo «anómalo» y lo «sano», para tratar de refinarlas y contrastarlas con algún rigor de ciencia. Las nociones relevantes llegan hasta nosotros muy fatigadas ya: no son ingenuas o espontáneas, antes bien, llevan las huellas de anteriores esfuerzos de trabajo conceptual y de análisis científico. A lo largo de los más de cien años de su existencia, la Psicología no ha dejado en manos del sentido común y del juicio popular el dictamen para identificar, caracterizar y explicar los trastornos psicológicos, mentales o de comportamiento. De hecho ha confiado esa tarea a una disciplina científica, a la Psicopatología; y éste es el punto de partida de las consideraciones que siguen.
La Psicopatología, sin embargo, se ha ocupado sobre todo de trastornos específicos y no tanto, apenas, de la disfunción psicopatológica en su naturaleza general. A ella los tratados se limitan a dedicar algún párrafo o epígrafe introductorio. Aun entonces, además, toman como objeto de análisis, de construcción teórica y de modelos explicativos, precisamente el extremo de lo disfuncional o psicopatológico. No suelen atender, por sí misma y en sí misma, a la «salud mental». Esta, en consecuencia, sólo es contemplada en modo implícito y por contraste con el lado negativo, el de lo psicopatológico.
Los materiales sobre los que va a operar el análisis de este trabajo son nociones de curso corriente en Psicopatología. Y en relación con ello se enuncia un primer postulado: si a la Psicopatología se le reconoce rango de disciplina científica, en buena lógica, por iguales razones y con idéntico estatuto epistemológico, se debe igual reconocimiento al estudio y análisis de la salud mental. Reivindicar este carácter científico no es pedir para ese estudio la creación de alguna nueva disciplina psicológica. Ya es bastante con una de las clásicas, como la psicología de la personalidad, o alguna otra más reciente, como la psicología de la salud, donde tal estudio encuentra perfecto acomodo. En absoluto se está preconizando, pues, una nueva rama disciplinar con el título de Psicología «de la Salud Mental» o «de la Personalidad Sana». El postulado referido se limita a resaltar la necesidad de un capítulo de investigación y teoría sobre la salud mental dentro del ámbito de la Psicología.
2. El trastorno mental: cuestiones críticas
A la Psicopatología se la considera científica pese a los juicios de valor que encierra por doquier. Uno de sus problemas precisamente está en el modo de articulación de tales juicios de valor con los juicios de ciencia. Por eso mismo conviene destacar desde el comienzo que se trata aquí de pergeñar conceptos descriptivos y con anclaje empírico, y no valoraciones dictadas desde alguna ética o estética del comportamiento. Pero es preciso reconocer una circunstancia que puede dar lugar a confusión: en estos asuntos los juicios de ciencia toman como objeto a juicios y discursos morales, ideológicos o de valor. Cualquier análisis del patrón de comportamiento psicopatológico en su naturaleza general y, en el polo opuesto, cualquier análisis de la salud mental, por científico y objetivo que pretenda ser, no puede omitir la consideración de valoraciones sociales e individuales. En consecuencia, la descripción y teoría de la salud mental se mueve, no menos que la Psicopatología entera, en el difícil y delgado filo que separa a la ciencia de la ideología: en un terreno donde los juicios y prejuicios de valor vigentes en la sociedad constituyen material imprescindible del quehacer científico mismo. Dicho en términos técnicos: constituyen «lenguaje objeto» sobre el que, en «metalenguaje», diserta una ciencia del comportamiento.
2. 1. Valoraciones sociales y análisis de ciencia
Lo que la sociedad y el propio individuo juzgan como alterado o, por el contrario, correcto y sano, es materia prima y elemento de juicio para cualquier otro juicio, científicamente elaborado, sobre la salud mental y sus trastornos. Reconocerlo así conduce a relativizar el doble concepto de lo sano y lo psicopatológico (o lo «normal» y lo «anómalo»). Obliga a resaltar que sus concretas figuras de contraste -qué es normal y qué anomalo aquí y ahora- varían y dependen según culturas, épocas y contextos sociales. Ahora bien, el carácter relativo de una construcción conceptual no autoriza a su desmantelamiento indiscriminado. En general, todos los constructos de las ciencias antroposociales son de carácter relativo, no absoluto. Pero eso no justifica deshacerse de ellos. Casi era ayer cuando a sus anchas campaban críticas devastadoras, sin matices y planas, de los conceptos psicopatológicos y psiquiátricos. Hoy en día, sin parecer por ello ingenuo o ideológicamente reaccionario, cabe ya profesar abiertas reservas frente a esas críticas antesdeayer en boga y formular juicios más matizados.
En los años 60 obtuvo fortuna el rechazo radical de la noción no sólo de «enfermedad mental», sino también de trastorno psicológico: todo era reputado mera definición social, simple etiqueta (Scheff, 1966). Se hablaba del «mito de la enfermedad mental» (Szasz, 1961). Tanto los abanderados de la psiquiatría crítica cuanto los teóricos de un conductismo acendrado, como Ullmann y Krasner (1965), podían dictaminar en liso y llano, sin matices, que «la designación de una conducta como patológica, o no, depende de la sociedad». ¿Algo que añadir a eso? Ullmann y Krasner agregaban el oportuno pero rutinario complemento de que «la conducta mal adaptada es una conducta que se considera inapropiada por las personas que controlan los reforzadores».
Por desgracia o por fortuna, el asunto dista mucho de ser tan simple. No es cierto que conducta inadaptada sea siempre, pura y simplemente, la designada así por quienes controlan. Por lo demás, el conductismo insistió, con justicia, en que las leyes que rigen los trastornos psicopatológicos son las mismas de la conducta «normal»: la conducta, adaptada o inadaptada, se aprende, y no hay leyes de aprendizaje específicas en lo psicopatológico. No debería, sin embargo, haber hecho falta esperar al conductismo para enterarse de eso. Desde Claude Bernard, ya en el siglo pasado, se sabe que las leyes que rigen la enfermedad y los trastornos son las mismas de la vida y de la conducta en general. Pese a ello, los hechos son los hechos y son además tercos. Y el hecho pertinaz es que no hay entre las personas otra diferencia tan profunda -ni de raza, lengua o cultura, ni de condición social- como la existente entre estar sano y estar enfermo o, peor aún, estarlo ya para siempre, con una enfermedad crónica y sin remedio. Sólo se le puede comparar, y es igualmente relevante para el presente análisis, la diferencia entre vivir feliz y en sano juicio o, al contrario, vivir trastornado y/o desdichado.
Qué es sano y qué alterado, y con qué frecuencia se da tal o cual alteración, puede variar y de hecho varía de unas culturas a otras y hasta de un medio social a otro. Designadas o no como inapropiadas por quienes controlan los reforzadores, el caso es que algunas conductas traen consigo mucho sufrimiento para las personas mismas que las realizan. Por otro lado, la designación que marca a ciertos comportamientos con un rótulo equivalente al de trastorno psicológico no es exclusiva de la sociedad occidental. Los estudiosos de la cultura y de sus variedades, los antropólogos, no abrigan dudas sobre la naturaleza transcultural de la diferencia anómalo / normal. Aunque culturalmente variable y con formas específicas de frecuencia diversa en las distintas sociedades, la distinción seguramente es universal. En perspectiva de etnopsiquiatría escribe Devereux (1970) sobre esa diferencia conceptual: «Desde el punto de vista psiquiátrico los criterios de normalidad son todos absolutos, independientes de las normas de esta u otra cultura o sociedad, pero conformes con los criterios de la Cultura en cuanto hecho universal humano».
No sólo tiene alcance transcultural la mencionada distinción génerica. También lo tienen algunos trastornos específicos. Trastornos y procesos semejantes a algunos síndromes, como la esquizofrenia, parecen darse en todas las culturas (Murphy, 1976; cf. también Page, 1971). En todo caso, y en fin, el psicólogo ha de habérselas con los modos de trastorno comportamental y de sufrimiento moral que encuentra en torno suyo. No le está permitido invocar vagamente las raíces y las variedades socioculturales del concepto, del trastorno y del sufrimiento, para despacharlos de un plumazo en un relativismo irresponsable. Es preciso, pues, apresarlo y formularlo desde la Psicología.
Las determinaciones culturales son decisivas no ya sólo en la designación y configuración de los trastornos. Lo son incluso en la génesis de la salud y del trastorno tanto orgánicos como psíquicos. En la actualidad constituye una evidencia histórica y epidemiológica indiscutible el hecho de las enfermedades aportadas por los colonizadores de América y de Africa. Y sólo quienes cierran los ojos ante la desigual distribución del riesgo de retraso mental entre grupos sociales pueden poner en duda el papel del factor sociogenético no ya en el trastorno mental, sino en el propio retraso o deficiencia mental (cf. Fierro, 1981). Importa establecerlo así -y no sólo reconocerlo a regañadientes- desde el principio y como principio, aunque justo para no atascarse en ello y no erigirlo en catecismo o en compendio de toda la ciencia aquí posible.
A sabiendas, pues, de su relatividad cultural y del componente social en su génesis misma, persiste la necesidad de un doble quehacer, práctico y teórico. Es legítima y necesaria, desde luego, y ante todo, la tarea práctica de abordar los trastornos con la terapia o intervención en cada caso oportuna. Pero también lo es la tarea teórica de construir conceptualmente la doble noción de trastorno / salud mental. En otras palabras, ni los ingredientes socioculturales de los juicios, a veces mudados en etiquetas, ni los determinantes sociales del trastorno, impiden que un conocimiento experto, el de la Psicología, llegue a refinar los preconceptos y prejuicios populares en el crisol de un concepto propio sobre esa clase de comportamiento que se juzga anómalo o desviado.
2.2. Un enfoque descriptivo y dimensional
Refinar conceptos preexistentes y, si procede, darles pasaporte de ciudadanía científica es lo que ante todo suele hacer la Psicopatología: estudia, clasifica, describe y trata de comprender diferentes trastornos psicológicos o de conducta en una taxonomía afín a la de otras ciencias en su estadio descriptivo. Sin embargo, en ese estudio por lo general sobresale la pluralidad y variedad de los trastornos y no tanto o apenas lo que puedan tener en común y que justifique la noción genérica de trastorno psicopatológico. Aun entonces, por el mero hecho de bosquejar en algo este último concepto, contiene, al menos en trazo implícito, una cierta imagen de su opuesto: de la salud mental. Claro que no basta con esta presentación e imagen tan sólo en negativo. No es satisfactorio conceptuar la salud mental como ausencia de trastorno. Debe de ser posible perfilarla en trazos positivos, por ella misma; mejor dicho, en trazos comparativos, relacionales, por contraste y relación con el trastorno, mas sin tomar a éste como primer extremo o principal referente de la relación de diferencia.
Es preciso introducir en este momento un nuevo postulado, ciertamente discutible, adverso por completo a los enfoques categóricos dominantes en esta materia, pero congruente con la sustancial continuidad que muestran tanto los hechos de conducta como los de la naturaleza en general. El postulado congruente con esta continuidad dice que salud / trastorno mental no son categorías estancas, sino polos contrapuestos de un espacio continuo. La correspondiente caracterización de la salud mental que de ahí se sigue ha de esbozarse, por tanto, no con tiralíneas, no a manera de un polígono de límites categóricos, sino en perfil difuminado: con caracteres de concepto difuso o borroso, con rasgos propios de un pensamiento no digital, sino analógico. La salud mental ha de concebirse en términos de mayor cercanía o lejanía a prototipos, de continuidad dimensional y no de discontinuidad en categorías compartimentadas. Es ésta una característica común, desde luego, a los hechos humanos y a sus correlatos conceptuales en las ciencias. Con la lente de una célebre distinción de Popper (1974) los sucesos de conducta caen bajo la metáfora epistemológica de «nubes» y no bajo la de «relojes». Sin duda, el concepto de salud, como el de trastorno psicológico, es un concepto borroso, nebuloso, de límites imprecisos y no un «reloj». Pero esto sólo puede inquietar a quienes no han leido a Rosch (1978) en su perspicaz análisis del carácter difuso de las categorías naturales, ni tampoco a Aristóteles en sus ponderados juicios sobre los modos y la lógica del conocimiento. Escribía el filósofo al comienzo de la Etica a Nicómaco que «no es justo reclamar en todas las cosas un mismo grado de exactitud» y que, por tanto, «un espíritu ilustrado ha de exigir en cada género de objetos no más precisión que la permitida por la propia naturaleza de la cosa de que se trate». Por eso mismo, pues, en este asunto la construcción conceptual ha de ser analógica y dimensional: entre lo «normal» y lo «anómalo» existen diferencias de grado, a lo largo de un eje o ejes bipolar(es), y no diferencias categóricas de una organización digital del pensamiento.
La Psicología, por otra parte, rechazó ya hace tiempo, junto con el llamado y denostado «modelo médico», la noción de «enfermedad mental» (aunque, en cambio, todavía en el último cuarto de siglo se ha venido hablando de conducta «anormal»: desde Eysenck, 1973, hasta Belloch, Sandín y Ramos, 1995). En rigor -se ha ironizado- ni son «enfermedades», ni son «mentales». ¿Está justificado entonces, hoy en día, hablar de «salud mental»? Lo está. Sin necesidad alguna de regresar al criticado modelo médico (que quizá más bien, por cierto, era o es un modelo farmacológico), se halla justificado con tal de manejar un concepto integral -y no sólo orgánico- de salud. La OMS ha acuñado ese concepto al definir la salud como estado de bienestar general de la persona entera. Lo de «mental», además, no presupone un enfoque dualista de «soma» y «psiqué», de cuerpo y mente. Es un adjetivo que no dice más ni menos que «psicológico» («psyché» es «alma») o bien, si se prefiere, «comportamental». Para mostrar la irrelevancia aquí de concepciones dualistas, incluida la que concibe lo «psico-somático» como interacción entre dos órdenes distintos, cabe forjar y proponer una expresión que vale en castellano, no en otros idiomas, y que se sirve de un oportuno paréntesis integrador. Cabe hablar de «salud (comporta)mental». ¿Puede ese artificio léxico satisfacer a conductistas y a psicólogos de la conciencia? No es seguro. Pero, en todo caso, sobre palabras no merece la pena extenderse en discutir: sólo hace falta circunscribirlas bien en acepciones inequívocas.
Con esas puntualizaciones la Psicología no debería desistir del léxico de la «salud», sea física o (comporta)mental. Tampoco debería renunciar a las aplicaciones prácticas, de intervención profesional, que de sus principios se siguen en el amplio universo de lo saludable -en su integridad- y también -sin suspicacias ante esta otra palabra- de «psicoterapia». Merece por cierto defensa un concepto unitario de salud (Ribes, 1990); pero ni siquiera en ese marco cabe desentenderse de los aspectos de ella que caen del lado de lo psicológico o (comporta)mental. Cualquier unidad, también la de «salud», es analizable en sus distintos elementos y de eso justo se trata, como juiciosamente advierte el DSM-IV: no de ignorar la integridad y unidad del estado de salud, de una salud «integral», sino de captar uno de sus elementos (American Psychiatric Association, 1994).
Claro que cabe recurrir a términos alternativos al de salud (comporta)mental y su opuesto. Por ejemplo, se puede hablar, no sin razón, de trastorno o desorden, de conducta (in)adaptada, (dis)funcional, (des)ajustada, normal / anómala, etcétera. Sin embargo, todas estas nociones envuelven metáforas en grado de compromiso no menor que las de salud mental o de heridas y daños psicológicos; y, encima, en casi todas el bagaje metafórico es recabado en préstamo del mundo inerte de los servomecanismos, de la mecánica. Para ese viaje a otras metáforas más vale quedarse con la de salud, al fin y al cabo procedente de la biología y del mundo de los seres vivos.
En el marco de las consideraciones precedentes se desarrolla a continuación un intento de aproximación al complejo concepto de salud (comporta)mental. Es aproximación descriptiva y conceptual, y no, en principio, explicativa, aunque sí con intenciones prescriptivas o, mejor dicho, de recomendación, de directrices teóricas. Se propone aquilatar aquel concepto («esto y esto se entiende por salud mental») hasta el osado punto de sugerir cómo ha de entenderse la salud mental, cómo es aconsejable -fecundo para la teoría y para la heurística del investigador- que se entienda.
3. El juicio experto de la psicología clínica
¿Sería de recibo definir la salud mental a manera de un axioma o de una convención entre científicos? Al fin y al cabo, toda definición resulta de una estipulación convencional pactada o susceptible de pacto entre los hablantes, los analistas. El geómetra puede comenzar diciendo: «llámase triángulo a un polígono de tres lados». El psicólogo o el psiquiatra ¿podría tomar arranque con una declaración de este aire: «dícese salud mental…»? Algunos juicios sobre salud y trastorno mental presentan, desde luego, esa apariencia: la de una noción meramente convencional y estipulada, que se da por supuesta poco menos que de forma axiomática. Pero el científico no goza de entera libertad para dar a una palabra el significado que le plazca. No es concebible una psicología o una psicometría de las diferencias individuales en capacidad intelectual que sea del todo ajena a lo que en la sociedad se entiende por inteligencia. Y tampoco tendría sentido una psico(pato)logía de la salud y del trastorno mental de espaldas a lo que socialmente se percibe o conceptúa como conducta sana o, por el contrario, trastornada.
3. 1. El lenguaje común y el del psicólogo
No es que el científico no pueda separarse del lenguaje común; mas, si lo hace, debe de ser por buenas y fundadas razones. Aun entonces resulta preferible que se forje sus propios vocablos, lo más apartados posible del léxico de uso ordinario, sin dar lugar a equívoco, y no que siga utilizando los mismos términos del lenguaje cotidiano («inteligencia», «deficiencia mental», «personalidad», «salud», etcétera), sólo que para conferirles un significado del todo divergente y con el riesgo consiguiente de confusión conceptual. Así, pues, mientras no se aporten convincentes razones para ello, la elaboración conceptual y teórica de la pareja salud / trastorno mental no puede ser extraña e incompatible respecto a las (pre)nociones del habla cotidiana. Ya con esta sola constricción semántica el psicólogo no es libre de definir aquella pareja como le plazca.
Por otra parte, incluso definiciones en apariencia axiomáticas propuestas por los psicólogos poseen buen fundamento empírico: tienen base en la experiencia, en una experiencia clínica que no está desprovista de valor científico. Cuando un experimentado psicólogo clínico o psiquiatra pone por escrito en un informe razonado cómo entiende tal o cual trastorno, o qué entiende por trastorno y salud mental en general, lo que en verdad hace es reunir y resumir en concisa fórmula verbal una dilatada experiencia de tratamiento de personas con trastornos y de logro o fracaso en la terapia de esas mismas personas. Al hacer esto seguramente realiza una «construcción de las realidades clínicas», según expresión de Watzlawicz (1992); pero eso no significa que sea una construcción arbitraria o ajena a la realidad empírica.
Las más relevantes construcciones conceptuales sobre salud y trastorno mental proceden, pues, de los propios profesionales. Lo que a primera vista puede parecer concepto dogmático, no justificado empíricamente, en realidad se ha extraido de un cúmulo de extensa y sistemática observación en contexto clínico. No es que expertos clínicos decidan juzgar tal o cual conducta como alterada o, por el contrario, saludable. Su propio juicio está basado en lo que han observado y ha llegado a su conocimiento en forma de demandas de pacientes, de desarrollo de la terapia, de la mejoría en el curso de ésta y, en fin, en su caso, de feliz término del tratamiento por haber alcanzado la meta deseada. Lo que así ha llegado a su consulta y a su conocimiento está impregnado, desde luego, de percepciones, de juicios y de valores sociales acerca de lo psicológicamente sano y lo alterado, contenidos, todos ellos, variables y relativos, no universales ni absolutos, contenidos, además, axiológicos, valorativos, vigentes en un medio social concreto y propios de ese contexto. Pero tal cualidad es inherente a esta materia conceptual y no es eliminable. Por mucha criba científica a que se les someta, contenidos con esa cualidad forman parte irrecusablemente de los conceptos teóricos de salud / trastorno mental, conceptos, por tanto, que no son ni pueden ser del todo «libres de valor».
Por otro lado, y como consecuencia de la difusión de la literatura psiquiátrica y psicológica en el medio social, lo que la sociedad o la familia juzga acerca de un sujeto con problemas psicológicos, así como los posibles calificativos que utiliza («neurótico», «deprimido», «esquizofrénico» o «estresado»), distan mucho de ser caracterizaciones meramente populares y simples juicios de profano en la materia. Son caracterizaciones nacidas bajo el decisivo influjo de criterios que desde hace más de un siglo los expertos han formulado y difundido y que han llegado a impregnar la ideología y la imaginería social. Se ha dado, pues, un reiterado movimiento de vaivén entre la experiencia común y la experiencia profesional de psiquiatras y psicólogos. Así que éstos, incluso cuando reciben y asumen elementos procedentes de las percepciones y las valoraciones sociales, están recibiendo lo que en gran medida era originariamente suyo y que se halla ahora difundido gracias a sus publicaciones científicas y de divulgación. Sobre la base de un estudio y un conocimiento clínico -aunque no experimental, ni quizá tampoco cuantitativo- los expertos que tratan los trastornos psicológicos se hallan cualificados y también legitimados para emitir juicios sobre qué es salud mental y qué trastorno.
3. 2. Caracterizaciones clásicas
Se deben a Freud algunas de las primeras y más certeras caracterizaciones de la salud mental. Las propone con ocasión de hablar del fin -la meta a la vez que el término- de la terapia (Freud, 1920 / 1963). Algunas de ellas implican premisas específicamente psicoanalíticas, difíciles de traducir a otro marco teórico y al borde de lo ininteligible -o lo vacuo- para una psicología conductista. Así, la de «Wo Es war, soll Ich werden», de no fácil traducción incluso ya idiomática y no sólo al castellano: «donde era (o estaba) Ello, debe (o debo) llegar a ser (estar, devenir) Yo» (cf. Lacan, 1966). Otras son del todo claras y poseen significado contrastable en cualquier marco teórico, como cuando escribe: «El tratamiento no tiene otro fin que la curación del enfermo, el restablecimiento de su capacidad de trabajo y de goce» (Freud, 1936 / 1963, pág. 395). En esta declaración subyace implícita, pero inequívoca, una noción de salud mental: equivalente no al goce, al hecho de ser feliz, o al de trabajar, pero sí a la capacidad de ello. Conviene retener este elemento, que se recuperará más adelante en el transcurso del análisis: la salud mental como capacidad o disposición activa. No es muy diferente lo que formula Fromm (1947) al caracterizar a la personalidad madura por el amor gozoso, recíproco, y por la actividad creativa o productiva.
También desde la comprensión conductista del trastorno psicopatológico es posible, por contraste, perfilar rasgos de la salud mental. Destaca Skinner (1957 / 1972, texto 17) que la «enfermedad mental» se relaciona con «ciertas formas de comportamiento perturbadoras o peligrosas para el individuo o para los demás» y también que «provoca ciertas molestias» al individuo. Todo ello, por cierto, podría servir para describir no menos al delincuente, lo que hace cuestionable en alto grado un enfoque así, que da pie a aproximar trastorno mental y delincuencia. Un doble criterio -de molestias frente a bienestar y de perturbación o no- sirve en ese análisis, al igual que en otros autores de la misma orientación, para diferenciar, y colocar aparte, trastorno o desviación (¡pero también delito!) en un lado y adaptación o «salud» comportamental en otro. Algunas puntualizaciones conductistas, como la de que «la conducta inadaptada es aprendida y desaprendida, igual que el resto de la conducta» (Ullmann y Krasner, 1965), han de acogerse como dificilmente refutables, pero por eso mismo poco esclarecedoras y lindantes con la trivialidad. En efecto, es trivial poner el énfasis en que son conductas aprendidas. Con afirmaciones así no se adelanta un paso en la comprensión de la naturaleza de lo que es trastorno. Con ellas no se contribuye en mucho a dilucidar qué conductas han de considerarse inadaptadas, pero no delictivas, y por qué; ni tampoco qué mecanismos -aparte de los de aprendizaje, invocados de manera genérica- son responsables de que algunas personas desarrollen semejantes conductas.
Algunos tratados de Psicopatología empiezan por dedicar algunas páginas a delimitar y describir el trastorno mental en su generalidad. Como aquí no se trata de una revisión exhaustiva y ni siquiera sistemática de la literatura sobre el tema, bastará con algún botón de muestra traído a cuento, además, sin comentario alguno, ni de glosa, ni de crítica. Por ejemplo, Maher señala, como indicadores psicopatológicos, la expresión por parte del sujeto de «sentimientos de angustia o de infelicidad», su «propensión a una conducta incapacitante» que le «coarta en la ejecución de sus obligaciones diarias», y la «falta de contacto con la realidad» (Maher, 1979, págs. 18-20). Bergeret (1974 / 1983, pág. 31) apela al juicio del «hombre de la calle», que le parece sabio en su percepción de la «normalidad» psíquica de las personas, para luego afirmar que «un ser humano se halla en un ‘estado normal’, sean cuales sean sus problemas personales profundos, cuando consigue manejarlos y adaptarse a sí mismo y a los demás, sin paralizarse interiormente». También sobre el polo de salud, y no sólo el de trastorno, se pronuncian Freedman y Kaplan (1981) de modo muy conciso: «estado de salud emocional en el que la persona es capaz de funcionar cómodamente dentro de la sociedad». Regístrese, de nuevo, la conceptuación en términos de capacidad y por referencia a unas emociones o experiencias de signo positivo, de «cómodo» funcionamiento.
Reuniendo criterios varios, hace ya más de 40 años, Jahoda (1955) mencionaba tres rasgos típicos de la persona con salud mental: 1) desplegar un ajuste activo, tratando de alcanzar algún control de su entorno; 2) una percepción realista de sí misma y de su mundo; 3) una cierta unidad e integración estable personal. Los rasgos o criterios pueden ser más numerosos, añadiéndose casi siempre el bienestar o el sufrimiento psíquico como característico de la salud o respectivamente del trastorno (cf. Page, 1971; Vázquez, 1990).
El sistema DSM, por su parte, a lo largo de sus sucesivas ediciones ha venido inclinándose de manera rotunda por un enfoque a la vez dimensional y difuso de lo que califica como «disease» y como «disorder». Para empezar reconoce: «no existe una definición satisfactoria que especifique límites precisos del concepto de ‘trastorno [disease] mental’ (… y salud física y mental)». Añade luego que «no hay ningún postulado de que cada trastorno mental sea una entidad discreta con límites precisos»; es decir, no presume discontinuidad categórica de unos trastornos a otros. Puntualiza, en fin, que «se trata de una disfunción biológica, psicológica o conductual, y que esta alteración no sólo está referida a la relación entre el individuo y la sociedad»; es disfunción asociada «a un malestar, discapacidad o riesgo significativamente aumentado de morir o de sufrir dolor, discapacidad o pérdida de libertad» [traducción propia de las versiones DSM-III, III-R y IV, que coinciden en estos párrafos] (American Psychiatric Association, 1994).
Las últimas líneas entrecomilladas constituyen la que bien puede leerse como definición de la cualidad genérica de trastorno psíquico en el sistema DSM. Como tal ha sido objeto de un sugestivo análisis crítico por parte de Wakefield (1992a, 1992b), quien toma arranque en ella para llegar a formular su propia noción del «desorden mental» («mental disorder») como «disfunción perjudicial» («harmful»). He ahí su fórmula: «Una condición es un desorden si y sólo si (a) causa una algún perjuicio o privación de beneficio a la persona tal como se juzga por baremos («standards») de la cultura (el criterio de valor) y (b) resulta de la incapacidad de algún mecanismo interno para realizar su función natural» (Wakefield, 1992a, pág. 384). Sin perjuicio de las dificultades inherentes a los conceptos básicos involucrados («desorden», «causa», «mecanismo interno», «función natural»), que levantan ampollas en cualquier mente filosóficamente cultivada, es una fórmula que merece atención y discusión, una discusión, empero, que no es posible bosquejar aquí, excepto para destacar un punto: la mención de una incapacidad relacionada con algo perjudicial para el propio sujeto. Ese será el núcleo de la propuesta resultante de la presente revisión y discusión.
4. Propuesta de un modelo
El rápido recorrido anterior por distintas nociones de salud mental posee ya de suyo un valor teórico. En las ciencias humanas la búsqueda de definiciones constituye por sí misma un método hasta cierto punto autónomo de estudio de un problema (Moles, 1967 / 1968, pág. 21). Establecer el censo de aquellas nociones, por incompleto que haya sido, equivale a diseñar líneas de definición heurística conforme pareció sugerir Scott (1958) en su revisión al hablar de «research definitions» de la salud mental. Ahora bien, el recorrido mismo conduce a una primera cuestión implicada en lo esbozado hasta ahora: la del carácter uni- o multi-dimensional del constructo. Es cuestión acerca de dimensiones no al modo de categorías o ejes de las últimas versiones del DSM, sino como factores o componentes, más o menos independientes entre sí, según emergen en un análisis factorial, e integradores entonces de la bipolaridad trastorno / salud mental: factores que podrían quizá incluso concebirse como rasgos. La opinión dominante es en efecto que la pluralidad de criterios existentes sobre la conducta «anómala» o trastorno psicopatológico corresponde a la circunstancia de que no hay un solo elemento o criterio que tomado aisladamente sea bastante para caracterizar ese género de comportamiento (Belloch, Sandín y Ramos, 1995, pág. 54; Gradillas, 1998, pág. 25; Vázquez 1990, pág. 453). Queda así el campo abonado para la idea de un constructo multidimensional.
4.1. Las dimensiones de bienestar y adaptación
Sobre el fundamento de un repaso a la pluralidad de constructos con que se ha caracterizado a la antítesis conceptual salud / trastorno mental, un trabajo propio anterior (Fierro, 1984) conducía a esa misma idea de multidimensionalidad. Para la identificación de las dimensiones pertinentes concluía pidiendo una operacionalización de las variables indicadoras de salud mental y la consiguiente investigación de sus covariaciones en análisis primero correlacional y luego factorial. Latía la expectativa implícita de que tal análisis pondría de manifiesto la naturaleza multifactorial del constructo.
En lectura autocrítica de lo así escrito hace quince años conviene puntualizar ahora, aun sin desdecirse de aquella expectativa conjetural, que casi cualquier fenómeno de conducta aparece como uni- o multi-factorial según en qué nivel sea analizado. Lo ilustra perfectamente el modelo jerárquico de personalidad de Eysenck (1967 / 1978, pág. 47), que distingue tres niveles molares distintos de amplitud mayor que las conductas o respuestas específicas: el nivel de respuestas habituales, el de rasgos, el de psicotipos. En ese modelo, neuroticismo y extraversión, que son unidimensionales en el nivel de «psicotipo», aparecen en cambio constituidos por varios factores en el nivel de «rasgo» y por muchos más en el de las conductas topográfica o funcionalmente diferentes. Es plausible que suceda otro tanto en la dimensión salud / trastorno (comporta)mental: unifactorial en un nivel superior e integrador, a la vez que desplegada en varias dimensiones en otro u otros niveles microanalíticos. La cuestión es entonces resolver si en el nivel más elevado de posible análisis constituye una dimensión irreduciblemente única o, por el contrario, dual o plural.
Para desbrozar el camino analítico y encontrar, o no, la unidad dimensional en la selva de los conceptos, los fenómenos y los hallazgos de investigación, quizá la mejor opción es tomar nota de la dimensión más estudiada -y teóricamente más sólida- en el campo de la salud mental y tomar en ella punto de partida. Ella es, sin duda, la de bienestar o satisfacción personal en la vida. El inglés dispone del término «wellbeing», el francés de «bien-être», el italiano de «benessere». El castellano habla de «bienestar», un término que se queda insuficiente ante lo que en esos otros idiomas incluye asimismo un «bien-ser». Importa, pues, subrayar que el bienestar que cuenta aquí es también un «ser-bien» o «buen ser»: no mera supervivencia, sino calidad en la vivencia; no simple ausencia de sufrimiento, no meros goces o placer, sino gozo y gusto por la vida, o sea, y en una palabra, «felicidad» en el sentido más completo en que Aristóteles la colocó -y para siempre, aunque para discutírsela otros filósofos- en el centro de la vida moral.
Si hubiera, pues, que atenerse a una dimensión, una sola, que sea pertinente a la salud (comporta)mental y que además haya sido profusamente investigada, desde luego, ésa es la de bienestar personal o satisfacción en la vida. Del bienestar y de la felicidad -que se le equipara en los autores que hablan de ella- existen análisis ya clásicos a cargo de Bradburn (1969) y, respectivamente, Argyle, (1987). Hay asimismo estudios empíricos recientes (Feist y otros, 1995; Lu y Shih, 1997; Murber y otros, 1997; Rector 1997; Ryff y Keyes, 1995). Algunos de éstos han destacado la composición multifactorial del bienestar subjetivo. De ahí se sigue obviamente que cualquier constructo de salud mental que incluya pertinencia al bienestar será también multidimensional en alguno de sus niveles de posible análisis. Como dimensiones del bienestar suelen señalarse las de afecto positivo, ausencia de afecto negativo y satisfacción global en la vida (Andrews y Withey, 1976), rasgos todos ellos que han servido igualmente para caracterizar a la felicidad (Argyle, Martin y Crossland, 1989).
Se postula, pues, el bienestar como primer indicador y dimensión principal pertinente a la salud mental; y no, o no por fuerza, como elemento por sí mismo constitutivo o integrante de ella. Se afirma que no resulta posible definir la salud mental sin alguna referencia al bienestar personal o a una felicidad que incluye cierto grado de calidad y frecuencia de experiencias vitales satisfactorias. Estas, a su vez, dependen mucho de condiciones materiales externas, muy variadas según las circunstancias de cada cual. Pero asimismo -y aquí está lo relevante- dependen en alguna medida de acciones propias del sujeto en unas relaciones de dependencia que -luego se verá-constituyen la clave de una recta comprensión de lo que es salud mental.
Que la salud mental entraña alguna relación -de naturaleza todavía por precisar- con la satisfacción personal o bienestar subjetivo parece fuera de duda. Desde luego, dejando aparte la excepción de circunstancias adversas extremas, difícilmente podría hablarse de salud mental en una persona del todo desgraciada e incapaz de hacer algo por salir de su desdicha. ¿Hay alguna otra dimensión comparable a la de bienestar, equiparable en su mismo nivel? Un candidato plausible a ello es la adaptación a la realidad y a sus cambios, a su acontecer.
La adaptación puede y suele ser contemplada como función comportamental general, como aspecto y atributo interno de la conducta, gracias al cual las personas tratan de sobrevivir y de vivir mejor. En ese punto de vista, en el teorema de que la conducta es adaptativa hay acuerdo entre teóricos tan distantes como Skinner y Piaget. Este adhiere a una noción, antes propuesta por Claparède, de inteligencia como «capacidad de adaptarse a situaciones nuevas» (Piaget, 1967), noción que invita a concebir también la salud mental como capacidad de adaptación aunque en otro orden. El conductismo por su parte maneja una noción adaptativa del refuerzo: se seleccionan y consolidan aquellas conductas que colocan a los organismos en las mejores condiciones de vivir y sobrevivir en el medio (Skinner, 1953, caps. 5 y 27). Era de esperar, por tanto, que la cualidad adaptativa del comportamiento haya pasado a ser un tópico temático de primer rango en relación principalmente con eventos estresantes o desafiantes de la vida (Fierro, 1997; Lazarus, 1991; Stewart, 1982).
La adaptación de que se habla no es sólo pasiva o reactiva: de docilidad y sometimiento del individuo respecto al medio, a las demandas del entorno. Conducta adaptativa implica tanto adaptación reactiva de la persona a su mundo, cuanto activa adaptación de ese mundo -en lo posible, y a través de la propia acción- a las necesidades propias de la persona (Fierro, 1996).
Aunque consustancial a la Psicología, la cualidad adaptativa de la conducta -y el grado en que la función de adaptación se cumple eficazmente- no es de fácil operacionalización y evaluación, a menos que se restrinja a la adaptación social. Por otro lado, cuando se habla de conducta (in)adaptada suele sobreentenderse la (in)adaptación social o también, para niños, la (in)adaptación escolar; y ésta ha venido a constituir la faceta más estudiada. Un análisis biliométrico somero basta para percatarse de que la casi totalidad de estudios psicológicos (más de un 95 por ciento en las bases bibliográficas) sobre adaptación versan sobre ella en un medio social, en contextos sociales. A efectos prácticos puede tomarse, pues, a la adaptación social como el mejor indicador de la adaptación a la realidad, al entorno: a la postre la realidad más significativa en derredor es precisamente la sociedad, las demás personas; y no es casual que una de las expresiones más difundidas para hablar de lo psicopatológico sea como conducta «inadaptada».
Sobre la base de las consideraciones precedentes un grupo de estudiosos de la Universidad de Málaga, bajo el nombre de Grupo Eudemon, lleva algunos años investigando dentro del marco de un modelo bidimensional de salud mental (Fierro, Jiménez y Berrocal, 1998). Las dos dimensiones o ejes postulados son bienestar personal y adaptación social. El modelo presume poder describir la salud (comporta)mental en relación con el bienestar subjetivo de la persona y con una adaptación que se evalúa en las relaciones sociales.
Para la evaluación de esas dimensiones se han construido sendas Escalas de autoinforme: EBP, Escala de Bienestar Personal y EAS, Escala de Adaptación social, que constan de 33 y 34 items, respectivamente, con un formato de respuesta sí/no. La confección de las Escalas ha obedecido a un esquema del continuo salud / trastorno mental como espacio bidimensional con los dos ejes referidos. En ese esquema se conjuga un elemento personal, subjetivo, a lo largo de la dimensión de bienestar / malestar, y un componente social, objetivo, el de adaptación. En el bienestar se recoge el aspecto vivencial y de experiencia -más o menos consciente- en la persona misma; en la adaptación social, la vertiente manifiesta, directamente observable por los demás y en cambio no tan fácil de escrutar por el propio individuo. En ella toman mayor peso los criterios y valores sociales. El modelo asume que esos dos ejes son necesarios y suficientes para dar cuenta de la bipolaridad salud / trastorno en el ámbito del comportamiento (Fierro, Jiménez y Berrocal, 1998).
En el marco del modelo referido, conducta psicopatológica es la socialmente inadaptada y/o la que conduce a largo plazo a insatisfacción, malestar o sufrimiento personal. Los varios trastornos psicopatológicos pueden ser representados y dispuestos en un espacio bidimensional cuyas coordenadas las definen los citados ejes de bienestar y adaptación. Por contraste, y en el polo opuesto, psicológicamente sana es la persona: a) socialmente adaptada; y b) con un grado suficiente de satisfacción o bienestar bajo condiciones de vida «normales», no de extrema adversidad. Una definición de esa naturaleza, con dos miembros, da cuenta desde luego de las formas más completas sea de indudable y rebosante salud mental (satisfacción vital acompañada de adaptación) sea de inequívoca patología (malestar junto con inadaptación); pero también de los casos de psicopatología donde prevalece la experiencia negativa sin inadaptación -ansiedad, depresión- y asimismo de aquellos otros donde predomina la inadaptación e incluso el choque con valores sociales, pero sin intensos sentimientos negativos asociados, según sucede en la conducta psicópata antisocial y en determinados casos de adicción (véase al respecto el cuadro esquemático de Fierro y Cardenal, 1996, pág. 69).
La investigación en ambas dimensiones (bienestar personal y adaptación social), que se presumen constitutivas de la salud (comporta)mental o pertinentes a ella, indicadoras de ella, ha encontrado que los valores de los sujetos en las correspondientes Escalas, EBP y EAS, correlacionan en grado elevado, significativo y negativo (coeficientes de correlación de Pearson alrededor de .50 y signo negativo) con numerosas variables de predisposición o vulnerabilidad a trastornos psicopatológicos: ánimo depresivo, neuroticismo, ansiedad rasgo; y que en grado no tan intenso (correlación en torno a .25 ó .30) pero todavía significativo, se asocian a factores generales y básicos de la personalidad, tales como los «cinco grandes» (Fierro, Jiménez y Berrocal, 1998). Esta clara compenetración, bien comprobada igualmente por otros estudiosos en los últimos quince años (desde el estudio de Emmons y Diener, 1985, hasta los más recientes de Costa y Widiger, 1993, Duijsens y Diekstra, 1996, y Marshall y otros, 1994), entre dimensiones de salud (comporta)mental y dimensiones de personalidad otorga suficiente fundamento para hablar de «personalidad sana» o «saludable» (Jourard y Landsman, 1967) y no sólo de salud o ausencia de trastorno.
4. 2. Autocuidado para una experiencia satisfactoria de la vida
Los resultados de estudios del Grupo Eudemon en el marco del modelo bidimensional han aportado evidencia de que el componente o indicador más sólido, con mejor perfil de correlaciones con variables clínicas pertinentes, es el bienestar personal y no, no en igual grado, la adaptación social. Esta presenta sistemáticamente correlaciones más bajas que el bienestar, también cuando se computan las respectivas correlaciones parciales (Fierro, Jimenez y Berrocal, 1998). A todo eso se añade que el análisis de la estructura factorial y psicométrica de las Escalas elaboradas para medir una y otra dimensión sugiere la existencia de un solo factor bipolar subyacente a ambas (Rivas y otros, 1998). Ante tales resultados, al menos en un orden heurístico, de guía para la futura investigación, está justificado pasar de la hipótesis bidimensional a la de una sola dimensión, y conjeturar que el bienestar o satisfacción personal es la dimensión básica relevante para la salud (comporta)mental.
Con esa hipótesis no se está diciendo que personalidad sana o saludable sea la persona feliz. No se afirma simple identidad entre bienestar, o satisfacción en la vida, y salud mental. Se declara que ésa es la dimensión más relevante, acaso a fin de cuentas la única relevante, en los fenómenos de trastorno / salud (comporta)mental. El bienestar personal es cualidad no directamente constitutiva de la salud psicológica, pero sí indicativa de ella, pertinente a ella. Por otra parte, ese bienestar -o felicidad, o satisfacción en la vida- depende de circunstancias externas tanto o más que de la propia acción del individuo. El nexo entre bienestar y salud (comporta)mental se traba en y por la mediación de la acción; tiene su razón de ser en y por la articulación de las acciones de la persona con las respectivas experiencias que se siguen de ellas: en las dependencias funcionales y relaciones de contingencia (de refuerzo, incentivo, aversivas, o como sean en cada caso) que las experiencias vividas guardan con el comportamiento del propio sujeto agente.
Por eso mismo la salud (comporta)mental no puede ser conceptuada, en equiparación ingenua e inmediata, como bienestar, satisfacción o vivencia positiva. Ha de concebirse más bien como capacidad de autoprocurarse unas vivencias satisfactorias. Así, pues, se propone entender por salud (comporta)mental no el hecho de ser feliz, sino la capacidad de ser feliz, de autoprocurarse una experiencia satisfactoria de la vida en lo poco o mucho que esto dependa de la persona misma.
Se puede ser desdichado por muchas otras causas; y la desgracia no es en sí un trastorno psicológico. Pero hay quien es desgraciado y vive en un infierno porque no sabe cómo hacer, cómo actuar, porque es incapaz de valerse por sí mismo en orden a ser feliz, porque carece de disposición para serlo. Este es el núcleo del trastorno de naturaleza comportamental o psicológica.
Este concepto de salud mental como capacidad o disposición de cuidar de uno mismo y de valerse por uno mismo en orden a ser feliz es del todo coherente con la evidencia empírica aportada por la investigación reciente. Pero no deriva forzosamente de ella; mejor dicho, no deriva de ella sola. Unicamente emerge y parece imponerse tal concepto si junto con la evidencia empírica sobre bienestar y felicidad se contemplan la tradición y los modelos clínicos de trastorno / salud mental comentados al comienzo: las concepciones psicológicas -del psicoanálisis al conductismo- que, pese a su discrepancia en casi todo lo demás, han contemplado la oposición de trastorno y salud mental en relación con malestar y bienestar, con una experiencia de vida insatisfactoria o, al contrario, gozosa; la noción en el sistema DSM -y en modelos alternativos o críticos, pero afines- del trastorno como disfunción auto-perjudicial. Completan el cuadro todavía, como apoyo indirecto al mismo modelo, las propuestas terapéuticas y de intervención que colocan el énfasis en el autocontrol o autorregulación, primero, como un medio o resorte en orden a las metas de la intervención, pero también como una meta en sí y por sí valiosa (Goldfried y Merbaum, 1973; Kanfer, 1986 / 1993; Meichenbaum y Goodman, 1971). Y todo se redondea si con Bandura (1976, 1982) se postula que la autoeficacia constituye el mecanismo mediador común a todo proceso logrado de cambio, cualesquiera hayan sido la teoría y las técnicas psicológicas adoptadas.
Cuando se ponen juntas todas las piezas del puzzle resulta plausible la propuesta conceptual de que salud (comporta)mental es potencial de bienestar y «bien-ser», disposición activa y acaso, en sentido estricto, capacidad en orden a procurarse unas vivencias positivas, una experiencia de vida feliz en lo que depende de uno mismo. Ese potencial de conducta en orden a una vida deseable, por otra parte, no es o no es en todo un potencial innato; es sin duda, y en máxima parte, adquirido y modificable. En cuanto al polo opuesto, el núcleo del trastorno psicopatológico, también aprendido y modificable, aparece constituido no ya sólo por una mala gestión de la propia experiencia, sino por una cierta incapacidad de autocuidado, de gestionar mejor la vida, de autoprocurarse vivencias satisfactorias.
No es posible despejar aquí la cuestión de si el potencial de ser feliz es solamente tendencia, disposición personal, o es capacidad en sentido estricto, al modo de la inteligencia o de las aptitudes primarias. Pero sí hay que sostener que esa capacidad o disposición es investigable y es también mensurable. Lo es ni más ni menos que la inteligencia en cualquiera de sus variedades (sea inteligencia «general», o «social» o «emocional»), las cuales se conceptúan precisamente como capacidades y no como ejecución, como potencia activa (en sentido aristotélico) y no como acto. A muchos de los tests de inteligencia se les ha reprochado ser pruebas de ejecución y no de capacidad o potencial. A los instrumentos encaminados a evaluar salud / trastorno mental, incluidos, claro está, los del Grupo Eudemon, cabe dirigirles igual reproche: miden, si acaso, bienestar o adaptación social o ajuste a la realidad (y quizás, además, bienestar declarado por los sujetos, aunque acaso ilusorio, como resaltan Shedler, Mayman y Manis, 1997), pero no, en absoluto, potencial, disposición activa o capacidad para ello. Ha de reconocerse, pues, la inexistencia por el momento de instrumentos para medir esa capacidad y la dificultad tecnológica de elaborarlos. Es dificultad no menor que la de elaborar pruebas de potencial de aprendizaje o de inteligencia libre de influencias culturales y educativas.
El concepto propuesto de salud mental como potencial de bienestar autogestionado es unidimensional. Pero aun así es compatible con la idea hoy prevaleciente de que son varios los criterios que disciernen la salud y el trastorno. Lo es porque sin duda, y de todos modos, la mayor o menor capacidad de autocuidado ha de ser evaluada y operacionalizada mediante diferentes indicadores: afecto positivo, ausencia de afecto negativo, adaptación social, buena comunicación con otras personas, y otros índices de ese orden. Lo único que se postula entonces en el orden de los indicadores es que el más fiable de ellos, aunque no único, será el bienestar duradero de la persona, al menos mientras se halla en condiciones que no sean de extrema adversidad.
Por lo demás, ni siquiera resulta esencial a esta propuesta el molde conceptual de una capacidad o disposición a la postre sólo observable de manera indirecta. Puede muy bien ser trasladada a otros moldes, en particular, a un lenguaje conductista de observables directos. En este lenguaje, salud / trastorno (comporta)mental valdrá como denominación abreviada de un conjunto de estilos interactivos predominantes, habituales: de aquel patrón más o menos estable de comportamiento que contribuya a procurarle al individuo una experiencia global satisfactoria de la vida o, por el contrario, insatisfactoria.
El concepto así acuñado es, en suma, de difícil mas no imposible operacionalización psicométrica; y, desde luego, es de posible (y fiable, no engañosa) comprobación en la práctica clínica. El tratamiento o la intervención psicológica a veces ha de ocuparse en eliminar, aliviar o reducir un sufrimiento psíquico en absoluto clasificable como trastorno psicopatológico o en ayudar al sujeto en un problema psicológico, en una situación de crisis o conflicto. Son situaciones, éstas, que pueden requerir ayuda del psicólogo, mas no por ello son pertinentes para la presente discusión, que se restringe a alteraciones, a trastornos en sentido propio. Contemplados en rigor los trastornos -y no los meros conflictos, crisis o problemas-, el rasgo sobresaliente común a todos ellos es la incapacidad actual del sujeto de salir por sí mismo, por sus propios medios, de la indeseable situación en que se encuentra, incapacidad de gestionar no para otros sino para sí mismo una experiencia satisfactoria. El extremo de esa incapacidad es la imposibilidad personal de salir de un círculo vicioso de conducta. En ese extremo se generan y autoperpetúan secuencias cíclicas de conducta muy nocivas (Fierro, 1988), en las cuales, pese a la presencia de reforzadores inmediatos (de otro modo no persistiría esa conducta), la persona se está causando daño grave a sí misma de modo duradero y profundo.
5. Conclusión
La noción de salud (comporta)mental no es una impostura seudocientífica que se limite a consagrar valores y prejuicios sociales. Es, sin embargo, una noción no «libre de valores» y es además una «construcción», si bien imprescindible en Psicología. Aquí se ha argumentado en favor de conceptuarla como capacidad o potencial de cuidado de sí mismo en orden a una experiencia apetecible de la vida, términos todos ellos comportamentales y susceptibles por tanto de validación y puesta a prueba en una ciencia del comportamiento.
La propuesta de una noción así tiene valor pragmático. Contribuye a identificar la finalidad esencial de cualquier terapia psicológica: restaurar esa capacidad en el sujeto, o mejor, y en enfoque aún más positivo, incrementar el potencial de gestión en la autoprocura de vivencias satisfactorias en todas las personas. Pero ante todo es conceptualmente sólida, coherente, y por eso digna de consideración teórica. Recoge bien los elementos predominantes en conceptos clínicos tradicionales; y se ajusta asimismo a hallazgos empíricos sobre dimensiones o factores incluidos o connotados en el eje salud / trastorno mental.
El estatuto epistémico de la propuesta es el de un concepto descriptivo, una definición, y no de una hipótesis explicativa. Enuncia qué ha de entenderse por salud (comporta)mental y no cuáles son los determinantes de ella o, respectivamente, del trastorno o desorden psicopatológico. Es concepto, además, con valor heurístico. No sólo se hace cargo de análisis, evidencias y conocimientos ya adquiridos hasta el día de hoy en la investigación, clasificación y teorización psicopatológica. Al propio tiempo orienta para la prosecución de esas actividades científicas. En esa prosecución cabe mencionar tres líneas de tareas sucesivas.
La primera de ellas, la más simple, es de puesta a prueba. Consiste en someter a contraste conceptual, mediante ilustraciones y comprobaciones diagnósticas, de clasificación, si la hipótesis conceptual de referencia sobre salud / trastorno (comporta)mental encaja bien con todos y solos los hechos que se reputan psicopatológicos, cualquiera que sea el nombre con que se los presente: síndromes, cuadros clínicos, alteraciones, conducta desviada, inadaptada o problemática, etcétera. No han de incluirse ahí casos no ya sólo frecuentes, sino inherentes a la condición humana, de «psicopatología de la vida cotidiana» o de «problemas psicológicos» (¿quién no los tiene?). El concepto que se preconiza saldrá consolidado o, al contrario, debilitado según que en él puedan, o no, identificarse y reconocerse los patrones propiamente psicopatológicos de conducta y sólo ellos, mientras quedan fuera, claramente diferenciados, otros patrones comportamentales con los que pueden ir a veces mezclados o también confundidos, en particular, comportamientos antisociales o inmorales.
Un segundo quehacer, más complejo y largo, se refiere a la operacionalización del concepto. Es preciso plasmarlo en instrumentos de investigación y de medida que permitan generar hallazgos empíricos fiables y relacionables con otros conocimientos, integrables en el corpus creciente de evidencias no sólo psicopatológicas sino también de una psicología de la salud (comporta)mental.
Vendrá en fin una última tarea, no necesariamente más difícil o compleja que la anterior, pero sí coronación suya, como siempre lo es la teoría. Es la tarea de la construcción teórica completa de las dimensiones o factores implicados -cada cual en su orden- en el constructo difuso bipolar cuyos antagonistas son el trastorno y la salud (comporta)mental. La construcción ha de ser empírica para dar lugar a una teoría en sentido riguroso y no a una mera fabulación o fantasía. Varias alternativas son imaginables en principio: a) un solo eje o factor básico; b) varios factores en pie de igualdad; c) una organización jerárquica donde a una dimensión singular supraordenada -la de (in)capacidad de autocuidado- se le subordinan otras dimensiones que la componen, tales como bienestar personal y adaptación social. Esta última alternativa es congruente con los datos empíricos -por otro lado bastante incompletos- y los análisis teóricos -tampoco muy desarrollados- actualmente a nuestra disposición; y previsiblemente aparecerá como la más coherente con las evidencias que se irán acumulando y que hoy por hoy aún se echan de menos. Entretanto tiene sin duda un valor heurístico: indica por dónde merece la pena investigar.
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Salud mental, personalidad sana, madurez personal
Mental health and healthy personality
Ponencia en el Congreso Internacional de Psicología “¿Hacia dónde va la Psicología”
Santo Domingo, 3-5 septiembre 2004
Resumen
Se presentan y discuten distintos modelos de salud mental, entendida ésta como salud comportamental -por contraste a los trastornos de conducta- y de personalidad sana o madura. Dos dimensiones parecen en ella especialmente relevantes: el bienestar personal y la adaptación social. Se propone un modelo donde son claves la autorregulación, el cuidado y la gestión de la propia vida en orden a una experiencia satisfactoria de la vida.
Abstract
Various models of mental health, as behavioural health -that is opposed to behaviour or psychological disorders-, and of healthy personality, are presented and discussed. Two dimensions are relevant: subjective well-being and social adaptation. A model, where self-regulation and self-care related to the satisfaction in own life is crucial, is finally suggested.
El tema de esta exposición es decididamente interdisciplinar. Lo es, primero, porque en él se hallan interesadas diferentes disciplinas psicológicas: la psicología social, la del ciclo vital, el estudio y los modelos de personalidad, la psicopatología. Pero lo es también porque otras ciencias y otras fuentes de conocimiento, otros discursos, concurren a perfilarlo y concretarlo: la sociología, la historia, la antropología cultural, la filosofía. El punto de vista aquí adoptado será, sin embargo, el de una psicología de la personalidad de la cual se desprende una psicopatología. En esa perspectiva la exposición se limita a poner orden en algunas ideas y evidencias que contribuyen a precisar qué se entiende por salud mental y por personalidad psicológicamente sana, madura.
El propósito de la exposición, por otra parte, no es tan sólo teórico, de esbozo de un análisis y un modelo. Lo es también de índole práctica. Trata de conducir a una antigua exhortación moral, la de “cuida de ti mismo”, que entre otras exhortaciones clásicas alternativas (como la de “sé tú mismo” o la de “llega a ser el que se eres”), está mejor fundada en lo que conocemos sobre el desarrollo acertado de la personalidad. Va a tratarse, pues, del examen de algunos conceptos básicos acerca del trastorno y la salud mental, y, luego, en aplicación práctica, de la invitación al cuidado de uno mismo y del papel que este cuidado –y la autorregulación comportamental- desempeña en un proceso de intervención psicológica.
Modelos de personalidad
La psicología de la personalidad constituye una disciplina básica desde la que se ramifica la psicopatología. Da que pensar la circunstancia de que, en sus dos tratados sobre la personalidad, Allport (1937/1974, 1963/1964) dedicara sendos capítulos, y no breves, a dibujar el perfil de una personalidad madura. En esos capítulos, Allport describe la madurez personal por características como la ampliación del «yo», su relación afectuosa con los demás, la seguridad emocional, una percepción conforme a la realidad, aptitudes ante las tareas, conocimiento de sí y visión unificadora de la vida humana. Es semejante la caracterización de Maslow ( ), quien habla de personas «autorrealizadas». Las describe como poseedoras de una percepción eficaz y cómoda de la realidad, aceptadoras de sí mismas, de los demás y de la naturaleza, espontáneas, centradas en los problemas, autónomas, con buenas relaciones personales y con sentido del humor. También se asemeja la que Rogers () presenta como meta del deseable «proceso de convertirse en persona”. Se trata de llegar a «ser el que uno es» y sus descriptores son autodirección, deseo de progreso, apertura a la experiencia, sentimiento de libertad, espontaneidad, confianza en uno mismo.
La mención de autores como Maslow y Rogers resultaba obligada. Da pie para informar de un hecho cierto: entre las distintas escuelas y orientaciones de la psicología han sido las de sello humanista y personalista las que se han interesado más, y con verdadera predilección, por cuestiones como personalidad sana, madurez personal y salud mental. Son también las que más han aportado a una producción editorial de divulgación sobre temas como bienestar personal y salud o trastorno mental, a menudo bajo la rúbrica de guías prácticas de «autoayuda». Las obras producidas al cobijo de esta concepción son, por otra parte, de muy desigual calidad científica. En ellas, sin embargo, no pocas veces se encuentran juiciosas y pragmáticas apreciaciones sobre asuntos como la felicidad, el bienestar, la superación de los conflictos, el afrontamiento de los problemas de la vida, la adaptación y la preservación del equilibrio personal o, más aún, el crecimiento personal.
Todos ellos son temas, por otra parte, que han despertado serias reservas en orientaciones alternativas que se precian de un rigor de ciencia: las de un conductismo radical y, en general, las que se atienen a una metodología sólo experimental. Apenas hace falta subrayar, sin embargo, que ni el conductismo ni tampoco la experimentación poseen el monopolio de una ciencia objetiva del comportamiento o de la personalidad, ni tampoco de sus disfunciones psicopatológicas. Cabe una aproximación científica a estas cuestiones. Es, además, una aproximación necesaria. No basta describir y tratar de explicar los trastornos y disfunciones del comportamiento. Es preciso, sobre todo, estudiar el polo positivo de todas aquellas categorías y dimensiones cuyo lado disfuncional e indeseable contempla la psicopatología. En ese sentido, el razonamiento es muy sencillo y puede formularse en la siguiente hipótesis: si se reconoce la existencia de una psicopatología científica, debe reconocerse igualmente la de una psicología científica de la salud mental, de la personalidad sana y de la madurez personal. Las leyes de una y otra no serán diferentes
Enfermedad mental: discusión crítica
Desde mitad del siglo XX han menudeado las críticas a un modelo médico de salud y trastorno mental. Han sido críticas de muy distinto signo: algunas desde el conductismo; otras desde una psiquiatría o una psicopatología crítica. Con el mayor desparpajo cáustico Szasz ( ) ha hablado de la enfermedad mental como de un mito. Hay desde luego -concede este autor- enfermedades del cerebro, pero esa es otra historia. También es suya la ironía de que las llamadas «enfermedades mentales» ni son «enfermedades», ni son «mentales». Se trata de otra cosa: son problemas, conflictos, trastornos o disfunciones de la comunicación, que no deben quedar bajo competencia y control médico. Cierta psicología social ha llegado a sostener que toda caracterización en este ámbito debe tomarse como mera definición social, simple etiqueta clasificadora. El conductismo, por su parte, dictaminó que la designación de una conducta como patológica depende de la sociedad: se designa así aquella conducta que consideran inapropiada quienes controlan los refuerzos. El conductismo insistió, además, y con razón, en que los principios que rigen los trastornos psicopatológicos son los mismos de la conducta «normal»: la conducta, adaptada o inadaptada, se aprende, y no hay leyes de aprendizaje específicas en ellos. Pero tampoco esto último es monopolio o descubrimiento original del conductismo. En realidad, ya Claude Bernard, en el siglo XIX, había destacado que las leyes que rigen la enfermedad y los trastornos son las mismas de la vida y de la conducta en general.
Qué es sano y qué alterado, y con qué frecuencia se da tal o cual alteración, puede variar y de hecho varía de unas culturas a otras y también de un medio social a otro. Pregunta el conflictivo adolescente de Rumble fish, de Francis Coppola: «¿Cómo sabe uno que está loco?». Y le contestan: «Eso nunca se sabe; depende de cuánta gente piensa que lo estás». Designadas o no como inapropiadas por el entorno, en especial por quienes controlan reforzadores y pautas normativas, el caso es que algunas conductas traen consigo mucho sufrimiento para las personas mismas que las realizan. Por otro lado, la designación que marca a ciertos comportamientos con un rótulo equivalente al de trastorno psicológico no es exclusiva de la sociedad occidental. Los estudiosos de la cultura y de sus variedades, los antropólogos, no abrigan dudas sobre la naturaleza transcultural de la diferencia anómalo / normal. Aunque culturalmente variable y con formas específicas de frecuencia diversa en las distintas sociedades, la distinción seguramente es universal. Tienen alcance transcultural no sólo esa distinción genérica, sino también algunos trastornos específicos. Trastornos y procesos semejantes a síndromes como la esquizofrenia parecen darse en todas las culturas.
Factores y determinaciones culturales resultan decisivos en la designación y configuración de los trastornos. Lo que la sociedad y el propio individuo juzgan como alterado o, por el contrario, correcto y sano, es materia prima y elemento de juicio para cualquier otro juicio científicamente elaborado sobre la salud mental y sus alteraciones. Reconocerlo así conduce a relativizar el doble concepto de lo sano y lo psicopatológico (o lo «normal» y lo «anómalo»). Obliga a resaltar que sus concretas figuras de contraste -qué es normal y qué anomalo aquí y ahora- varían y dependen según culturas, épocas y contextos sociales. Ahora bien, el carácter relativo de una construcción conceptual no autoriza a declararla arbitraria. Aunque en la configuración de los trastornos intervenga una determinación por parte de la sociedad, ésta, sin embargo, no basta para colocar a una conducta, mucho menos a una personal, en tal o cual posición de la dimensión continua salud / trastorno mental.
Con suficiente independencia respecto a cualquier definición social, aunque tampoco del todo al margen de ella, está el dato, no siempre patente y manifiesto, pero irrecusable, de que el individuo puede sentirse bien o mal, reconocer su estancia y vivencia en el mundo -o en un medio social determinado-, como apetecible o como indeseable, como positiva, satisfactoria o, por el contrario, negativa, frustrante. Esta conciencia de sí , autopercepción cargada de intensas connotaciones afectivas, tiene sin duda un origen fuera del individuo; se elabora a partir de la imagen social de lo deseable y de la percepción que cada cual encuentra en otros acerca de sí mismo; se genera en un aprendizaje social y en la percepción de reacciones sociales ante la propia conducta. Ahora bien, incluso en la difícilmente sostenible hipótesis de una reducción completa a sociogénesis, tal autopercepción posee su relativa autonomía, su razón de ser y su derecho a atención práctica y teórica. El hecho es, pues, que tanto el análisis descriptivo de las alteraciones de personalidad o de comportamiento, como el enfoque de terapia e intervención psicológica, contemplan en la bipolaridad trastorno / salud mental componentes individuales de malestar / bienestar, no del todo reducibles a lo social y a la ideología y valores colectivos.
Por otro lado, si la psicología rechaza la noción de «enfermedad mental”, ¿está justificado entonces, que hable todavía de «salud mental»? Lo está, sin duda alguna. Está justificado con tal de manejar un concepto integral -y no sólo orgánico- de salud. La OMS ha acuñado y contribuido a consolidar un concepto así al definir la salud como estado de bienestar general de la persona entera. Por otro lado, el calificativo de «mental» no presupone un enfoque dualista de «soma» y «psiqué», de cuerpo y mente. Es un adjetivo que no dice más ni menos que «psicológico» («psyché» es «alma») o bien, si se prefiere, «comportamental». Para desechar cualquier concepción dualista, cabe emplear una expresión, posible en castellano, no en otros idiomas: la de «salud (comporta)mental». No es seguro, a decir verdad, que este artificio léxico satisfaga a conductistas y a otros psicólogos. Aun entonces, sin embargo, sobre palabras no merece la pena extenderse en discutir: sólo hace falta circunscribirlas bien en acepciones inequívocas.
Así, pues, la psicología, aunque deje de hablar de “enfermedad mental”, no tiene por qué desistir del concepto de «salud»: no sólo la física, también la (comporta)mental. Tampoco debe renunciar a las aplicaciones prácticas, de intervención profesional, que de sus principios se siguen en el amplio universo de lo saludable; no debe renunciar -por muchas suspicacias que despierten estas otras palabras- a hablar de «psicoterapia” o de “terapia de conducta”, sin limitarse sólo a la “modificación”. Eso no excluye términos útiles alternativos al de salud (comporta)mental, como son los de normal / anómalo, o conducta (in)adaptada, (dis)funcional, (des)ajustada, o también – en el polo opuesto al de salud- trastorno y/o desorden. De todas formas, también estas nociones envuelven metáforas y en grado de compromiso no menor que las de salud mental o de heridas y daños psicológicos. Además, en casi todas ellas el bagaje metafórico es recabado en préstamo del mundo inerte de los servomecanismos . Realmente, en esta materia parece inevitable el recurso a metáforas. Ahora bien, de ser así, resulta preferible permanecer en la de “salud”, a sabiendas de que también ésta es metafórica, analógica. Al fin y al cabo, la salud se dice de los vivientes;y vale más una analogía biológica que una metáfora mecánica.
No hace falta profesarse freudiano o practicar el psicoanálisis para reconocer que se deben a Freud algunas de las primeras y más certeras caracterizaciones de la salud mental. Las propone con ocasión de hablar del fin -la meta a la vez que el término- de la terapia. Así cuando escribe: «El tratamiento no tiene otro fin que la curación del enfermo, el restablecimiento de su capacidad de trabajo y de goce» (Freud, ). En esta declaración subyace implícita, pero inequívoca, una noción de salud mental: equivalente no al goce, al hecho de ser feliz, o al de trabajar, pero sí a la capacidad de goce y de trabajo. También en una aproximación conductista al trastorno psicopatológico es posible, por contraste, perfilar algunos rasgos de la salud mental. Cabe hacerlo, por ejemplo, a partir de un análisis de Skinner ( ), quien relaciona la «enfermedad mental» con «ciertas formas de comportamiento perturbadoras o peligrosas para el individuo o para los demás» y añade que aquella «provoca ciertas molestias» al individuo.
Resumiendo diversos criterios, Jahoda (1955) mencionaba tres rasgos típicos de la persona con salud mental: 1) un ajuste activo, tratando de alcanzar algún control de su entorno; 2) una percepción realista de sí misma y de su mundo; 3) cierta unidad e integración estable personal. Transcurrido medio siglo desde esa propuesta, su caracterización sigue plausible hoy y sólo mejorable por el complemento de un factor que en ella se echa de menos: la mención explícita del bienestar o, por el contrario, del sufrimiento psíquico o moral como asociados a la salud y respectivamente al trastorno (comporta)mental.
La clasificación DSM, por su parte, a lo largo de sus sucesivas versiones ha venido inclinándose de manera rotunda por un enfoque a la vez dimensional y difuso de lo que califica a veces como «disease» y a veces como «disorder». En ella se reconoce que «no existe una definición satisfactoria que especifique límites precisos del concepto de ‘trastorno [disease] mental’ (… y salud física y mental)»; y se añade luego que «no hay ningún postulado de que cada trastorno mental sea una entidad discreta con límites precisos»; es decir, no se postula discontinuidad categórica de unos trastornos a otros. El sistema DSM asume, en fin, que «se trata de una disfunción biológica, psicológica o conductual, y que esta alteración no sólo está referida a la relación entre el individuo y la sociedad»; es disfunción asociada «a un malestar, discapacidad o riesgo significativamente aumentado de morir o de sufrir dolor, discapacidad o pérdida de libertad» [traducción propia de las últimas versiones DSM-III, III-R y IV, coincidentes en estos párrafos] (American Psychiatric Association, 1994).
Muchos han sido los comentarios al concepto DSM de trastorno. Un temprano análisis crítico de Wakefield (1992a, 1992b), a propósito del DSM-III-R, lo interpretaba en el siguiente sentido: el «desorden mental» («mental disorder») ha de concebirse como «disfunción perjudicial» («harmful»). Y lo comentaba así: «Una condición es un desorden si y sólo si (a) causa una algún perjuicio o privación de beneficio a la persona tal como se juzga por baremos («standards») de la cultura (el criterio de valor) y (b) resulta de la incapacidad de algún mecanismo interno para realizar su función natural» (Wakefield, 1992a, pág. 384).
Bienestar personal y adaptación
En la actualidad suele reconocerse que no hay un solo elemento o criterio que tomado aisladamente sea suficiente para caracterizar la conducta «anómala» o trastorno psicopatológico; y que son varios, concurrentes o complementarios, los criterios al respecto (Belloch, Sandín y Ramos, 1995, pág. 54; Gradillas, 1998, pág. 25; Vázquez 1990, pág. 453). En otras palabras: el constructo bipolar -y, por tanto, la dimensión- de trastorno frente a salud mental es de naturaleza multidimensional.
Dentro de los elementos involucrados en dicha bipolaridad, seguramente el más estudiado es el de bienestar o satisfacción personal en la vida frente a la insatisfacción y el malestar: estar mal y sentirse mal. El inglés dispone del término «well-being», el francés de «bien-être», el italiano de «benessere». El castellano dice «bienestar», un término que se queda corto ante lo que en esos otros idiomas incluye asimismo un «bien-ser». Importa, pues, subrayar que el bienestar que cuenta aquí es también un «ser-bien» o «buen ser»: no mera supervivencia, sino calidad en la vivencia; no simple ausencia de sufrimiento, no meros goces o placer, sino gozo y gusto por la vida, o sea, y en una palabra, «felicidad» en el sentido más completo. Se trata del bienestar personal, subjetivo y percibido, y no directamente del bienestar objetivo, consistente en las condiciones o circunstancias de la vida (comodidades, seguridad, nivel económico, salud física), aunque una de las primeras cuestiones empíricas por estudiar es la de la relación entre un bienestar y otro. Se trata asimismo de felicidad o vida feliz en un análisis donde el estudio del comportamiento y de la vida concurre con la más sólida tradición de la filosofía (Fierro, 2000).
Si hubiera que limitarse a un factor, uno solo, indudablemente pertinente a la salud (comporta)mental, profusamente estudiado, además, en la psicología contemporánea, habría que quedarse con el de bienestar personal o satisfacción en la vida. Es razonable, por eso, reconocer al bienestar como primer indicador y dimensión principal pertinente a la salud mental, y acaso, además, como elemento por sí mismo constitutivo o integrante de ella. Desde luego, no es posible definir la salud mental sin alguna referencia al bienestar personal o a una felicidad que incluye cierto grado de calidad en experiencias vitales satisfactorias. Estas, a su vez, dependen mucho del bienestar objetivo: de condiciones materiales externas, muy variadas según las circunstancias de cada cual; pero al propio tiempo -y en esta relación yace lo crucial para el psicólogo- dependen en alguna medida de acciones propias del sujeto en unas relaciones de dependencia que constituyen la clave tanto de la salud mental como de un apropiado análisis de la misma.
Está fuera de duda, pues, que la salud mental guarda alguna relación con la satisfacción personal o bienestar subjetivo parece. Dejando aparte la excepción de circunstancias adversas extremas, difícilmente atribuiríamos salud mental a una persona que se sintiera siempre y del todo desgraciada e incapaz, además, de cualquier acción o gesto para salir de su desdicha.
En la salud mental ¿se da alguna otra dimensión comparable a la de bienestar, equiparable en su relevancia? El mejor candidato a ello es la adaptación a la realidad y a sus cambios, a su acontecer. La adaptación constituye una función ampliamente presente en muchos tipos de comportamientos, acaso –añadirían algunos- presente en todos ellos como aspecto y atributo interno de la conducta. En el concepto de conducta adaptativa existe acuerdo entre teorías muy distintas, que subrayan que con sus acciones las personas tratan de sobrevivir y de vivir mejor. Esta adaptación –se ha de puntualizar- no es sólo pasiva o reactiva: de docilidad y sometimiento del individuo respecto al medio, a las demandas del entorno. Conducta adaptativa implica tanto adaptación reactiva de la persona a su mundo, cuanto activa adaptación de ese mundo -en lo posible, y a través de la propia acción- a las necesidades propias de la persona (Fierro, 1996, 2002).
La cualidad adaptativa de la conducta -y el grado en que la función de adaptación se cumple de modo eficaz- no es de fácil identificación y evaluación, a menos que se restrinja a la adaptación social. Por otro lado, cuando se habla de conducta (in)adaptada suele sobreentenderse la (in)adaptación social o también, para niños, la (in)adaptación escolar; y ésta ha venido a constituir la faceta más estudiada. Un sondeo bibliométrico somero basta para percatarse de que la casi totalidad de estudios psicológicos (más de un 95 por ciento en las bases bibliográficas) sobre adaptación versan sobre ella en un medio social: en contextos sociales concretos. Puede tomarse, pues, a la adaptación social como el mejor indicador de la adaptación a la realidad, al entorno. Ciertamente la realidad más significativa en derredor de una persona es precisamente la sociedad, las demás personas. Justo por ello no es casual ni tampoco desacertado, sino bien certero, que una de las expresiones más difundidas para hablar del trastorno psicopatológico sea como conducta «inadaptada».
Sin ignorar la presencia y relevancia de otros factores o dimensiones en la bipolaridad salud / trastorno mental, se postulan el bienestar / malestar personal y la (in)adaptación social como sus más claros indicadores empíricos, acaso sus elementos cruciales constituyentes. Este modelo analítico asume que la salud (comporta)mental es susceptible de descripción a partir del bienestar subjetivo de la persona y de su adaptación en las relaciones sociales. En tal esquema concurren un elemento personal, subjetivo, a lo largo de la dimensión de bienestar / malestar, y un componente social, objetivo, el de adaptación. En el bienestar se recoge el aspecto vivencial y de experiencia -más o menos consciente- en la persona psicológicamente sana; en la adaptación social, la vertiente manifiesta, directamente observable por los demás y, en cambio, no tan fácil de escrutar por parte del propio individuo, y donde alcanzan mayor peso los criterios y valores sociales. En cuanto modelo de análisis, que ha de ser puesto a prueba en la investigación empírica, se afirma y se predice que los dos ejes mencionados son necesarios y suficientes para dar cuenta de la bipolaridad salud / trastorno mental: de la mayor parte de la varianza en ella, si deseamos expresarlo en términos estadísticos. Conducta psicopatológica es la socialmente inadaptada y/o la que conduce a largo plazo a insatisfacción, malestar o sufrimiento personal.
Se desprende de ahí un modelo empírico bidimensional de salud mental: con las dimensiones de bienestar personal y adaptación social. El modelo lo es al propio tiempo de personalidad sana en la medida en que dichas dimensiones aparecen asociadas –con correlación significativa- con distintos modelos y teorías referentes a factores básicos de la personalidad. Es un modelo sólido, empíricamente bien contrastado, a través de numerosas investigaciones ( Fierro, ).
De acuerdo con ese modelo, los trastornos psicopatológicos pueden ser representados y dispuestos sobre un espacio bidimensional cuyas coordenadas las definen los citados ejes de bienestar y adaptación. Psicológicamente sana es la persona: a) socialmente adaptada; y b) con un grado suficiente de satisfacción o bienestar bajo condiciones de vida «normales», no de extrema adversidad. Una caracterización así da cuenta de las formas más completas sea de indudable salud mental (satisfacción vital acompañada de adaptación), sea de inequívoca patología (malestar junto con inadaptación); pero también de los casos de psicopatología donde prevalece la experiencia negativa sin inadaptación -ansiedad, depresión- y asimismo de aquellos otros donde predomina la inadaptación e incluso el choque con valores sociales, pero sin intensos sentimientos negativos asociados, como es el caso de la conducta psicópata antisocial.
Puntualizaciones teóricas
Bienestar personal (o subjetivo) y adaptación son seguramente los mejores indicadores empíricos para la evaluación de la salud mental y, respectivamente, del trastorno comportamental o psicológico. El bienestar constituye una característica de la experiencia subjetiva de la persona en el curso de su vida; la adaptación, una característica objetiva de la acción, de la conducta. Un modelo teórico plausible de articulación de esos indicadores o dimensiones de la personalidad psicológicamente sana se resume en la tesis o, más bien, hipótesis de que el comportamiento adaptativo contribuye al bienestar subjetivo.
Conviene puntualizar que no se está afirmando que personalidad sana o saludable sea la persona que goza de bienestar subjetivo. No se afirma simple identidad entre bienestar, o satisfacción en la vida, y salud mental. Se declara que ésa es la dimensión más relevante, acaso a fin de cuentas la única relevante, en los fenómenos de trastorno / salud (comporta)mental. El bienestar personal es cualidad indicativa de salud psicológica, pertinente a ella, a caso constitutiva de ella. Por otra parte, ese bienestar -o felicidad, o satisfacción en la vida- depende tanto o más de circunstancias externas que de la propia acción del individuo. El nexo entre bienestar y salud (comporta)mental se traba en y por la mediación de la acción; tiene su razón de ser en y por la articulación de las acciones de la persona con las respectivas experiencias que se siguen de ellas: en las dependencias funcionales y relaciones de contingencia (de refuerzo, incentivo, aversivas, o como sean en cada caso) que las experiencias vividas guardan con el comportamiento del propio sujeto agente.
Por eso mismo la salud (comporta)mental no puede ser conceptuada, en equiparación ingenua e inmediata, como bienestar, satisfacción o experiencia positiva de la vida. Ha de concebirse más bien como capacidad de autoprocurarse unas vivencias satisfactorias. Así, pues, se propone entender por salud (comporta)mental no el hecho de ser feliz, sino la capacidad de serlo, de autoprocurarse una experiencia satisfactoria de la vida en lo poco o mucho que esto dependa de la persona misma.
Se puede ser desdichado por muchas otras causas; y la desgracia no es en sí un trastorno psicológico. Pero hay quien es desgraciado y vive –o siente estar viviendo- en un infierno porque no sabe cómo hacer, cómo actuar, porque es incapaz de valerse por sí mismo en orden a ser feliz, porque carece de disposición para serlo. Este es el núcleo del trastorno de naturaleza comportamental o psicológica.
Por otra parte, lo que en un nivel de análisis se formula como comportamiento psicológicamente saludable puede y debe ser trasladado también a otro plano, el de la personalidad, como potencial de comportamiento: como capacidad y asimismo también como propensión, disposición o predisposición. La personalidad tiene que ver, como no puede ser menos, con lo que el sujeto hace y ha hecho, con su conducta real, en el sentido conductista más estricto, pero asimismo –y más allá del análisis conductista al uso- con lo que es capaz o no de hacer, con lo que está o no dispuesto a hacer, predispuesto, propenso a realizar, o, por el contrario, indispuesto (Fierro, 2002). De acuerdo con una noción de personalidad como potencial de conducta, personalidad sana será, en consecuencia, potencial de bienestar y «bien-ser», disposición adaptativa activa y acaso, en sentido estricto, capacidad en orden a procurarse unas vivencias positivas, satisfactorias, una experiencia de vida feliz en lo que depende de uno mismo. Ese potencial de conducta en orden a una vida deseable, por otra parte, no es -o no es en todo- un potencial innato; es sin duda, y en máxima parte, adquirido y modificable. En cuanto al polo opuesto, el núcleo del trastorno psicopatológico, también aprendido y modificable, aparece constituido no ya sólo por una mala gestión de la propia experiencia, sino por una cierta incapacidad de autocuidado, de gestionar mejor la vida, de autoprocurarse vivencias satisfactorias.
Este punto de vista permite entender bien cuál es la naturaleza específica de los trastornos de personalidad frente a los simples trastornos de comportamiento. Los de personalidad son trastornos o déficits no ya de la acción, sino -más grave- de la capacidad o de la predisposición a ella. Así entendidos, los trastornos de la personalidad, en cuanto categoría o clase dentro de los trastornos psicopatológicos, consisten a fin de cuentas en cierta incapacidad, incompetencia o indisposición para vivir. Los distintos trastornos de personalidad son variedades funcionales o estructurales de dicha incapacidad: de menor capacidad o de indisposición. Desde luego, se dan grados de severidad en ello. Se dan en las variedades de trastorno que, sin perjuicio de su perfil cualitativo, por otra parte se extienden a lo largo de un espacio dimensional continuo de gravedad, sin corte categórico que permita colocar en un lado y hasta un cierto límite la salud mental y en otro el trastorno. Y, por último, tampoco existe corte categórico entre el simple trastorno de conducta y, más allá y más grave, el de personalidad; al igual que no lo hay entre los déficits funcionales de personalidad, los de un funcionamiento deficiente, y aquellos otros que son estructurales, como la esquizofrenia, que consisten no tanto en que la personalidad funcione mal, sino que en rigor y en realidad no existe, no se halla estructurada: hay individuo, hay sujeto, pero no personalidad en sentido psicológico pleno.
Un concepto así de salud mental y, consiguientemente, de personalidad sana como capacidad o disposición de cuidar de uno mismo y de valerse por uno mismo en orden a ser feliz es del todo coherente con la evidencia empírica aportada por la investigación reciente, y no sólo la relativa a bienestar y adaptación. Entre sus bases más firmes está la investigación básica y aplicada en autocontrol o autorregulación y asimismo el análisis y teoría de la autoeficacia como mecanismo mediador común a todo proceso real de cambio, cualesquiera hayan sido la teoría y las técnicas psicológicas adoptadas (Bandura, ). Esta investigación –y la teoría consiguiente- contempla la autorregulación como un medio o resorte en orden a lograr las metas de la intervención profesional del psicólogo, pero también como una meta en sí y por sí valiosa.
Autorregulación y cuidado de uno mismo
La idea de que persona psicológicamente sana es aquella que es capaz de –y está dispuesta y decidida a- cuidar de ella misma en orden a una experiencia satisfactoria de la vida, converge con la antigua máxima moral del «cuídate», que aparece como fórmula de despedida en las cartas de escritores latinos y con el autocuidado, un tema común a muy distintas morales. Las tradiciones filosóficas de Occidente coinciden en que existe alguna relación entre la acción y la vida feliz, en que somos hijos de nuestras obras y en que “sabio” es aquel que sabe cuidar de sí. El tema tradicional de la sabiduría enlaza con el de la madurez personal, que constituye hoy su mejor trasposición psicológica y comportamental (cf . Sternberg,). La conducta y capacidad de autocuidado es justo lo que caracteriza no sólo a la sabiduría, a la madurez, sino también a la salud mental propia de la persona adulta bajo condiciones ordinarias de la vida, incluidas aquellas condiciones adversas que forman parte de las dificultades normales del vivir.
Cuidar de uno mismo es un subconjunto dentro de cierto conjunto de comportamientos: los que tienen por objeto y término a la propia persona que se conduce. Son comportamientos que suelen compendiarse en la noción de «sí mismo» (o «self»). Consisten en un amplio sistema de actividades alrededor de dos principales focos: el autoconocimiento, los procesos cognitivos acerca de uno mismo; y la autoacción, las conductas operantes que -y en la medida en que- redundan en el propio agente. Es un sistema de gran relevancia, puesto que el comportamiento autorreferido es autorregulado y autorregulador: en sus entresijos se juegan procesos de decisión, que al propio tiempo son de autodeterminación y de autodirección en la vida. En las conductas autorreferidas la persona se hace dueña en alguna medida de la propia vida porque controla algunas de sus contingencias.
Los primeros análisis del sistema comportamental de autorreferencia y autorregulación datan de los años 70. En esos años surgen propuestas prácticas de introducción de técnicas de autocontrol en el tratamiento y modificación de conducta. La consagración analítico-teórica de las propuestas clínicas desde entonces en auge se debe, sobre todo, a Bandura ( ) con un doble postulado: el de un determinismo recíproco entre situación, conducta y persona, a cuyo sistema de «sí mismo» reconoce una función determinante; y el del principio de autoeficacia como mecanismo mediador del resultado positivo que diferentes técnicas conductuales y de psicoterapia llegan a procurar. Desde entonces, la investigación y análisis de la autorregulación ha puesto de relieve el carácter deseable y benéfico de situaciones y acciones en las que el sujeto «controla» o al menos «maneja» algunas de sus contingencias y, por tanto, es «dueño» en algo de la propia vida. Es un control que implica tomar decisiones sobre uno mismo, autodeterminarse. En el modo cotidiano de hablar, y sin darle a ello un alcance filosófico, llamamos “libres” a las acciones que proceden de esa forma. En ese sentido, preferimos que nuestra vida dependa de nosotros mismos y no de otros, aunque también esa “libertad” comporte un alto precio que no nos gusta pagar: el de tomar decisiones sobre uno mismo.
En ese sentido el autocuidado constituye un elemento esencial en la conservación y recuperación de la salud tanto física como (comporta)mental, en la perseverancia dentro de unos hábitos saludables de vida, en la adherencia al tratamiento y en el haz de medidas terapéuticas o de modificación de muchas estrategias de intervención (Kanfer y Goldstein, 1993). Pero, por encima de todo: no hay madurez humana personal y no hay «salud mental» o «personalidad sana» sin capacidad de gestionar para sí -en autorregulación y autocuidado- una experiencia gozosa de la vida. También podría hablarse de “autoayuda” con tal de no incurrir en una trivialización de los procesos a través de recetas simplifocadoras. Hay, desde luego, técnicas de autocuidado , autorregulación, autogestión, que implican verdaderas tecnologías, “tecnologías del yo», las llama Foucault (1990). Entre aquellas que puede uno utilizar por iniciativa propia, o bien a instancias de un terapeuta, están la autoobservación, el autoanálisis, el autorregistro, el autorrefuerzo, la toma de decisiones mediante pasos programados. Mientras sean técnicas instrumentales, forman parte del aprendizaje de la madurez, de la ejercitación para adquirirla. La madurez propiamente dicha, madurez lograda, consiste, por su parte, en el ejercicio efectivo y la práctica espontánea del autoconocimiento, de la autodeterminación y del cuidado de uno mismo.
El autocuidado tiene dirección y medida. No es autoobsesión o preocupación por uno mismo, una inquietud que resulta insana siempre. Tampoco consiste en profunda introspección. Los principios y acciones de autocuidado, en fin, tienen poco que ver con los llamamientos a la interioridad y a la liberación por el espíritu. Cuidar de uno mismo no consiste sólo en pensamientos; se lleva a cabo en comportamientos prácticos, mediante los cuales una acción presente contribuye a determinar experiencias, conductas y circunstancias futuras de la propia vida.
Autorregulación en un marco de intervención
La persona que no es capaz de valerse por sí misma en orden a gestionar para sí una experiencia satisfactoria de la vida ¿cómo puede llegar a alcanzar tal capacidad? No podrá por sí sola. ¿Pueden ayudarle a ello otras personas de su entorno próximo? Muchas veces sí, sin duda alguna. Pero no siempre hay en su entorno tales personas capaces a su vez de ayudarle a ello. A menudo, además, son personas próximas las que más han contribuido a generar o a mantener el trastorno de conducta o de personalidad. El cuidado entonces ha de confiarse a manos expertas, a personas cualificadas, a profesionales. El paciente no capaz de cuidar de sí mismo y no capaz tampoco de salir por sí solo de su situación necesita de psicoterapia, de terapia de conducta, de asistencia, consejo o intervención psicológica.
Ahora bien, de manera hasta cierto punto paradójica, la intervención para devolverle capacidad (=salud mental) a un paciente apenas capaz de cuidar de sí mismo requiere que éste coopere en la labor. A diferencia de la intervención quirúrgica o de la atención médica que sólo necesita que el paciente deje hacer, aunque sea sin ganas y de manera pasiva, el psicólogo no puede «curar» sin una colaboración muy activa por parte del sujeto. En muchos casos, por no decir en todos, sin participación delpaciente, del cliente puede haber cierto cambio, pero difícilmente un cambio profundo y duradero. La intervención terapéutica o profesional pasa necesariamente por la mediación de la voluntad propia de la persona concernida. Sin esta mediación ni es eficaz en grado suficiente, ni persiste a la larga. La eficacia no viene nunca desde fuera sólo; viene siempre también desde el propio sujeto, aunque no sea sólo desde éste.
Éste es el punto de articulación donde la psicología clínica asume la crítica del modelo médico –o quizá mejor: modelo farmacológico, o quirúrgico, o administrativo- de salud y trastorno mental. Es ahí donde el psicólogo clínico se aparta de cualquier intervención en la cual se pretenda “administrar un tratamiento” al igual que se administra un fármaco o se procede a una intervención en el quirófano. La intervención del psicólogo se realiza desde premisas de un modelo participativo, cooperativo, de autogestion y autorregulación, que insiste y se apoya en el papel activo del paciente en su propio tratamiento: no mero objeto de cuidados externos, sino sujeto de su propio cambio, terapia o modificación.
En materia de conducta no hay intervención profesional externa que produzca cambio si no es con la colaboración y participación del propio sujeto. La autorregulación y autoeficacia aparece entonces, en efecto, como punto de enlace entre la acción propia, el potencial y posibilidades de cambio por uno mismo, y la acción del profesional, el potencial de unas técnicas de intervención. Ahora bien, autoeficacia y autocuidado aparecen ahí no sólo como medio y mediación en un proceso de terapia o cambio de conducta, sino al propio tiempo como meta, como fin. Es preciso comprender las instancias y procesos de autodeterminación como elemento integrante de la madurez personal, como fin en sí mismo, y no sólo como medio para otros fines.
La clave del cambio terapéutico no está sólo en el exterior, en las técnicas del profesional; está siempre, y sobre todo, en el sujeto, aunque éste necesite de aquél.
¿Dónde están los puntos más sensibles al impacto de la intervención? Es crucial encontrar los puntos de articulación entre las variables de sujeto, de la persona, y la tecnología terapéutica, o, lo que es lo mismo, en otros términos: encontrar las variables y procesos de personalidad que son mediadores y multiplicadores de la intervención profesional.
Seguramente el mediador más destacado es el elemento motivacional. Hace falta que el paciente no sólo desee eliminar molestias, las inherentes a su situación de sufrimiento, sino que quiera de verdad cambiar: que haya, por tanto, motivación suficiente para sobrepasar las ventajas secundarias que el trastorno psicopatológico proporciona. El paciente se halla en posición de ambivalencia ante el cambio: lo desea, lo necesita, por el sufrimiento moral que acompaña al trastorno; pero al propio tiempo lo teme, porque también obtiene ventajas de aferrarse al trastorno y no cambiar. El paciente que acude al psicólogo lo hace porque se lamenta de algo, de lo que por otro lado obtiene beneficios, aunque sean sólo inmediatos y a corto plazo. Será necesario, por tanto, ante todo propiciar un cambio en la motivación: superar los atractivos inmediatos de la conducta-problema por eliminar, obtener un equilibrio diferente en la relación ventajas / inconvenientes en favor de contingencias más favorables, aunque demoradas, en un modo de comportamiento que exige adherencia al tratamiento, aplazamiento del refuerzo, resistencia a la “tentación” y tolerancia al dolor y la incertidumbre en el momento actual.
Sigue siendo cierto el principio conductista: si quieres cambiar la conducta, cambia el entorno. Pero no es el terapeuta quien puede modificar el entorno que rodea al paciente; ha de ser éste quien lo haga a través una serie continua de pequeñas –o no tan pequeñas- decisiones. Se supone que el paciente necesita al inicio un importante respaldo del terapeuta. Éste tratará de introducir estrategias de autogestión y autocuidado en la vida del paciente. Tales estrategias, como en general todas las conductas autorreferidas, se aprenden, son objeto de aprendizaje y están generadas y sostenidas por el medio. A falta de ello, también ellas desaparecen: Robinson en su isla desierta no tiene necesidad de lavarse todos los días. El paciente que acude al psicólogo clínico es alguien que necesita de continuo y extenso apoyo externo –tan intenso que necesita de un profesional- para actividades de relación con los demás y de autocuidado tan elementales como lavarse. Pero el apoyo que el psicólogo está llamado a prestar ha de reducirse al mínimo necesario en cada caso; ha de guiarse por un criterio de mínima intervención, trasladando de modo creciente al sujeto la responsabilidad y la capacidad de recuperar el gobierno de su vida y, con ello, el potencial de una experiencia satisfactoria de la misma.
Referencias bibliográficas
Fierro, A. (1993). Para una ciencia del sujeto. Investigación de la persona(lidad). Barcelona: Anthropos, cap. 3º.
Fierro, A. (1996). Manual de Psicología de la personalidad. Barcelona: Paidós, cap. 4º.
Foucault, M. (1990). Tecnologías del yo. Barcelona: Paidós.
Kanfer, F. H. y Goldstein, A.P. (1993). Cómo ayudar al cambio en psicoterapia. Bilbao: Desclée de Brouwer.
Seligman, M. E. P. (1995). No puedo ser más alto, pero puedo ser mejor. Barcelona: Grijalbo.
El cuidado de sí mismo y la personalidad sana
«En eso la paciente debe administrarse su propia medicina» (Macbeth, acto V, escena 3)
Lady Macbeth ha sido inductora en el asesinato del rey Duncan y ahora, tiempo después, está en trance de muerte mientras el bosque de Birnam, cortado y a lomos de soldados, asciende resueltamente hacia la fortaleza de Dunsinane. No sabemos de qué muere, pero ha perdido la razón, delira, ve visiones, fantasmas. Ni siquiera es seguro que agonice consumida por el remordimiento. Shakespeare se alza por encima de un conocimiento nada más diagnóstico y también por encima del bien y del mal. Lord Macbeth, al que va a alcanzar la espada para morir como un caballero, «con la armadura puesta», le ha preguntado al médico cómo va la paciente. El médico le ha dicho que las visiones que la agitan no le permiten reposar y Macbeth le responde, le exige al médico: «Curadla, pues. ¿O es que no podéis atender un mal del alma? ¿O arrancar de la memoria una pena arraigada… y limpiar del pecho con antídoto de olvido esa peligrosa materia que abruma el corazón?». Sabe el médico y dice que la señora está perdida de cuerpo y alma: «En estos casos el paciente ha de ser su propio médico».
Lady Macbeth es ahora una enferma mental: no hay que tener repugnancia a esa palabra -y sí cauteloso respeto, prudente temblor ante la condición que yace detrás de ella- a despecho tanto de las censuras merecidamente recaídas sobre el modelo médico de los trastornos psicopatológicos, cuanto del reciente énfasis en destacar que salud no hay más que una, la corporal y física, y que esos trastornos son tan materiales como los del cuerpo, al ser función del cerebro (1). Shakespeare ya sabía eso; ya sabía que al «alma» (¡es un decir!) la afecta la materia (¡otro decir!).
Lady Macbeth es a la vez una asesina y se halla ahora trastornada, pero no es lo mismo haber asesinado que haber perdido la razón. Es a la vez una demente y una moribunda, mas no es lo mismo delirar que agonizar. Es una paciente en lo «físico» y en lo «mental», pero una «enfermedad» no se confunde con la otra, igual que por muy unitaria e indivisible que sea la salud una cardiopatía no se confunde con una enfermedad renal. Aviados estaríamos con tratamientos y enfoques sólo holísticos para atajar una peritonitis.
Por boca del médico, Shakespeare compendia toda la sabiduría antigua sobre el caso: en esta condición, en estos trances sólo el paciente puede administrarse su propia medicina. Claro que ése justo es el problema: el paciente -el «cliente», dicho en lenguaje comercial y conductistamente correcto- no puede curarse a sí mismo, es incapaz de ser su propio médico o farmacéutico. Es esta incapacidad la que aquí se va a tomar como esencial característica de la «enfermedad mental» -o, en rigor, de los trastornos de la personalidad- bien a conciencia, como alguna vez ironizó Szasz (2), de que las enfermedades mentales ni son enfermedades ni son mentales.
No son mentales, desde luego, si por «mente» se entiende un alma o «mind», sobre cuya falacia conceptual han disertado Ryle (3) y otros filósofos (4). Sin embargo, de suyo y pese a derivar del latino «mens», el adjetivo «mental» hoy tiene tan poco que ver con una noción mentalista como los propios nombres de «psicología» y «psiquiatría», derivados de «psyché», que en griego es alma. Al igual que lo «psicológico», también lo «mental» muy bien puede -y sin duda debe- entenderse como «comportamental».
¿No son enfermedades? Al llamarlas así, se trata por cierto de un lenguaje metafórico. Si se utiliza, hay que hacerlo a sabiendas de estar usando una metáfora. Todo el asunto estriba en si, confrontada con las de «alteración», «desviación» o «anomalía», la metáfora de enfermedad es de todos modos aceptable e incluso preferible: en si lo es al menos para aquellos casos, como el síndrome de Alzheimer, donde el grave deterioro cognitivo forma parte de un hundimiento general de la persona. La desafección a hablar de enfermedad mental, por otro lado, no entraña por fuerza desistir de hablar al menos de «salud mental». Las metáforas, en cualquier caso, pueden convivir; no son incompatibles.
Cualesquiera sean las metáforas o modelos utilizados, sí que importa puntualizar desde el principio que son difusos los límites de la construcción así levantada. El Manual del DSM-IV (5, pág. XXI) lo reconoce en las páginas de introducción: «No existe una definición satisfactoria que especifique límites precisos del concepto de ‘trastorno mental’ (… y salud física y mental)» . Ese carácter difuso se relaciona a su vez con la multiplicidad de criterios que los tratadistas de la psicopatología concuerdan en señalar en el trastorno o anomalía mental o psicopatológica (6-8).
Modelos de vida humana
La sabiduría clásica, griega y latina, forjó una máxima y un tema que subyace a posiciones y doctrinas -«morales», si se quiere- tan distintas entre sí como eudemonismo, hedonismo y estoicismo. Es la ética y la sabiduría del «¡cuida de tí mismo»!; es, en latín, la «cura sui», el autocuidado. Sabio es aquél que sabe cuidar de sí mismo. Sabiduría es entonces la figura combinada -y en sazón- resultante del cumplimiento de dos exhortaciones también clásicas: el «¡conócete a tí mismo!» de la inscripción en el frontispicio de la entrada al oráculo de Delfos; y el «¡sé el que eres!» de Píndaro, luego tan caro a Goethe.
Es una tradición que bajo la lente de «tecnologías del yo» ha expuesto recientemente el filósofo Foucault (9). ¿Puede esa tradición recibir carta de naturaleza empírica en una ciencia del comportamiento? No es meterse en camisa de once varas. Hay varias líneas de análisis y de conocimiento que permiten afirmarlo en enfoque no ya sólo de clínica, sino de ciencia básica de la acción y de la personalidad, con el respaldo de sólida investigación ya existente acerca del bienestar personal y en el marco de una teoría -y entronque en una práctica- focalizada en la autoeficacia y la autorregulación.
Existen resonancias del tema clásico del autocuidado, ante todo, en una psicología de orientación humanista o personalista, que ha perfilado los rasgos de la «personalidad saludable» (10) , y todavía más, con ambición mayor, los de un nivel superior de excelencia y plenitud en la existencia -«modelos ideales de vida humana» los llama DiCaprio (11)-, que es la madurez, la autorrealización o el pleno devenir actualizado de la potencialidad de la persona.
Da que pensar el hecho de que, en sus dos libros pioneros de psicología de la personalidad, Allport (12-13) dedicara sendos capítulos amplios al tema de la personalidad madura. En el perfil de excelencia que dibuja, Allport caracteriza la madurez personal por la ampliación del «yo», su relación afectuosa con los demás, la seguridad emocional, una percepción conforme a la realidad, aptitudes ante las tareas, conocimiento de sí y visión unificadora de la vida. No es muy distinta la caracterización de Maslow (14) de las personas «autorrealizadas»: con percepción eficaz y cómoda de la realidad, aceptadoras de sí mismas, de los demás y de la naturaleza, espontáneas, centradas en los problemas, autónomas, con buenas relaciones personales y sentido del humor. Y se asemeja a ambos lo que Rogers (15) presenta como meta del deseable «proceso de convertirse en persona» y a lo que invita en eco de Píndaro: llegar a «ser el que uno es», consistente en autodirección, deseo de progreso, apertura a la experiencia, confianza en uno mismo, sentimiento de libertad, espontaneidad.
Ha sido sin duda esta psicología personalista y de vocación pedagógica la que más ha contribuido a abrir un espacio compartido por la ciencia y por el sentido común ilustrado, un espacio donde prospera una amplia literatura divulgativa sobre bienestar, salud y trastorno mental (así, entre otras, las colecciones «Autoayuda y superación» de Grijalbo, «Ojos solares» de Pirámide y «Serenpidity» de Desclée de Brouwer). Es literatura de desigual calidad y valor científico, pero a menudo con juiciosas apreciaciones sobre el tema incluso cuando los autores hablan desde la experiencia profesional o el sentido común y no desde el método científico.
Los temas predilectos de los humanistas -personalidad madura, cabal, realizada- suscitan extrema reserva, por no decir repudio, a quienes se atienen a enfoques metodológicos experimentalistas o bien a posiciones teóricas como las del conductismo radical. Ahora bien, ni conductismo ni tampoco la experimentación poseen el monopolio de una ciencia objetiva del comportamiento o de la personalidad, ni tampoco de la salud y madurez mental y, respectivamente, del trastorno. De hecho es posible una aproximación científica a la madurez humana más plena, la que se manifiesta en la sabiduría, tal como hace un sugestivo volumen coordinado por Sternberg (16). Es éste un tema, por cierto, filosófico y moral en la tradición, al que sin embargo cabe asociarle hoy conocimientos empíricos, de ciencia: sobre el desarrollo humano a lo largo del ciclo vital, sobre la madurez personal y sobre los procesos cognitivos y el manejo de saberes en que la sabiduría consiste.
Lo que a continuación se ensaya obedece al modesto propósito de hacer otro tanto -en bosquejo- sobre un asunto bastante más limitado y en un listón no tan alto de los propósitos y tareas de la existencia humana: sobre la consigna práctica y moral del cuidado de uno mismo; sobre la invitación a cuidarse como consejo que trasciende el testimonio de afecto personal y que se configura como exhortación dictada desde la sabiduría, desde el conocimiento. Se va a proponer que la capacidad de autocuidado es justo lo que caracteriza no ya a la sabiduría, sino pura y simplemente a la «salud mental» propia del adulto: a la integridad personal bajo condiciones ordinarias de la vida, con las dificultades normales del vivir, y no ante la tragedia o la adversidad extrema. El análisis tomaría otro cariz al contemplar la infancia, cuando la capacidad de autocuidado aún no se ha adquirido, y también en el caso de minusvalías graves, donde esa capacidad puede hallarse limitada por circunstancias físicas o mentales. También estos casos pueden ser clarificados desde las claves propuestas a continuación, pero no es posible ahora ni siquiera bosquejar la correspondiente clarificación.
Autocuidado en el sistema de «si mismo»
Al hablar de la acción y de la capacidad de autocuidado se entiende aquí autocuidarse en orden a una experiencia satisfactoria de la vida. Se sobreentiende además: estilo o repertorio de conducta habitual, capacidad o disposición en orden a gestionar bien esa experiencia, y no siempre conducta concreta asiladamente ejecutada. La persona más capaz puede cometer errores y el más inteligente incurrir en actos estúpidos. Por «mentalmente sano» que alguien sea, puede errar más de una vez en su autocuidado o incluso renunciar a él, hasta con riesgo de la vida, en acto heroico por el bien de otros. Del mismo modo, sin embargo, que no se llamará inteligente a quien sólo realiza conductas estúpidas, de quien jamás lleva a cabo acciones de autoprocura que redunden en su propio bienestar difícilmente será posible mantener que goza de buena salud mental.
El trastorno mental en sentido propio (y no ya el tener problemas, conflictos, crisis o sufrimientos morales: ¿quién no los tiene?) ha de verse en consecuencia como un curso de acción o una práctica de autocuidado deficiente. Y si se solicitan términos más apegados a un análisis funcional de la conducta, cabe decir también: es una sucesión de conductas operantes, una pauta persistente de comportamiento, un conjunto de «repertorios básicos de conducta» o de «estilos interactivos personales», que no contribuyen a largo plazo a procurarse una experiencia satisfactoria de la vida. Ahora bien, en la medida en que más allá de conceptos comportamentales, de estilos de conducta y del curso de la acción, hace falta acudir a conceptos de personalidad, es decir, de capacidad y de predisposición, entonces el trastorno no ya del comportamiento (en el sentido del Eje I en el sistema DSM) (5), sino el trastorno de personalidad (en el sentido del Eje II), podrá ser conceptuado como una cierta incapacidad o indisposición personal -más o menos duradera, persistente, o al contrario modificable- respecto a esa autoprocura de una experiencia satisfactoria.
Cuidar de uno mismo es un subgrupo específico dentro de cierta clase de comportamientos: los que tienen por objeto y término a la propia persona que se conduce. Son comportamientos que suelen compendiarse en la noción de «sí mismo» (o «self»). Se despliegan en un amplio sistema de actividades alrededor de dos principales focos: el autoconocimiento, los procesos cognitivos acerca de uno mismo; y la autoacción, las conductas operantes que -y en la medida en que- revierten en el propio agente (17, caps. 4 y 14). Y forman un sistema de gran relevancia, puesto que el comportamiento autorreferido es autorregulado y autorregulador: en sus entresijos se juegan procesos de decisión, que son de autodeterminación y que constituyen uno de los órdenes en que consiste la «libertad» humana desde un análisis no ya de filosofía, sino de ciencia empírica del comportamiento (18, cap. 3).
Colocar dentro del subsistema comportamental de la autorreferencia la clave de la salud o respectivamente del trastorno mental puede resultar poco popular en un momento en que todavía dominan las interpretaciones sólo adaptativas y sociales del mismo. Está cercano el tiempo, alrededor de 1970, en que las críticas dominantes reducían a mero nombre y etiqueta toda construcción y clasificación psiquiátrica o psicopatológica sobre el argumento de que es la sociedad la que no sólo define, sino que en gran medida engendra la conducta inadaptada. Ahora bien, que la designación de una conducta como patológica dependa de la sociedad o que ésta se halle en la génesis del trastorno (y ¿cómo no?, todo lo humano es social) no es fundamento bastante para reducirla a una pura construcción social. El análisis psicopatológico no es amortizable en términos psicosociológicos.
Es así, por cierto, en una de sus vertientes. Hay mucho de sociología, de psicología social e incluso de juicio moral en los enfoques psiquiátrico y psicopatológico. Pregunta el conflictivo adolescente de Rumble fish, de Francis Coppola: «¿Cómo se sabe que uno está loco?». Y le contestan: «Eso nunca se sabe; depende de cuánta gente piensa que lo estás». Hay que observar, sin embargo que, con relativa independencia respecto a cualquier definición social, aunque tampoco del todo al margen de ella, está el dato, no siempre patente y manifiesto, pero irrecusable, de que el individuo puede sentirse bien o mal, reconocer su estancia y vivencia en el mundo -o en un medio social determinado-, como apetecible o como indeseable, como positiva, satisfactoria o, por el contrario, negativa, frustrante. Esta conciencia de sí -autopercepción con intensas connotaciones afectivas- tiene también, ella misma, una raíz que trasciende al individuo: se elabora, sin duda, a partir de la imagen social de lo deseable y de la percepción que cada cual encuentra en otros acerca de sí mismo; se genera a partir de un aprendizaje social y de reacciones sociales ante la conducta del sujeto. Pero, no menos cierto, incluso en una reducción completa a sociogénesis, aquella autopercepción posee su relativa autonomía, su razón de ser y su derecho a atención práctica y teórica. El caso es que tanto el enfoque descriptivo de las alteraciones de personalidad o de comportamiento, como el de terapia e intervención psicológica, al atender al contraste trastorno / salud mental, contemplan componentes irrenunciablemente individuales, no del todo reducibles a lo social y a la ideología colectiva, ni tampoco elaborados desde la sinrazón, la demencia o la locura.
Georges Mead escribió que el individuo, pese a todo, y con razón, es capaz de hacer frente a la entera sociedad: «Una persona puede llegar a un punto tal en que ha de ir contra todo lo que le rodea; pero para poder hacer eso ha de hablarse a sí mismo con la voz de la razón» (19, pág. 196). Cabe decirlo en otras palabras más próximas al presente argumento: la dimensión de bienestar, de vivencia satisfactoria, de capacidad para ella por parte del sujeto constituye una garantía y salvaguardia tanto para sí mismo cuanto para la noción teórica y la meta práctica de salud mental frente a su disolución en meros términos de una adaptación que sea únicamente encaje o ajuste social. Una persona puede sentirse -y saberse a sí misma- «sana», cargada de razón (y de emoción o experiencia positiva, de pasión), asistida por la voz de la racionalidad (una razón práctica y una «inteligencia emocional»: Goleman (20), Mayer y Salovey (21), si se quiere incluir una noción hoy justamente en boga) frente a una sociedad entera que al sujeto le declara enfermo, inadaptado o desviado. También, por cierto, y con frecuencia mayor, se da la situación contraria, la de quien, pese a ser juzgado del todo normal por la sociedad, se considera a sí mismo en un estado y vivencia cuyo mejor análogo son las heridas o la enfermedad: hundido en la miseria de un malestar peor que cualquier mal orgánico.
Pertinencia al bienestar y capacidad de gozo
Puede tomarse al bienestar (o a la felicidad) como el mejor referente e hilo conductor para cualquier propuesta relativa a la dimensión de trastorno / salud mental e igualmente, en otro plano más de raíz, a la de trastorno de personalidad / personalidad sana. Ningún otro tópico relativo a esa dimensión ha sido tan estudiado como el bienestar, la satisfacción personal, la felicidad (22-26). La única línea comparable al respecto es la de la adaptación, tal como se da, en concreto, en las conductas de afrontamiento y en sus consecuencias. Pero aun esa línea viene a reducirse a la otra, justo al resaltar que el bienestar -junto con la adaptación y la salud física- resulta de un afrontamiento logrado, mientras que malestar, inadaptación y enfermedad son los tres resultados típicos sea del estrés sea de un malogrado afrontamiento (27-28).
No es asimilar salud a bienestar (o felicidad) y trastorno a malestar (o desdicha). Es postular como hipótesis conceptual orientadora que se relacionan, aunque no son idénticos. La suya es una relación no de identidad, sino de pertinencia en un nexo cuya naturaleza es preciso esclarecer. Parece ser la hipótesis sobre la que en sus últimas versiones la introducción del Manual DSM realiza su propia formulación del trastorno, una formulación por cierto biopsicológica y no reductora a lo social o a pautas colectivas de valor: «se trata de una disfunción biológica, psicológica o conductual»; y «esta alteración no sólo está referida a la relación entre el individuo y la sociedad» (6, pág. XXI). Se añade una precisión esencial: «asociada a un malestar, a una discapacidad o a un riesgo significativamente aumentado de morir o de sufrir dolor, discapacidad o pérdida de libertad». En esas breves frases es patente la redundancia en dos unidades semánticas: en primer lugar, malestar o sufrimiento, y junto con ello, discapacidad. Si se colocan juntos esos dos elementos, la figura compuesta que aparece es la del trastorno mental como cierta incapacidad de bienestar o fracaso de hecho en conseguirlo.
Se halla eso muy cercano a Freud (29), quien señaló a la terapia la finalidad de restablecer en el sujeto la capacidad de trabajo y de goce; y a Fromm (30), cuando en análogo emparejamiento apunta a la capacidad de amor y de trabajo, capacidad productiva y creativa, como núcleo del arte humano de vivir. Es éste un punto de vista apenas o en nada exclusivo de la teoría freudiana; es inteligible y asumible desde cualquier posición, incluida la conductista, con tal de suavizar el término «capacidad» y sustituirlo por algún otro que despierte menos reticencias: hábitos, repertorios aprendidos, quizá disposiciones.
Salud mental no es cualquier bienestar, ni tampoco el bienestar en sí. Trastorno mental no es tampoco, de suyo, el estado de ánimo deprimido, ansioso, de terror, o de desconexión respecto a la realidad. No es trastorno mental el estado de alucinación tras haber ingerido ciertas sustancias, ni la extrema melancolía tras la pérdida del ser más querido. En general, no se trata del trastorno mental transitorio, eximente o atenuante en los códigos penales, ni tampoco el trastorno no tan transitorio pero deliberadamente inducido y controlado por la persona. El trastorno comienza cuando el sujeto no emprende el curso de acción apropiado para salir de ese estado. No lo emprende porque es radicalmente incapaz de ello o porque no se siente en disposición para ello. El trastorno comienza con la incapacidad, indisposición, mera inercia, inacción o acción disfuncional en orden a modificar tal estado indeseable.
Por otra parte, la capacidad o disposición de que se habla en orden a ser feliz no es la de un goce sólo pasivo; no es la del niño de pecho, a cuya imagen, por otro lado, la sociedad de consumo tiende a reducir al ciudadano consumidor. También esto se halla en juego, por cierto: el gozo recibido. Ser incapaz incluso de gozos y alegrías por otros procuradas es precisamente y sin duda el colmo del trastorno de personalidad, el de quien no sabe disfrutar ni de lo que le viene gratuitamente dado. Pero más allá de esto se está hablando de una capacidad de -y un curso de acción en orden a- un gozo activo, autoprocurado, y esto no necesariamente por la busca directa de la felicidad, búsqueda sobre la que Russell (31) advierte que quizá no lleva a ninguna parte, sino como algo que le sobreviene a la acción operante, al vivir activo, aún sin necesidad de proponérselo y como por añadidura.
La salud mental tiene que ver con experiencias, la de bienestar personal o satisfacción en la vida, pero propiamente consiste en comportamientos ordenados a esas experiencias. La cualidad de «psicológicamente sano» o saludable, en rigor, es pertinente no en toda actividad psíquica, de suyo no en la percepción o la memoria, no en las reacciones de placer o dolor, de entusiasmo o de miedo; lo es sólo en el comportamiento operante e instrumental, en la acción propiamente dicha (17), aquella que opera cambios en el entorno o en el propio organismo del agente, cambios capaces de redundar a su vez en experiencias (estimulación, refuerzos, emociones, sentimientos, estados de ánimo) positivas o negativas, gozosas o dolorosas.
Dicha dimensión, además, se ensancha en cierto espesor diacrónico, de duración; acontece y se manifiesta en el tiempo, en la sucesión de acciones y de experiencias de las personas. No el espanto momentáneo en medio de una catástrofe, ni la embriaguez ocasional en una noche loca, sino el cepo duro de una fobia resistente o de una adicción dañina e invencible, donde el sujeto está atrapado y que le incapacita para vivir, es lo que constituye referente de las nociones psiquiátricas y psicopatológicas, así como objeto de tratamiento, psicoterapia o prevención.
Salud mental y personalidad sana
Por salud psicológica, mental o comportamental, ha de entenderse, pues, la gestión habitual de una experiencia grata de la vida por y para el propio sujeto agente. Esta experiencia, a su vez, incluye las sensaciones más a flor de piel, las procuradas por los sentidos externos, y también aquellas otras más profundas, asociadas al sensorio interno y que se organizan en emociones y sentimientos. La salud mental, sin embargo, no es la experiencia vital grata en sí misma -o la dicha, o la felicidad-, sino la acción, la conducta operante, la práctica de gestionársela para uno mismo. No es en sí la experiencia satisfactoria de la vida, porque son muchas las circunstancias externas que pueden generar desdicha o sufrimiento. Exceptuados fakires y estoicos acaso, los humanos no son invulnerables o inmunes a ellas. Por otro lado, la tradición aristotélica, eudemonista y aún más la estoica, senequista, asocia la felicidad a la sabiduría y a la virtud, al obrar acertado: el hombre virtuoso es el hombre feliz, aunque no está del todo claro si se llama felicidad a la acción virtuosa por ella misma o se piensa que de la virtud se sigue siempre y con toda naturalidad la vida feliz. El caso es, sin embargo -y Kant ha puesto el dedo en esa llaga de la condición humana-, que la dicha no le ha sido prometida a la virtud. Sabiduría y virtud -o salud mental si se atiene el análisis a términos comportamentales- no es lo mismo que felicidad o dicha; pero sí que es capacidad de «cura sui», de cuidado de sí mismo, de autoprocura de felicidad en la medida -a veces mínima- en que eso se halla en propias manos. Es, a la postre, «saber vivir» o, si se prefiere «amar la vida», pero amarla eficazmente, es decir, ponerla y guardarla a salvo.
Conviene reservar el término de trastorno psicopatológico para el caso y el momento en que la persona no llega a velar por ella misma, a afrontar con mínima eficacia las circunstancias adversas, al menos aquellas dificultades del vivir que forman parte del programa biológico y social de la existencia humana. Otra cosa es la tragedia. La gravedad trágica de la adversidad puede llegar a trastornar, pero también sencillamente a hacer del todo imposible cualquier forma de afrontamiento logrado o eficaz. Bajo circunstancias negativas extremas es difícil mantener no ya el tipo, sino el sano juicio. Buena salud psicológica han mostrado quienes han salido enteros de la tortura, del secuestro, del campo de concentración o del de refugiados, máquinas y espacios psicopatógenos como ningún otro. Las categorías de salud / trastorno mental, sin embargo, tienen su foco central de pertinencia no en los extremos paroxísticos, sino en las zonas templadas medias de la condición humana: en el modo de habérselas con las adversidades y dificultades ordinarias de la vida, en la forma de cuidar de sí en medio de ellas y de procurarse incluso entonces una experiencia vital positiva, de calidad.
Trastorno psicopatológico es una carencia o insuficiencia comportamental en relación con felicidad y bienestar, con una experiencia satisfactoria de la vida. En el polo opuesto, comportamiento saludable -o psicológicamente sano- es aquel que a largo plazo produce la más positiva experiencia para el propio agente.
Lo que en un nivel de análisis se formula como comportamiento psicológicamente saludable puede y debe ser trasladado también a otro plano, el de la personalidad. Puede y debe producirse ese cambio de plano porque la estructura, procesos y funciones de la personalidad son difícilmente reducibles a los de comportamiento. Personalidad no es una mera suma o conjunto de conductas, de estilos o pautas de conducta. Es potencial de comportamiento, posibilidad activa y probabilidad de comportamiento: es, primero, capacidad y luego también propensión, disposición o predisposición. La personalidad tiene que ver, como no puede ser menos, con lo que el sujeto hace y ha hecho, pero asimismo con lo que es capaz o no de hacer, con lo que está o no dispuesto a hacer, predispuesto, propenso a realizar.
Este punto de vista permite entender bien cuál es la naturaleza específica de los trastornos de personalidad frente a los de solo comportamiento. Son trastornos o déficits no ya de la acción, sino -más grave- de la capacidad o de la predisposición a ella. Así entendidos, los trastornos de la personalidad, dentro de los psicopatológico en general, consisten a fin de cuentas en cierta incapacidad, incompetencia o indisposición para vivir. Los distintos trastornos son variedades funcionales o estructurales (32) de esa incapacidad, menor capacidad o indisposición. Hay grados de severidad en ello. Los hay en las variedades de trastorno que, sin perjuicio de su perfil cualitativo, por otra parte se extienden a lo largo de un espacio dimensional continuo de gravedad, sin corte categórico que permita colocar en un lado y hasta un cierto límite la salud mental y en otro el trastorno. Tampoco hay corte categórico entre el simple trastorno de conducta y, más allá y más grave, el de personalidad, o entre los déficits funcionales de personalidad, los de un funcionamiento deficiente, y aquellos déficits estructurales, como la esquizofrenia, que consisten no tanto en que la personalidad funcione mal, sino que en rigor y en realidad no existe, no se halla estructurada.
Psicoterapia y autorrregulacion
Autocuidado no es autocontrol en el sentido vulgar, más bien peyorativo, de bloqueo o inhibición, ni es obsesión o preocupación por uno mismo, ni tampoco pertinaz introspección que retorna a la interioridad como a núcleo o fuente de vida auténtica o como a presunto paraíso perdido y recuperable en orden a una liberación por el «espíritu». El exceso de autoanálisis, de autoatención, suele ser insano casi siempre. La capacidad de autocuidarse, aquí equiparada a la personalidad saludable, comporta en cambio, esto sí, ejercicio de un comportamiento de control por uno mismo o -por mejor decir- una actividad de autorregulación.
Los primeros análisis del sistema comportamental de autorreferencia y autorregulación datan de los años 70. En esos años surgen propuestas prácticas de introducción de técnicas de autocontrol en el tratamiento y modificación de conducta (33-34). La consagración analítico-teórica de las propuestas clínicas desde entonces en auge se debe, sobre todo, a Bandura (35-36) con un doble postulado: el de un determinismo recíproco entre situación, conducta y persona, a cuyo sistema de «sí mismo» reconoce así una función; y el del principio de autoeficacia como mecanismo mediador del resultado positivo que diferentes técnicas conductuales y de psicoterapia llegan a procurar. Desde entonces, la investigación y análisis de la autorregulación ha puesto de relieve el carácter deseable y benéfico de situaciones y acciones en las que el sujeto «controla» o al menos «maneja» algunas de sus contingencias y, por tanto, es «dueño» en algo de la propia vida. Es un control que implica tomar decisiones sobre uno mismo, autodeterminarse, lo que a su vez constituye una de las manifestaciones de la libertad, empírica y no metafísicamente entendida (19, cap. 3).
En ese marco de investigación y teoría básica adquieren pleno sentido las prácticas de autocuidado, los comportamientos de autogestión de la propia experiencia a largo plazo. Estos constituyen un factor esencial en todo el ancho ámbito de lo que han sido o son la medicina psicosomática, la medicina comportamental y también, más reciente, la psicología de la salud. Esos comportamientos desempeñan funciones sustanciales en la conservación y recuperación de la salud tanto física como psíquica o comportamental, en la perseverancia dentro de unos hábitos saludables de vida, en la adherencia al tratamiento, de cualquier naturaleza que éste sea, y en el haz de medidas terapéuticas o de modificación de conducta que comportan muchas estrategias de intervención (37).
Es significativo que, en los últimos decenios, tanto en intervención psicoterapéutica cuanto en modificación de conducta hayan pasado a primer plano las invitaciones a hacer del paciente (o cliente) copartícipe, colaborador y protagonista activo en el proceso; y que técnicas de autogestión (38) se utilicen con toda clase de personas, incluso niños y sujetos con retraso mental (39). Estas son ahora crecientemente incorporadas al lado de aquellas otras más tradicionales -desensibilización, economía de fichas- que mantienen el control de estímulos y de refuerzos en manos de profesionales e instructores.
Lo que conviene resaltar es que la incorporación de técnicas de autorregulación es algo más que un simple medio en orden a otros fines: establecer o consolidar unos hábitos deseables, contribuir a superar una depresión, eliminar una fobia o la ansiedad generalizada. Es un fin en sí misma y por su propio valor. En cualquier intervención, no ya una meta entre otras, sino la meta, por antonomasia, es la de (contribuir a) hacer capaz al sujeto de gestionar para sí -en autorregulación y autocuidado- una experiencia gozosa de la vida.
En efecto, la finalidad es, en palabras del médico de Macbeth, que la persona «se administre su propia medicina». El problema es justo, por desgracia, que a menudo la persona es incapaz de eso; es incapaz por ella misma, por sí sola; lo es mientras no reciba el suplemento de energía, de potencialidad, que puede venirle de otras personas cercanas o bien -a falta de ellas o por impotencia suya- de un profesional cualificado para ello. Ahí encuentra pleno significado a la vez humano y técnico la intervención del experto, que a menudo es una suplencia, un complemento o prótesis de la insuficiente capacidad del sujeto, pero siempre en orden a hacerle más capaz, a facilitar que llegue a serlo; una intervención, por tanto, que progresiva y paulatinamente ha de irse desvaneciendo (como en la técnica del «fading») para hacerle pasar de un régimen de control sólo externo a unos mínimos de regulación interna, de autodirección.
Hay otros posibles objetos y objetivos de una intervención psicológica que no es ya terapia en sentido propio: la reducción del sufrimiento, la negociación de conflictos interpersonales, la solución de problemas vitales, la orientación, el consejo o asesoramiento, en general. Los profesionales del comportamiento y de la «psique» trabajan por mejorar las condiciones de vida, de experiencia, en todo el rango de ellas, de su calidad. En lo tocante, sin embargo, al eje o plano de salud y trastorno mental y, aún más claridad, al de personalidad sana y trastorno de personalidad, su intervención concierne a una capacidad humana básica, la de autoprocurarse una experiencia satisfactoria, autogestionar calidad en la propia vida. Psiquiatras y psicólogos tratan de -y tratan, a secas- la (in)capacidad de los sujetos para vivir.
La sabiduría de vivir
Hay quien hace frente a los últimos años de la vida con un sereno «confieso que he vivido», con un reconocimiento y declaración de vida jubilosa, a lo Pablo Neruda. Otros en cambio admiten, con la tristeza de lo ya irreparable, no haber sabido vivir. Hacia el final de su vida confesó y lamentó Borges haber cometido el «pecado de no haber sido feliz». Al hacer melancólico balance en clave de «pecado», estaba dando a entender que pudo haber sido de otro modo; que en su mano estuvo haber obrado de forma diferente. No es para hacer diagnóstico, ahora inútil e imposible, acerca de J.L. Borges, a quien sería por otra parte injusto achacarle en juicio póstumo no haber sabido vivir, o acerca de los Borges todos que en la historia han existido y que no llegaron a ser felices en la medida en que pudieron haberlo sido, puesto que tenían todas las circunstancias a su favor. Es para poner el contraste entre salud y trastorno en palabras cotidianas: acierto -o más bien capacidad de acierto- en ser feliz y, en el otro lado, error, malogro, incompetencia o carencia en no serlo.
La mención del escritor genial que no fue feliz, o no lo fue tanto como pudo serlo, sirve en fin para resaltar en claro ejemplo que el logro y la capacidad de vivir, de gestionar con acierto una experiencia grata de la vida, son muy diferentes de otros logros y capacidades: de naturaleza intelectual, artística, de invención, de industria, de gobierno. Tampoco es para recaer en el mito, de aroma romántico, del artista y del poeta como predestinados, si no a la locura o al desquiciamiento por exceso, sí, al menos, a la desgracia o a la tristeza profunda. Es tan sólo para discernir predisposiciones, cursos de acción, de distinta índole y en ese discernimiento poner de manifiesto la naturaleza específica de esa capacidad, disposición, o simple curso de acción que es la salud mental. Verdad es que ha habido genios -Hölderlin, Nietszche, Van Gogh- que acabaron su vida o la vivieron durante mucho tiempo sumidos en el extremo de la alteración o la aflicción. Eso no documenta alguna afinidad entre genialidad y trastorno; pero sí, y ésta es la tesis, pone en evidencia que salud mental e inteligencia -ingenio e incluso genio- son dimensiones independientes una de otra.
Desarrollo y madurez humana
[Tomado de: A. Fierro, El desarrollo de la personalidad en la adultez y la vejez. En: J. Palacios, A. Marchesi y C. Coll, Psicología del desarrollo. Madrid: Alianza, 1999]
La edad adulta ofrece un buen observatorio para analizar dos temas evolutivos relacionados entre sí y que no son exclusivos de ella: el curso de la existencia humana y la madurez de esta misma existencia contemplada en su integridad.
El tema de la madurez humana conjuga lo empírico y lo modélico, la descripción de cómo son y viven las personas adultas y la exposición de cómo podrían ser y vivir. Además, enlaza el conocimiento psicológico con el análisis ético. La cuestión moral de qué y cómo es una «buena persona», una «vida buena», una «conducta digna» se articula aquí -aunque no se identifica- con la de cómo se desarrollan las personas, cuál es el curso de sus vidas y cómo -bajo condiciones de no frustración externa- con sus acciones contribuyen a una vida deseable. Todo ello, desde luego, da de lleno en la cuestión -de «tarea de desarrollo»- de cómo llegar a ser persona, hombre o mujer; y se aproxima mucho, en fin, a un tema filosófico o de sabiduría: el del significado de la vida humana, un significado que, desde la psicología, puede ser abordado bajo el prisma del curso de un comportamiento y de una vida deseables.
Aunque la edad adulta es en algún sentido el canon evolutivo de una especie, también de la humana, en psicología no hay en rigor algo así como un prototipo o modelo normativo de desarrollo. Sin embargo, no ya la ciencia, sino el sentido común establece algunos juicios de valor: es preferible ser capaz y no incapaz; mejor ser feliz que desdichado. A partir de juicios de esa naturaleza, universalmente compartidos, algunos psicólogos han tratado de describir cómo en la vida adulta se dibujan perfiles de una madurez que vale por vida apetecible.
La convergencia de lo descriptivo y de lo modélico en esta materia suele obtenerse mediante el estudio y descripción de ejemplos de personas, de vidas, que de acuerdo con valores ampliamente aceptados, al menos en nuestra cultura occidental, destacan por su excelencia. Se investigan y describen así vidas y conductas de artistas, científicos, líderes políticos, filósofos o escritores; pero también de personas no tan relevantes y que, de todos modos, han alcanzado una vida lograda, envidiable desde muchos o algunos puntos de vista. Esa investigación y descripción constituye el método más frecuentado para proceder a presentar no ya cómo es la edad adulta o la tercera edad, sino cómo es un «buen madurar» adulto y un «buen envejecer».
La psicología del desarrollo ha solido subrayar el itinerario deseable, cuando no «normativo» o ideal, del devenir adulto. El enfoque de estadios, desde luego, da a entender cuál es la dirección de un madurar adaptativo. Sin necesidad de adoptar tal enfoque la simple consideración del ciclo vital tiende a esta elemental afirmación: el desarrollo es preferible al no desarrollo. Así que cada modelo empírico y teórico lleva consigo siquiera de manera implícita, cuando no explícita, una cierta idea de la acertada dirección en el hacerse, comportarse y ser adulto (Zacarés y Serra, 1998). Por ejemplo, la teoría del desarrollo del yo, de Loevinger (1976), apunta la dirección y pauta de una creciente complejidad y sofisticación del yo en la organización de la experiencia, en sucesivos grados de autoconciencia y responsabilidad, de autonomía individual y de integración o coherencia interna. Sin bosquejo de un perfil de madurez personal no hay teoría completa del ciclo de la vida.
Sin embargo, más que los investigadores del ciclo vital, han sido sobre todo estudiosos de la personalidad en una orientación personalista quienes se han aplicado a diseñar modelos de madurez deseable. Desde una orientación así, Rogers (1961) estima que la personalidad formada consiste no en un estado, sino en un proceso, el de llegar a ser uno mismo («¡sé el que eres!», Píndaro) o, lo que es igual, llegar a «convertirse en persona»: abierta a la experiencia, fiel a los propios sentimientos, que se acepta a ella misma y a los demás, a la vez que con confía en sí misma y en otros. En parecida imagen, desde una muy popularizada psicología de autorrealización, Maslow (1968) llama persona «autoactualizada» a quien ha llegado a realizar -a hacer actuales- sus posibilidades, su potencial: es una persona creadora, centrada en los problemas, capaz de aceptarse a sí misma, a los demás y a la naturaleza, desprendida, autónoma, con sentido del humor, capaz de «experiencias cumbre», que constituyen vivencias inmediatas de la realidad profunda. Ya en los orígenes de la psicología de la personalidad Allport (1937) había caracterizado a la persona madura con los rasgos de ampliación del yo, sentido y proyecto de vida, capacidad de autoobjetivación, de introvisión veraz y de humor, y con una filosofía o cosmovisión unificadora de la vida. En la tradición de Freud, que presentó la salud mental como capacidad de trabajo y de goce, de amor gozoso, satisfactorio, Fromm (1947) concreta esa salud y madurez humana en la capacidad de amar, con un amor capaz de suscitar reciprocidad, y de trabajar o actuar de una forma también productiva, creativa. Todo ello, se supone, va acompañado de un tono afectivo de «sentirse bien», de disfrutar de la vida y asimismo, cuando llega el momento, disfrutar de la vejez.
Como rasgos de la plenitud humana, de la personalidad sana y madura en la edad adulta, pueden señalarse, en suma, la capacidad de comunicación, de amor, de goce, de trabajo, la disposición activa y creativa, la elaboración de un sentido de la propia identidad. En señalarlo así coinciden ampliamente modelos inspirados en teorías psicológicas, por lo demás, antagónicas. En cuanto a estilo cognitivo, caracteriza a las personas en la vida madura hacerse cargo de la complejidad de la existencia humana, perder certidumbres, aunque no todas, ser más perplejas y conscientes de la fragilidad del pensamiento y de las concepciones del mundo con sus insolubles antinomias. No llegan a destruirse las antiguas convicciones, juveniles y tal vez fogosas, pero quedan entre paréntesis o alejadas en la ironía. Es el logro de una cierta «sabiduría de vida» (Sternberg, 1994).
A medida que avanzan los años y se llega a la adultez tardía, a todo lo anterior se añaden -es deseable que se añadan- otros elementos: la serenidad o al menos el deseo y búsqueda de ella, de tranquilidad, el progresivo desasimiento y sentimiento de libertad o liberación respecto a perturbaciones menores y a convenciones sociales, a lo socialmente pautado, el sentimiento de dignidad, el sentido del humor y de la ironía, el reconocimiento de las contradicciones y limitaciones de la vida, la aceptación y la ternura incluso hacia los antagonistas. Todavía hacia la mitad de la existencia, y no sólo en la juventud, mientras buena parte del tiempo de vivir previsiblemente queda aún por delante, en la dirección del porvenir, el sentimiento y la conciencia de la propia identidad van acompañados de un proyecto de vida, de un talante prospectivo. En la adultez tardía, en cambio, cuando la mayor parte de ese tiempo queda detrás, ya en el pasado, dicho sentimiento y tal conciencia se acompañan principalmente de un sesgo retrospectivo de memoria, que toma a cargo la vida entera y trata de conferirle sentido. Conforme avanza la edad, se va haciendo predominante la relación con el tiempo pretérito, con la memoria y la mirada de anamnesis aceptadora de la vida. Es la hora del recordar reconstructivo y del balance autobiográfico, teñido siempre de añoranza y a menudo de melancolía por el tiempo y por los paraísos perdidos, una melancolía, con todo, que puede hallarse impregnada de satisfacción por todo lo hecho y experimentado, para poder declarar, con Neruda, un «confieso que he vivido», que abarca la cosecha de toda una vida en sazón, de una fisonomía personal laboriosamente labrada y bien lograda.
En este tono vivencial encaja plenamente dentro de su modelo evolutivo lo que Erikson (1968 / 1980) postula como octavo y último estadio de la identidad personal: el sentimiento y la conciencia de integridad, la acrecentada seguridad de la persona en cuanto al sentido de su existencia y también de sus malogros y limitaciones, incluida la ahora más cercana muerte, la aceptación del ciclo vital único y exclusivo de cada uno, la resuelta disposición a defender hasta el último instante la dignidad del propio estilo de vida contra todo tipo de amenazas exteriores. En este momento -Erikson supone- la persona define su identidad en una cierta invocación de trascendencia, en algo así como: «yo soy aquello que sobrevive de mí».
¿Qué relación existe entre la salud mental y la madurez personal?
[publicado en El ser humano, Biblioteca Ben Rosch, Córdoba 2008]
El tema y estudio de la salud mental y el de la madurez personal proceden de fuentes distintas y responden, en origen, a diferentes preocupaciones y enfoques del comportamiento y de la vida humana: respectivamente un enfoque clínico, centrado en los trastornos psicopatológicos y en la psicoterapia; un punto de vista evolutivo, atento al desarrollo de las personas a lo largo del ciclo vital. Sin embargo, aún con distinta trayectoria en el pasado, han venido a converger en el día de hoy, al menos en esta afirmación difícilmente discutible: no parece posible definir la madurez personal sin referencia a la salud mental.
1. Del trastorno a la salud mental
La noción de trastorno mental o psicopatológico no es exclusiva de nuestra cultura occidental moderna. Todos los grupos sociales y las culturas, letradas o iletradas, operan con la distinción entre conducta “normal” y “anormal”. Ciertamente, de unas sociedades a otras varía de modo considerable el contenido de la “anormalidad” (Devereux, 1971). Dentro de ésta, además, coexisten categorías varias: la conducta criminal, la simplemente excéntrica, la imprevisible y/o incontrolada por el individuo. Sin embargo, pese a la extraordinaria diversidad cultural al juzgar lo normal y lo anormal, todas las sociedades han identificado y juzgado “anormales” algunas formas de “locura”, de comportamiento en extremo alterado o también retraído, asocial, así como los episodios de algún “mal”, como la epilepsia, que la cultura clásica consideró “sagrado”.
Una noción “de experto”, a la vez que relativamente unificada de los varios modos de alteración o trastorno mental, permanente o transitorio, no se ha alcanzado, con todo, hasta los días de la Ilustración. En la segunda mitad del siglo XVIII, dentro del confuso magma humano hacinado en los lugares de internamiento –prisión, cárceles-, la mirada médica comienza a discernir con claridad a los locos irracionales y a los enfermos mentales para separarles de otros internados por razón de sus crímenes, de condenas políticas o de una legislación penal que recluye, siempre que puede, a los vagos y maleantes reputados peligrosos (Foucault, 1967). Un siglo más tarde se consolida la psiquiatría, rama de la medicina, que se ocupa de una clase específica de “enfermedades”, las del “espíritu”, la “mente”: rama pronto reconocida como disciplina científica autónoma y con gran pujanza a finales del siglo XIX y principios del XX.
El vocablo “locura” ha servido durante mucho tiempo –y todavía ahora, en el lenguaje común- para categorizar a individuos que han perdido el sentido de la realidad. La psiquiatría científica lo abandonó por buenas razones –su extrema vaguedad, su inutilidad para la práctica terapéutica- y se aplicó a establecer y describir distintos síndromes, o conjuntos de síntomas psicopatológicos: esquizofrenia, histeria, psicosis, neurosis, etcétera. Sin embargo, pese a la voluntad de objetividad científica por parte de los tratadistas, no todos los describen en términos idénticos: son denominaciones de ámbito un tanto borroso, de límites no exactos; y no siempre cubren los mismos patrones de comportamiento. De todas formas, los tratados de psiquiatría coinciden en contemplar esos patrones de conducta bajo la lente de la “enfermedad mental”.
Como psiquiatra que era, Sigmund Freud tiene punto de partida en las premisas de la psiquiatría clásica; y comienza por la descripción de ciertos síndromes observados en su práctica clínica: en especial, la histeria y distintas clases de neurosis. Pronto, sin embargo, se separa de sus colegas psiquiatras, tanto en la explicación del origen de las neurosis, cuanto, aún más, en el modo de tratarlas, no con fármacos, sino con una psicoterapia innovadora, el psicoanálisis, que intentaba la “curación mediante la palabra”, tomando las palabras del paciente, principalmente la libre asociación de las ideas y ocurrencias espontáneamente expresadas, como llave maestra capaz de abrir un acceso a lo reprimido patológico. De la psiquiatría también se separa la psicopatología, una disciplina practicada no ya por médicos, sino por psicólogos, poco o nada propensos a ver a sus pacientes o clientes como “enfermos”. Los enfoques dentro de ella son variados. Difieren mucho una psicopatología “comprensiva”, que, no contenta con sólo describir los síntomas, se esfuerza, además, por “comprenderlos”, por analizar su sentido dentro del entramado de pensamientos, sentimientos y acciones del paciente; y, en otro extremo, una psicología de corte conductista, donde las descripciones psicopatológicas pierden todo interés y se disuelven porque, en ella, los trastornos carecen de carácter específico y no son vistos ya como síntomas de una alguna “enfermedad” subyacente, sino como conductas no deseadas que conviene modificar.
El legado de psiquiatría y psicopatología ha cuajado en clasificaciones diagnósticas, cuyo principal referente hoy es el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (Asociación Americana de Psiquiatría, 2005: en adelante, y en abreviatura, DSM), que en la segunda mitad del siglo XX ha conocido media docena de versiones, algunas de ellas profundamente corregidas: la más reciente, en castellano, de 2005. Éstas han sido, cada vez y en progresiva depuración, resultado de acuerdos amplios de profesionales e investigadores de escuelas, orientaciones y disciplinas diferentes. Para llegar a constituirse en texto de consenso, con las ventajas de un léxico común, el DSM ha debido, en contrapartida, moverse entre formulaciones no siempre precisas e inequívocas. El texto original inglés utiliza dos términos para referirse a los conglomerados de conductas que son objeto del correspondiente perfil diagnóstico: «disease», que vale por enfermedad o indisposición; y también «disorder», desorden o trastorno, que admite niveles de gravedad. Respecto a los síndromes contemplados, el DSM reconoce que «no existe una definición satisfactoria que especifique límites precisos del concepto de ‘trastorno mental’ por contraposición a la salud física y mental; y puntualiza de inmediato: «se trata de una disfunción biológica, psicológica o conductual, que no se refiere tan sólo a la relación entre el individuo y la sociedad». A esa disfunción la presenta como asociada «a un malestar, discapacidad o riesgo significativamente aumentado de morir o de sufrir dolor, discapacidad o pérdida de libertad»; y añade, en fin, que «no se postula que cada trastorno mental constituya una entidad discreta con límites precisos». En otras palabras: no se presume discontinuidad tajante de unos trastornos a otros, los cuales pueden mezclarse, sobreponerse (“comorbilidad”) y hasta confundirse en un caso clínico concreto.
Para definir el espacio de las alteraciones psicopatológicas, las últimas versiones del DSM proponen una evaluación o diagnóstico no en categorías, sino en dimensiones o ejes, varios ejes, por lo que se califica de “multiaxial”. Dos “ejes” hay principales: los trastornos clínicos, los de personalidad. Difieren éstos en afectar, o no, al “núcleo” –si cabe hablar así- de la persona, y, por tanto, en grado de gravedad. En los trastornos clínicos, se supone que la personalidad permanece bien estructurada. En los de personalidad -dicho en modo un tanto simplificador, pero no falso-, la personalidad aparece severamente afectada y, en el extremo, desestructurada.
Los psicólogos han contemplado con desconfianza crítica cualquier enfoque diagnóstico y de “enfermedades” psíquicas. Lo han tachado de “modelo médico” para rechazarlo y separarse de él. La aproximación conductista al asunto resalta que la conducta psicopatológica se rige por las mismas reglas generales de todo comportamiento: es conducta aprendida, que puede también “desaprenderse”. Para Skinner la denominación «enfermedad mental» designa simplemente «ciertas formas de comportamiento perturbadoras o peligrosas para el individuo o para los demás». Por su parte, psicólogos sociales han tachado de meras etiquetas tanto esa denominación como los nombres de los distintos síndromes. Cierta psicología ha llegado a sostener que toda caracterización en este ámbito debe tomarse como mera definición social, simple rótulo clasificador. Lo cual no deja de tener fundamento. En un film de Coppola, pregunta un adolescente conflictivo, preocupado por verse muy diferente de otros: «¿Cómo sabe uno que está loco?». Le responden algo que suscribirían no pocos psicólogos sociales y sociólogos: «Eso nunca se sabe; depende de cuánta gente piensa que lo estás».
¿Enfermedades mentales? Ni son «enfermedades», ni son «mentales», ha escrito Szasz (1988) con ironía. Se trata en ello de otra cosa: de problemas, conflictos, trastornos o disfunciones de la comunicación, que no deben quedar bajo competencia y control médico. Decir “enfermo mental” es una analogía inapropiada a partir de las enfermedades orgánicas. Hay desde luego -concede este autor- enfermedades del cerebro, pero esa es otra historia. De modo que Szasz habla del “mito” de la enfermedad mental y se aplica a desmontarlo.
Hoy en día, entre psiquiatras, y no sólo entre psicólogos, apenas se habla de enfermedad mental, sino, más bien, de conducta inadaptada: o disfuncional o alterada.
Ahora bien, en ese caso, para referirse al polo positivo de los patrones de conducta ¿cabe hablar de “salud mental”? Hay quienes rehúsan también este otro concepto, como si perteneciera sólo y por fuerza a un modelo médico. Sin embargo, en la noción preconizada por la O.M.S., la salud es un estado bio-psico-social de la persona en su integridad. Desde esa noción es legítimo un enfoque, donde la salud, mental o física, se define no por la negación o ausencia de enfermedad, en referencia a notas definitorias del trastorno o disfunción, sino por ella misma, en sus propias características internas. Precisamente un buen enfoque alternativo al psiquiátrico tradicional, al criticable modelo médico, se obtiene al colocarse en el polo positivo de la contraposición frente a los trastornos: al contemplar a la persona psicológicamente “sana”, con salud mental.
2. Personalidad sana: desarrollo y madurez
Aunque la psicología clínica se haya ocupado del polo negativo de la conducta y actividad psíquica antes que del positivo, nunca ha ignorado éste, al menos desde una perspectiva, la del objetivo de la intervención en la psicoterapia. Se debe a Freud, por cierto, una de las primeras y más certeras caracterizaciones de la salud mental. La propone con ocasión de hablar del fin -la meta a la vez que el término- del psicoanálisis. Escribe: «El tratamiento no tiene otro fin que la curación del enfermo, el restablecimiento de su capacidad de trabajo y de goce». Esta doble capacidad representa un excelente indicio de salud mental; y aún más que eso: constituye el núcleo de la salud mental.
El enfoque de psicología clínica puede coincidir con el del psicoanálisis al definir el objetivo del tratamiento y, en consonancia con ello, la salud psicológica. (Jahoda, 1955) señaló tres rasgos típicos de la persona con salud mental: 1) una adaptación activa, no sólo de ajuste, tratando de alcanzar algún control sobre el propio entorno; 2) una percepción realista de sí misma y de su mundo; 3) cierta unidad e integración estable personal. Transcurrido medio siglo desde esa propuesta, su descripción continúa plausible y válida hoy, aunque puede enriquecerse con el complemento de otros rasgos, en especial, el de una buena comunicación con otras personas.
Diferente de la aproximación clínica es la evolutiva, la que considera el desarrollo humano en la larga duración del ciclo vital. Una psicología de este formato se halla estrechamente relacionada con la educación, al asumir que una educación verdaderamente tal –no mera instrucción en destrezas- ha de contribuir no sólo a aprendizajes concretos significativos, sino también a un desarrollo general adecuado de los educandos.
Los psicólogos evolutivos o –mejor- del ciclo vital describen cómo se produce el desarrollo desde el nacimiento hasta la madurez biológica y psicológica (y aún después de ella, en posibles deterioros posteriores). En esa consideración lo descriptivo adquiere alcance “normativo”. Lo adquiere en el sentido siguiente, y por ejemplo: si hacia el final del primer año de vida suelen los niños comenzar a ponerse en pie, a dar los primeros pasos y también a decir las primeras palabras con significado, se considera “maduro” –para su edad- al niño que lo hace así, mientras que se sospecha un “retraso en el desarrollo” a quien no ya con demora de unas semanas o unos pocos meses, sino al cabo de un segundo año sea todavía incapaz de todo ello. De modo semejante, en otro momento evolutivo, si se sabe que los adolescentes realizan ciertos comportamientos típicos –de nuevas amistades y aficiones, de autonomía, de pensamiento formal abstracto-, se hablará de bloqueo o de fijación en un chico o chica de 14 años que mantenga todavía conductas y pensamiento marcadamente infantiles. En una palabra: el desarrollo es maduración. Lo es, al menos, hasta cierto momento, el de la aparición de pérdidas o deterioros de base neurológica.
En análisis afín al del ciclo vital, Erikson (1980) propuso un interesante esquema del desarrollo de la identidad personal a lo largo de la vida con estadios típicos, entre los cuales se producen transiciones y acaso crisis. En ese análisis, “identidad” equivale a diferenciación personal, fisonomía moral distintiva e inconfundible, toma de conciencia y asimismo toma de posición ante la vida, autodefinición de la persona ante sí misma y ante los demás, de cara a la sociedad y a sus valores. Esta definición es conciencia de identidad, que se formula en juicios del género de «yo soy …», con autoatribuciones no sólo descriptivas sino también evaluativas, de autoaprecio o autoestima.
Según Erikson, la identidad personal se perfila de modo diferente en cada estadio, en cada edad. Justo en razón de ese diferente perfil, se reconoce que también hay madurez, y no sólo identidad, en la adolescencia y en la infancia. Qué es o cómo es un niño psicológicamente “sano” y “maduro”, queda ilustrado en el rasgo peculiar y propio de la identidad ya alcanzable en el periodo de lactancia. A juicio de Erikson, la identidad infantil lograda consiste en confianza frente a desconfianza, en reconocimiento –implícito, como es obvio- de que se está recibiendo de los demás y de la posibilidad de dar también a los demás en el futuro. «Yo soy lo que espero recibir y dar»: así se define el bebé y también el “niño” que debe permanecer alojado en el adulto a lo largo de la vida; se define por una identidad consistente en capacidad tanto de dar, cuanto de aceptar el don de otros. A esa identidad primera se añaden, con los años, otros contenidos en la autodefinición. El niño de cuatro o cinco años piensa ya en lo que será de mayor: «soy lo que me puedo imaginar que seré»; y poco tiempo más tarde, con mayor realismo, puntualiza: «soy lo que puedo aprender y hacer». La conciencia de identidad y la pregunta por ella -¿quién soy?- se hace crecientemente aguda para el adolescente, que a veces no la sabe resolver y ni siquiera manejar. Circunstancias personales y sociales pueden bloquear o retrasar la respuesta a esa pregunta. Distingue al adolescente maduro adquirir conciencia de que la vida, en alguna medida, se halla en sus manos: él o ella es -y será- lo que decida y se proponga ser.
En momentos posteriores, en el transcurso de estadios sucesivos de la vida adulta, Erikson ve en juego todavía otras alternativas: la capacidad de relación íntima frente al aislamiento de la persona, la de crear o generar frente a quedarse estancado, y en fin, la integridad y el sentido de la vida frente a la desesperanza. Así, pues, a lo largo del ciclo vital, se suceden etapas, estadios, que son, en rigor, momentos de aprendizaje de la identidad, de la madurez; y el paso de unos a otros suele cumplirse, según este modelo, a través de crisis, donde se hallan en juego definiciones antitéticas –unas funcionales, otras disfuncionales- de uno mismo. A través de esas bifurcaciones se abre camino la identidad y madurez personal, junto con el significado de la acción y de la vida.
Psicólogos de orientación personalista o humanista han desarrollado conceptos análogos. Allport (1974) describe la personalidad psíquicamente sana por características tales como la ampliación del «yo», su relación afectuosa con los demás, el conocimiento de sí, la seguridad emocional, una percepción conforme a la realidad, aptitudes y actitudes orientadas a afrontar tareas. Es semejante el análisis de Maslow (1976), quien habla de personas «autorrealizadas». Las describe como poseedoras de una percepción eficaz y fluida de la realidad, aceptadoras de sí mismas, de los demás y de la naturaleza, espontáneas, centradas en los problemas, autónomas, con buenas relaciones personales y con sentido del humor. También se asemeja la que Rogers (1979) presenta como meta del deseable proceso de llegar a “convertirse en persona”, llegar a ser con plenitud lo que uno ya es en potencia. Descriptores de esa persona cabalmente desarrollada son la autorregulación o conducta autodirigida, el deseo de progreso, la apertura a la experiencia, la espontaneidad, la confianza en ella misma, el sentimiento de libertad y la defensa de ésta, cuando se halla amenazada.
En la actualidad, existe una amplia literatura, teórica y de investigación, acerca de lo que es una persona o personalidad madura. En una revisión transdisciplinar de esa literatura, Jensen y Bergin (1988) han encontrado, en resumen, estos rasgos: «conducirse como agente libre; tener un sentido de identidad y sentimientos de valía; poseer capacidad de comunicación interpersonal, sensibilidad, apoyo y confianza; ser genuino y honesto; tener autocontrol y sentido de responsabilidad; orientarse hacia valores y propósitos significativos; poseer una autoconciencia ampliada y una motivación de crecimiento; desarrollar estrategias adaptativas para el manejo de crisis y situaciones de estrés; realizarse en el trabajo; y desarrollar buenos hábitos de salud física». Por su lado, Jourard y Landsman (1987), desde un enfoque humanista, han desarrollado un tratado sistemático sobre la «personalidad saludable». En él pasan revista a las evidencias empíricas, procedentes también de otros enfoques, acerca de cómo se comportan, experimentan y viven las personas psíquicamente sanas en distintos ámbitos de experiencia y de conducta: en la autoconciencia y en la percepción de la realidad, en las emociones y en las necesidades, en los mecanismos de defensa y en los roles sociales, en el amor, el sexo, el trabajo y el juego. Y a partir de ello presentan una caracterización, afín a las ya expuestas, de cómo son y se conducen de manera típica esas personas. El valor de su aportación radica no tanto en proponer rasgos o perfiles que no se hallen ya en otros modelos, sino en tratar de integrarlos en una fisonomía relativamente unitaria a través de distintas áreas psicológicas y de comportamiento.
Los logros de madurez personal, no menos que los trastornos de conducta, se hallan socialmente determinados; varían a través de distintas culturas y épocas. Además, ni siquiera en un momento dado existe un canon o perfil único de la madurez y de la salud mental. Hay solamente rasgos, perfiles, indicadores, no dispares, no antagónicos, antes bien, ampliamente coincidentes, pero tampoco fundidos en una sola pieza, en lo que antes se elogiaba como «todo un carácter», o como “autoconsistencia”. Tampoco es posible postular, en otra dirección, que la persona madura disponga siempre de “una visión unificadora de la vida”. Puede que haya sido así en otras sociedades menos complejas. Es dudoso, sin embargo, que lo siga siendo en la sociedad y cultura occidental actual. Hace ya tiempo que en esta sociedad no parece sostenible una “filosofía” o concepción del mundo en verdad unificadora. Si acaso, hay lugar para una sabiduría práctica capaz de asumir -más que unificar- los muy diversos y contradictorios aspectos de la experiencia contemporánea de la vida. En esas condiciones tampoco resulta posible una perfecta autocoherencia o congruencia interior. Si en otro tiempo o en otras sociedades ha funcionado bien conducirse como persona de carácter, hoy ya no vale así. Con la complejidad y fragmentación de la sociedad actual se corresponde asimismo una cierta fragmentación, y no sólo complejidad, del yo, de la persona. Frente al carácter de una sola pieza, quizá válido en otras sociedades, una personalidad con roles –por no decir identidades- en mosaico ha pasado a ser el diseño más propio de la madurez psicológica. No la persona despiezada, pero sí plural, organizada en varias piezas o con conciencia y control de ello, vive y funciona seguramente mejor en esta sociedad plural.
3. En suma
Son ampliamente convergentes, y no sólo compatibles, los conceptos propuestos por psicólogos al describir la salud mental y la personalidad madura. Esa convergencia no les convierte en dogmáticos o canónicos. Desde luego, todos ellos han de ser investigados, contrastados, y asimismo refinados. Pero resulta significativo que en cuanto a la naturaleza de madurez y salud mental no existan discrepancias notables entre investigadores, teóricos y profesionales expertos. Al tratar de reseñar en resumen, a continuación, los rasgos de salud mental, madurez personal y personalidad sana, no se aspira, pues, a originalidad alguna, solamente a otro modo de formulación, dependiente de un enfoque de psicología de la acción y de la personalidad (Fierro, 2002), con atención específica, además, por otro lado, a la relación de la salud mental y de la madurez con la vida feliz (Fierro, 2000).
Aunque estrechamente conectados, no se postula equivalencia entre los tres términos aquí manejados: personalidad sana o saludable, salud mental, madurez personal. Una persona psicológicamente sana puede eventualmente sufrir una alteración en su salud mental: si no un “trastorno” propiamente dicho –ciertamente, no un trastorno de personalidad, según la clasificación de DSM-, sí, al menos, una “indisposición” de carácter leve, como una fobia o una crisis pasajera de ansiedad. Es caso semejante al de un individuo con excelente salud física, que, sin embargo, sufra una infección ocasional. La madurez personal, por su parte, comporta una cierta excelencia o plenitud: no invulnerabilidad al estrés, a la ansiedad o a fobias, pero sí una alta capacidad de afrontamiento de contrariedades y de estresores, así como una gran capacidad de “resiliencia”, de recuperación tras las peores situaciones.
Ahora bien, personalidad sana o saludable, madurez personal, salud mental, aún sin ser idénticas, conforman, sin embargo, un polo o bloque positivo común en antítesis al polo negativo de los trastornos psíquicos y/o del comportamiento, a la alteración psicopatológica, a la inmadurez. Dicho bloque común puede describirse como sigue:
1-La salud mental y la personalidad sana se asocian a procesos de desarrollo y de aprendizaje, caracterizados, a su vez, por la diferenciación. La persona crece y madura en un proceso de desarrollo diferenciador gestado no tanto por el mero paso del tiempo, cuanto por la experiencia vivida y asimilada. Como resultado de ello, cada cual acaba por configurarse como personalidad singular y única, en singularidad, por otro lado, no equivalente a excentricidad. Ni idéntica a sí misma a lo largo del tiempo o a través de diversas situaciones, la persona madura tampoco es imprevisible: cabe tratar con ella sin temerse sorpresas. Es persona relativamente estable y consistente, no veleta, en su comportamiento, aunque también capaz de cambio adaptativo, a veces, si necesario fuera, muy profundo.
2-La persona psicológicamente sana, madura, es, en alto grado activa, con un género de actividad que no es hiperactiva agitación, ni activismo de la acción por la acción. Se trata de una actividad que dimana de su capacidad adaptativa. Mediante sus acciones y sus estrategias, se adapta a las situaciones y circunstancias del entorno, a la vez que actúa para adaptarlas, en lo posible, a sus propias necesidades e intereses. Su capacidad destaca, sobre todo, en las conductas de afrontamiento de la adversidad. La persona madura es capaz de afrontar los acontecimientos adversos que le afectan y los desafíos complejos que se le presentan. Sabe también reaccionar para defender espacios de libertad adquiridos -o esperados-, que ve amenazados.
3-Una persona madura, psicológicamente sana, sabe discernir cuándo está indefensa, a merced de fuerzas externas, y cuándo no lo está: cuándo tiene, al menos en parte, bajo su control las circunstancias de su vida. En relación con ello, es capaz de tomar decisiones razonables relevantes para ella misma en condiciones -inseparables de la vida- de información incompleta y de incertidumbre acerca de las probabilidades asociadas a los distintos cursos de acción. Lo cual, a su vez, requiere conocimiento de sí mismo: conocerse, percibirse y valorarse a uno mismo de modo realista, sin graves distorsiones en el autoconcepto propio.
4-En su acción adaptativa, la persona madura llega a alcanzar con alguna eficacia cierto control sobre su propia existencia. Dentro de ese control, el elemento quizá más destacado reside en la capacidad y el acierto de cuidar de sí misma, de gestionar su propia experiencia de la vida en orden a hacerla satisfactoria al máximo. Cuidar de sí, de la propia salud, física y mental, constituye entonces uno de los indicios más seguros de salud mental, de madurez personal.
¿Cabe resumirlo en un par de líneas? Madurez personal es capacidad de vivir, no sólo de de sobrevivir, también de “bien-vivir”, de un buen vivir, en lo que depende de uno, sea esto mucho o poco; es capacidad de bienestar, de “bien-ser” y de “ser más” o “mejor”, en un mundo cambiante y no siempre propicio.
Referencias
Allport, G. W. (1974). Psicología de la personalidad. Buenos Aires: Paidós.
Asociación Americana de Psiquiatría. (2005). Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-IV-TR). Méjico / Barcelona: Masson.
Devereux, G. (1971). Ensayos de Etnopsiquiatría general. Barcelona: Barral.
Erikson, E. H. (1980). Identidad. Juventud y crisis. Madrid: Taurus.
Fierro, A. (2000). Sobre la vida feliz. Málaga: Aljibe.
Fierro, A. (2002). Personalidad, persona, acción. Madrid: Alianza.
Foucault, M. (1967). Historia de la locura en la época clásica. Méjico: F.C.E.
Jahoda, M. (1955). Toward a social psychology of mental health. En: A.M. Rose (ed.) Mental health and mental disorder . Nueva York: Norton.
Jensen, J. P. y Bergin, A. E. (1988). Mental health values of professional therapist: a national interdisciplinary survey. Professional Psychology: Research and Practice, 19, 290-297.
Jourard, S. M. y Landsman, T. (1987). La personalidad saludable. Méjico: MacMillan / Trillas.
Maslow, A. H. (1976). El hombre autorrealizado. Barcelona: Kairós.
Rogers, C. R. (1979). El proceso de convertirse en persona. Buenos Aires: Paidós.
Szasz, T. S. (1998). El mito de la enfermedad mental. Barcelona: Círculo de lectores.