Nosotros y los otros

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“Nos-otros” y “los otros”

[En Educación, convivencia y ciudadanía en la cultura global

Gobierno de Cantabria / Wolters Kluwer: Las Rozas (Madrid) 2008]

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El gran tema antropológico -y también político- de este siglo XXI va a ser y está ya siendo el de las diferencias humanas: étnicas, nacionales, idiomáticas, religiosas, ideológicas y, no en último lugar, económicas. Un reto del saber antropológico, de una ciencia de la condición humana, es clarificar la dialéctica de lo mismo y de lo otro: de identidad (individual y grupal) y alteridad o heterogeneidad. Del modo en que se maneje prácticamente esa dialéctica va a depender la paz, la convivencia e incluso la vida cotidiana en regiones del mundo, donde ahora se halla en dramático juego un largo futuro de buena o mala convivencia civil: en Irak, en los territorios de la Yugoslavia de ayer, en Palestina e Israel, en Irlanda del Norte, en el País Vasco, y en tantos otros lugares de la geografía del choque o la fricción entre poderosas placas sociales enfrentadas.

En la distinción amigo / enemigo vio Carl Schmitt la clave o esencia de la política. Ahora bien, puesto que en democracia puede haber adversarios, pero nunca enemigos, la esencia de una política democrática consiste precisamente en sustituir “enemigo” por “adversario”. Y ni aún eso basta; y es preciso dar un paso más: sustituir el “adversario” por el “otro”, sin más añadido.

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Venimos de una historia enredada: de un bosque de mitos acerca de nuestra propia historia, en particular de sus orígenes (Juaristi). La identidad de los pueblos, las naciones, ha cuajado en mitos que se han formalizado luego en presuntos conceptos o, más bien, símbolos de intenso contenido emotivo: raza o etnia, patria, tierra propia, autoctonía. Son mitos potencialmente peligrosos.

Según la tradición bíblica, Moisés atribuye a los hebreos la “tierra prometida” y el derecho a regresar a ella, a asentarse en ella, en virtud de un mito: porque supuestamente sus ancestros se habían trasladado desde allí a Egipto. Pero el hecho fue que, según el propio relato del libro del Éxodo, aquella tierra, la de Canaán, estaba ya ocupada al llegar los hebreos y éstos tuvieron que invadirla, y de manera brutal, por cierto, con cruentas masacres en Jericó y en otros sitios para aniquilar o expulsar a sus habitantes.

Es peligroso el mito de tierra prometida e incluso el de tierra propia. Y, por justo que haya sido constituir en la segunda mitad del siglo XX un Estado de Israel, y con tanta mayor justicia histórica después del Holocausto, dicho mito, todavía hoy persistente, ha autorizado a distinguir entre el judío y el no judío de un modo potencialmente discriminatorio. Cuando Jabès escribe: “no distinguir entre el judío y el no judío, ¿no es ya dejar de ser judío?”, se limita a formular una interrogación antropológica o retórica. Pero la distinción se muda en discriminación, cuando se convierte en civilmente operativa, conforme sucede en el Estado de Israel, que tipifica una docena de categorías de identidad según rasgos categóricos basados en identidades y distinciones: rasgos de ciudadanía legal según al Estado al que se pertenece (Israel u otro); según religión o adscripción confesional; y según etnia o nacionalidad lingüístico-cultural.

El cristianismo se apropió de rasgos identitarios del pueblo hebreo: no para asociarse en exclusiva a un pueblo, pero sí para marcar –por el bautismo y por el credo- la diferencia entre ser cristiano y no serlo. En énfasis de esa diferencia, la tradición cristiana dominante en Occidente ha continuado hablando de “pueblo elegido”: congregado en una comunidad de Iglesia, fuera de la cual no hay posible salvación. Y el supuesto universalismo de esa tradición se ha plasmado no en una aceptación de otras culturas, sino en una idea mesiánica: hay que salvar a todos instando o forzando a bautizarse y a entrar en la Iglesia. Así fue la cristianización de los pueblos “bárbaros” en la alta Edad Media y así ha sido la de América en la Edad Moderna.

Occidente, además, ha heredado del cristianismo el proyecto de vivir su identidad cultural como misión mesiánica, una misión que justifica cualquier medio, cualquier costo humano, aunque sea el de la destrucción o la expulsión de pueblos enteros. Siglos antes que el nacional-socialismo, la monarquía católica española había expulsado a judíos y a moriscos. Y en el día de hoy es, sin duda, mesianismo, aunque secularizado, el que se ha invocado para avalar la invasión de Irak e imponer por la fuerza no el bautismo, pero sí –así se presume- la democracia.

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Las identidades colectivas fueron siempre peligrosas: la tribu, la raza, la patria, la nación, la iglesia o el credo religioso, incluso la familia (entre mafiosos: la “famiglia”). Y, por desgracia, formas aberrantes de racismo, xenofobia, etnocentrismo, no son asunto sólo de un pasado histórico. Están todavía entre nosotros y son causa de mucho sufrimiento y muerte civil, cuando no también muerte física. En la actualidad, no las únicas, pero sí las más preocupantes señas y fronteras de identidad colectiva, no son ya las confesiones religiosas; se vinculan a credos de otra clase: de autoctonía, de pureza nacional o étnica. La identidad tribal, étnica y/o nacionalista, mejor dicho, no la identidad en sí y de suyo, sino la consiguiente exclusión del “otro”, del distinto, se halla en la raíz de la mayor parte de los conflictos sangrientos de nuestro tiempo.

El patriotismo dice: «esta tierra es nuestra, lo es desde hace mil años». No hay patria, sin embargo, ni frontera que haya durado mil años. Tampoco hay fronteras naturales: ríos o montañas, que delimiten una tierra. Un Rey Sol del otro lado de la cordillera puede sentenciar «ya no hay Pirineos», ya no hay frontera, cuando para la Península Ibérica se viene, de rey, un pariente suyo. Por otro lado, persisten topónimos enfáticos, los de Palos, Arcos, Morón, Jerez de la Frontera, que guardan memoria de una raya divisoria que existió, sí, pero que nadie ya recuerda, aunque sólo ha transcurrido medio milenio desde entonces. Esa hoy inexistente “frontera” que atraviesa, ahora sólo en los nombres, la Andalucía Occidental, fue en otro tiempo línea de confrontación –aunque también permeable- entre moros y cristianos, como lo habían sido antes el río Duero o el Ebro, que tampoco funcionaron como barrera o frontera natural.

Se lee –o recuerda, o interpreta- como Reconquista el conjunto de batallas, escaramuzas y repoblaciones que a lo largo de casi ocho siglos comienzan con Don Pelayo en Covadonga y terminan con la toma de Granada en 1492. Pero la Península ibérica era tan escasamente propia de los godos de Don Pelayo y sus sucesores como Canaán de los hebreos conducidos por Moisés. Los godos habían sido invasores unos siglos antes en una tierra que les era ajena, como ajena lo había sido antes asimismo para los romanos, también ellos colonizadores. ¿Qué estirpe hay autóctona en la Península Ibérica y en Europa?  Todos los ciudadanos europeos –y los americanos y los asiáticos- somos descendientes de individuos de la especie “homo sapiens”, que llegaron hasta aquí desde África hace decenas de miles de años.

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El suelo patrio es una superposición de estratos de antiguos y recientes pobladores. No es posible diferenciar identidades a un lado y otro de la ahora ya inexistente frontera que se extiende de Palos a Morón. Al este y al oeste de ella ha habido árabes, godos, romanos, y antes tartesios. El código genético de los andaluces, como el de los eslovenos o los austriacos, es un mosaico de genes culturales, donde carece de sentido buscar esencias de pureza étnica o cultural. Y no menos carece de sentido tratar de precisar qué es lo austriaco, lo esloveno, lo andaluz, y quién es el forastero, el extranjero. Contemplados en el tiempo largo de los lentos movimientos migratorios y de la evolución del “homo sapiens”, los cristianos y descendientes de nobles de Castilla son extranjeros en Granada, invasores, llegados ahí hace quinientos años nada más.

Todo el mundo es forastero, advenedizo, porque alguno de sus abuelos, a veces no muy lejano, llegó a ese lugar donde ahora vive. Ahora bien, si todo el mundo es forastero, nadie en realidad lo es ya tampoco. Todos y cada uno, también los llegados ayer pueden decir: “esta es mi casa y mi tierra”; y lo pueden decir porque la identidad, si es algo, lejos de consistir tan sólo en una herencia del pasado, se instituye también, y ante todo, como voluntad y proyecto de futuro.

Si bien se mira, ¿quién habría de sentirse extranjero en Granada?, ¿los parientes actuales de Boabdil o los de Don Pelayo? Ni unos ni otros, desde luego. Y ¿cómo puede cuestionarse la legitimidad de un uso religioso islámico de la mezquita de Córdoba? Si en ella la mayor parte del tiempo no hay otros visitantes que turistas, ¿cómo no hallar tiempos para quienes deseen orar a un Dios distinto del cristiano o acaso al mismo Dios bajo otro nombre?

¿Quién habría de sentirse extranjero en la costa sur de la Península? Los aquí asentados hace sólo cinco o siete siglos ¿tienen mayor derecho que quienes, tal vez en patera, regresan a las playas por donde sus abuelos cabalgaron como señores hasta el día en que fueron expulsados?

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Hay extremos en la discriminación del “otro”: la “solución final” pro-aria, nazi, frente a los judíos; las ideologías y políticas de pureza étnica en las guerras civiles en los Balcanes, en las luchas entre suníes y chiíes. Pero también merecen y necesitan análisis y crítica las formas mitigadas, civilizadas, democráticas, de nacionalismos mejor o peor atemperados, al igual que la retórica de una identidad defendida por fronteras trazadas entre un «nosotros» y «los otros», una retórica que en principio tiene derecho a gozar de cierta presunción de inocencia, pero sólo mientras no se demuestre lo contrario: su potencial discriminador.

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Las identidades grupales tienen su correlato y su complicidad en las egoístas identidades individuales. Procedemos de una cultura del “yo”, instituida por el humanismo renacentista, donde a partir de “la dignidad del hombre” (Pico de la Mirándola), entendida como dignidad del individuo, se llega a elevar a “yo” a principio filosófico, de conocimiento, al hacer, con Descartes, del “yo pienso” el quicio de la filosofía. Procedemos también del romanticismo con su culto no ya al ciudadano, según intentó la Revolución Francesa, sino al yo singular, individual [así El Único, de Stirner], todavía  mantenido a mediados del siglo XX  por el existencialismo romántico con su épica del individuo solitario. De ahí venimos y en ésas estamos: en un yo, enfatizado, reduplicado, un “yo-yo”, que va y viene, aunque vacío, y que ocupa el centro de la escena.

En la cultura así constituida los lemas morales dominantes hablan de identidad y autenticidad: se trata de “ser uno mismo” de modo auténtico y genuino, sin preguntarse siquiera si eso merece la pena, ni preguntar tampoco por los costes externos de ser uno mismo a toda costa. Ahora bien, ese “yo” o “uno mismo” así magnificado, mayúsculo, constituye el principio de todo autoritarismo. Con entera razón Roa Bastos  –Yo, el Supremo- ha visto ahí profunda raíz de toda dictadura.

Una cultura del yo va aparejada a una sociedad competitiva e insolidaria: sin caridad cristiana, puesto que Occidente se ha secularizado; pero también sin sentimiento cívico, republicano [“res publica”: sentido de la cosa pública], y sin conciencia de ciudadanía del mundo, sea la del estoicismo, la de la Ilustración o la de una globalización ética, civil, y no sólo tecnoeconómica. Es una confabulación que nos separa a  “nos-otros” de cualesquiera “otros” y donde un egoísmo de endogrupo se mezcla con la insolidaridad respecto al exogrupo.


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Las identidades grupales tienen su principal origen en factores históricos, económicos, pero también en mecanismos psicosociales de egoísmo corriente y moliente, cotidiano: el de un “ego” a veces expandido en un pragmático “nosotros”, por otro lado, excluyente. La escasez de bienes, en general, y de empleo, en particular, hace que incluso en una sociedad de la abundancia no haya bienes o trabajo para todos: no hay lugar para “los otros”.

En el fondo de la exclusión de otros se halla a menudo, por otra parte, la comparación social, donde el bien propio sólo es apreciado si supera al bien ajeno. Se aspira a estar por encima de los demás en salario, en condiciones laborales, de vivienda, de tren de vida. Llama la atención que las aspiraciones a veces consisten no tanto en lograr algo para uno mismo, cuanto en lograr ese algo por encima del vecino. Hay un sencillo ejercicio mental. Supongamos dos mundos: uno en el que ganas 2.000 euros al mes y los demás 1.500; otro en el que ganas 2.000 euros al mes y los demás 2.500. ¿Cuál preferirías? O esta otra comparación todavía más simple: supongamos dos modos de organización en el lugar de trabajo: en uno tienes dos semanas de vacaciones y los demás tan sólo una; en otra, tú tienes tres semanas de vacaciones y los demás un mes. ¿Cuál escogerías?

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Hay fobias de alteridad; no cabe ignorarlas. “El otro” -o “lo otro”- puede generar reacciones de rechazo instintivo, tanto o más viscerales que las de instintiva atracción, reacciones que se entremezclan en complejos de sentimientos y emociones no fácilmente analizables ni modificables. Una persona nos atrae o nos repele sin saber por qué o sin preguntarnos por qué; y de igual modo que hay flechazos de pasión, los hay de repulsión o fobia: impremeditados e instintivos, se diría, como ciertos rechazos ante un rostro monstruoso, o simplemente feo, o ni eso, sólo muy distinto del que predomina en tu propio pueblo.

¿De dónde vienen los rechazos “instintivos”, viscerales? La psicología evolucionista sostiene que la atracción y la repulsión se rigen por leyes biológicas ordenadas a la reproducción y pervivencia de la especie. Sin ponerlo en duda, hay que añadir que algunas fobias son aprendidas y que seguramente vienen de miedos infantiles al animal o al hombre peligroso –al lobo, al ogro, a la bruja, al gigante-, a figuras míticas, y no –o apenas- reales, pero que se encarnan luego en cuerpos de carne y hueso. A estos cuerpos o, más bien, a personas reales, en virtud de algún rasgo que rememora la imagen mítica temida o repugnante, se le atribuye igualmente asociación con la maldad, la perversidad, el peligro; o simplemente con la naturaleza salvaje y animal. Así, el lobo, la rata, la serpiente representan la “otredad” por antonomasia: lo más distinto de lo propio, reputado como prototipo de lo humano. Es a menudo bajo metáfora de estos animales que se contempla a las personas rechazadas.

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Son numerosos los “otros” de nuestro mundo. En la discriminación que practicamos  frente a ellos operan muchos factores y categorías. Así, en la que se formula como “conflicto” de civilizaciones anidan, en realidad, muchos y variados elementos de diferenciación, de contraposición: islamismo frente a cristianismo, mundo árabe frente a mundo occidental, África y Asia frente a Europa y América, todo ello, sin olvidar la antigua y persistente dicotomía económica, la de un mundo o submundo pobre frente al mundo rico. Son líneas de contraposición y de fractura no coincidentes y de geografía a menudo imprecisa, tanto más cuando por la presión migratoria han pasado al interior del propio mundo europeo, occidental, desarrollado, cristiano o poscristiano.

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¿Es posible educar en el reconocimiento del otro? Es difícil, pero no imposible. Educar en modos de pensar y de sentir donde los otros sean plenamente reconocidos y aceptados constituye una empresa posible, en la que el educador, además, cuenta con el soporte de la “naturaleza” humana, en ningún modo contraria a la empatía. En “explicación” de la frecuencia de actos violentos, se destaca a veces que agresión y hostilidad forman parte del repertorio comportamental de la especie humana. Conviene destacar que no ellas solas: no menos la empatía forma parte asimismo del repertorio de la especie.

En el desarrollo del niño, se da una primacía evolutiva en el reconocimiento del rostro de otra persona –de la madre o figura materna- antes que del propio rostro. La antropología del filósofo Levinas, basada en el reconocimiento del rostro ajeno, tiene buen fundamento en ese hecho evolutivo.

Por su parte, la empatía, que en origen es propia de la madre –y no sólo la humana- respecto del bebé –y del cachorro-, se extiende con naturalidad a otras personas en posición de debilidad o de necesidad. La reciente identificación de neuronas especializadas en ello, en la percepción de otros –las “neuronas espejo”-, contribuye a entender los mecanismos neuronales de una empatía de base biológica. Es “natural” reconocer al otro, reconocerse recíprocamente, empatizar con el débil o sufriente, y hasta tenemos, al parecer, neuronas específicas para ello. En eso la educación ética no procede “contra corriente”; en realidad, cuenta con la complicidad de la propia “naturaleza”.

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Al lado de la tradición identitaria del “yo” y de un “nosotros” excluyente, discurre desde la Grecia clásica, no menos que desde la Biblia, una bien distinta tradición moral, caracterizada por la atención al otro y por su reconocimiento. En los orígenes de una literatura del reconocimiento hay que señalar a la Odisea, una epopeya de la aventura y del riesgo, pero también de la hospitalidad, manifiesta incluso en Penélope, que no expulsa a los moscones que la pretenden. La Odisea es, toda ella, un poema de acogida incondicional del otro, en especial, de ese desconocido que es Ulises doquiera llega: «un huésped suplicante es un hermano para todo hombre cuya alma se enternezca»; «nos gloriamos mutuamente de ser huéspedes de por vida». Es verdad que en la Grecia antigua,  bajo la faz de cualquier extranjero podría esconderse un dios, al que sería delito agraviar: por el propio bien hay que tratarle bien.  Por eso, todo desconocido es sagrado: es el mejor modo de no errar. Pero es regla prudente asimismo en el mundo moderno: ante desconocidos el respeto constituye el más seguro modo de trato para no errar

Ulises debería ser el patrón laico de todos los que en pateras o por otros medios viajan arriesgadamente en busca de una tierra mejor, que, por otro lado, no les ha sido prometida. Y la lectura de la Odisea habría de ser tan obligada como la del Quijote en la iniciación a la gran literatura del reconocimiento del otro, de los otros.

No es tópica la mención del Quijote. Entre sus numerosas lecturas posibles, cabe también destacar ésta: caballero y escudero son lo más diverso que en su siglo pueda darse; y, sin embargo, los dos cabalgan juntos, conviven, conversan, se necesitan uno al otro. El humanísimo Cervantes no permite nunca a Don Quijote mirar a Sancho por encima del hombro, sino siempre y sólo con respeto, con una austera ternura que es también escueto amor. Toda la sabiduría del reconocimiento del otro se da en ese género de cervantina -y no quijotesca ni utópica- mirada.

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Hay literatura del reconocimiento no sólo en los clásicos, también en los contemporáneos. Y contemporáneo de imprescindible lectura para quien quiera aprender reconocimiento y educar en él es Claudio Magris en dos de sus libros más leídos: El Danubio y Microcosmos. Para Magris, toda identidad es temible, pues para existir se ve obligada a trazar rayas divisorias y asfixiantes; y la endogamia conduce siempre al bocio, al raquitismo, no ya biológico, sino cultural. 

En El Danubio, Magris pone en cuestión la identidad, cualquier identidad, empezando por la del propio río así llamado. No es indiscutible dónde nace el Danubio, ni tampoco donde y cómo termina. Sus fuentes se hallan al lado de las del Rin y bien pudieron confundirse ambas corrientes que, sin embargo, se orientan por cauces divergentes, hacia distintos mares, para vertebrar la Europa  Central. Por otro lado, en los brazos del delta por el que el Danubio desagua sobre el mar Negro, no se distinguen las aguas del río y las del mar, y ni siquiera las aguas se disciernen del limo, del lodazal, la marisma. Tanto en sus fuentes como en su desembocadura se pierden la identidad y la visibilidad del Danubio.

Con su cartografía imprecisa, el río es por excelencia la figura interrogativa de la identidad y de la diferencia. El Danubio, de difícil o imposible identificación, sirve de metáfora para otras difusiones de identidad, otras afluencias de caudal, otros derroteros, entrecruzamientos e ironías no ya para cartógrafos, sino para la historia y la cultura. Magris milita contra el hábito de clasificar y subdividir el flujo de los hechos, de las gentes; denuncia como enfermiza la búsqueda de los orígenes, la defensa de una identidad ligada a ellos, y como criminales las fronteras, laceradas todas ellas por el ajuste de cuentas entre vecinos que estaban llamados a entenderse.

En Microcosmos, el centro del relato no es un río por recorrer, sino unos lugares significativos de vida y convivencia en Trieste y en sus cercanías, unos espacios habitados, con antigua memoria e historia de sus gentes, y también transitados por viajeros, lugares a veces ocupados y sometidos por ejércitos imperiales o por policías totalitarias. La metáfora príncipe ahora no es el río, sino el bosque, un bosque que fue primero austriaco, luego italiano, yugoslavo y, en fin, por ahora, esloveno; pero que en realidad no pertenece a nadie, laberinto sin aduanas, cancelación de fronteras, pluralidad de mundos contrapuestos en una unidad matriz que los abraza y confunde al borrar las distinciones artificialmente creadas entre las gentes que lo habitan o transitan.

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La empatía puede ejercitarse y educarse. Es sumamente educativo el ejercicio siguiente: prestar atención en la calle o en un lugar público a una persona que resulte, en verdad, “otra” para nosotros, sea un mendigo, un africano, o una persona con discapacidad mental o física. Lo habitual ante una persona así  suele ser mirar para otro lado; y eso se hace incluso como cortesía, como indicio educado de que no se le observa como a un bicho raro. Ahora bien, apartar la mirada continúa siendo un modo de mirarle –no mirarle- en cuanto persona rara, “otra”. Los ojos de la empatía, en cambio, no desvían la mirada. Atienden y se fijan en el “otro”, al igual que lo harían en un rostro atractivo o interesante, sin intrusión, pero también sin evitación. Es ejercicio de atención y observación que ha de ser completado con el pensamiento y la imaginación. Ejercitar la empatía con esa persona “otra” es imaginar una posible historia suya: de dónde viene, por qué está ahora ahí, hacia dónde va, cómo vive o sobrevive; y a través de esa historia imaginada, ponerse en sus zapatos, en su piel, en sus ansias, en su búsqueda de vida feliz y en sus frustraciones por no haberla obtenido del todo o tal vez en nada; y, tras colocarse dentro de su piel, alcanzar un respeto imponente, como aquel que José Carlos de Luna profesaba en unas letrillas en honor de un personaje malagueño popular, el Piyayo, donde al hecho de que  “a chufla lo toma la gente” se contrapone que “a mí me causa un respeto imponente”.

En realidad, además, se trata no tanto de mirarle a él o a ella, al Piyayo o Piyaya,  hasta alcanzar ese respeto imponente, cuanto, más bien, de aguantar su mirada: colocarse en el ángulo de su campo de visión, donde él nos mira, dejarse mirar por él, hasta el punto de saber que uno mismo es el “otro” para esa mirada ajena.

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En el extremo opuesto a la sentencia, de Sartre, de que “el infierno son los otros”, había escrito Rimbaud:  “Je est un Autre”, “Yo es un Otro”, enigmático aforismo al que cabe sacar punta y significados en muy varias direcciones.  “Cualquier yo es un otro” dice un título de Reyzábal. El propio Jabès, en quien se encuentra un discutible énfasis en la distinción entre judío y no judío, escribe también: “yo podría ser tú,  y tú, yo”, con lo cual desdibuja cualesquiera distinciones. Hay , o ha de haber, reversibilidad en la posición de lo uno y lo otro, del “nosotros” y “los otros”.

La reversibilidad en las posiciones de uno mismo y del otro, de los otros, otorga fundamento a una idea de la justicia, al modo de Rawls, que hace posible la convivencia y no sólo una mera tolerancia. Se trata de reversibilidad en el pensar tanto como en el estar, tener, o ser. Gadamer ha definido y desarrollado su hermenéutica como el arte de comprender la opinión del otro. En ese arte, lo que uno mismo piensa carece de importancia ante lo que piensan los demás. Junto con la empatía está la “heterología”: ponerse en el pensamiento de los demas, en un discurso del “otro” que, sin embargo, también se reconoce como propio. Todo lo cual vale en diferentes registros: lo que yo pienso, lo que siento, lo que soy, no es tan importante.

El reconocimiento del otro es un alto peldaño en la escalera de la sabiduría: capacidad de descentrarse respecto de uno mismo, respecto a cualquier “nosotros” al que, por otro lado, pertenecemos, lo queramos o no, en cuanto hombre o mujer de tez blanca, o no,  americano o europeo, cristiano o poscristiano, universitario o sin estudios, en desahogada posición económica o en la pobreza. Pero es un peldaño todavía sólo penúltimo. Queda por encima de él una grada más alta. En la dialéctica de uno mismo y del otro o de lo otro, resta por realizar otra vuelta de tuerca, la de caer en la cuenta de que la alteridad soy yo, percatarse de que, bajo la mirada ajena. soy yo el otro, el diferente; y eso cualesquiera que sean los ojos que me miran y examinan, no sólo los de un juez, los de una mujer o un hombre acaso superior, sino también los de un párvulo, un mendigo o una persona con discapacidad severa. El otro, el extranjero, el advenedizo, soy también yo.

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La última frontera, la más difícil de traspasar, es la piel de cada cual: diferencia, al parecer insuperable, trazada entre el mundo interior y el exterior a esa piel. Esa frontera marca con tiralíneas lo esencial de la distinción entre yo mismo y otro; y en su exaltación anida la semilla de las patologías de la identidad y de los crímenes de la discriminación.

Pero también ahí, y no sólo para las fronteras geográficas, vale la instrucción de Claudio Magris: «Tal vez el único modo para neutralizar el poder letal de las fronteras es sentirse siempre de la otra parte, ponerse del otro lado». Y ponerse al otro lado de la propia piel le lleva a Magris a una versión pragmática del precepto evangélico de amor al prójimo: «Ama a tu prójimo como a tí mismo, o bien soporta la manía de tu vecino de comerse las uñas, al igual que él soporta algún tic tuyo aun más desagradable».

Dentro del intercambio de miradas, donde alternativamente yo soy quien mira al otro o soy el otro de un yo que me mira, ¿cabe imaginar un diálogo o, al menos, intercambio de palabras de uno mismo con el “otro” u “otra”, de “nosotros” con “los otros”? ¿Hay diálogo posible?, ¿o es imposible el diálogo? Sea, o no, diálogo, se bosqueja a continuación un curso posible en el turno de la palabra entre “uno de los nuestros” y “una de ellas”, imaginada voz emitida desde el difuso y variado enjambre de “los otros”.

Dice uno de los nuestros:
«No me importa si eres chica o chico,
si eres negro o blanco,
si entiendes bien mi lengua  y yo la tuya.
No me importa de dónde vienes  o dónde has nacido.
No importa si tus padres  vivían ya aquí.
No importa si tenemos creencias diferentes. Nada de eso importa.
Porque de las diferencias  no haremos discriminaciones.
Porque las diferencias  nos enriquecen.
Porque estamos llamados a vivir juntos.
Y vamos a entendernos.
Trae acá esa mano.
Nos entenderemos».

Y acaso de entre las filas de “los otros” una voz responde así:
«No me pidáis que renuncie a lo que soy.
No estoy dispuesta a entrar en vuestro juego:
el del hombre blanco,  joven y encima guapo.
Ya tengo mis años.
Nunca fui guapa,  pero aún gusto.
Se me nota,  y a mucha honra,  un mestizaje no lejano.
No me creo ninguna de vuestras historias.
Me hastían vuestros dioses.
Pienso que no me entendéis
No podéis entenderme.
Y a mí también me cuesta bastante comprenderos
No os merecéis mi comprensión.
Pero, bueno, mejor no pelearnos o herirnos por más tiempo.
Mejor hablarnos.
Y a ver si podemos algún día llegar a darnos la mano».

Referencias

La antropología o filosofía subyacente a esta exposición ha sido ampliamente desarrollada en un reciente libro del autor,  Premio de Ensayo 2006 “Fray Luis de León”:

Alfredo Fierro. Heterodoxia. Valladolid: 2006. Edición por la Junta de Castilla y León y distribución en www.agapea.com

El título, no el contenido, es afín al de: T. Todorov. Nosotros y los otros: reflexión sobre la diversidad humana. Méjico: Siglo XXI, 1991.

Aparte de autores clásicos, han sido mencionados en el texto los siguientes autores y obras:

Jabès, E. (1990). El libro de las preguntas. Madrid: Siruela.

Juaristi, J. (2000). El bosque originario. Madrid: Taurus.

Magris, C. (1997). El Danubio. Barcelona: Anagrama.

Magris, C. (1999). Microcosmos. Barcelona: Anagrama.

Rawls, J. (1986). Justicia como equidad. Madrid: Tecnos.

Reyzábal, M. V. (1991). Cualquier yo es un otro. Barcelona: Anthropos.


La literatura y la diferencia

[publicado en Puertas a la lectura, Universidad de Extremadura, 2000]

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Normalización, integración, inclusión: son palabras y lemas sucesivamente adoptados para una política institucional de humanidad y solidaridad, de respeto hacia personas no sólo diferentes, sino también con déficits. Han sido lemas y políticas para un aquí y un ahora, o ayer y entonces, con vigor, por tanto, de realidad concreta, de un realismo pie a tierra, pero también con los límites y las componendas de cualquier política o pragmática realista. No es extraño que hayan sido asimismo blanco de discrepancia, de suspicacia y crítica por el temor de que detrás de ellos acaso se esconde un desconocimiento de las diferencias humanas y una voluntad de imperio de la homogeneidad, de tiranía de lo «normal» a toda costa.

El debate político e institucional sobre esos lemas no está del todo zanjado, aunque sí lo está, al menos, en cuanto consignas contra la discriminación. Ideas como la de «escuela de todos» parecen hallarse hoy más allá de cualquier duda razonable, al menos entre los ciudadanos y los políticos decentes. Otra cosa es su pragmática, su realización, donde persisten legítimas las tesis y las estrategias prácticas no ya sólo distintas, sino también dispares. Que a los juegos olímpicos les sigan unos juegos paralímpicos puede ser aplaudido como el colmo de la normalización o, por el contrario (léase a Manuel Vicent, El País, 20-10-2000), denostado como el disparate extremo de una cultura demencial del «altius, citius, fortius», que fuerza a los cuerpos como máquinas para batir records e ingresar en el Guinness.

Imprescindibles en la cancha de un debate institucional, aunque sólo sea para ponerlos en solfa, normalización, integración, inclusión son términos del todo insuficientes, son conceptos inválidos para una genuina antropología, una ciencia de la condición humana que pretenda desarrollarse sobre bases sólidas y que luego aspire a difundirse, en particular, a transmitirse a las jóvenes generaciones.

Importa precisar en algo la naturaleza de la antropología así invocada. Trata, desde luego, del «anthropos», del «homo sapiens», del hombre que es varón o mujer. Es antropología empírica, no especulativa o sólo filosófica, sino fabricada con los mimbres de las ciencias empíricas que estudian a ese «anthropos»: psicología, antropología cultural, sociología, historia. Pero, además de lo que han solido contener estas ciencias, y como puntualización esencial, tal antropología está llamada a tratar no ya sólo de lo que el hombre es o ha sido, sino también de lo que puede llegar a ser. Está llamada a constituirse como ciencia de la potencial condición humana, de la deseable y realizable humanidad: una ciencia de lo esperable posible, a semejanza del diseño que Bloch trazó, aunque para la filosofía, en El principio esperanza.

Para decirlo en términos más concretos: una antropología así o, sencillamente y en una de sus disciplinas, una psicología con miras a lo posible deseable, no ha de contentarse con describir, por ejemplo, cómo suelen envejecer las personas por lo común y en su media estadística, sino que ha de contemplar también cómo han envejecido Chavela Vargas o Compay Segundo, para señalar, genialidad aparte, cómo puede ser una vejez espléndida. O puede tomar como fuente audiovisual de primer orden los testimonios de un «confieso que he vivido» que en Epílogo nos van dejando los que acaban de desaparecer para siempre, los últimos, al escribir ahora, dos populares actores: Antonio Ferrandis, Jesús Puente.

Una psicología con la vista puesta en lo posible deseable no puede tampoco darse por satisfecha con describir cómo se desarrollan y cuánto llegan a aprender los niños, jóvenes y adultos con síndrome de Down. Ha de mirar asimismo a aquellos que con su síndrome son capaces de hablar en público o ante las cámaras de televisión sin cortarse, o de frecuentar un aula universitaria e ir pasando mejor o peor -como muchos de sus compañeros, por lo demás- las correspondientes pruebas académicas. Verdad es, por otra parte, que el caso concreto no permite la generalización; y ahí está el sofisma, el error, en creer que el caso particular, sea el de Pablo o el de Paula, es suficiente para demostrar que todos los sujetos con síndrome de Down pueden llegar como ellos, o que todos los jóvenes minusválidos pueden ser medallas de oro en los paralímpicos. Mozart es un dato para cualquier psicología evolutiva que se precie, pero con tal de saber que ese dato da pistas sobre lo que la infancia a veces puede ser y no sobre lo que siempre o de ordinario suele ser.

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No está desarrollada una ciencia antropológica de lo que el hombre puede ser, de lo que los hombres y mujeres están llamados a ser, de cómo pueden ser sus vidas, mejores, se sobreentiende, de lo que han solido serlo por lo común. No lo está tampoco para los hombres y mujeres con algún género de limitación: física, sensorial, mental. Las propuestas de normalización, integración, inclusión señalan caminos por recorrer o ya emprendidos en la dirección de lo posible deseable, pero no agotan el horizonte. El horizonte completo permanece aún por descubrir, por vislumbrar. Para atisbarlo hacen falta colores de imaginación. Ahora bien, para imaginación hay que acudir a la literatura antes que a la ciencia.

De hecho, en la historia de la civilización el saber antropológico esencial, el indispensable para vivir, ha quedado descrito y escrito antes en la literatura que en la ciencia. Eso no hace de la literatura un saber científico. Lo que sí hace y crea es una estela de posible exploración posterior por parte de la ciencia, que puede sentirse invitada a seguir los pasos de un saber no científico y a someter a prueba de realidad las sugerencias que se contienen en la poesía, el drama, la narración de ficción. El mejor vivero de heurísticos para una ciencia antropológica de lo realizable apetecible yace, por eso, en la literatura. Hay en ella hipótesis mil para someter a contraste empírico; y hay que desconfiar, por eso, de una ciencia antroposocial -también, por tanto, de una psicología- que no se deje instruir por saberes que han sido antecesores suyos.

Exactamente lo mismo vale de la educación. Una enseñanza humanista, antropológica, antropocéntrica, pasa por la lectura de los clásicos, por la inmersión y el aprendizaje en ese inabarcable corpus que se abrevia en la denominación de literatura. Es aprendizaje no sólo para niños, sino para todas las edades de la vida. No era ya un niño el Quevedo que escribía en su soledad: «Retirado en la paz de estos desiertos / con pocos pero doctos libros juntos / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos». La cuestión es, pues, cuáles son los pocos pero doctos libros, también literarios y no sólo filosóficos o de ciencia, que le permiten a cada edad y a cada oficio lo suyo: en la infancia y adolescencia, iniciarse; en la adultez, madurar como persona; en la docencia, enseñar; en la investigación, trabajar con hipótesis dignas de estudio.

3

En la tríada de normalización, integración, inclusión, perteneciente a la pragmática de la vida cotidiana, hay involucrados algunos hondos temas antropológicos: la deficiencia, la diferencia, la convivencia. En realidad se resumen en uno: cómo convivir los diferentes, y qué sucede y cómo hacer cuando hay no sólo diversidad, sino también deficiencia.

La gran literatura -no hay que ocultarlo- no se ha puesto dentro de la piel de la persona deficiente. Es en el cine más que en la literatura, donde pueden hallarse ejemplos de inmersión en el mundo de la limitación humana: Rain man, Forrest Gump. Eso no significa, sin embargo, que no haya rastros del tema en algunas obras clásicas.

De los clásicos es de mención obligada El idiota, de Dostoievski, con una figura protagonista en algunas de cuyas cualidades el propio novelista se ha proyectado. Afectado, como él, de epilepsia, el príncipe Mischkin es, por otra parte, un pobre de espíritu, en el sentido mundano y también en el evangélico, empapado de empatía y de un amor místico a la humanidad, a la vez que ayuno de luces intelectuales.

Más cercano tanto en el tiempo como en el realismo, hay otro personaje, el de Benjy, en El ruido y la furia, de Faulkner, un título en cuyo origen se halla la más despiadada caracterización de la vida por Shakespeare: «un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, sin nada significar». Todo el primer capítulo de la novela de Faulkner está narrado por su idiota, por Benjy, con la simpleza elemental de una conciencia tocada de deficiencia. Claro está que Faulkner, a diferencia de Dostoievski, no es edificante, no moraliza. Pero el mero hecho textual de que se haya colocado dentro de la piel y de la mente de Benjy para narrar quiere decir que ha empatizado con su idiocia. Y eso ya es lección moral: la empatía es el sentimiento ético primordial ante los diferentes y ante los deficientes.

La diferencia, en cambio, ha sido un gran tema literario. Su cumbre cierta es el Quijote. De sus inagotables lecturas hay que señalar también ésta: caballero y escudero son lo más diverso que en su siglo pueda darse; y, sin embargo, los dos cabalgan juntos, conviven, conversan, se necesitan uno al otro. El escudero, incluso, se halla en los bordes de la normalidad intelectual. Desde luego, con las medidas psicométricas al uso aparecería con cociente de inteligencia «limítrofe»; y con criterios curriculares al día de hoy debería de acudir a la escuela de adultos. Sancho habría de ser alfabetizado dentro de un programa de garantía social; y también le convendría recibir el complemento de un módulo de formación ocupacional en escudería, para la que nunca llegó a dar la talla.

Releer el Quijote siempre resulta provechoso y puede resultar necesario para el maestro de apoyo, el de educación especial, el de educación compensatoria, o para cualquier docente que en clase trata de enseñar a los alumnos cómo convivir con los compañeros y los vecinos diferentes, acaso no brillantes, tan simples como Sancho o como Benjy.

La recomendación de leer a Cervantes probablemente suena demasiado tradicional y convencional: como si aportara poco a lo ya consabido. Para que no se desdeñe, pues, el presente texto, que trata de aportar su granito al tema de literatura y diversidad humana, sigue a continuación otra sugerencia de lectura, de un autor todavía vivo, y que no ha entrado aún en el canon de los clásicos, pero que entrará, ya lo verán ustedes. Y la contribución aquí habrá consistido en alertar madrugadoramente de que se está gestando un clásico: Claudio Magris.

Lo que de él va a perdurar es un modo inédito de escribir y describir el mundo. La escritura de Magris se inscribe más allá de los géneros convencionales. En El Danubio, lo que parece ser un libro de viaje, de descenso por el gran río europeo, es en realidad un ensayo sobre la civilización danubiana, sobre el imperio plural, en mosaico, de los Habsburgo, y sobre las otras piezas del empedrado cultural de esa Europa central y ya del este, allí donde confina o se entrecruza con el dominio y el influjo otomano. En Microcosmos, lo que parece ser un libro de memorias sobre una región no más de cien kilómetros en derredor de Trieste, es una narración colmada de figuras individuales, a la vez que de colectividades corales, perfectamente definidas y densas de humanidad. Es un ensayo sobre el universo humano recogido y concentrado en el pequeño mundo triestino y de sus alrededores. En ambas obras, es un modo a la vez de narrar y de filosofar sobre lo humano, contemplado con inmensa ternura en toda su variedad e incluso en sus rarezas; y es un formidable alegato moral sobre la necesaria convivencia de personas y grupos por más que heterogéneos.


4

El gran tema antropológico -y también político- del nuevo milenio es el de las diferencias humanas: étnicas, nacionales, idiomáticas, religiosas, ideológicas y, no en último lugar, económicas. Un reto del saber antropológico, de una ciencia de la condición humana, es clarificar la dialéctica de lo mismo y de lo otro: de identidad (individual y grupal) y alteridad o heterogeneidad. Del modo en que se maneje prácticamente esa dialéctica va a depender la paz y la vida en muchos sitios, donde ahora se halla en juego, como mínimo, medio siglo de convivencia o de rencor: el imperio habsbúrguico de anteayer y la Yugoslavia aun de ayer, la Palestina de ayer y de hoy, la Irlanda del Norte, el País Vasco y tantos otros lugares de la geografía de la colisión entre los diversos o los presuntos tales.

El tema de la deficiencia se tendrá que contemplar en el marco de la dialéctica de la diversidad, de las diferencias. Nada hay de nuevo en esto. Hace ya años que se difundieron divisas del género de «todos iguales, todos diferentes», que pedían atender a la diferencia antes que a la deficiencia. Y cada vez más el rótulo de la tarea por hacer es «atención a la diversidad» y no tanto, o no en absoluto, «atención a los deficientes».

Sea, pues, prestar atención a la diferencia en general, puesto que en esa mirada antropológica residen las claves de las prácticas políticas. Sea, además, buscar guías en la literatura, en la lectura de clásicos de nuestro tiempo, de quienes sería poco decir que han sido sensibles a una temática preexistente a ellos, cuando en realidad, es a ellos a quienes les debemos la sensibilidad hacia esa temática; es gracias a ellos que hemos sido instruidos y que podemos instruir en una mirada de empatía y de solidaridad con los diversos, con los otros, con el Otro generalizado. Sea, pues, y en concreto, Claudio Magris, invitar a leerle, y para ello espigar en su obra, entresacar de ella algunos esclarecimientos decisivos.

5

En El Danubio es, sobre todo, el cuestionamiento de la identidad, de cualquier identidad, empezando por la del propio río así llamado. No es indiscutible dónde nace. Sus fuentes no desmerecen de las del Nilo o las del Amazonas para dar trabajo y materia de disputa a los cartógrafos: se hallan a un paso del nacimiento del Rin, que discurrirá, en cambio, hacia el norte; e incluso no faltan indicios, en dirección contraria, para decir que algunas de las aguas danubianas se van hacia el Adriático. También hay tela que cortar cuando Danubio e Inn, más un tercer río menor, confluyen en Passau. A partir de este lugar de confluencia, el caudal conjunto que prosigue hacia el mar Negro ¿no podría ser llamado Inn? El más célebre de los valses sería entonces el del Inn azul. En más de un tramo es discutible cuál es el verdadero nombre e identidad del río que fluye. ¿Y qué decir de la desembocadura? En los siete brazos del delta -y el siete es aquí un número arbitrario- sobre el mar Negro, no se distinguen las aguas del río y de la mar, y ni siquiera se discierne el agua de la tierra, del limo. Los ramales del río se van cada uno por su cuenta; cesa la unidad, la identidad, la visibilidad del Danubio.

Con su cartografía imprecisa, el río es por excelencia la figura interrogativa de la identidad y de la diferencia. El Danubio de difícil o imposible identificación es la metáfora de otras difusiones de identidad, otras afluencias de caudal, otros derroteros, entrecruzamientos e ironías no ya para cartógrafos, sino para la historia y la cultura. Magris milita contra la lógica y la retórica de esquematizar, clasificar y subdividir la marea de los hechos, de las gentes; denuncia como enfermiza la búsqueda de los orígenes, la defensa de una identidad ligada a ellos, y como criminales las fronteras, laceradas todas ellas por el ajuste de cuentas entre vecinos que estaban llamados a entenderse.

En Microcosmos, el centro del relato no es un río por recorrer, sino unos lugares significativos de vida y convivencia: el café de San Marcos y el Jardín Público de Trieste, el monte Nevoso, la Valcellina, las lagunas del Adriático, espacios todos ellos habitados, con memoria e historia de sus gentes, y también transitados por viajeros, lugares a veces ocupados y sometidos por ejércitos imperiales o por policías totalitarias. La metáfora príncipe ahora será el bosque, un bosque que fue primero austriaco, luego italiano, yugoslavo y, en fin, por ahora, esloveno; pero que en realidad no pertenece a nadie, laberinto sin aduanas, cancelación de fronteras, pluralidad de mundos contrapuestos en una unidad matriz que los abraza y confunde al borrar las distinciones artificialmente creadas entre las gentes que lo habitan o transitan.

Toda identidad es temible, puesto que para existir se ve obligada a trazar una divisoria. Toda endogamia es asfixiante: conduce al bocio, al raquitismo. Magris propone su particular versión del precepto evangélico del amor aferrándolo al suelo de las relaciones cotidianas de convivencia y tolerancia: «Ama a tu prójimo como a tí mismo, o bien soporta la manía de tu vecino de comerse las uñas, al igual que él soporta algún tic tuyo aun más desagradable».

6

Magris no es demiurgo de su Microcosmos; no inventa, no crea ese pequeño mundo. Es nada más el cronista que en la memoria escrita preserva y salva historias de unas vidas casi siempre anónimas y que merecen, sin embargo, ser rescatadas del olvido. Son vidas contempladas siempre con ternura, con amor, con empatía. Incluso allí donde no hay nada noble que rescatar, Magris pone en ejercicio esa universalidad de la empatía y la razón a la que Terencio dio máxima expresión: «nada de lo humano me es ajeno». Todo lo humano merece ser salvado.

A Magris no le es ajeno el oscuro héroe isleño que tuvo su día de heroísmo y de gloria en su negativa a alistarse y en su exitosa resistencia a la cacería de la policía yugoslava, mientras ahora languidece en su isla sin futuro, camino de la ceguera y de la muerte, en una eutanasia natural lenta y segura. No le es ajena tampoco la mujer del modesto héroe, aun más oscura, sin nombre y sin historia ni siquiera por un día, marchitándose a su lado. Y precisamente a ella Magris la percibe coronada de un aura invisible aún más noble, porque el peso que ella ha llevado durante toda una vida, una existencia sin relieve, es más duro que la cacería de un ejército.

Justo en esa misma isla, se da la breve aparición de un deficiente. Es preciso representar la escena: forasteros de tierra firme llegan en barca a la isla, con el desenfado vacacional veraniego y con la usual ropa de baño. La pequeña isla yace muda y en silencio, sin los sonidos de la civilización. Hay un anciano sentado inmóvil en una silla, pero no está sólo él. «Sentado en el suelo, a la sombra de una tapia, un deficiente de sexo indefinido miraba el mar, la llegada y la salida de los barcos, y respondía al saludo con un gruñido, moviendo dos brazos deformes, y con una mueca que bajo la baba era una sonrisa amable e incluso serena. Imperturbables y míticos, como las piedras de la isla, esos hombres se agrandaban sobre los banales visitantes, que se sentían azorados en sus bañadores, en su privilegio y en su vacuidad».

7

La literatura no es siempre edificante, ni tiene por qué serlo. A menudo se burla de las invitaciones de la ética y aun de las invocaciones de humanidad. Pero ha existido y existe una raza de escritores que han creído, con Camus, que hay en el hombre, incluso en todo hombre, más cosas dignas de admiración que de desprecio. Es la raza de Cervantes, que nunca le deja a Don Quijote mirar a Sancho por encima del hombro, sino siempre y sólo con respeto, con una austera ternura que es también escueto amor. Toda la sabiduría del reconocimiento del otro se da en ese género de cervantina -y no quijotesca ni utópica- mirada.

El reconocimiento del otro es un alto peldaño en la escalera de la sabiduría, pero sólo penúltimo. Queda por encima de él una grada más alta. Hay otra vuelta de tuerca en la dialéctica de uno mismo y del otro o de lo otro. Es cuando caigo en la cuenta de que la alteridad soy yo. Es al percatarme de que en la mirada ajena soy yo el otro, el diferente; y eso cualesquiera que sean los ojos que me miran y examinan, no sólo los de un juez, los de una mujer o un hombre acaso superior, sino también los de un párvulo, un mendigo o un deficiente severo.

De paseo en barca, con el privilegio de quien va de vacaciones, como un señor, estoy llegando al muelle de un islote miserable, y de pronto veo y me mira un homo apenas sapiens desde el abrigo de las rocas; y entonces caigo en la cuenta de que es él quien está allí en un centro, como cualquier otro, del universo, lo está con la firmeza y la serenidad de las rocas; y de que soy yo el extraño, el forastero, el intruso, el diferente; y al mirarme a mí mismo me doy cuenta de estar en taparrabos: su majestad, el Yo, desnudo y en ridículo.


Mediterráneo:  la otra orilla

[enero 2004]

Atlántico y Mediterráneo circundan la Península Ibérica; y la llamada de uno y de otro ha sido determinante en la política y la historia de sus reinos. Castilla miró siempre al Atlántico y la aventura misma de Colón –pese al “tanto monta, monta tanto”- fue empresa de Isabel y no tanto de Fernando. Los reinos de la Corona de Aragón, en cambio, se orientaron siempre al Mare Nostrum, al que en su mitad occidental tuvieron por suyo, no menos que los romanos. Ni la geografía ni la historia autorizan, pues, a políticas atlánticas en merma de las mediterráneas, ni tampoco a la inversa. Un país que, además, se extiende en islas dentro de ese mismo mar y de aquel océano no puede colocarse  de espaldas a los países, poderosos o no, que tiene enfrente en las costas, lejanas o próximas, de la otra orilla. Por situación geográfica, por memoria histórica, por prudencia política, a pocos países del mundo les asisten tan solventes razones como al nuestro para que un gobernante suyo –o un “intelectual”, tanto daría para el caso- se pueda permitir la audacia de proponer en público nada menos que una “alianza de civilizaciones”. A una propuesta así se la podrá tachar de utópica y mesiánica, mas no de ingenua o candorosa. Si de algo peca, es de inconcreta, vaga, y también acaso prisionera de los conceptos mismos que intenta trascender. Una vez olvidada la efímera polémica sobre dicha propuesta por el Presidente del Gobierno en las Naciones Unidas, la idea merece una reflexión pacífica y templada.

Proponer una alianza de civilizaciones supone que esas civilizaciones -la occidental, la islámica- están perfectamente delimitadas. No es así en manera alguna. No es posible definir bien sus respectivos límites geográficos, ni siquiera los de Occidente, del que no podríamos decir si llega hasta el Volga o hasta Vladivostok o, un poco más a Oriente, y ya al lado, hasta Japón; ni si incluye o no a Sudáfrica, Líbano, Israel. Tampoco el factor religioso resulta decisivo, cuando en uno y otro lado se dan tan variadas confesiones, musulmanas o cristianas, y cuando la dimensión confesional posee muy variado peso en los respectivos Estados y sociedades. Apostar por una alianza de civilizaciones implica, en fin, permanecer atrapado en los esquemas de un análisis que dice haber conflicto entre ellas y relegar a un segundo término las brechas transversales (riqueza / pobreza) que dislocan a ambos mundos.

Las alianzas han de ser geográfica y/o institucionalmente concretas, operativas. En el mundo actual, la «alianza» por antonomasia es militar, la OTAN, del Atlántico Norte. Desde la situación geopolítica de la Península Ibérica, la primera y obvia alianza que una política de amplias miras habrá de proponer será, pues,  también mediterránea, y no -o no ante todo- militar, sino civil y cultural. Todos los países ribereños del sur y del este del Mediterráneo son candidatos a esa alianza, y no sólo con España, sino con Europa.

Las dificultades de Turquía para ingresar en la Unión Europea son justo bien representativas de los obstáculos para una alianza no ya mundial, de civilizaciones, sino local, mediterránea. Existen dificultades económicas: de libre circulación de productos y de personas, de trabajadores. Hay otras dificultades objetivas asociadas a las tradiciones religiosas, culturales, así como a los regímenes políticos y a los códigos penales a uno y otro lado del Bósforo. Hay, y no menos, barreras mentales, de prejuicio racial disfrazado de argumentos. Se comprende que a Turquía se le cuestione el carácter europeo, cuando sólo cuenta con una pequeña región en suelo europeo. Si llega a ingresar en la Unión Europea, habrá que ir pensando en cambiarle a ésta el nombre. Se comprende menos que algunos europeos, ideólogos de la identidad y la limpieza de sangre, al recordar ahora que el imperio otomano ocupó (ellos dicen «invadió») los Balcanes y llegó hasta las puertas de Viena, alcen el grito al cielo para rechazar que el pueblo y la cultura entonces invasores, luego devueltos hasta Asia, regresen ahora a Viena y a Bruselas con pasaporte europeo.

El caso de Turquía ilustra posibilidades, y no sólo dificultades, de una alianza mediterránea. No es disparatado, sin embargo, que la Unión Europea pase a ser Euro-mediterránea, dispuesta a acoger otros países. De la ciudad de Estambul cabe hacer un foco y foro de cruce de culturas, capital política de instituciones europeas y mundiales, dotada entonces de un estatuto internacional respaldado por las Naciones Unidas. No es la única ciudad que podría beneficiarse de un estatuto así. ¿Por qué no Jerusalén? Daniel Barenboin se ha atrevido a pensar –o soñar- en la ciudad sagrada y lacerada para una idea afín.

Ahora bien, cualquier llamamiento a una alianza de civilizaciones que se realice desde la Península Ibérica no puede abstenerse de contener alguna propuesta original acerca de Ceuta y Melilla. Su emplazamiento geográfico, su historia, su población actual, todas las circunstancias de ambas ciudades, las hacen acreedoras -como a Estambul y a Jerusalén- a ser pioneras de un estatuto internacional de contenido variable, flexible, gradual y consensuado, que de ser enclaves de excepción las convierta en avanzadillas de alianzas culturales y políticas, que de modo progresivo se extiendan a más y más regiones de nuestro mundo endiabladamente complejo.

Son propuestas más operativas que la de una alianza de civilizaciones y no más utópicas que la de acabar con el absolutismo regio en el siglo XVIII o la del voto universal en el XIX. Al futuro posible y deseado los bien asentados, para desacreditarlo, le vienen llamando desde hace cinco siglos utopía.