Conocimiento

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Mito y desmitificación de Fausto

[Publicado en Paradigma, mayo 2007]

Fue para Goethe empresa fáustica escribir su Fausto. Toda la vida le ocupó, desde 1772, cuando escribe los primeros borradores, hasta 1808, en cuanto a su primera parte, y aún más: 1828, para la segunda parte, todavía más ambiciosa. No se inventó al personaje. Éste le viene de una leyenda medieval acerca de un doctor parisino, leyenda que Cristopher Marlowe (1564-1593) y Jacob Biderman (1578-1627) habían escenificado en sendos dramas. Pero en Goethe pasa Fausto a la condición de mito, icono y símbolo romántico del hombre sin límites, como el de Don Juan, y aún más poderoso, más abarcador, puesto que lo fáustico incluye y trasciende lo donjuanesco.

¿Qué condiciones se requieren para que una leyenda, icono o personaje, histórico o ficticio, pase a la condición de mito? ¿Y ha habido o hay, en rigor, mitos modernos? Si por míticas se toman no cualesquiera figuras populares emblemáticas, sean el Abbé Pierre o Marilyn Monroe, según analizó con brillantez Roland Barthes  (1980), sino aquellas que, como Ulises, Jasón o los atreidas, han inspirado otras historias, otros formatos de narración y también desarrollos filosóficos, para que un guión narrativo pase al estatuto de mito ni siquiera basta con la magnitud de su potencia. La figura de Don Quijote no ha llegado a conformar un mito, pese a sus reencarnaciones (Tartarín en Daudet, Monseñor Quijote en Greene) y a su influencia arrolladora en la novela moderna. A diferencia de otras figuras de ficción o legendarias, el caballero de La Mancha no ha conocido réplicas de estatura comparable.

Para saltar al firmamento de los mitos resulta esencial, además de la originalidad de la leyenda o del icono, su capacidad potencial para engendrar variaciones, que se mantengan a su altura. Don Quijote apenas las admite; o, al menos, nadie hasta ahora ha sido capaz de producirlas. Don Juan y Fausto, sí. Pero no anticipemos los análisis y empecemos por la transformación de la leyenda fáustica en genuino mito.

El hombre mítico, total

Según sucede en los mitos, antiguos o modernos, no hay interpretación unívoca o auténtica de Fausto, ni de la figura abstracta en sí, ni tampoco del Fausto goethiano. No sólo éste se presta a interpretaciones muy variadas, sino que, además,  las pide, justo por tratar de reunir todas las humanas antinomias y contradicciones. El personaje de Goethe es, desde luego, el sabio de curiosidad universal que aspira a conocerlo todo y que ha explorado toda ciencia.  Es, asimismo, el poeta o, más bien, el artista total, obsesionado por crear la obra perfecta. Encarna la pasión por conocer, por el saber, pero no menos la pasión por la belleza y por la vida. Hombre de estudio, de gabinete, el personaje de Goethe, es, a la vez, hombre de acción. “En el Principio, era la Acción”, prorrumpe en jubilosa glosa o, más bien, en contradicción al evangelio de Juan. Pero hay otro principio: “el fuego de Eros dio comienzo a todo”. Es Fausto hombre ya no joven y, sin embargo, vividor, vital, con ansias juveniles. La sabiduría no le ha apaciguado. Quiere sentir la pasión y conseguir saciarla. Por eso le seduce Mefistófeles: porque le promete vida, nueva y luminosa vida, frente a las grises doctrinas de los libros. Y en su dudosa y ambigua compañía atraviesa –en la primera parte- diferentes lugares este mundo;  y luego –en la segunda, en ella asimismo junto con la Helena mítica- también los espacios de otros mundos de fantasmagoría, a la manera de Dante en la Divina Comedia. Fausto, en fin, es amador, aunque de una abstracción de mujer, más que de concretas mujeres como Don Juan. Lo subraya la exclamación final del coro: “el eterno femenino nos levanta hacia lo alto”, un final afín al de la Divina Comedia en su invocación al “Amor que mueve al sol y las demás estrellas”. Eros o amor de Dante y eterno femenino, ideal de mujer y puro espíritu, no ya de carne y hueso, lo había sido Beatriz; y la Beatriz del Fausto no es ya Margarita, mujer concreta, que desaparece al término de la primera parte de la obra, sino Helena, ella inmortal, arquetipo eterno de mujer, a la vez seductora y salvadora.

Agitadas antinomias residen en el Fausto de Goethe y se expresan a través de contrapuestos personajes de este mundo: el poeta, el asceta, el dogmático, el escéptico, el idealista, el realista, embozados, además, a veces bajo nombres de filósofos antiguos; y a través asimismo de figuras extraídas del universo de los mitos: la esfinge, las sirenas, las furias, las virtudes, y no sólo el demonio. Por el dilatado tiempo de su gestación, en la bisagra entre Ilustración y Romanticismo, Fausto es drama  romántico a la vez que ilustrado. Está en continuidad con la literatura y el teatro filosóficos de la anterior generación de ilustrados: de Lessing y los enciclopedistas, Rousseau, Voltaire, Diderot, los cuales filosofan incluso cuando novelan (también, algo más tarde, Sade). Pero, por otro lado, comparte de lleno la entusiasta exaltación del Romanticismo. El Fausto goethiano –o Goethe mismo- se equipara a los dioses, se mide con ellos, al igual que el más excesivo de los poetas románticos, Hölderlin; juzga que el hombre no desmerece de los dioses; y trata de tú tanto al diablo –espíritu de negación, de duda- como a Dios.  Y, aún entonces,  sin embargo, en nueva y ardua antinomia, según reza el “prólogo en el cielo”, y a semejanza de Job, este Fausto sigue siendo un simple mortal puesto a prueba por superiores espíritus de la corte celeste. Sólo que, aún en su perecedera naturaleza, lleva en sí el destino de toda la humanidad: es microcosmos.

Por la multitud de sus personajes y escenarios, el Fausto goethiano es obra de improbable representación. Pieza bien merecedora de ser leída, recitada y  también representada, para esto último precisa de un espacio más abierto que la arquitectura de teatro: bajo una carpa, en una nave industrial o, aún mejor, en un templo. Por su representación no menos difícil e improbable, a  ella se asemeja la única obra dramática –o bien poema en prosa- de Flaubert, La tentación de San Antonio, que igualmente se sale de los usos escénicos convencionales. La tentación fue escrita y reescrita bajo el impacto que a Flaubert le produjo el Fausto de Goethe (y también el Caín de Byron); y el San Antonio resultante, aunque anacoreta, asceta, manifiesta toda clase de caracteres fáusticos. También él es excesivo, atraviesa las más variadas situaciones y no sólo tentaciones, aunque no en travesía por el mundo, como Ulises, sino porque el mundo y la historia vienen a él, se le echan encima. De la mano de variados tentadores y no sólo mujeres, todos los lujos y voluptuosidad  le acechan. Todos los dioses, ritos, oraciones, oráculos, pero también ciencias, y herejías, y escuelas filosóficas pasan ante sus ojos. No ha de sorprender que la escritura de La tentación le llevara a Flaubert más de media vida suya de escritor, desde una primera edición en 1849 a la tercera en 1874, semejante también en esto a Goethe con su Fausto.

Fausto y La tentación coinciden en constituir dramas sacros. Con ellos el teatro recupera sus orígenes en el ritual religioso: vuelve a ser rito de conjuro ante poderes sobrenaturales, ceremonia donde los participantes –actores y comulgantes- se exceden al tratarse con lo más elevado y más profundo, con el Bien y con el Mal,  con las potencias divinas y las demoníacas. Modo apropiado de pronunciar esos textos poemáticos -representados, o no- es declamarlos y cantarlos, en recitativos, arias, coros, al igual que un oratorio.

La escritura del mito pasa, pues, muy pronto al pentagrama. Mendelssohn, que de adolescente conoció en persona a Goethe y siempre le admiró, tomó unas estrofas de la escena fáustica de la primera noche de Walpurgis para una cantata sinfónica y coral (1831). También Berlioz, en La condenación de Fausto, de 1846, compone una “leyenda dramática”, para orquesta y coro, en cuatro escenas. Y había de esperarse: también surgiría ópera del Fausto goethiano, y no una obra, sino varias. La más popular de ellas, la de Gounod (1859), como es forzoso en cualquier libreto operístico, tuvo simplificar y esquematizar Fausto –en rigor, su parte primera-; y ha contribuido a acuñar y fijar, como eje del mito, el pacto con el diablo a cambio de la perenne juventud y de la mujer ansiada. Lo ha acuñado al igual que  Mozart y su libretista Da Ponte hicieron con el mito de Don Juan en versión más popular aún que las de Tirso y de Zorrilla. En beneficio de los “duettos”,  Gounod hubo de resaltar la pasión amorosa de Fausto y Margarita, a la cual, por cierto, le hace prorrumpir, al saberse condenada, un desesperado grito afín, e igualmente en penúltima escena suya, al grito del Don Juan mozartiano al hundirse en el infierno. Después ya de Gounod, y en consecuencia de su extraordinaria partitura musical, si bien al Fausto mítico cabe fantasearle como a cada cual le plazca, se le imagina mejor envuelto en coros y arias. Y, una vez que se ha escuchado en una excelsa voz –sea la de Alfredo Kraus-, se hace difícil quitarte de la cabeza y de los oídos esa voz aún cuando vuelvas al texto constituyente de Goethe.

La creación demoníaca

Piden los mitos ser recitados y cantados. El de Fausto pide una cantata u oratorio; y quien componga esa música será, él mismo, a su vez, fáustico: ésa es la idea inspiradora de Thomas Mann en Doctor Faustus (1947), un relato clasificable en el género literario de la novela, pero aspirante al rango de relato totalizador, total.

Por presentarse en formato novelado, con un relator casi omnisciente, como los de novelistas del siglo XIX, poseedor de información completa sobre los hechos y las acciones todas de sus personajes, la obra de Mann se atiene a reglas del realismo novelesco y, ya con eso, contribuye a una versión profana, no sagrada, del mito. El teatro –y, dentro de él, la ópera- es capaz de mantener una atmósfera sagrada, la que se trae de sus propios orígenes históricos, de la raíz ceremonial y ritual desde la que creció para emanciparse luego. La novela, en cambio, nunca se envuelve en aire sagrado; es radicalmente profana, laica, secular. Trasladados a novela, y en virtud de esa mera traslación, tanto Don Juan -según ha hecho Torrente Ballester- como Fausto –según Mann hace-, pierden mucho de su estatura mítica.

La figura central de Doctor Faustus, el compositor Adrián Leverkuhn, es un personaje como cualquier otro de novela, del cual, además, habla Mann no de manera directa, sino por mediación y voz interpuesta del narrator, un viejo compañero de Adrián. Éste, a diferencia del protagonista de otra gran obra de Mann, el Hans Cartop de La montaña mágica, no es un adolescente por iniciar, por educar, sino alguien que parece haber nacido adulto, fáustico, aunque se nos relaten asimismo sus años de formación en el liceo. Doctor Faustus no es, pues, “Bildungsroman”, relato de formación, maduración y aprendizaje, sino relato de madurez temprana, innata; o no innata, pues en las últimas páginas se revela resultante del pacto con el Maligno en la edad de los 20 años.

El elemento demoníaco subrepticiamente activo en la vida y la obra de Leverkuhn sólo se va haciendo manifiesto poco a poco y a medida que la narración avanza: primero por  la presencia y las doctrinas de un maestro sospechoso, calladamente diabólico; luego por una página del diario de Leverkuhn donde da cuenta del diálogo, en autodesdoblamiento, entre un Yo, él mismo, y un Él, de enemigo interior y malicioso tentador; al final por una confesión general suya en una reunión a la que hace venir a todos sus amigos, que se irán ausentando conforme Leverkuhn comienza a dar inesperados signos de locura y acaba por manifestar el doloroso secreto de su vida y de su creación musical: el pacto con el diablo. Consistió éste en que le fueron concedidos 24 años para alcanzar su afán, el de crear música de belleza impar, mientras, en contrapartida, el precio habrá sido no poder amar a ser humano alguno. Rodeado y cuidado por mujeres, Leverkuhn destruye y aniquila –un Midas que transmuta  en nada- todo aquello que ama y toca: su mejor amigo será asesinado; su niño querido morirá. Leverkuhn acarrea tragedia a todo aquel a quien se acerca o que se acerca, con la excepción del narrador, que de otro modo no podría relatarlo. Y la acarrea para sí mismo, aunque su autodestrucción no consista en el infierno del más allá, sino en la demencia durante los restantes años de su vida (y, entre paréntesis, ¿no es obligado aquí pensar en Hölderlin?). Y, en este paso del castigo ultraterreno a la terrenal demencia, la versión de Mann acomete ya sin duda la desmitificación del mito.

Ahora bien, pese al formato laico, desmitificador, inherente al género de novela, Mann no le consiente a Leverkuhn quedarse en personaje “natural”, profano, sólo humano. No le hace atravesar círculos cósmicos, ni noches fantasmagóricas de  Walpurgis; pero le presenta siempre alzado sobre un zócalo extrahumano y sobrehumano, creando su música completamente inmerso en una sacralidad de dudoso signo, en realidad, de signo muy claro: demoníaco. En idea aún romántica, supone Mann que la obra creadora se asocia a la enfermedad, la patología, la locura. Y procede más lejos: la obra de creación no sólo es demencial; es criminal, de naturaleza sobrenatural, pero no angélica o divina, sino propiamente demoníaca. El arte se ha vuelto impracticable sin la ayuda de Satán.


Leverkuhn genera en su música fantasías metafísicas y teológicas, cuyo término y cenit alcanza en el “Canto del dolor del doctor Faustus”, una cantata que se propone constituir contrapartida –en vacío, en negro- del “Himno a la Alegría” del cuarto movimiento en la Novena Sinfonía; se propone la refutación conjunta de Schiller y de Beethoven, a la vez que, en ambición no ya tan sólo fáustica, sino propiamente demoníaca, refutación e inversión de toda religión. El “Canto” quiere reflejar –y el narrador atestigua que refleja- la universal queja de la humanidad; y, aún más, la queja del universo, cósmico lamento.

¿Qué género de música se atribuye al Leverkuhn compositor? Es una música “inhumana”, porque extra- o sobre-humana, portadora de toda contradicción y todo potencial fecundos: apunta al orden, la armonía, mientras, por otro lado, trata de generar un orden del todo abstracto, el de la música atonal, según profesa el capítulo 22 del libro, que acoge en esbozo la teoría de la atonalidad de Schönberg. O sea, Leverkuhn no es ni puede ser Gounod,  ni Mendelssohn, ni tampoco Beethoven; es o puede ser  tan sólo Schönberg, equiparado, por tanto, a todos los anteriores y no en continuidad, sino en refutación musical de todos ellos. A los pasajes más teológicos o metafísicos de Doctor Faustus cabe adherirles, pues, la música de Noche transfigurada, sexteto de cuerda compuesto, en 1899, por Schönberg, bajo inspiración de un poema amoroso de Dehmel, pero que en conjunción con la letra de Doctor Faustus puede ser escuchado como oratorio místico, aunque poscristiano y acaso agnóstico. Y por otro lado, aunque no en fin -¡no tienen fin estos enlaces!-, Leverkuhn es gemelo idéntico al  Aschenbach de La muerte en Venecia (1912), donde Mann se apropió literariamente de la figura y personalidad de Gustav Mahler.

La enredadera de los mitos

Todo se enlaza y se enreda, unos mitos con otros, como en un cesto de cerezas. No puedes pensar en Fausto, sin pensar en Job, en Ulises, en Don Juan o en San Antonio. Y, si arrancas de Goethe, te vas enseguida a Gounod y a Mann; y éste te lleva a Schönberg, y a Mahler, y a Visconti, que ha transpuesto a film La muerte en Venecia. En los mitos, todo se anuda con todo: unos con otros, y, en los mitos de artista, unas artes con otras, la escritura dramática y la musical, la prosa poemática y el arte audiovisual, total.

Es propio de los mitos –sean populares o de artista- recibir toda suerte de versiones: en eso consisten; y eso es lo que, en sustancia, les caracteriza. Así lo sostiene Lévi-Strauss (1971); y lo cimenta en la extensa investigación suya de cientos de versiones –variantes de un mismo mito- de norte a sur del continente americano, recogidas por él y que demuestran –y describen, muestran- cómo mutan. En este otro lado del Atlántico, en la Europa moderna, han mutado igualmente los mitos griegos, seguramente populares en origen, aunque llegados a nosotros en su forma culta escrita. Las piezas originales de epopeya, tragedia o poesía que los narran se han trasmutado en otras piezas literarias y operísticas, derivadas, émulas –a veces, sin desdoro- del respectivo original. Ha habido “otras Fedras” con Racine, con Espriú y Unamuno, con Giordano. El ciclo de la Orestiada se ha extendido hasta Sartre, pasando por Hofmannstahl con Richard Strauss; el de Ulises, hasta James Joyce y Derek Walcott.

El mito de Fausto, de data más reciente, ha tenido poco tiempo –menos de doscientos años- para las mutaciones. Pero eran de esperar y han llegado en tan escaso tiempo. Dicho mejor y en rigor: no es que Fausto, ya en Goethe, tuviera naturaleza de mito y por ello haya alcanzado mutaciones; es, más bien, que de hecho ha llegado a suscitarlas, y en distintos formatos, de cantata, ópera y novela, desde comienzos del siglo XIX, hasta hoy mismo, en molde de relato corto (Antonio Heredia, 2007); y que, por haberlas suscitado, desde Goethe hasta ahora, cabe decir que se ha erigido, más allá de la leyenda, en mito.

El mito de Fausto, por otra parte, se ha constituido y ha mutado en una época, ilustrada y post-ilustrada, cuando domina no ya la conciencia mítica, sino, por el contrario, en afilado contraste, la conciencia crítica del mito, de los mitos. Y eso imprime un giro decisivo a las vicisitudes últimas de Fausto, como luce en su abordaje por Paul Valéry.

La conciencia crítica del mito

En 1940, comienza Valéry a abocetar un drama o comedia sobre Fausto; y en 1944 y 1945 – coetáneo de Mann, por tanto, aunque en otro espíritu- bajo el título de Mi Fausto, un bosquejo, publica escenas y fragmentos destinados a esa proyectada obra, que nunca completó. La declaración primera suya, al imprimirse el texto, arranca con este comentario que debió de hacer las delicias de Lévi-Strauss: “El personaje de Fausto y el de su monstruoso compadre tienen derecho a toda suerte de reencarnaciones”. Describe luego –en relación con éstas- el gesto creador poético en los términos siguientes: “El acto del genio es recogerlas en su estado fantoche de leyenda o de feria y conducirlas, por el efecto de su temperatura propia, hasta lo más alto de la existencia poética”. La descripción se la aplica –se supone- a sí mismo Valéry, pero no menos, y ante todo, a Goethe, que tomó a sus personajes no importa de qué fuente: la más remota, una leyenda medieval. En Goethe reconoce al “creador de ellos dos, Fausto y el Otro [cursiva suya], tal como llegaron a ser, en él y según él, instrumentos del espíritu universal”, es decir, y valga añadir por cuenta propia: verdades universales, tanto o más que iconos, mitos.

Se aprecian notables variaciones en la versión del mito en Valéry. ¿La mujer? Es Lust, la secretaria, amanuense, confidente y quizá amor secreto de Fausto. Pero no hay ya aquí, en esta versión, “eterno femenino. ¿El tema dominante? Es la propia personalidad: quién es Fausto, quién es uno mismo, quién soy yo, qué es eso de “yo”; y, junto con ello, cuál es la identidad del yo escritor y cuál la naturaleza de lo escrito, en qué un tratado científico difiere de unas memorias personales del filósofo o del investigador. No hay ya abismo demoníaco, ni infierno, ni demencia. ¿El estilo? En clave de ironía y de comedia, que rezuma el más inteligente “esprit”; y también el estado fragmentario, de boceto, en que Valéry dejó su obra, la cual, de haberse completado, hubiera sido de escaso interés para el público teatral, al igual que todas las piezas dramáticas suyas: diálogos al modo de Platón más que dramas para el escenario. Al  transcribir el mito a registro de comedia y de ironía, pasa Valéry a otra clase de sabiduría, no ya seria, goethiana, sino lúdica, al propio tiempo que crítica. El personaje Fausto está escribiendo un libro acerca de sí mismo: metarrelato, por tanto, un texto dentro de otro. Lo dedica “al lector de buena fe y de mala voluntad”; y en él deja constancia en autoanálisis: “se ha escrito tanto sobre mí que ya no sé quién soy”.

Mann permanece fiel a la concepción romántica –y mítica- de la obra de arte como producto de una sobrenatural inspiración. Valéry, en cambio, resueltamente postromántico, lleva a cabo por completo el desmontaje analítico y crítico del mito de Fausto, sin construcción teo- y mito-lógica de condena o salvación,  sea eterna o terrestre. Lo reduce a un juego de la inteligencia creadora –poética, filosófica- consigo misma.

A Mi Fausto de Valéry, deslumbrante no en el mito, sino en la conciencia crítica del mito, no cabe ponerle partitura de ópera romántica o sinfonía coral clásica, ni tampoco banda sonora de Noche transfigurada. De adjuntarle alguna música, incidental u operística, habría de ser con aire de scherzo, puesto que es una broma literaria y filosófica, texto desplegado bajo los focos esclarecedores de la conciencia crítica del mito. Le sentaría bien el estilo leve y lúdico de piezas –de Debussy, de Shostakovich-, que al insertar irónicamente temas melódicos de composiciones consagradas, míticas, del canon musical europeo, son, por ello mismo, “de-constructoras”, desmitificadoras.

El otro lado del tapiz

Entre los mitos más tradicionales, destacan los de creación cósmica o humana, de presunto alcance universal, relativos al mundo y al origen o naturaleza de nuestra especie. Arcaicos son, no menos, los mitos de identidad, de tribu, nación, raza o lengua, como el del éxodo hebreo y los que “fundamentan” los nacionalismos todos (Juaristi, 2000). Los mitos griegos lo fueron de “moira”, hado, fatalidad. Eres Fedra o Edipo por destino: no eliges serlo. Los mitos modernos, por el contrario, lo son de voluntad y de proyecto. Puedes elegir ser un donjuán o una lolita. También Fausto –o, más bien, alguno de los Faustos de la policromía en que se refracta- constituye un posible objeto de proyecto, de programa de vida, de ambición. Pueden el hombre y la mujer tener aspiraciones fáusticas, como las fantaseadas por Mann: aspirar a lo sagrado o –si no es lo mismo- a lo demoníaco; o, al menos, las que en scherzo formula Valéry: la completa autolucidez del sabio o –si para él no es lo mismo- del poeta. Pueden aspirar, ¿y cómo no? Pero ¿y realizarlo?

La pregunta –la duda- corresponde a una conciencia crítica, instaurada en el pensamiento occidental por el racionalismo. En la Edad de la Razón –o sea, tras Descartes y Bacon-, y pese a los retornos de lo arcaico que el Romanticismo durante un siglo propició, no es posible ya la conciencia o inconsciencia mítica, propia de un pensamiento zambullido en el mito como pez en agua. Cabe crear mitos, sostenerlos -y, sí, además, enmendarlos, darles vueltas como a un calidoscopio-, pero siempre con conciencia –y a conciencia- de su naturaleza de mitos. Sea griego o bíblico, o nibelungo, o romántico, en la modernidad –y es Wagner singular excepción a toda orquesta-, el mito no puede ser ya asumido a la letra, ni tampoco en su manifiesto simbolismo. De esto se han enterado incluso los teólogos, alguno de ellos: Bultmann (1974), con su programa de desmitificación del Nuevo Testamento.  Dentro de una conciencia racional y crítica, el mito jamás resulta asumido, sino considerado tan sólo, tenido en cuenta: expuesto y, además, puesto a distancia, como telón de fondo en el espacio y tiempo laicos, no sagrados, donde discurre la vida cotidiana.

Existe una imagen pictórica paradigmática para la posición del mito en la Edad Moderna: el cuadro de Las hilanderas. En él, Velázquez ha dispuesto la fábula de la disputa entre Atenea y Aracné como tapiz en la pared frontal de un telar donde trabaja un grupo no excelso de mujeres. Fuente de la leyenda es Ovidio en su Metamorfosis: en la contienda entre la diosa y una mujer mortal por el mérito de haber tejido la obra más perfecta queda la mujer trasformada en araña por la ira de la diosa. Velázquez  trae a su pincel el mito, pero lo trata en juego semejante –mas sin espejos- al que aplicó a la pareja regia en Las meninas: con distanciamiento desacralizador que bien cabe calificar –“avant la lettre”- de brechtiano. Lo que Velázquez da a entender –o lo que el espectador puede “ver”- se resume en lo siguiente: la “verdad” y el envés del tapiz de fondo que escenifica esa leyenda de Atenea consiste en la escena no legendaria, cotidiana, representada en primer plano, de unas hilanderas que trabajan.

La contemporánea -postilustrada y postromántica, postwagneriana y brechtiana- desmitificación del mito, tiene, pues, una característica que también cabe ilustrar con punto de partida en el de Fausto. El enfoque “post” mueve a examinar qué hay detrás de la “realidad”, sagrada o demoníaca, a la que aspiran Fausto y todas las mujeres u hombres de su estirpe. Y, en el curso del escrutinio, aparece la necesidad precisamente de pasar al otro lado del tapiz, o del espejo, o, más bien, regresar al lado de acá, al de la vida cotidiana, que se nos pasa hilando y trabajando: pasar de lo fáustico a lo pragmático y tal vez, en extremo, a lo kafkiano.

El mito contemporáneo opuesto al de Fausto es el de K. y de Joseph K.: mito de castillo inaccesible y de proceso, mito de destino, como los de la tragedia griega. En realidad, sin embargo, los K. de Kafka, incluido él mismo, nunca llegarán a la condición de mito. Pese a sus posibles variaciones, reencarnaciones, metamorfosis suyas –Samsa en insecto, como la Aracné de Ovidio-, exploradas ya por Kafka, es improbable que K. pase a rango de mito. Ni siquiera tiene nombre. Es el anónimo sufridor de una sociedad burócrata y sin alma: “hombre sin atributos”. Está, además, demasiado apegado a la rutinaria realidad para poder proporcionar materia mítica. Pero también eso forma parte de la enmarañada complejidad del mito. No puedes pensar en Goethe y en Fausto sin pensar enseguida en Kafka y en K. Pero, como se dice a veces para terminar un cuento, eso de K. es ya otra historia, en este caso, otro “no mito”.

Referencias

Del Fausto de Goethe, así como de las obras de Mann, Kafka y otros clásicos, o modernos, hay muchas ediciones en castellano. Mi Fausto de Valéry, en traducción de M. Gomis, ha sido publicado por Icaria (Barcelona, 1987). Anote, en fin, el lector interesado estas otras referencias:

Barthes, R. (1980). Mitologías. Madrid: Siglo XXI.

Bultmann, R. (1974). Creer y comprender. Madrid: Studium.

Heredia, A. (2007). Faustus, el favorito. El Robador de Europa: Facultad de Filosofía y Letras, Málaga, nº 5.

Juaristi, J. (2000). El bosque originario. Madrid: Taurus.

Lévi-Strauss, C. (1971). Mythologiques: L’homme nu. París: Plon.


Biblioteca total, libro esencial

[Publicado en La pluma y el tiempo, noviembre 2006]

Quizás todo está escrito, como melancólicamente escribió Borges, quien sin embargo, y de acuerdo con esas propias palabras, no debió de ser el primero en decirlo: también eso sin duda estaba escrito ya antes. Pero ¿qué es «todo» exactamente, todo eso que está ya o estaba escrito?

El relato profético

Hay de ese «todo», en primer término, una versión narrativa: el libro eterno, o escrito en tiempo inmemorial, del que la historia es cumplimiento. Todo lo que acontece puede acaso hallarse ya consignado en algún libro al modo en que la predestinación humana se halla depositada, según los teólogos, en la presciencia de la mente divina. La versión literaria de esta presciencia, la del libro premonitorio, pide que el oyente o lector llegue a conocerlo en algún momento, que se lea y se vea dentro del relato, envuelto en la madeja misma de la narración, y allí descubra su destino y predestinación. Los Cien años de soledad y el destino de la estirpe de Aureliano se hallaban escritos en los viejos e indescifrables pergaminos de Melquiades, que sólo se dejan descifrar demasiado tarde: en el fatal momento en que la historia concluye.

No tiene por qué tratarse, sin embargo, de una predestinación fatal. Es a veces relato profético de una iniciación, desvelamiento de un misterio que se va cumpliendo a medida -al ritmo acompasado- que se vive y se lee, como en la narración filosofante de Jostein Gaarder en El misterio del solitario. Por supuesto, si la historia no concluye, si es un relato sin fin, si es La historia interminable, infinita, como la de Michael Ende, entonces forzosamente, por la propia lógica del relato, el lector de éste, el pequeño Bastian, en algún instante de la secuencia ilimitada habrá de encontrarse consigo mismo dentro del relato de ficción, una ficción ahora indiscernible ya de la realidad.

En el mito del libro profecía se funden acontecimiento y narración. En rigor, el relato precede al acontecer real. Los papeles proféticos, sean de un cronista, amanuense o depositario conocido, sean de procedencia y tradición anónimas, no siguen a la realidad, antes bien la anticipan y se van dejando descifrar junto con el despliegue del acontecer real, como su revelación adjunta, su apocalipsis, ante los ojos asombrados del lector.

La enciclopedia

Hay otra versión del libro total, de la completa escrituración del mundo. No se trata ahora de la crónica anticipada de los acontecimientos, la narración del porvenir de los humanos, sino del conocimiento de la naturaleza sin historia o de aquello que en lo humano es algo más que historia o circunstancias: es transhistórico y constitutivo, inherente a la condición humana. Esta otra versión es propia no ya de narradores, de creadores de mitos, sino de científicos ilustrados y de filósofos; y ya no fantasea un libro preexistente, a manera de mito del pasado, sino que trata de crearlo en empresa de escrituración del conocimiento para su entrega pedagógica a las generaciones del futuro.

Es la empresa del proyecto enciclopédico. Lo ha sido desde la Grande Encyclopédie de los ilustrados franceses. En el Discurso preliminar a ella presume D’Alembert: «Hasta ahora nadie había concebido una obra tan grande o al menos no la había realizado». Bajo la enseña de disipar las nubes de la ignorancia, de instruir en el uso de la razón, unos filósofos con vocación de magisterio llevan a cabo por sí mismos, aunque auxiliados por expertos en las ciencias y en las artes, la escritura de una biblia de la modernidad, que vale por un currículo pedagógico completo, ofrecido para enseñar, ilustrar, educar a los contemporáneos. Es un programa inabarcable por un solo individuo, escritor o lector, y por eso emprendido como «obra de una sociedad de hombres de letras» (y de ciencia), como desde la primera línea dice el propio D’Alembert.

Sea en la Gran Enciclopedia de los ingresados en la historia precisamente como enciclopedistas, sea en la Enciclopedia Británica o en otras empresas editoriales de ambición comparable, el proyecto enciclopédico no se propone sólo encerrar lo indispensable para la educación intelectual del adulto, la formación del espíritu civilizado, cultivado: para salir de la minoría de edad culpable. Pretende también, y nada menos, hacer el acopio completo de los saberes esenciales acerca del universo mundo: desde sus galaxias hasta sus estructuras microscópicas; en las partículas más simples de los átomos y en la endiablada complejidad de un cerebro humano; todo ello tanto en sus leyes al parecer inmutables cuanto en la génesis de lo improbable y de la vida; y, dentro de ésta, la gestación y la historia ya sucedida de la humanidad.

La biblioteca

No es posible, sin embargo, encerrar todo el saber en un libro, tampoco en una extensa enciclopedia de cien tomos. El reflejo bibliográfico del mundo, del saber completo acerca de la realidad universal, no puede constar en un libro único, por enciclopédico que sea, sino -si acaso- en los libros todos del mundo, en la biblioteca total, archivo escrito universal de la vida y de lo inerte, de lo simple y lo complejo, de lo «macro» y de lo «micro». Ha sido el sueño de todo bibliotecario concienzudo, seguramente ya desde el legendario Eratóstenes, de Alejandría: reunir todo el saber en los estantes de la biblioteca. Es sueño que ha adquirido reciente resplandor en algunos fabuladores y mitólogos de nuestro tiempo: Eco, Borges, entre otros.

La inquietante biblioteca de la imaginaria abadía de El nombre de la rosa, de Eco, en su laberíntica planta reproduce -en signos, no en simetría- el mapa del mundo conocido. Y custodia una insondable verdad en la que, por otra parte, los libros no hablan del mundo directamente sino de manera esquiva: hablan los libros los unos de los otros, se hablan entre sí, en un universo cerrado, donde es fácil entrar y muy difícil salir.

En horizonte no ya narrativo, sino fronterizo con lo metafísico, en La biblioteca de Babel, Borges ha descrito la ficcion de un universo «al que otros llaman biblioteca». Es un mundo o biblioteca que encierra la totalidad de las posibles combinaciones en cada una de las lenguas de la humanidad, reales e imaginarias, de los símbolos gráficos de sus respectivas escrituras. Se contiene allí, por tanto, todo cuanto es dable expresar, incluida la historia venidera, las biografías de los arcángeles y los varios catálogos de la propia biblioteca, los verdaderos y los falsos. En los libros caóticamente yuxtapuestos a lo largo de los ilimitados y periódicos anaqueles de sus celdas hexagonales, todo, pues, está previsto y escrito; nada queda por decir. Está escrito lo inteligible, sensato, dotado o susceptible de sentido, y también lo absurdo, carente de significado, mera yuxtaposición y aleatoria combinación de caracteres.

El sueño bibliotecario deviene ahí metáfora y mito de la biblioteca total. Y complementa a otra metáfora, la de la naturaleza como libro abierto, imagen favorita en el pensamiento medieval y renacentista, y presente todavía en cabezas tan dispares como Descartes, Hume y Rousseau. Ahora, en opuesta y complementaria dirección, el conjunto de libros en la biblioteca adquiere carta de segunda naturaleza, de universo, de cosmos e incluso también caos, fuera del cual no hay un átomo de realidad, ni de posibilidad siquiera. De ese modo, a la metáfora de la naturaleza como libro le responde especularmente la del libro como naturaleza, como universo. La naturaleza puede ser leída a la manera de un libro. Pero también los libros en su conjunto pueden ser vistos no ya sólo a la manera de un mundo, sino en vez de él, en sustitución del mundo. Basta leer, haber leido, para conocer. El estudio lector sustituye a la observación, lo libresco a la experiencia.

Conocimiento objetivado

Al fijarse como propósito el almacenamiento objetivo, extramental, de los saberes, la enciclopedia y aún más la biblioteca imprimen un movimiento acelerado al drástico proceso de distanciamiento -de extrañamiento- del saber y de la información respecto a los sujetos potencialmente sabios, cultivados o informados. Nace así, en una de sus regiones, el que Karl Popper[1] ha designado como Mundo 3: el universo de los productos de cultura, en este caso el del conocimiento objetivado al sedimentarse en un objeto material, los libros, distinto del pensamiento humano. Aunque gestado a partir del Mundo 2, del ámbito mental, psicológico o de comportamiento, el Mundo 3, en tanto que producto y según el concepto popperiano, despliega un orden autónomo de realidad que se independiza y enajena de aquel Mundo 2 que originariamente lo hizo nacer. Es verdad que esta independencia sucede ya con cualquier objetivación de la escritura, en una simple cuartilla de papel escrito; pero se hace aún más patente y densa en los grandes archivos del saber enciclopédico y bibliotecario.

El archivo total, la exhaustiva escriturización del universo, no ha pasado, hasta ahora, del estadio de la mera especulación mental y del mito. Pero la progresiva informatización de los conocimientos, de las bibliotecas y centros de documentación, de los bancos de datos clínicos, policiales y fiscales, está aproximándose a grandes trancos a la realización del mito. La informática otorga una nueva realidad material a la idea del libro como universo o naturaleza secundaria y consuma el proceso de la objetivación, exterioridad y extrañamiento del conocimiento. Enciclopedias, bibliotecas y archivos están volcándose en registros informáticos, que vienen a formar parte también del Mundo 3, pero en un alejamiento respecto al Mundo 2 que, al menos para inteligencias educadas en la cultura de la imprenta y ya habituadas a ella, se antoja aún mayor que el de la biblioteca.

[1] Conocimiento objetivo. Madrid: Tecnos, 1974.


Por otro lado, cada nueva generación de ordenadores es capaz de almacenar y procesar mayor volumen de datos. La información que contienen, además y cada vez más, es accesible en una red comunicativa, la «red» por excelencia. Los textos informáticos se comunican unos con otros no ya en metáfora o en referencias bibliográficas, citas de autoridad, polémicas o críticas, al modo de los libros de la abadía de Eco, sino mediante conexiones más reales que las de cualquier biblioteca hasta ahora imaginable. En el horizonte de un futuro previsible y no lejano se vislumbra el momento en que esos ordenadores y sus respectivas memorias llegarán a comunicarse en red todos entre sí. El día en que eso suceda será posible leer en el monitor del estudio -pantalla de lectura de otra generación ya que la del ordenador y del televisor- todos los periódicos y libros de las hemerotecas y bibliotecas del mundo, los de los fondos bibliográficos con raros ejemplares únicos tanto como los que ahora mismo están editándose, los archivos históricos tanto como las investigaciones en curso o las comunicaciones a congresos científicos al día de hoy, el mapa de datos metereológicos completos del planeta y el estado de las carreteras regionales.

La información objetivada, materializada por completo en soporte informático, liberará -está liberando ya- del trabajo hasta hoy encomendado en mucho a la memoria individual, laboriosamente atareada en funciones de archivo de datos, noticias y saberes. Con la informática el ser humano queda dotado de una casi ilimitada memoria externa, que descarga de los onerosos menesteres a que la memoria propia, personal, se ve obligada en las civilizaciones orales; dotado, además, de una poderosísima mente computadora, ordenadora, que multiplica en mucho la capacidad humana para procesos cognitivos y creativos, de investigación, de búsqueda y descubrimiento. Cabe bromear diciendo que, por ejemplo en diseño asistido mediante ordenador, éste no es más que un lápiz mucho más caro, un sofisticado instrumento que nada hace por sí sólo sin la capacidad creadora del diseñador; o que es una máquina de escribir algo más costosa, que no suple la falta de imaginación del escritor. Pero es desde luego un archivo y biblioteca bastante más barata que cualquier otra y una memoria más potente que la de cualquier humano (salvo la de Funes el memorioso, por reincidir en Borges).

Aunque ficción mítica y metafísica, la biblioteca de Borges empieza a encajar en el cuadro de una ficción realistamente futurológica. La era informática ha colocado ya los primeros carriles en dirección a ella; a la manera de una asíntota se está acercando a la realización del mito.

Espacio de los libros y tiempo de lectura

Ahora bien, el carril hacia lo infinito, a lo indefinido o sin límites, tal como lo disponía ayer al modo artesanal la acumulación de libros y lo organiza hoy al modo tecnológico la informatización total, es camino hacia ninguna parte, a un «nowhere», un «ou-topos», que en nada se beneficia de alguna connotación favorable de lo utópico. La proliferación de noticias, de informaciones, de datos registrados, no asegura la ampliación del saber ni mucho menos su profundización.

En un siglo en que la erudición, disfrazada de ciencia, de sucedáneo académico y libresco del saber, había comenzado a adueñarse del escenario del conocimiento, Kant ironizaba ya, en las páginas introductorias a su Lógica, sobre la «erudición ciclópea»: y tan de cíclope, comenta con socarronería, que también «le falta un ojo». En el siguiente siglo, y en desarrollo de sus tesis sobre El nacimiento de la tragedia, Nietzsche denuncia la misma mascarada: el «hombre alejandrino», carente del sentido de lo trágico, es en el fondo «un bibliotecario», que «se deja los ojos en el polvo de los libros y las erratas de imprenta».

Hace mucho tiempo ya, por otra parte, que nadie puede abarcar por sí solo la enciclopedia de los saberes. No es posible ahora una erudición universal. Ni siquiera cabe hacerse cargo de lo esencial de los conocimientos culturalmente asentados, como en el pasado algunos se han propuesto (Pico de la Mirándola, De omni re scibili: acerca de todo cuanto puede saberse; Torres Villarroel, Anatomía de todo lo visible y lo invisible: compendio universal de ambos mundos) y algunos lo han conseguido respecto a los saberes de su mundo hace cinco o veinticinco siglos: Aristóteles, tal vez Averroes o Leonardo, Newton y Goethe ya no. Hay todavía polígrafos, mas no expertos universales. Nadie es hoy capaz de abarcar por completo ni siquiera los conocimientos científicos de su propia especialidad.

Pero hay más. Hay no ya limitación en la extensión, la amplitud, sino sobre todo brecha no fácil de salvar entre la información, los datos a disposición en algún registro de memoria, y la comprensión, la asimilación, el saber. Podemos, en cuanto colectividad, gracias a la memoria externa de bibliotecas y archivos, estar puntualmente y al máximo informados -e informatizados- de todo cuanto sucede y se sabe de buena tinta o a ciencia cierta. Eso no garantiza, sin embargo, estar realmente -subjetiva y psicológicamente- enterados. Los potenciales sabios engendrados por la enciclopedia universal, la biblioteca total y la red informática mundial pueden también ser reales ignorantes.

Si se quiere colmar la brecha entre la información y el saber hay que detener o acotar en algún punto la acumulación de información. Es preciso pasar a comprender, asimilar, crecer en conocimiento, y no por extensión, sino por compenetración. Hace falta distinguir lo esencial de lo accesorio, lo necesario de lo superfluo, y así acortar, condensar, jerarquizar, dar con el núcleo -tal vez no cierto o inconcuso, sino perplejo y frágil- del conocimiento. A medida que la información se hace prolija y redundante, que se multiplican sus fuentes, se hace más obligado, imprescindible, concentrarse en algún núcleo.

El disparado crecimiento cuantitativo de los libros y del saber objetivo en las ciencias necesita de un movimiento reequilibrador de signo opuesto: el de la vuelta a un saber y unos libros esenciales. No puede uno llevarse toda la biblioteca a la mesilla de noche, ni tampoco a una isla desierta o a un lugar de retiro para lectura sosegada. La biblioteca del Congreso de Washington no cabe en un espacio reducido.

Es cierto que al pasar del papel al disquete ha disminuido la cantidad de materia necesaria para volcar en ella la información y el conocimiento: una enciclopedia cabe en un CD-ROM; y grandes bibliotecas, hasta hoy necesitadas de espaciosos edificios de almacén, pueden quedar holgadamente colocadas en depósitos de reducidas dimensiones. En el cajón de la mesa de estudio tienen cabida en disquetes varias enciclopedias ya universales ya especializadas. No es cuestión de espacio, sin embargo. La reducción del espacio necesario resulta no sólo cómoda sino imprescindible a efectos de conservación, de copias de seguridad, de duplicado, de accesibilidad de las fuentes, los archivos, los libros. Pero el asunto es otro; es de tiempo humano y no de espacio físico. Quizá el saber no ocupa lugar, mas sí ocupa tiempo. No puede uno leerse la entera biblioteca en la reducida duración de una vida no sólo mortal, sino harto breve. Además, una biblioteca nacional o una enciclopedia de cien tomos pueden servir para amueblar el pensamiento, mas no para estructurarlo.

Tradiciones del Libro

Así que cabe, lo primero de todo, reducirse a un solo libro o a un puñado de libros nacidos en un solo rincón del mundo y en un breve fragmento de la historia: un corán o unos evangelios. Dijo Eugenio D’Ors que temía al hombre de un solo libro. Y en efecto puede resultar temible quien ha leído con tal estrechez de campo, con tales anteojeras de caballo de tiro. La distinción tajante entre el texto único intocable y el resto de escritos se halla en la raíz de toda clase de fundamentalismos y fanatismos. Su mejor ilustración histórica la dio el califa Omar, al ordenar la quema generalizada de libros en Alejandría con este argumento islámicamente inobjetable: «Si están de acuerdo con el Corán son superfluos; si no lo están, son impíos».

Claro que cabe un evangelismo -y un coranismo- de otro cuño, no fanático, tolerante y sin tan angostas anteojeras. Aun entonces, sin embargo, persiste el Libro único: revelado o inspirado, o, lo que a la postre es lo mismo, supremamente revelador e inspirador, como hoy preferirían sin duda profesar los espíritus religiosos más abiertos. Quienes se atienen a él, aunque luego discrepen sobre cómo entender aquí o allá a Mateo, Lucas, Pablo o Juan, están unidos por el Libro.

Puede que en verdad éste sea el más firme lazo tangible de algunas tradiciones religiosas, de aquellas que precisamente por eso pueden muy bien ser consideradas como religiones del Libro. En ello coinciden los monoteísmos, derivados del «padre de todos los creyentes», Abrahán. Los creyentes dirán: pese a las discrepancias doctrinales nos une a todos una misma fe. Lo que, sin embargo, en realidad les une es más bien un mismo Libro. De Moisés y los profetas, de Jesús y de Mahoma no les queda ninguna reliquia material (sólo de Mahoma resta, sí, algo más: la piedra negra de La Meca). Lo único que les queda es el Libro y a él han de atenerse e incluso aferrarse como a clavo ardiente. Fuera del Libro no tienen ya acceso al momento religioso -o de fe- fundacional.

El obispo anglicano John Robinson, en su nada ortodoxo -y entonces escandaloso- libro teológico de Sinceros para con Dios, decía renunciar a toda clase de ídolos, toda clase de imágenes de Dios, ya de metales, ya mentales. A lo único, sin embargo, a lo que este género de teología -crítica, tolerante, liberal, qué duda cabe- no renuncia es al Libro imprescindible (sea cual sea: cuatro libros o veinte), al solo necesario. Este es su obligado, predilecto y elegido libro de cabecera, el que en un diluvio universal habría que llevar consigo en el arca o en el bote salvavidas. En sus páginas reside, ya transparente o bien cifrado, a la espera de interpretación, el secreto de todas las cosas y, sobre todo, del destino humano. No hace falta ser tan intolerante como Omar. El creyente liberal no pretende que en su evangelio, su biblia o su corán se encierre todo el saber del mundo. Le basta con sostener que allí se encuentra el saber necesario y conveniente para la salvación.

Cristiano es aquel a quien le basta con los evangelios, mientras que el israelita se queda con Moisés y los profetas, y el islámico con el texto coránico. Pero también marxista es aquel a quien le resulta suficiente el corpus de obras completas de Marx; y hegeliano o freudiano si le basta el de Hegel, respectivamente, o el de Freud, aunque todos estos laicos, en modo no muy diferente a los religiosos, también acepten que después de las piedras sillares de la construcción doctrinal o teórica hubo y hay que colocar algunos otros ladrillos.

El canon

El corpus o conjunto de libros necesarios, esenciales, se delimita en canon. Excepto en la tradición coránica, al Libro lo constituyen en realidad libros varios de diferente origen y época, a veces acumulados a lo largo de una dilatada historia. La propia Biblia cristiana, al fin y al cabo, la forman muchos libros separados por más de cinco siglos en su redacción definitiva.

El proceso de secularización en la Edad Moderna ha afectado, entre otras cosas, al contenido del canon, de la biblioteca canónica. Es un proceso que ahí, como en otros ámbitos, comienza en el Renacimiento. Los humanistas -Erasmo, Vives, desde luego- son hombres religiosos por encima de cualquier sospecha. Su humanismo es inequívocamente bíblico y en particular evangélico. Pero ellos introducen y restauran -en medida incomparable a como la teología medieval hizo con Aristóteles- la lectura y el amor por los griegos y los latinos. En los humanistas todavía están unos al lado de otros, los predecesores paganos y los cristianos. Pero en Montaigne se opera del todo la sustitución, la secularización: los clásicos han pasado a ocupar el lugar de la Biblia, apenas mencionada; Séneca, Cicerón, Horacio, Platón valen ahora en vez de Moisés e Isaías, de evangelios y epístolas.

A un libro lo introduce en un canon no el designio del autor, sino el reconocimiento del lector, a veces el mandato de la institución. La mayoría de los libros canónicos ha llegado a serlo no en la intención de sus redactores, sino por el decreto de sus administradores.

Algunos autores de tales libros, sin embargo, manifestaron a las claras el propósito de fundar canon. Lo declaran muy explícito dos de los evangelistas, Lucas y Juan: ellos, que han visto, que han sido testigos, lo narran por escrito para que otros sepan cómo sucedieron exactamente los acontecimientos. También en versión laica hay escritores con voluntad de constituir un nuevo libro imprescindible, un canon. Cada cual a su modo, Hegel y Nietzsche, son ejemplos perfectos de esa aspiración.


Todo filósofo, en cierto modo, aspira a apresar a lo largo de su obra, o quizá en una sola obra, si no la realidad universal, al menos la esencial. Los teólogos medievales lo hacían al escribir las Summae. En el umbral de la Ilustración, Feijóo se propone nada menos que un Teatro crítico universal. Y éste continúa siendo el designio de la filosofía también en nuestro tiempo: atravesar con mente crítica todos los temas relevantes.

Ha sido Hegel el filósofo que con mayor denuedo y mejor logro ha tratado de cargar sobre sus hombros y cabeza, como un atlante, el sistema completo de la verdad y la realidad del mundo, el de un saber absoluto. Y no es casual que haya emprendido (y reiteradamente: hasta tres redacciones y ediciones) una Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Setenta años después de que los enciclopedistas llevaran a cabo su empresa como obra de una colectividad, Hegel se atreve a una enciclopedia de autor, él solito. Claro que, a diferencia de ellos, la Enciclopedia hegeliana no recoge todos los saberes de comienzos del siglo XIX. Pero sí pretende aunar en epítome el saber necesario y pertinente, el imprescindible para encaminarse hacia el absoluto saber. Ese libro es para Hegel algo más que el compendio abreviado, a la vez que global, de su filosofía para guión de las lecciones y para uso de los alumnos en su estudio. Es, a semejanza de su Lógica y su Fenomenología, un sustituto no de la realidad entera, pero sí de su sustancia. Al discípulo lector parece decirle Hegel: «No es necesario que mires más al mundo. Lo esencial lo he escrito ya en mi obra. Te basta con leerla, estudiarla, empaparte de ella».

Ha hecho lo mismo Nietzsche, aunque de modo diferente: en formato no enciclopédico, sino más bien evangélico, de buena nueva a la contra. Así habló Zaratustra aspira a ser un nuevo evangelio, una biblia, un canon pali, del todo extraño, sin embargo, a cualquier cristo o cualquier buda. Como en las de Hölderlin y los románticos más grandes, sus páginas están recorridas por un arrollador frenesí dionisíaco. Pasional en la experiencia y en el dolor por el mundo al modo de un romanticismo rezagado, este Nietzsche del Zaratustra escribe con acento de sabiduría ancestral, primordial, aunque ahora hecha añicos y refundida en las nuevas vasijas de una mente superior, de una superior humanidad. La buena nueva de Nietzsche habla de rompimiento de las tablas de la ley, mutación de las cuatro nobles verdades búdicas en cuatro carcajadas, transformación del dócil camello, sufridor de pesadas cargas morales, en león y luego en niño, sustitución del Cristo único y del Buda único por el Zaratustra solitario, amortización de la adusta divinidad monoteísta por la multitud de los diablillos reidores.

Libros esenciales

Al libro lo hace esencial, de todas formas, no el empeño de quien lo escribe, sea Nietzsche o Hegel, sino el reconocimiento de quienes lo leen; y lo hace universal el reconocimiento unánime de multitud de lectores de distintas latitudes y actitudes.

Libro total, autor total, es aquel del cual el lector puede decir algo semejante a lo del rosario de mamá: dejadme los evangelios, o el Zaratustra, o el Quijote, y quedaos con todo lo demás. Claro que las preferencias personales, que son afinidades electivas, se entrometen en las valoraciones «objetivas» de una crítica experta, que ha venido a reemplazar a las autoridades eclesiásticas en la definición del canon. En esa interferencia Harold Bloom coloca a Shakespeare por encima de las otras cimas en el núcleo y vértice de El canon occidental. En el conjunto de sus tragedias -y aun en el reducido censo de sólo cuatro, las más altas, Hamlet, Macbeth, Lear, Otelo– entiende Bloom que como en ningún otro se contiene un mundo, el mundo humano entero. Su juicio de intérprete y crítico experto sobre los textos canónicos se entrecruza sin duda con predilecciones personales que otros lectores dispensan a diferentes libros y escritores. La suya es una preferencia legítima, aunque no obligatoria. Y a Bloom debe reconocerse desde luego el mérito de haber sido provocativo con la apremiante cuestión: ¿a qué libros, pocos libros, atenerse cuando es imposible no ya leerlos todos, sino incluso hacerse cargo de sus títulos?

La multiplicación de los textos y de los archivos, el ensanchamiento de la hemeroteca y de las referencias bibliográficas, el despliegue de las inabarcables páginas de Internet obligan ahora, mucho más que en cualquier otro tiempo, a diferenciar en un lado la información y en otro los saberes, el conocimiento y -todavía en superior peldaño- la sabiduría; fuerza a hacer conscientes las prioridades y preferencias y a ser consecuente con ellas, con la elección y selección. Obliga, cuando menos, a un escrutinio y purga como la practicada por el cura y el barbero en la biblioteca de don Quijote, criba por cierto donde Cervantes da a entender cuáles eran sus lecturas favoritas, las que desearía haber tenido a mano siempre, hasta en las condiciones de mayor estrechez, en Argel. A la biblioteca universal se contraponen así los textos de llevar en el bolsillo o en el equipaje -libro esencial para el maletín de El turista accidental-, esos contados libros que uno mantendría consigo al embarcarse en viaje para el resto de la vida y al soltar el lastre de los demás volúmenes.

Libro esencial es no ya sólo el que se lee gustosa y obligadamente, sino el que reordena el recorrido lector de otros, porque les proporciona claves de lectura, de mirada, de interpretación. En su derredor se reagrupan tradiciones, adscripciones, modos de existencia. Al hilo de una fenomenología de «tipos» humanos como la que Eduard Spranger desarrolló en Formas de vida es posible adscribir tipos semejantes a los suyos a sendas tradiciones de respectivos cánones. El hombre «teorético», filósofo o de ciencia, el «estético», poeta o escritor, el hombre religioso, el de acción, se definen por las lecturas imprescindibles para ellos, y no sólo predilectas, que respectivamente les nutren de manera canónica: de pensamiento, ciencia, literatura, religión, o no libros ya, sino pura y simple actividad.

En la tensión entre biblioteca universal y libros esenciales, entre navegar y explorar en Internet o tomar una vez más el mismo libro de la mesilla de noche, se juega la dialéctica entre información -mirada al archivo, a la bibliografía, a la red mundial de páginas- y sabiduría, que concentra la lectura y estudio en unas pocas páginas, que tampoco, por otra parte, garantizan hacer sabio a quien las lea.

La sociedad de la información no es la del conocimiento, mucho menos la de la sabiduría. La exhaustiva información no asegura la educación o formación y ni siquiera el saber. El almacenamiento bibliotecario y el informático es tanto camino cuanto obstrucción para el conocimiento. Un sugerente ensayo de Nuria Amat proporciona la pista para salir con algún provecho del laberinto de la biblioteca y del archivo: De la información al saber[2]. El desafío de quien lee para conocer está en pasar de la información materialmente objetivada a un saber personalmente asimilado y, aun por encima de eso, a aquella lucidez prudente y crítica llamada sabiduría. La contemporánea sociedad de la información necesita el «suplemento de alma» -que diría Bergson- de esa sabia lucidez.

La dialéctica entre biblioteca y libro esencial es también, bajo otra luz, la de lo simplemente leído y de lo verdaderamente comprendido, asimilado y hecho propio. En paráfrasis quizá de una tópica definición de cultura personal -lo que a uno le queda tras haber olvidado cuanto había aprendido- dice Cioran: «Cuando todo lo que he aprendido desaparece, entonces empiezo a comprenderlo todo»[3]. Es el conocimiento que ha venido a ser «co-nacimiento», según Claudel: la «connaissance» como «co-naissance».

Lectura y sabiduría

No hay sabiduría objetiva, almacenada; no hay Mundo 3 de ella. La sabiduría, toda entera, existe en el Mundo 2 y sólo en él: tiene unos orígenes, un desarrollo, una madurez en la historia individual de la persona[4] y en absoluto fuera de ella.

La sabiduría no es archivo, no es memoria; es conocimiento puesto a la tarea de hacer inteligible el mundo. Su contenido se deja resumir en las famosas preguntas de Kant, empezando por el «¿qué puedo conocer?», quizá rehecha alguna de ellas para hacerla sonar no tan kantiana, «¿qué he de hacer?», sin tanto énfasis en el «deber», y sin dejar la última, «¿qué puedo esperar?» sólo para las religiones. Esa sabiduría, tan a menudo asociada por filósofos -eudemonismo y estoicismo- a felicidad, constituye desde luego, en lo psicológico, cumplimiento supremo de la función vital de adaptación inherente al conocimiento humano. A ella, por lo demás, hay acceso por muy varias vías. Filosofía, ciencias, literatura, poesía, proporcionan otras tantas líneas de aproximación.

El acercamiento, sin embargo, no está reservado a la lectura y al estudio, a la convencional «cultura». La experiencia cotidiana, prudentemente madurada, es en realidad la vía regia a la sabiduría; y eso está al alcance también de los no lectores. Saramago comenzaba su discurso de recepción del Nobel con el reconocimiento de una sabiduría iletrada: «El hombre más sabio que he conocido no sabía leer ni escribir». Y tampoco hace mucho que en una de sus periódicas columnas -inapreciables, sabias- comentaba Manuel Vicent[5] cómo el infortunio del huracán abatido sobre Centroamérica había llevado a la televisión a indios analfabetos que ante las cámaras manifestaban sus sentimientos en el más impecable castellano, en las expresiones mejor atemperadas a su desdicha y a la vecindad de la muerte: en un «hablar esencial» de sabiduría senequista equivalente al silencio precolombino. A la sabiduría se puede llegar, pues, desde la información, la ciencia o la filosofía, pero también desde la experiencia silenciosa.

Verdad es que la sabiduría, la aprendida sea en la experiencia sea en la lectura, no nos libra de un huracán sobre nuestras cabezas ni de un terremoto debajo de nuestros pies. No puede ella nada contra los dioses, contra el hado. Es entonces, con Hegel, conciencia de la necesidad; es, con Pascal, junco pensante que sabe que muere y que así encara la catástrofe y también la muerte, cuando llega. Hay dos momentos en esa sabiduría. El primero es el de un filosofar que es aprender a morir, como Montaigne recogió de los estoicos. El segundo es el de la Etica de Spinoza -otro candidato al canon de lo esencial-, el consonante con que «en nada piensa menos el sabio que en la muerte», el de aprender a vivir: la conciencia liberada del miedo a la muerte por el conocimiento y el amor.

Es perecedero el ser humano. Muchos objetos creados por los humanos sobreviven a quienes los crearon. Ante los objetos que sabemos que estarán ahí tras desaparecer nosotros, dan ganas de decir, como la misteriosa mujer de Vértigo, de Hitchock, en medio del bosque de secuoyas milenarias: «No me gustan, me recuerdan que yo moriré antes». Pues no sólo la secuoya «sempervirens» («siempre viva») sobrevive; también una mínima y frágil criatura de porcelana durará más -es probable- que el artista y el actual poseedor. Incluso esto, sin embargo, tiene su lado luminoso e invita al gozo, a la alegría de que algo de lo propio y familiar pervivirá. La mayor pervivencia del Mundo 3 respecto al Mundo 2 de cada existencia individual, a veces percibida con melancolía e incluso envidia, puede también ser contemplada sin rencor.

La biblioteca es no menos perecedera. El material de los libros resulta fácil pasto de las llamas. El mito de la biblioteca puede concluir en desenlace de su aniquilamiento por incendio: así en El nombre de la rosa e igualmente en Auto de fe, de Canetti; o de otro modo, inquisitorial y policial, en Fahrenheit 451, de Bradbury y de Truffaut. Y no sólo en la ficción: igualmente sucedió en la histórica biblioteca de Alejandría, consumida por las llamas, y en la de Sarajevo, destrozada por el fuego de las bombas.

Perecederos los humanos, tanto como sus obras, aunque les sobrevivan a veces éstas a ellos, para el lector de lo esencial no es tragedia la pérdida física de su biblioteca. Lleva ya dentro los libros esenciales, aquellos de cuya lectura y meditación ha salido transformado, conocedor y «co-nacido». En medio del incendio, del naufragio, aunque no haya podido ponerlos a resguardo en algún arca, los ha salvado en su cabeza y en su corazón.

Sabio es entonces el que, habiendo pasado por la mediación y el laberinto de las biblias, de las enciclopedias, de la biblioteca, ha aprendido a vivir. Lo ha aprendido ante todo para las horas del centro de la vida, pero también, no menos, para las de sus extremos, de sus límites. Incluso tras el naufragio donde se hunden las demás cosas, guarda el saber necesario para no perder la cabeza en medio de la catástrofe.

[2] Madrid: Fundesco, 1990.

[3] Breviario de los vencidos, Barcelona: Tusquets, 1998.

[4] Cf. R.J. Sternberg. La sabiduría: su naturaleza, orígenes y desarrollo. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1994.

[5] El País, 15 noviembre 1998.


Psicología del hallazgo y hallazgos en Psicología

[Actas del Congreso «Conocimiento e Invención» 

Universidad Poliécnica de Valencia, 2002]

«Yo no busco, encuentro» (Picasso)

«Yo no creo en las musas, pero, por si acaso vienen, prefiero que me encuentren trabajando» (también Picasso)

¿Cómo se producen los hallazgos en ciencia? ¿Cómo han llegado a suceder no ya sólo los descubrimientos grandes, históricos, sino también los modestos, los de la ciencia cotidiana? Algunos científicos han reflexionado y escrito acerca de su proceso de descubrimiento en un hallazgo concreto o a lo largo de una vida entera de investigadores: así, Poincaré (1913), Nicolle (1932), Einstein (1949), o Watson (1968). Estos escritos forman parte del mismo corpus textual, de género autobiográfico, al que pertenecen textos análogos de artistas y creadores que también han narrado cómo llegaron a una creación lograda. Durante mucho tiempo narraciones de ese género han alimentado las creencias más difundidas acerca del genio y de la creación. Ahora bien, la crítica del género no se fía mucho de semejantes relatos fruto de la introspección o, más bien, de una retrospección autobiográfica a menudo traicionera, expuestos, como están, a sesgos y distorsiones de la memoria, cuando no resultantes de falsedad documental (cf. Ghiselin, 1952, sobre un poema de Coleridge y una supuesta carta de Mozart). Los científicos descubridores, a su vez, no parecen haber sido mejores psicólogos conocedores de sí mismos que los artistas creadores. El balance global es que descubridores y creadores se desconocen mucho a ellos mismos en cuanto a sus propias actividades y procesos de hallazgo o creación.

Por su parte, las biografías de artistas a menudo han contribuido más a su endiosamiento como héroes por encima del resto de los mortales que al conocimiento real de sus vidas. En algunas obras clásicas, como la de Vasari, Vida de los más excelentes pintores, con datos por lo demás indispensables para conocer a sus personajes, la hagiografía y las noticias fantaseadas para promover su mitificación han suplantado a la biografía genuina. Esta literatura hagiográfica se ha fundido con la autobiográfica para gestar el mito o mitos del artista, del genio creador, del inventor, del científico descubridor.

1. Mitología y ciencia del genio y del hallazgo

Prototipo del genio creador han sido no tanto los científicos y su acto de creación de una obra plástica, musical o literaria, cuanto los artistas. Muchas de las leyendas y consiguientes creencias sobre el modo de producirse los hallazgos en ciencia son deudoras, a remolque, de los mitos del artista creador, del papel de su personalidad y de la inspiración en el proceso de creación.

¿Cómo es la personalidad del genio? El mito le atribuye soledad y rareza; lo ve aislado del resto del mundo y con una buena dosis de patología: como mínimo, una «melancolía productiva» (cf. Bartra, 2001) y, en el colmo, la locura o la enfermedad física (Neumann, 1986/1992). Todo el siglo XIX, desde luego hasta Nietzsche, ha glorificado el tormento físico o moral del artista como tributo que es preciso pagar para acceder a la creación sobrehumana. Al igual que las perlas nacen como enfermedad de la ostra, la creación es hija del sufrimiento: condición de posibilidad del arte -dice el mito- es la enfermedad física o mental, cuando no la perversión moral; y esto no sólo en los poetas «malditos», sino también, anticipadamente, en el siempre equilibrado Goethe, Werther: «el estigma del poeta es un sello de Caín».

¿Cómo es el acto creativo? Domina una creencia nutrida de metáforas teológicas: de un impulso divino o éxtasis místico, un soplo sobrehumano, apenas o en nada racional, una inspiración inexplicable, pura intuición. La idea creadora y el descubrimiento científico descienden de lo alto, sin saber cómo o por qué: es la divinidad que sobreviene sobre un hombre. Sin prever que iba ser autoprofecía trágica, la de su propio final en la hoguera de Campo dei Fiori, Giordano Bruno había escrito: «si un Dios te toca, te conviertes en ardiente llama». El siglo romántico reemplazará al Dios único por los múltiples dioses de Grecia, en realidad por una naturaleza toda ella llena de dioses. Más tarde, el surrealismo, en un mundo ya sin dioses, aguardará la inspiración creativa de los estados oníricos, de la escritura automática, cómplice en ello un enfoque freudiano, psicodinámico, todavía vigente en nuestros días en el análisis del proceso creador (Matussek, 1984). Y en todo tiempo las sustancias psicoactivas euforizantes habrán sido, siguen siendo y serán siempre una llave para abrir las compuertas de la percepción y hacer posible que se produzca el relámpago de la iluminación.

El genio y el descubrimiento científico sólo han sido aproximados y no del todo asimilados a esa imagen mitificada del genio enfermo, atormentado o loco y de la intuición por una gracia divina o un ensueño suprarracional. Pero también a la ciencia le ha llegado un indebido uso generalizador de casos extremos -en escena ahora, mayo de 2002, el caso del Nobel John Nash, matemático genial hundido en la esquizofrenia- para imaginar que la genialidad científica va asociada a trastornos o rarezas en la personalidad. Aun sin caer en la tosquedad de tan inverosímil imagen, la creencia dominante mantiene todavía un concepto heredado del pensamiento romántico: para Kant como para Schiller el genio es capacidad innata y el descubrimiento es obra de la intuición. Ahora bien, y así comienza la sustitución de la mística por el estudio científico de la creación y del hallazgo, la iluminación o revelación e igualmente la intuición son el cajón de sastre donde colocamos «mecanismos intelectuales que no sabemos analizar o nombrar con precisión» (Bunge, 1986, p. 93). Es preciso, por tanto, analizarlos, darles nombre. El análisis de esos latentes mecanismos pertenece principalmente a la psicología o a la ciencia cognitiva, así como también, en dispares direcciones, a la epistemología e incluso a la psicología social (Amabile, 1983). De hecho, acerca de un mismo tema, el de los modelos o patrones de descubrimiento, cabe un enfoque de ciencia cognitiva, muy impregnada de psicología (así, la obra coordinada por Simon, 1977), o de epistemología y filosofía de la ciencia (así, Hanson, 1971/1985). A continuación se seguirá diciendo «psicología» sólo por sencillez de lenguaje: en abreviatura de una acepción amplia, apenas separable del conjunto de ciencias cognitivas y de una epistemología empírica.

Lo que a diferencia de la mitología y la hagiografía caracteriza a un acercamiento a los procesos de creación y hallazgo con rigor de ciencia, llámese psicología o ciencia cognitiva, es la fundamentación empírica y con método, un acercamiento que cuenta ya con cien años de historia, según se mire, desde Galton (1869) y, sin duda, desde Ribot (1901). Varios procedimientos se han adoptado para ese fin, para amarrar con rigor las hipótesis:

1) Uno de ellos, el más tradicional, común a psicología, sociología e historia de la ciencia, es el estudio de vidas y fuentes documentales. Consiste en examinar escritos de las personas creativas o inventoras y estudiar al propio tiempo su entorno histórico para ver cómo se han producido los descubrimientos en ciencia o en otros campos de la cultura: así, Gardner (1993/1998) sobre siete personalidades del siglo XX, representativas a su juicio de sendas facetas de la inteligencia; o Gruber (1974/1984) en su análisis a partir de notas de Darwin, examinadas como protocolos de solución de problemas.

2) En la actualidad se practica asimismo un método de encuesta y autoinforme entre personas inventivas, creativas, contemporáneas nuestras: así, Roe (1952) con 64 científicos, Csiskzentmihalyi (1996/1998) con 91 personalidades, muchas de ellas en campos de la ciencia, o igualmente Barron (1969/1976, pp. 23-28).

3) El procedimiento más acorde con el enfoque experimental favorito en psicología y en ciencias cognitivas es investigar en condiciones controladas, de laboratorio o de pruebas estándar, el proceso de un pensamiento que encuentra y/o crea en ámbitos varios: de dibujo, diseño o plástica, de combinaciones de elementos, de solución de problemas, de generación de ideas alternativas. Es el metódo más sólido, el que mejor se guía por datos objetivos y también el que más se ajusta al ámbito de la creación científica, de los hallazgos de conocimiento. Bajo su guía, el pensamiento descubridor constituye una modalidad de inteligencia, de pensamiento productivo en el planteamiento y resolución de problemas. Es un enfoque cuyo indiscutible origen se halla en la obra de Guilford y su modelo polifacético de estructura del intelecto, en su concepto del pensamiento creativo como pensamiento divergente. El primero de sus trabajos (Guilford, 1950) merece con toda justicia ser considerado como manifiesto del estudio de la creatividad.

En la estela de una concepción de la actividad creadora como modalidad productiva y divergente del pensamiento en la tarea de encarar problemas, se han elaborado y propuesto tests y pruebas específicas para evaluar la capacidad de los sujetos respecto a las correspondientes operaciones intelectuales y también para seguir el hilo de los mismos. Los items de tales tests suelen consistir en listas de problemas a veces sencillos o también complejos: algunos semejantes a los que ponen el ingenio a prueba en jeroglíficos y otros pasatiempos intelectuales (véanse ejemplos en De la Torre, 1984, y Sternberg y Lubart, 1995/1997); otros relativos a problemas e hipótesis sociales, como por ejemplo preguntar qué consecuencias podrían seguirse de la adopción de una determinada medida política (Barron, 1969/1976, pp. 191-201). En estudios de esta naturaleza el resultado más claro lo constituye la neta distinción entre pensamiento creativo y cociente intelectual o cualquier otra medida general de inteligencia (Getzels y Jackson, 1962).

En el estudio objetivo, experimental o psicométrico, ha habido varios focos de interés, por otra parte relacionados entre sí. Uno de ellos radica en averiguar y describir cómo son las personas creativas e inventivas. Otro se atiene a los productos, a los resultados de su pensamiento y de su acción. En la actualidad el foco interés, antes localizado en las personas y los productos, se ha desplazado a los procesos mentales implicados en la creación, la invención o el hallazgo; se cifra ante todo en tales procesos y sólo de manera indirecta se ocupa de las obras y de las personas creativas.

2. Crear y descubrir

La categoría general y clásica en psicología para el estudio y análisis de la invención en ciencia ha sido la de creatividad: del proceso o acto creativo y de la correspondiente cualidad y capacidad para crear. Por otra parte, el ámbito más frecuentado en un estudio objetivo por los estudiosos del fenómeno en condiciones de alto control metódico -otra cosa ha sido en el estudio histórico o en encuestas- lo ha constituido precisamente el de la creación o hallazgo en ciencia, en conocimiento, en procesos de pensamiento que descubren algo nuevo en la realidad física o social.

Ahora bien ¿qué es proceso o producto de creación o de descubrimiento? Resulta bien difícil señalar criterios inequívocos para diferenciarlo de sus análogos; y esta misma dificultad se vuelve en forma de objeción: ¿y hace falta diferenciarlo? Lo dice Gardner (1993/1998, p. 53) acerca de las personas y vale lo mismo acerca de los procesos: lo específico es resolver o definir cuestiones, elaborar productos que en principio aparecen nuevos en un campo cultural y que que luego son aceptados en ese mismo campo.

La obra de creación o la invención tiene que ver con lo diferente y original, con la aportación de algo nuevo a la realidad cultural y, por tanto, con el acrecentamiento de ésta. Pero incluso y todavía entonces, ¿qué es lo nuevo, original y diferente? No hay un estándar para el caso, que depende mucho del contexto social y del momento histórico. Seguramente se inventó la rueda en varios lugares y tiempos de manera independiente; pero ahora ya, y desde luego, no pasaría a la historia como inventor un solitario rapaz agreste que ideara y construyera por su cuenta una rueda sin haber visto ninguna antes.

Crear y/o descubrir constituye una noción difusa, cuyos arquetipos resultan claros en las grandes creaciones de un Mozart, un Picasso o un Einstein, pero cuyos límites se hallan en continuidad con el arte, la artesanía y el pensamiento de todos los días, del pensamiento y la actividad cotidianos. Algún autor (Weisberg, 1986/1989) pone de relieve en su contenido (y en subtítulo de la edición en castellano) lo que cualquier persona tiene en común con esos tres reputados genios. Tampoco esto ha de suscitar sorpresa. Precisamente uno de los primeros resultados de un examen crítico es la desmitificación de los genios, no vistos ya como raza aparte, sino alineados al lado de los demás mortales, aunque en un extremo de excelencia. Ese mismo autor organiza su libro en una escalada de desmontaje de mitos: el de lo inconsciente, el del inspirado «ajá», el de la genialidad personal e incluso el del pensamiento divergente, para terminar por proponer un punto de vista «incremental», el de una diferencia cuantitativa y no cualitativa entre los genios y el resto de los humanos. También en las máximas creaciones artísticas se trata de una actividad resultante de procesos ordinarios en personas ordinarias. Se trata, como dice otro título (Perkins, 1981), de «los mejores trabajos de la mente», nada más y nada menos.

La colocación de creación artística e invención científica en un mismo conjunto hace tabla rasa de sus importantes diferencias. En efecto, crear no es lo mismo que descubrir. Los hallazgos de conocimiento, los descubrimientos en ciencia, no tanto agregan algo nuevo a la realidad, cuanto a nuestra representación de la misma. El Moisés de Miguel Angel no preexistió en ningún sentido al momento de su creación. En cambio, la posición relativa de Tierra y Sol preexistía de manera muy real a su establecimiento demostrado por parte de Galileo. Ningún «constructivismo» en teoría de la ciencia puede ignorar esa diferencia radical: los hallazgos de conocimiento empírico difieren sustancialmente de las creaciones de arte y de los inventos de técnica. Por eso, para los hallazgos de ciencia son preferibles categorías más ajustadas al fenómeno por explicar. Ciencia y artes cumplen funciones distintas: la de conocer la realidad y la de gestionar lo irreal, tal vez inventar nuevas posibilidades para hacerlas realidad. Así que, con razón, donde hace un siglo se decía «imaginación creadora» (Ribot, 1901) ahora se dice «inteligencia creadora» (Marina, 1993) o «mente creativa» (Boden, 1991/1994; Gardner, 1993/1998). Ahora bien, realmente, y al menos por lo que toca a hallazgos de conocimiento, la categoría de creatividad es demasiado amplia y equívoca. Importa verla como fenómeno multifacético del que sólo un modelo «componencial», analizador de sus elementos componentes (Amabile, 1983), es capaz de dar cuenta. Conviene puntualizar, además, que mientras la creatividad mira a generar productos antes inexistentes, el hallazgo consiste en definir y/o resolver cuestiones sobre realidades existentes. En este último caso, se trata todavía, sí, y en principio, de la imaginación o ideación, pero con una vocación final de alcanzar conocimiento.

Para el quehacer y los logros científicos el énfasis ha de desplazarse, pues, de creatividad o creación a inteligencia, a pensamiento y conocimiento, aprovechando categorías de psicología y ciencia cognitiva: de inteligencia fluida por contraste con la cristalizada, de procesamiento de información, de proceso de solución de problemas, del uso de algoritmos y de heurísticos en un pensamiento divergente, de capacidad intelectual para todo ello. Dentro de los análisis tradicionales, suele entenderse que la capacidad y procesos de descubrir se corresponde con la inteligencia fluida por contraste con la cristalizada y con un pensamiento divergente por oposición al convergente, de capacidad intelectual para todo ello, de versatilidad en transitar desde modos convencionales a modos no convencionales en todo ello.

A la luz de esos análisis, no hay un corte entre la mente o inteligencia ordinaria y la reputada genial, extraordinaria. Ambas se dan a lo largo de una dimensión en común, la de la inteligencia, constituida ésta como amplio y flexible sistema de preguntas -más que de respuestas- en direcciones incitantes del cuestionar, en impulsos no sólo a idear, imaginar, sino a explorar la realidad. Ubicar los procesos y los logros de descubrimiento en el marco de la inteligencia y de los procesos mentales contribuye a estrechar el cerco en torno a ellos con método de ciencia y a reemplazar la leyenda de la intuición por el escrutinio de las condiciones y los «mecanismos» del hallazgo, el cual, de resultas de un análisis de psicología o de ciencia cognitiva aparecerá notablemente desmitificado.


3. Inteligencia, sabiduría, hallazgos

De inteligencia se habla, primero, para caracterizar actividades y procesos de pensamiento, pero también, y después de ello, como capacidad de las personas en orden a esas actividades. Como cualidad de una persona o bien de sus actos inteligentes, aparecen varias formas de inteligencia; son modalidades suyas diferentes las que se movilizan en la ciencia y en las artes o las técnicas. El enfoque inicial de psicometría, el de Spearman, contemplaba un «factor g» único, factor genérico y común de inteligencia, subyacente a toda clase de actos reputados inteligentes. Muy pronto, sin embargo, ya en los años 20, la investigadores empezaron a inclinarse por destacar capacidades intelectuales múltiples y relativamente independientes. Lo preconizaba así Thurstone, quien distinguía cinco factores primarios de inteligencia, facetas diferenciadas de aptitudes básicas distintas: de fluidez verbal, de analogía semántica, de razonamiento, de cálculo, de inteligencia espacial.

En la actualidad continúa el debate sobre el relativo peso de una inteligencia general y de las múltiples capacidades específicas implicadas en dominios concretos de rendimiento y logro. Un interesante análisis que pretende recoger equilibradamente las dos posiciones todavía hoy en liza y que además ha tratado de aprehender la actividad creativa y de descubrimiento, lo proporciona el modelo triárquico de inteligencia de Sternberg (1988; en castellano: 1987, 1990). Su principal hipótesis concierne a a tres funciones de la inteligencia: analítica, sintética, práctica. Por la función o faceta analítica se trata de reconocer los problemas, percatarse y ser sabedor de que están ahí delante y hay que encararlos, ser capaz de representarlos claramente, discernir las ideas apropiadas aplicables en su resolución y formular la más eficaz estrategia. La función sintética de la inteligencia se aplica a generar ideas nuevas, redefinir los problemas, darles vueltas para contemplarlos de manera diferente. La vertiente práctica, en fin, atiende a examinar y sopesar cómo funcionan las ideas, las soluciones, a presentarlas y difundirlas, e incluso a «venderlas» en el «mercado» del pensamiento y de la cultura. En este esquema el pensamiento creativo enlaza sobre todo con la función sintética.

Hay, sin embargo, en Sternberg otras tríadas o quizá otros lenguajes para el mismo análisis: así cuando distingue facetas de la inteligencia análogas, respectivamente, al poder legislativo, al judicial y al ejecutivo, una distinción que sólo en parte parece coincidir con la anterior. La analogía es formulada para mencionar no tanto capacidades intelectuales cuanto «estilos» de pensamiento, en particular, estilos creativos: a) el ejecutivo, referente a saber el papel que uno mismo tiene en cualquier problema o asunto, a seguir y obedecer instrucciones, a trabajar con algoritmos, b) el judicial, relativo a analizar las ideas y las conductas de las personas, a evaluarlas, a comunicarse y expresar opiniones; c) el legislativo, consistente en planificar, en hacer al modo propio más o menos original, abordar tareas poco estructuradas, descifrar enigmas, crear reglas nuevas o por lo menos propias. Este último estilo, obviamente, resulta ser el más relacionado con los procesos creativos (Sternberg y Lubart, 1995/1997).

Junto a todo lo anterior, y dentro del mismo modelo, hay todavía otro esquema con una nueva tríada donde la inteligencia, toda ella, se contrapone a la sabiduría y a la creatividad como tres figuras distintas, aunque afines entre sí. La inteligencia es ahora análoga a un poder ejecutivo y parece reducida a esa función: al manejo de la memoria y de la información disponible, a la automatización de los procedimientos de la ciencia, a conocer y utilizar el saber de que dispone la persona o aquel del que se dispone en el actual estado de la ciencia. La sabiduría, por su parte, es comprensión de los supuestos, significado y límites del conocimiento, comprensión de los mecanismos de lo rutinario y, al propio tiempo, de la heurística de la invención. En cuanto a la creatividad, es análoga a un poder legislativo, en proceso constituyente de proceder en original tarea más allá del estado actual de conocimientos, de explorar lo ignoto, de ampliar el contenido de la ciencia y/o aplicarlo a nuevas extensiones o con nuevos métodos (Sternberg, 1990/1994).

Las formas de inteligencia y de saber pueden ser expresadas todavía en otras tríadas: saber lo que se sabe, saber qué se sabe y qué no se sabe, saber qué se puede llegar a saber. O todavía más conciso: conocer, saber, hallar; y las correspondientes figuras personales del conocedor, del sabio, y del descubridor o inventor. Con ellas se asocian sendas nociones distintas del conocimiento y de la ciencia: una, la de que saber consiste en recordar, en estar informado; otra, la de que saber es saber hacer y manejarse en un mundo complejo, a cuyos extremos prácticos atienden en un lado las técnicas y en otro la sabiduría; la tercera, la de que saber es encontrar, generar conocimiento y artes nuevos.

No todo científico y ni siquiera todo sabio tiene que haber hallado algo nuevo; y a la recíproca, no todo gran descubridor ha llegado a ser sabio, ni siquiera en su limitada especialidad. Ahora bien, cuando dentro del vasto y difuso campo de la creación, se acota el de las obras o productos de descubrimiento científico, reaparece la pertinaz pregunta sobre su carácter específico: ¿y qué es descubrimiento en ciencia?, ¿en qué difiere descubrir de conocer? Reaparece la cuestión de los criterios para decidir qué productos en ciencia han de considerarse creativos, es decir, y en este caso, inventivos: qué es un hallazgo o descubrimiento científico. Los criterios que suelen proponerse, al igual que los definitorios de la creación en general, adolecen de cierta vaguedad. A la pregunta por ellos se sugiere que creación científica es la que: 1) presenta novedad para el científico y para la ciencia o la cultura; 2) requiere algún rechazo o modificación de ideas recibidas y, por tanto, no es convencional; 3) consiste en solución o formulación de un problema no planteado o mal planteado, no bien definido, hasta la fecha (así, Newell, Shaw y Simon, 1958). Sigue siendo un tanto difuso, pero eso lo que hay

4. El momento del «eureka»

Desde el punto de vista subjetivo, el de una fenomenología de la conciencia del científico descubridor, su hallazgo se presenta a menudo bajo la modalidad de un momento logrado, afortunado, como para exclamar un alegre «¡eureka!»: ¡lo encontré!, ¡al fin! A diferencia de otros procesos creativos, en los que no se distingue con tanta nitidez un instante privilegiado, el descubrimiento y la invención parecen concentrarse en ese acto que deslinda netamente un antes y un después. No suele suceder así en la creación artística. Por genial e inspirado que imaginemos a Miguel Angel durante semanas y meses, lo sabemos tumbado boca arriba en lo alto de la Capilla Sixtina en agotadores días y noches de trabajo. Igualmente Mozart trabaja como un loco, por encargo, y porque necesita dinero, en su Requiem, sin un momento cumbre asimilable al del deliz hallazgo del científico descubridor. A los artistas en faena creadora les podemos imaginar en permanente estado de gracia, pero sin una fecha y hora del «eureka».

Tampoco siempre en ciencia hay fecha y hora. A menudo los descubrimientos emergen en la mente del investigador de manera progresiva sin un hito destacable. No nos consta de un instante señalado en el que Darwin cayera en la cuenta de lo que estaba descubriendo: en visión completa de conjunto y de una vez por todas. Pero sí y también: a veces se produce ese momento glorioso, cuyo arquetipo de leyenda lo proporciona el conocido relato de Vitrubio sobre Arquímedes, saliendo desnudo del baño con la exclamación de «eureka». El acertado título de un trabajo de Parnes (1975) ha venido a bautizar con otro nombre a esa misma feliz experiencia, ahora denominada, en interjección que es casi onomatopeya, como «¡ajá!». Con denominación de más fondo semántico también se la ha visto como experiencia de «insight», de un caer en la cuenta con visión penetrante: momento de conciencia y lucidez, fenómeno de percepción de reconocimiento súbito, experiencia que frente a la del «déja vu» se define como un «pas encore vu», lo nunca visto antes, sorprendente y además sobrevenido por sorpresa.

Como «ajá», «eureka» o «insight», celebran el relámpago de la inspiración o iluminación los análisis más próximos a las leyendas: la de Arquímedes al descubrir el principio que lleva su nombre, la de Newton cayendo en la cuenta de la ley de la gravitación universal mientras descansa a la sombra de un manzano; leyendas a veces fomentadas por los propios protagonistas, como sucede con Descartes al señalar un momento, en un cuartel de invierno al lado del Danubio, de «revelación admirable» del método, o con Pascal en el «memorial», narración de una noche de lágrimas donde discierne el Dios de los cristianos y lo enfrenta al de los filósofos. La interpretación más próxima a esa experiencia es la gestáltica: se trataría de la captación instantánea de una forma, estructura o configuración, una «Gestalt» antes no percibida, y eso gracias a la reestructuración o reorganización espontánea de elementos antes presentes, al igual que sucede en otras percepciones ordinarias, por ejemplo, en las de figuras ambiguas o en la construcción de un puzzle (así, Wertheimer, 1945 / 1991).

La cuestión, de todos modos, yace no tanto en el cómo cuanto en el porqué de esa experiencia al alcanzar una nueva percepción de una estructura antes no discernida. Decir que se produce una reestructuración no basta para explicarla. Hay que examinar por qué, bajo qué circunstancias y mediante qué procesos se produce. Y también, por supuesto, esas circunstancias son investigables. Aunque el proceso permanezca un tanto incomprensible para el propio agraciado por el «ajá», eso no significa que sea del todo inescrutable a la manera de un misterio teológico o metafísico. Los diferentes pasos con que se han llegado a componer el puzzle y las piezas de que está hecho son susceptibles de examen esclarecedor, que no está obligado a endosar el autoexamen del investigador descubridor. Así, por ejemplo, la impresión que a menudo domina en la conciencia y experiencia de «insight» en el sujeto es la de haberle sobrevenido desde fuera y por azar. No falta incluso alguna interpretación cómplice de esta creencia: así, Matussek (1974/1977), que resalta su aparición «als Chance», como ocasión fortuita. El azar, sin embargo, sólo favorece a los espíritus preparados, según sentenció Pasteur. Desde luego, la mayoría de los analistas entienden que el alcance de la casualidad en los hallazgos científicos es muy limitado (Taton, 1967). Además, estos hallazgos se producen en la que, tomando en préstamo un concepto de Vigotski para otro tema, cabe conceptuar como «zona de desarrollo próximo» del progreso en una ciencia. Por eso, no es infrecuente que personas o grupos independientes, a veces incluso sin conocerse entre sí, lleguen a iguales resultados o análogos hallazgos en un mismo momento.

Cualquiera que sea el papel de lo fortuito, no mayor aquí que en otros azares de la vida, y contra la apariencia de haber hallado sin haber antes buscado, existe ciertamente una dialéctica de búsqueda y encuentro. No se halla sin buscar, pero también, y aunque suena a paradoja, tiene sentido el pensamiento de Pascal: «no me buscarías si no me hubieras ya encontrado». La dialéctica y la paradoja aluden a las dos vertientes, consciente e inconsciente, o mejor, explícita e implícita, en los procesos cognitivos de búsqueda y hallazgo. Como los procesos mentales no son todos ellos conscientes o explícitos, al propio sujeto, incluso al más reflexivo e introspectivo de los filósofos, se le escapan muchas de las articulaciones de su proceder mental. El factor sorpresa del «insight» y la original novedad que aporta hacen olvidar o desdeñar todo el proceso anterior. Es sorprendente el resultado, si se le contempla aislado, mas no lo es el entero proceso que ha conducido hasta ahí; y es este trayecto previo el que más intriga e interesa a una psicología y una ciencia cognitiva que intenta desentrañar las claves de la creación y del hallazgo.

Debe reconocerse la dificultad de un estudio científico del trayecto y proceso previo a los hallazgos. Por de pronto, es difícil replicar en laboratorio, en contexto experimental o psicométrico, el momento de un «ajá» al modo de las leyendas de Arquímedes o Newton. Tampoco es imposible: se dan análogos en la resolución de cualquier problema. De todos modos, el análisis científico atiende a los antecedentes del descubrimiento, del hallazgo de solución para un problema más que no al momento y a la experiencia subjetiva de esa solución. Y lo hace así por buenas razones, pues la invención científica no es un momento, mejor dicho, no es sólo o principalmente el hecho del «eureka»: hay un antes y un después investigables y en los cuales residen, además, las claves cruciales para que aquello sea en verdad un hallazgo de ciencia y no una simple ocurrencia.

5. Antes y después del hallazgo

La psicología del hallazgo científico es unánime en destacar su articulación en un proceso que lo desborda en el tiempo, en un tiempo anterior y otro posterior. Hay incluso modelos de proceso creativo que lo segmentan en fases en secuencia netamente definidas y cuyos primeros pasos, previos al hallazgo o invención, son clásicamente los de preparación e incubación (véanse en De la Torre, 1984, pp. 90-100). Son modelos mejor o peor ajustados a la historia real de algunos descubrimientos, pero difícilmente generalizables. Una formalización general de tal secuencia en fases sucesivas se corresponde mal con la variedad de los casos. Lo único generalizable es que los descubrimientos tienen un antes y un después sujetos a escrutinio.

En los antecedentes de un hallazgo se dan quizá momentos varios, pero desde luego, y más bien, aspectos varios por considerar. Sin que siempre pueda señalarse exactamente una secuencia en fases, lo que sí suele haber es una variedad de actividades preparatorias, aunque no todas ellas expresamente tales o en igual dirección de búsqueda. La secuencia, además, es recurrente, no unidireccional, sino con iteraciones, retroacciones o retornos a tramos anteriores del trayecto. A menudo los hallazgos se producen escalonados o en cascada, en paulatino descubrimiento y derivación, y sólo por efecto retrospectivo y de compendio se funden en una fórmula, proposición o tesis única.

En las artes el proceso puede producirse de otro modo, pero en ciencia no hay hallazgo sin algún género de búsqueda explícita o implícita. En el origen de un descubrimiento científico hay siempre una larga fase preparatoria, con notable actividad deliberada, explícita, y llevada a cabo bajo determinadas condiciones y circunstancias. No habrá hallazgo sin un buen conocimiento previo del ámbito de referencia, del campo de la disciplina o ciencia concreta pertinente, y sin una inmersión metódica en alguna parcela de la misma, en ciertas cuestiones o focos de interés que polarizan la atención. En ese registro, sobresale la importancia de la base de conocimientos del investigador y potencial descubridor. Para no descubrir de nuevo el Mediterráneo, para proceder más allá del estado presente de la ciencia, es preciso hallarse al día. En el caldo de cultivo de una amplia base de conocimiento pueden nacer las ocurrencias primeras que llegarán a ser hallazgos y tanto más solventes cuanto mayor haya sido el saber y la familiaridad con el dominio en cuestión.

Las ideas felices no surgen de la ignorancia o de la mente en blanco; proceden del caudal de inteligencia y del saber, de una mente poblada de conocimiento -que no erudición o información (Amat, )-, de un saber profundo y también pormenorizado, aunque no petrificado, antes bien, ágil y entrenado en la frecuentación de las cuestiones más intrigantes de momento. Ahí cobra relieve la distinción entre cuestiones o problemas «recibidos» y problemas «descubiertos». En efecto, también hay hallazgo no sólo en las soluciones, sino también en los problemas, en su formulación en términos precisos y susceptibles de traslación a operaciones de método. Lo más difícil y -si, pese a todo, se permite el vocablo- lo genial es encontrar a la vez el problema y su solución.

Hay una fase de inquirir, buscar, que es el correlato del hallazgo, aunque a veces, y en apariencia, se halle sin haber buscado. La apariencia habrá sido engañosa: tal vez no se buscó en el exacto lugar donde se halló, pero sí en sus alrededores, como quien lo hace con ayuda de un tosco mapa de la cueva del tesoro. Einstein no pudo descubrir la penicilina, ni a la recíproca pudo Fleming formular el principio de la relatividad. No se halla sin haber buscado, aunque haya sido en otras direcciones; y desde luego no se encuentra sin estar y explorar bien en el campo en que se encuentra.

Es muy discutido, si junto con o después de la preparación de una búsqueda explícita, tal vez entremezclada con ella, ha de darse una actividad o, más bien, inactividad, no consciente, no explícita, a menudo denominada incubación. Así lo supone la doctrina clásica, por ejemplo, Balmes, en El criterio: (bruguera, Bª,: «Acontece que después de largas horas de meditación no se ha podido llegar a un resultado satisfactorio; y cuando el ánimo está distraído, ocupado en asuntos totalmente diferentes, se le presenta de improviso la verdad como una aparición misteriosa» (Balmes, 1845/1974, p. 172). Reaparece por ahí la mitología de la creación, del hallazgo, ahora extendida o trasladada a la creencia en una inconsciente incubación, que pasa a ser la clave -enigmática todavía- del enigma.

Cabe llamar incubación a todo el proceso que precede al hallazgo y que no ha residido en la conciencia explícita del descubridor. ¿Es misterioso ese proceso?, ¿lo son sus componentes, sus leyes? En buena medida, sí, justo por no ser consciente. Puede resultar misterioso o, más bien, opaco para el propio sujeto, mal observador y pésimo juez de su propia actividad. Pero ahí, en la llamada incubación de un hallazgo, vale también, sin excepción, el principio general, indiscutido en ciencia cognitiva, de que «los procesos de información que se producen sin conciencia son de la misma naturaleza que los procesos conscientes» (Simon, 1977).

En el periodo anterior a un hallazgo hay momentos en que parence no prepararse nada ni suceder nada, momentos que una interpretación demasiado cercana a la leyenda caracteriza como de incubación. Es apariencia falaz: no es que no pase nada, no es un tiempo vacío, sino lleno, imantado y dirigido por los problemas, aunque en atención expresa a otras cosas.

Se han propuesto estrategias para el supuesto tiempo de la incubación, por ejemplo, la del «brainstorming», el torbellino o torrente de producción de ideas sin inhibiciones de valoración crítica; o también la táctica de «demolición» metódica de ideas recibidas, afín a la «de-construcción» derridiana, aunque no necesariamente en esta onda. El balance de los estudiosos es que no son estrategias productivas (Weisberg, 1986/1989, pp. 79-81). Jean Piaget (cf. en Bringuier, 1985) sugería abandonarse a otros temas. Se sugiere asimismo, simplemente, tomarse un tiempo de reposo, de descanso; y es cierto: a veces la idea o hipótesis descubierta es alumbrada fuera del tiempo y contexto de investigación. También aquí, sin embargo, los estudiosos puntualizan: en ese tiempo fuera no se abandonan los temas, éstos siguen presentes aunque en un segundo plano de conciencia. Lo que acaso ocurre es que la atención explícita y formal estaba enfocando mal, en dirección equivocada, y el atenuarla puede contribuir a un cambio de foco. El descanso vacacional, además, al igual que el sueño cotidiano, contribuye a regenerar la capacidad de pensar (Weisberg, 1986/1987, pp. 40-42). Ante el dilema de si estrategia preferible es la de concentración en un foco o, por el contrario, la de una atención flotante, seguramente la prescripción mejor es la de una atención flotante, múltiple, no difusa, sino con varios polos de interés, con ágil y versátil punto de mira (Marina, 1993, pp. 109-112).

De todo ello, sin duda, se desprende que a fin de cuentas la preparación formal y la incubación -si es que la hay, y en la medida en que la haya- no difieren tanto una de otra: sólo que en una predominan las estrategias explícitas y conscientes, y en la otra las actividades implícitas o no planificadas. Más que fases sucesivas en el tiempo anterior al momento del hallazgo son modalidades de actividad simultáneas y tampoco del todo distinguibles.

El caso es que en algún o algunos momentos llega la hora álgida, central, la del hallazgo. Estamos entonces en el que con  Reichenbach (1938) se denomina contexto de descubrimiento. Pero a partir de ahora se abre una nueva etapa en contexto, posterior ya, de verificación. Al sujeto ocurrente del hallazgo debe sucederle un sujeto valorador y comprobador. En una poética del conocimiento puntualiza Machado: «En mi soledad / he visto cosas muy claras / que no son verdad». El contexto de validación reclama la intervención de  otros sujetos para trascender la subjetividad solitaria. Todo producto cultural o artístico, pero aun más todo producto de ciencia, relativo a la verdad, a la realidad, necesita de la piedra de toque del control de la sociedad, en este caso, de la comunidad científica.

En ciencia no cuenta por sí sola la ocurrencia o la intuición. Cuenta, sobre todo, y en esencia, el método. Tras el descubrimiento queda la tarea de la justificación, que ha de llevarse a cabo conforme a método. La invención, además, tiene que ver no sólo con el hallazgo. Hay un «ajá» también relativo al procedimiento de verificación. El «eureka» puede y debe referirse tanto a la sustancia de un hallazgo cuanto al método por el que se justifica ante la comunidad cientítica. En contexto de justificación aguarda ahora una buena serie de tareas: el careo polémico con lo ya existente, con los antecedentes, sea en la «realidad», en los datos empíricos, sea en la ciencia vigente, el tamizado y elaboración conceptual del hallazgo, la construcción de una forma inteligible para comunicarlo y ponerlo a prueba pública, replicable, su evaluación en contraste y pugna con teorías y modelos vigentes. Es a lo largo de todas esas actividades donde empiezan a distinguirse las verdaderas invenciones científicas de las meras ocurrencias que puedan pasar por la cabeza del científico.

Elemento esencial en la articulación fundamentadora es el enlace o bien, y por el contrario, ruptura con los saberes anteriores: la operacionalización de sus nexos o, al contrario, desconexiones respecto al estado presente de la ciencia. De nuevo en ello y para ello es preciso un conocimiento profundo del campo disciplinar; y, todavía más importante, hace falta dar con el método, que raras veces consistirá en un experimento crucial y que a menudo sólo será refutación de la teoría hegemónica preexistente. El mérito de Galileo no consistió en haber sido el primero en la idea del heliocentrismo: era una idea anterior, antigua incluso. No fue la intuición lo que asocia a su nombre la tesis heliocéntrica. Lo fue, ante todo, el método; y luego asimismo la firmeza y la perseverancia en proporcionar piezas de convicción para justificar tal tesis y poder persuadir de ello a sus contemporáneos -exceptuados los clérigos del Santo Oficio- en contra de la percepción común. Lo fue la firmeza expresada en el pertinaz «eppur si muove».

En el contexto de validación se producen las mayores diferencias entre el científico y el artista. Este último llega a hacer valer su obra por otros procedimientos, aunque tampoco para el arte sea cierto el «todo vale». En ciencia, en cambio, se restringe mucho lo que «vale». El único procedimiento de validación es el método, el cual, por cierto, no necesariamente es un método canónico, ya aceptado y compartido: puede ser igualmente un método innovador, revolucionario, sí, pero formulable en términos metódicos. En el arte cabe la genialidad sin apenas trabajo. Pueden no haber sido trabajosos muchos trazos de Picasso o de Miró. En cambio, y sin duda, representó un laborioso trabajo completar los frescos de la Capilla Sixtina, aunque lo hiciera Miguel Angel en «estado de gracia» permanente. La investigación y el descubrimiento en ciencia se parecen siempre en esto a Miguel Angel. En ciencia no se es creador o descubridor por la sola «gracia divina» o por don de un gratuito azar cósmico o humano. Los descubrimientos científicos no salen gratis ni en un par de trazos; tienen un alto costo en tiempo y energías para los investigadores.

6. Creadores, descubridores, inventores

El enfoque más antiguo y tradicional en materia de hallazgos e invenciones contemplaba no tanto los procesos cuanto las personas; se esforzaba por averiguar cómo son las personas consideradas genios. Actualmente, sin embargo, incluso en ese enfoque, el estudio de la persona genial o creadora en cualquiera de los campos, también el de la ciencia, no se fija en los genios como en una especie aparte, impar; investiga su capacidad como extremo de excelencia en unas dotes presentes, aunque en medida dispar, en todos los hombres. Para decirlo en concreto: no se trata sólo de Mozart -un nombre que no admite el plural-, sino también de los numerosos Salieri, no unicamente de Darwin o Einstein, sino de los incontables investigadores y descubridores de tercera o cuarta fila, no tan sólo de revoluciones copernicanas, de desciframientos de la piedra Rosetta o de un genoma, sino de hallazgos cotidianos en los laboratorios o en los observatorios de la naturaleza, no tan sólo del genio, sino igualmente del ingenio, no sólo de personas individuales, sino (y cada vez más) de grupos de investigadores.

Aun con todas esas puntualizaciones, que inclinan a restarle trascendencia, continúa siendo objeto de curiosidad científica cómo son o han sido las personalidades creadoras o inventivas, y no tanto ya en su capacidad intelectual de crear o descubrir, sino en otros rasgos personales. Entre esos rasgos, y en perspectiva psicométrica, Drevdahl y Cattell (1955) subrayan la estabilidad emocional y fuerza del yo, un alto grado de control de los impulsos, con el correspondiente nivel de autodirección y autosuficiencia, un gran inconformismo en el pensamiento, aunque no siempre en el comportamiento, el gusto por el orden y el método, por la exactitud, junto con un fino sentido del desafío involucrado en la apuesta de enfrentarse a lo desconocido. En enfoque psicodinámico, Matussek (1974/1977) destaca en esas personas la tolerancia de la ambigüedad, la capacidad de vivir y trabajar en una situación problemática y oscura hasta llegar a dominarla, la predilección por campos difíciles y una gran confianza en ellas mismas, confianza, por otro lado, autocrítica. Llama la atención la amplia coincidencia, desde bases teóricas bien distintas, de Sternberg y Lubart (1995/1997), quienes reconocen en el sujeto creador perseverancia ante los obstáculos, voluntad de asumir riesgos y de crecer, tolerancia de la ambigüedad, apertura a la experiencia, confianza en uno mismo y en las propias convicciones.

El perfil tipo de la personalidad creadora o inventiva por Csiskzentmihalyi (1996/1998) otorga la mayor trascendencia al manejo de la complejidad, lo que sin duda se sitúa en el corazón de la invención científica en su carácter específico. En efecto, la complejidad caracteriza siempre a la ciencia, desde luego a la ciencia moderna (Wagensberg, 1985), en una medida que no siempre alcanza el arte. Este puede ser muy simple, arte pobre, minimalista, mientras no es imaginable hoy una ciencia minimalista o «povera». Csiskzentmihalyi menciona diez dimensiones bipolares de la complejidad: contraposiciones, por tanto, ante las cuales las persona creadoras, albergando ellas mismas tendencias contrapuestas, son capaces de manejarse, de situarse y comportarse de manera antinómica, en una buena gestión mental de la ambigüedad. En concreto, son personas con gran viveza, vivacidad, energía física y psicológica, también vigor sexual, y al propio tiempo con gran capacidad de reposo, silencio y soledad, con las energías bajo control y a veces durante periodos largos de un celibato monacal. Son lúdicas, imaginativas, dotadas de fantasía, pero a la vez disciplinadas, pragmáticas, con un alto sentido de la realidad y la responsabilidad. Permanecen tradicionales, conservadoras, en el reconocimiento del pasado, mientras son a la vez iconoclastas, rompedoras, capaces de correr riesgos, incluido el de equivocarse al innovar. Apasionadas con su trabajo, son, sin embargo, capaces de distanciarse de él de manera objetiva y crítica. Conjugan una elevada capacidad de placer y felicidad con la de encajar el sufrimiento. Y, en fin, y ya al margen de antinomias, son personas a las que les gusta lo que hacen y disfrutan con ello, motivados a hacerlo por su intrínseco valor, y con enorme resistencia y perseverancia ante la incomprensión circundante.

Todo lo cual puede darse en muy distinto «tempo» vital, en un desarrollo variable a lo largo del curso de la vida. Es obligada una pregunta, la misma inevitable en toda clase de capacidades: el creador, inventor, descubridor, ¿nace o se hace? Desde Galton (1869), preocupado por la heredabilidad tanto del genio como de la inteligencia en general, ha habido investigación empírica sobre lo innato y lo adquirido en la vida de la persona genial. Sin cuestionar la presencia de elementos genéticos, hereditarios, en esa capacidad, al igual que en el cociente intelectual convencional, la tendencia del psicólogo, por formación o deformación científica propia, le conduce a sostener que la personalidad creadora se hace, se aprende; y, desde luego, que el nivel de capacidad creativa no está fijado en un individuo en el momento de nacer.

Una visión superficial lleva a pensar que puede haber una genialidad precoz, temprana, adolescente, en el desarrollo de algunas destrezas, mientras, por el contrario, otras aptitudes, como la capacidad descubridora en ciencia, requiere edad mayor y madurez personal. Hay casos de precocidad en ejercicios de la inteligencia como el ajedrez, el cálculo mental e incluso las matemáticas en general. Igualmente los hay en las artes todas: en pintura, donde todos los grandes comenzaron en temprana edad; en poesía, con un genio como Rimbaud, del todo y sólo adolescente; en música, y no ya Mozart sólo, sino también Arriaga, precoz compositor y con temprana muerte, o el propio Schubert. Filosofía y sabiduría, en cambio, se asocian a la madurez en años y en experiencia. La invención científica, por último, no parece tener edad predilecta: se produce en todas las edades.

Un examen menos superficial, sin embargo, descubre cierta regularidad a través de los distintos dominios de artes y ciencias. Quien primero lo vio y lo formuló en una regla fue Hayes (1981) tras un estudio sobre 76 compositores de música y más de 500 obras suyas. Encontró en ese corpus sólo tres obras que habían sido compuestas antes de diez años de familiarización del compositor con el mundo de la música. Formuló, pues, la «regla de los diez años», los necesarios para una creación valiosa. Es una regularidad encontrada asimismo en otros mundos. Gardner (1993/1998, p. 395) presenta un retablo análogo a propósito de las siete personalidades del siglo XX, creadoras en diversos dominios, cuya biografía y obra estudia. Resume en un cuadro su respectiva producción a los 10, a los 20, a los 30 años no de edad, sino de consagración a un universo cultural, y concluye igualmente que no hay invención, descubrimiento o creación con menos de diez años, o sea veinte mil horas de dedicación (cf. también Romo, 1997, pp. 95-101) en una carrera artística o científica. Esta regularidad es compatible, claro, con la precocidad en la iniciación, en el comienzo del arte, escritura, técnica o estudio de ciencia. Una vez más, el tiempo y la aplicación de energías, con perseverancia, cuando no con denodado y laborioso esfuerzo, es el costo de la producción lograda.

Cuando se considera la emergencia de la producción lograda, creativa o inventiva, sea en la ciencia o en arte, no deja de llamar la atención la disparidad en el grado de madurez de las personas en los distintas facetas de su personalidad. El poeta o el pintor en sazón, en la más alta cota creativa, puede ser un inmaduro e insufrible adolescente, atascado en los peores berrinches de la infancia, o bien, y asimismo, un desdichado atrapado en los laberintos de la psicopatología. El trastorno mental no favorece la creación, pero es compatible con ella: Hölderlin, Van Gogh. El más alto creador puede también ser un inmoral, un delincuente. Rimbaud fue, como mínimo, un perfecto sinvergüenza; y algunos de los mayores físicos del siglo XX cumplieron un sospechoso papel en la utilización y no sólo en la preparación de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki. Hay una llamativa «hetero-cronía» en el desarrollo de las capacidades de las personas, tanto de las creativas como de la gente común. Tampoco los «inmortales» están hechos de una pieza. La condición humana la integran muchas piezas y no todas ellas, en el individuo, de igual valor.

Es convencional la tesis de que el dinero no hace la felicidad (aunque sí, ironizó alguien, hace algo tan semejante a la felicidad que sólo los expertos son capaces de distinguirla). Cabe añadir, en otra dirección, que tampoco la inteligencia ni la creatividad hacen la felicidad, aunque contribuyen a ella. Resultan patéticas las vidas de los creadores profundamente desgraciados y no ya sólo en el siglo XIX que hizo virtud de la desdicha. ¿Cómo fueron tan capaces de crear y tan incapaces de vivir, de gestionar su propia vida?

Da mucho que pensar la sentencia de Epicuro de que vana es la ciencia -o el conocimiento, o la filosofía- que no contribuye a aliviar algún dolor humano. Cuando se le da la vuelta a esa sentencia para enunciarla en positivo, emerge con naturalidad la idea de un conocimiento que coopera a la felicidad. Es el conocimiento de sabiduría, entendida ésta como saber vivir, como capacidad de regular las propias acciones en orden a una experiencia satisfactoria de la vida (Fierro, 2000). Afortunado el científico -y ya sabemos que fortuna es el nombre místico de la acción perseverante y acertada- que junto con, más allá de o gracias a haber alcanzado el hallazgo del siglo, o el del día a día, ha descubierto también el camino de la sabiduría.