En memoria

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En memoria

[abril 2020]

Algún día se saldrá de esto, aunque tan lento e inseguro que difícilmente se dirá: “ya hemos salido”. Los expertos no tienen certeza alguna sobre el cuándo y el cómo. Por no saber, tampoco se conoce ni por tosca aproximación cuántos han sido y son los afectados.

Lo más cierto, de momento, son los muertos. Los han contado día a día las estadísticas: centenares a diario con un pico hasta cerca del millar, esos los contabilizados oficiales, seguramente muchos más. La Innombrable no ha dado tregua, no ha parado un instante, no ha consentido intermitencias. Han muerto, sobre todo, personas mayores, pero también jóvenes. Mujeres y hombres, además, han seguido muriendo como siempre por cualesquiera otras causas, incluida la de asesinatos de mujeres por sus parejas. También ha habido en este tiempo nacimientos de bebés sanos, nuevos amores y emparejamientos, testimonio de que la “vida” –ahí habría de colocarse V mayúscula- continúa en sus formas más intensas: no hay virus que la detenga. Pero el amor, el cariño, la amistad, muy mortificados estas semanas por el confinamiento, han sido duramente castigados por el aislamiento y sobre todo por la muerte.

Los muertos no son número, estadística. Tuvieron nombre: Virginia, Antonio… Tuvieron rostro y corazón, amores, dichas, sufrimiento. Han sufrido una agonía a solas. La muerte suele venir antes de hora y se muere a solas siempre; pero las prematuras muertes de este tiempo, sin poder recibir un beso ni un apretón de manos en la hora última, han sucedido cruelmente en solitario, como también los duelos sin velatorio. Se han quedado los muertos más solos que jamás.

También los que vivimos nos vamos quedando más solos al haberse ido ellos: extremadamente solos los que perdieron al ser más querido, al que tuvieron que despedir en soledad sin abrazos de condolencia. Hará falta coraje para continuar viviendo, para seguir en la brecha, mantener en alto la moral: sin desmoralización alguna, sin cejar, cada cual en su trinchera,  en los esfuerzos contra el virus y en la lucha por una investigación y una sanidad pública no recortadas, potenciadas. Aún con la moral bien alta, sin embargo, para no caer en depresión necesitaremos un buen complemento de estoicismo, de reconocimiento de la fragilidad humana, también de acatamiento –a regañadientes, seguro, no resignado- del destino adverso, sabedores y ahora más conscientes de que somos mortales.

Seguiremos sin tener palabras que decirnos acerca de los que ya no están. Y mejor callarnos: no digas palabras que no mejoren tu silencio. La sociedad pluralista, secular, no ha encontrado otro gesto mejor en memoria de los muertos que los minutos de silencio compartidos por quienes tienen diferentes creencias y valores, unos minutos, si acaso, amortiguados por la música, por alguna “música callada” preferible a la de los Réquiem y las marchas fúnebres. No nos digamos frases; no las hay. Encomendemos los sentimientos a un silencio sonoro, musical, un luto en estado puro, sin mezclarlo con banderas.

Se aplazarán los festejos colectivos: las ferias, los congresos, las competiciones y olimpiadas, las cruces de mayo. El Viernes Santo y sus procesiones que habían de haberse celebrado el 10 de abril pasarán al 14 de septiembre, día de la Exaltación de la Santa Cruz en la liturgia católica. Los duelos presenciales, los abrazos físicos de condolencia también habrán de aplazarse. En memoria de los que se han ido, sin demorar las flores y las velas hasta el 1 de noviembre, cabe en intimidad doméstica dedicarles unos minutos de silencio, encenderles una candela o lamparita en alguna repisa u hornacina de la casa según el rito piadoso con que lo hacían los romanos y lo hacen aun los chinos para honrar los espíritus de sus ancestros.

Las pancartas de “¡venceremos!”, los repetidos himnos de victoria, necesarios tal vez para inyectar en vena altas dosis de optimismo, no valdrán ya para los vencidos. Hay en el patio de una mansión de Londres un grupo escultórico de un soldado en el regazo de un ángel con la inscripción “¡gloria victis”, gloria a los vencidos, sentencia opuesta a la del general romano vencedor, el “¡vae victis!”, ay de los vencidos, pobres de ellos. Esta guerra no es de una patria o una etnia contra otra ni de un bando del país en contra de otro. No es guerra entre humanos sino contra inhumanos. Pero en ella, como en toda guerra, hay “victi”, hay muchas víctimas, a las que se les debe -¡y qué menos!- esa modesta gloria de nuestra memoria.

“Llórales porque se han ido, sonríe porque han vivido”.