El no de los niños
El no de los niños
[marzo 2007]
Corren malos tiempos para el no de los niños. Y, aunque sólo fuera por eso, dentro de un programa de protección de especies amenazadas de extinción, habría que defenderlo: no frente al “sí de las niñas” (Fernández de Moratín no entra en esto), sino frente al no de los padres, de los adultos, que, revestido de seductoras razones educativas, está volviendo por sus poderosos fueros.
“Padres permisivos, hijos tiranos” reza un eslogan pedagógico que tiene ahora por adalid a un pediatra francés, Aldo Naouri, autor de polémicos “best sellers”. El prurito de escandalizar, adornado con medias verdades, y contra fantasmas de la tribu, siempre vende. Contra el fantasma de una supuesta permisividad dominante en las familias, y con la media verdad de que una educación permisiva genera niños consentidos, que luego serán adolescentes asociales, Naouri pide mano dura desde los primeros meses de vida: educar es frustrar y el uso del no, el de los padres, los adultos, es la mejor herramienta para educar.
No es difícil refutar todos y cada uno de los supuestos de esa tesis: en las familias de hoy sigue habiendo más domesticación -cuando no represión- que permisividad; los daños de ésta, en el peor de los casos, no son mayores que los de una crianza frustrante y represiva; los futuros tiranos provienen de padres tiranos más que de padres o madres liberales. Lo que pasa es que algunos padres de hoy continúan añorando tiempos en que los hijos eran dóciles en grado enfermizo, al igual que algunos hombres hoy añoran tiempos en que lo eran las mujeres.
La paleontología parece haber acudido en socorro de los seudo-maestros de la frustración. Presumen algunos investigadores que la primera palabra del lenguaje humano fue el “no”, el de nuestros ancestros adultos a sus crías. Puede que haya sido así y que en ello gane crédito la idea de que educar es decir no. Debe concederse: si educar es inculcar, adiestrar, domesticar, no hay duda. Así se educa –o, más bien, se adiestra- a los animales domésticos y a los del circo. El “no” de los adultos trata de conseguir el sí de las niñas y de los niños: “sí, bwana”.
Desde luego, una educación genuina, no mero adiestramiento, exige no pocas veces decir no: consiste en decirlo a tiempo y en los momentos oportunos, mediante negativas no indiscriminadas, que instruirán al niño en el necesario aplazamiento -o rodeo otras veces- en el logro de ciertos bienes ansiados. El punto crítico es la relativa proporción de los “noes” y los “síes”, tanto los absolutos, como los condicionados: sí o no “con tal de que…”, bajo condiciones bien especificadas, casi contractuales, a manera de un contrato educativo, que será el primer contrato social del niño a través de las personas de sus padres y sus maestros.
Cualquiera que haya sido la primera palabra del lenguaje de nuestros antepasados en la prehistoria, lo cierto y contundente, por otra parte, es que en el desarrollo del niño, de cada niño, “no” es una de sus primeras palabras. Los niños suelen decir “no” antes que “sí”, lo que no deja de suscitar admiración. Por lo general, puede decir no el que tiene el poder: el adulto frente al niño. Por eso mismo, es tanto más impresionante el niño –o el siervo, el adulto bajo dominio ajeno- que con razón, y aun sin ella, se alza insumiso y dice “no”. Magnífico indicio, pues, de salud mental, del precoz despertar de la razón, el “no” de los niños; señal inequívoca de madurez mental, igualmente, el “no” de los adultos.
El “no” del súbdito es política y socialmente incorrecto. Tanto lo es que Goethe, en el Fausto, caracterizó al diablo como “el espíritu que dice no”. Ahora bien, contra cualquier demonización del “no”, algún filósofo ha sostenido que la capacidad de decir “no”, la insumisión, es el distintivo del espíritu, y no sólo de un espíritu maligno. La razón crítica reside en la negación más que en la afirmación.
Políticamente incorrecto, abroquelarse en un “no” desobediente es a menudo necesario para mantener la salud mental y no sólo la independencia. Puede que resulte a veces un poco diabólico. Pero hace falta aprender a decirlo al igual que de forma espontánea, y sin maldad, lo dicen los más pequeños. Diablillos y diablesas: eso, desde luego, son los niños y las niñas que dicen “no”; lo son también los hombres y las mujeres que con infantil ingenuidad y libertad de juicio perseveran pertinaces e insumisos en algunos “noes” indispensables para no quedar asfixiados. Si resulta abrupto decirlo a secas, siempre cabe –y a menudo conviene- acompañarlo de una palabra amable como el “no, gracias” o de una ironía como la de que “me lo prohíbe mi religión”.