El dilema del justiciero

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El dilema del justiciero

[mayo 2009]

 

En un lugar del Oeste, cuyo nombre no hace al caso, ciudad sin ley y sin justicia, los cuatro malos de la película han asaltado el “saloon” y tomado a la chica, que, como es sabido, sirve honestamente la bebida a la pacífica clientela. En este momento, el pistolero mayor sale ya por la puerta oscilante del local, escudado en la chica, la pistola contra su pecho, mientras los demás de la cuadrilla apuntan con sus armas a los atónitos transeúntes. Están todos a punto de saltar sobre los caballos y salir al galope. Por fortuna, llega el justiciero, el hombre justo y oportuno hasta en el momento de llegar. No sabemos todavía si es sheriff o  forastero de buena ley; pero, a juzgar por su cara, es infaliblemente capaz de colocarle al pistolero una bala entre los ojos sin rozarle a la chica el lazo tras el que los esconde. ¿Acertará en un solo disparo y liberará a la camarera y de paso a sus conciudadanos? ¿O en un mismo balazo saltarán las dos cabezas, la del malo de la película y la de su rehén?

No es, sin embargo, una película; y el justiciero,  por tanto, no es de infalible puntería. Dentro del guión de la no película, sino situación real extrema, el hombre de ley y orden no se lo piensa un segundo y dispara. Para eso está, para disparar y hacer justicia. Pero, oh desgracia, mata a ambos. Pese y a costa de la muerte, sin quererlo, de la chica, ha salvado el orden en la ciudad antes sin ley.

En otro guión, el justiciero, además de pistola, lleva también cerebro; es capaz de pensar y no sólo de ajusticiar. Incluso se demora por un segundo para consultar a su conciencia antes de desenfundar. En ese breve instante de conciencia, oh infortunio, el pistolero pierde los nervios y, adrede o por torpeza, se le dispara el arma sobre el pecho de la chica, que cae muerta en el acto. El resto de la historia admite un final abierto.

La ética y la psicología social han de analizar ese doble guión, que, a semejanza del conocido “dilema del prisionero”, bien podría llamarse “el dilema del justiciero”. Estos son sus términos: en un imaginario mundo de “buenos” y  “malos”, como en una película -¡que ya es decir!-, cuando algún malo amenaza con matar a varios de los buenos, ¿qué opción tomar?, ¿matar al malo y a alguno de los buenos para que los demás se salven?, ¿o aguantar vigilante, resistente, firme, no pasiva, ni permisivamente, pero con riesgo de que el saldo final de esa estrategia resulten ser dos víctimas entre los buenos a manos del perverso en vez de una sola a manos del guardián del orden? ¿Es lícita la comparación entre el cómputo de víctimas reales y la aproximada estimación de las sólo probables, las que “se hubieran producido” en otro curso de acción?; ¿mejor un solo muerto que dos, sin importar quién ha matado, si el pistolero o el sheriff?; ¿carece de relevancia ética, cívica, jurídica, política, quién fue el homicida y sólo cuenta el número? Las consecuencias directas ciertas de una acción ¿pueden ponerse en pie de igualdad o de comparación con los resultados indirectos, inciertos y por omisión? Hay personas de bien que nunca se arriesgarán a matar sin querer a la chica, aunque haya riesgo y probabilidad mayor de que a ésta la mate otro.  La estimación de víctimas sólo probables en los alternativos cursos de acción es siempre demasiado incierta como para cuestionar el muy cierto “no matarás”.

¿Y si usted mismo es el rehén? En ese desgraciado caso, es improbable que le dejen elegir; mas ¿qué prefiere?; ¿qué le mate el pistolero o el justiciero? Ese es otro dilema, el del rehén. Si se permite aquí la expresión de una última voluntad, a modo de testamento vital, diré por mi parte: prefiero que me mate el criminal, de quien no espero nada bueno; y no quiero que lo haga mi policía, mi gobierno, ni siquiera por error o incompetencia; tampoco apruebo que maten a otro para salvarme a mí. Esos no serán mi policía o mi gobierno; y desde uno u otro lado de la vida trataré de gritar que el suyo ha sido un desacierto criminal. De ellos cabía esperar algo mejor. Ellos no tienen licencia para matar. Ni siquiera a objeto de salvar otras vidas.