Después del Edipo
Después del Edipo
[septiembre 2006]
Por comparación con el pensamiento y la razón, de evidente proyección pública, pasiones y sentimientos han permanecido en el dominio no sólo de lo privado sino de lo reprimido. Apenas han interesado ni a la pública opinión (curiosa de chismes, no del corazón), ni a los filósofos (con las excepciones contadas de Pascal, Spinoza y algún otro), ni a los propios psicólogos, mayormente conductistas o de orientación cognitiva. Sentimientos y pasiones, se supone, son asunto de poetas líricos, y casi todo tiempo ha sido malo para la lírica. Apenas se ha reconocido la razón de las pasiones, las razones que asisten a la pasión. Encima de eso se presume que no somos sentimentalmente educables. Mientras la sociedad no se ha fiado de la naturaleza o de la espontaneidad para asegurar la adquisición de los conocimientos, confía en cambio el desarrollo de los sentimientos al azar vital y a la intuición espontánea. En materia de pasiones y emociones no parece haber otro saber transmisible que el «aterriza como puedas». Allá se las arregle cada cual. Para ellas no se educa, no se da otra educación que la vida, la experiencia del vivir, o, más bien, los tropiezos de la vida, si es verdad -Wilde lo dijo- que otorgamos el nombre de experiencia a nuestros pretéritos errores.
La mitología griega había desplegado para las pasiones humanas el horizonte de ejemplaridad de los relatos sobre dioses y héroes, relatos de implícito designio moral y educativo. Para gran contrariedad de Platón, la «paideia», la ética y la educación griegas se guiaban por los mitos homéricos como narraciones arquetípicas y ejemplarizadoras de la «areté», de la virtud que es excelencia (diríamos ahora: calidad) en la vida y en la acción. La pluralidad de mitos griegos se correspondía con la pluralidad de los modos de excelencia, de los itinerarios sentimentales, de pasión, y de los correspondientes cursos de conducta.
Vino luego el cristianismo de clérigos y monjes; y arrasó mitos y modelos paganos para el sentimiento. Reemplazó los mitos por historias bíblicas y vidas de santos poco apasionantes, nada pasionalees. Sentimientos y pasiones fueron objeto de un vilipendio metódico en beneficio de una moral ascética y adusta. Contribuyó así el cristianismo, con suprema eficacia, a la desertización sentimental de Occidente, una desertización sólo esporádicamente contrarrestada por intermitentes brotes de un romanticismo perenne, anterior al siglo XIX y pertinaz rival de las clerecías sin corazón. Lo peculiar en la cultura resultante, yerma de pasiones y emociones, no es que éstas sean privadas (lo son siempre), sino que no reciban reconocimiento social y que, en consecuencia, su expresión quede sujeta a severas reglas de pudor. Justo por eso publicar las pasiones tiene su morbo y su negocio en la prensa y en la televisión rosáceas.
Tras la depuración clerical sólo la poesía y la canción lírica han dado expresión pública digna a las pasiones. En cuanto a instituciones y doctrinas con alguna intención moralizadora o educativa, únicamente el psicoanálisis ha atendido a ellas, a impulsos y deseos, y los ha reconocido como caldo de cultivo de la madurez personal. Freud rescató precisamente un mito griego, el de Edipo, y le dijo al hombre (a la mujer no está claro qué le dijo) algo de este género: «Esa es tu historia. O más bien, procura que no sea tu historia, pues vas mal por ahí. La leyenda de Edipo es la crónica sentimental de la humanidad. En ella has de aprender en cabeza ajena. Se comprende que mamá haya sido tu temprano amor único, pero te está vedada. Es justo la mujer imposible para ti. Aunque de niño la tuviste, ahora es ya irrecuperable. Entérate bien de eso. Olvídala y búscate otra para ocupar su lugar».
Y ahora, en este punto, el pensamiento se bifurca …
Madre no hay más que una, y quien la sustituya sólo será una, única. Pero Freud deja en gran oscuridad lo que sucede con aquella que ocupa su lugar. Los hombres nos quedamos sin saber qué ocurre cuando uno ha conseguido apartarse del fatídico camino de Edipo y ha seguido las indicaciones de Freud. Las mujeres se quedan sin saber nada desde el principio. No hay hasta ahora en el psicoanálisis explicación convincente de la evolución libidinal y pasional de la mujer: del complejo de Electra apenas habló Freud.La leyenda que completa a la de Edipo para el caso de haber conseguido escapar al destino edípico es la de Tristán. No sin razón ha visto en ella Rougemont el mito fundacional del amor apasionado en Europa. Sus infelices amores con la rubia Isolda, prometida y luego esposa del rey, eran el único mito sentimental que la cristiandad del siglo XII podía soportar. La pasión se desata a consecuencia de un bebedizo administrado por error. Tristán se debate entre su pasión y la lealtad al rey. La convivencia con Isolda sólo tiene lugar en el bosque, fuera de la civilización. Tristán desposa a otra mujer del mismo nombre, Isolda la blanca, a la que dejará virgen. La historia termina con la muerte de los amantes. Al menos el origen y el desenlace no cuestionaban la moral eclesiástica. Pero incluso una historia así marcada por los hados era de difícil deglución en aquel siglo.Puede que Edipo y Tristán sean un solo y mismo mito moralizador y disuasorio, en el cual Yocasta e Isolda valen por una misma y sola mujer, la mujer no permitida. Los elementos esenciales son idénticos en ambos, a saber, la mujer única pero no permitida o inaccesible, el choque de los sentimientos privados con los deberes públicos, el destino fatídico de la pasión y su nexo con la muerte. Así que ahí nos quedamos: sin otro mito que el de Edipo o el de Tristán, que viene a ser lo mismo. El destino trágico de estas figuras enseña a los hombres (quizá también a las mujeres) por qué o cómo morir en aras y en purgación de las pasiones, o acaso cómo inmolar pasiones y sentimientos en el sagrado altar de la moral. Pero no enseña cómo vivir y qué hacer con éstos. Byron lo sentenció cínicamente: «Es más fácil morir por la mujer amada que vivir con ella». Aplicado al tema y formulado con otra clase de amargura: es más fácil ahogar los sentimientos, las pasiones, que vivir con ellos.
¿Cómo manejar la alegría, la pasión, la melancolía, el dolor, el desamor, la insatisfacción, la frustración, la soledad, la compañía deseada o la indeseada? No hemos sido enseñados para nada de eso. Cada cual ha de aprenderlo por sí solo; y lo que hay por aprender, en cabeza ajena o propia, se adquiere con frecuencia, de Esquilo a Shakespeare, bajo circunstancias de tragedia. La educación sentimental necesita relatos menos trágicos, Ulises, por ejemplo, que no se limiten a señalar dónde están los precipicios hacia la autodestrucción y que orienten sobre cómo vivir tras evitarlos. La cuestión educativa es si cabe ayudar a los niños y niñas a no quedarse en perpetuos Edipos, o respectivamente, Electras, en inmovilizadora fijación del desarrollo sentimental; y si cabe, después de esto, hacerles capaces de otro destino que el de Tristán e Isolda. Pero incluso los mitos trágicos de la pasión, aunque no siempre educativos, sí, al menos, resultan clarificadores y, por eso, instructivos. Desde posiciones un tanto conservadoras, Denis de Rougemont lamenta lo mal ordenado que está el amor en Occidente, cuando su mito fundador, el de Tristán, es el de una pasión adúltera, prohibida y, por ello, desgraciada. En su interpretación olvida que Tristán e Isolda se aman antes de que ésta llegue a ser la esposa del rey. Pero, incluso al margen de detalle tan decisivo, de los mitos del amor socialmente vedado y desgraciado cabe extraer una conclusión de signo opuesto. Mal orden social es aquél donde Tristán e Isolda se ven condenados a la clandestina ocultación del bosque y a la desgracia. Saber esto nos llega seguramente un poco tarde para nuestra propia educación; pero al menos trae alguna luz sobre los fantasmas que, más que sólo acecharnos desde fuera, anidan dentro de nosotros, nos habitan.<(p> |
La historia de Edipo termina o debe terminar hacia los cinco años para que todo vaya bien. Cuando va mal o se prolonga por mucho más tiempo, puede llegar a pudrirse y llevar a la tragedia, como en el mito original. Pero ¿no cabe contemplar otra salida?Es comprensible que Freud, gran edípico, como Proust y Kafka, haya visto en Edipo su propia historia sentimental, que era también la de muchos hombres de su generación. Pero no es una historia necesaria. Ni suficiente tampoco: de todos modos, la vida continúa después de ella. Ni políticamente inocente: Deleuze y Guattari han desvelado el conservador familiarismo de la visión psicoanalítica del complejo edípico que lo reduce todo a un culebrón de alcoba y donde el seudo-profundo comentario sobre los vagidos de «¡mamá, papá!» dulcifica y oculta la feroz realidad de la represión social de los cuerpos.Había otros mitos griegos, otras leyendas para la pasión, donde Freud pudo haber elegido para dar su versión de lo que ocurre o es preferible que ocurra cuando se ha dejado de suspirar por mamá. Aun limitándose a los mitos masculinos, pudo haberse fijado, por ejemplo, en el de Ulises, mucho más rico y aleccionador que el de Edipo para la vida adulta. Pues a lo largo de la vida no hay un solo precipicio, el de la recaída en el seno de la madre, sino muchos. Y la sabiduría y la madurez consisten en identificarlos sin dejarse caer por su pendiente vertiginosa. La leyenda de Ulises al menos no se limita a señalar dónde están los precipicios hacia la autodestrucción. Dice cómo proseguir tras evitarlos. Relata un modo de vivir poéticamente descrito por Kavafis: «Si vas a emprender el viaje a Itaca, pide que tu camino sea largo, rico en experiencias, en conocimiento… Llegar allí es tu meta, mas no apresures el viaje».
Los mitos son verdaderos por su concordancia no con la realidad, sino con la posibilidad. No se trata de si Edipo refleja bien la vida de la gran mayoría de los hombres de la era victoriana o de otras épocas históricas puritanas. El asunto está en si hay caminos de vida en vez de o después de Edipo. El ser humano, varón o mujer, es capaz de hacer verdaderas muchas historias que han sido imaginadas y descritas, pero apenas realizadas aún. Es capaz de ser Ulises y de ser Diana, tanto como de ser Edipo o Electra. Un desafío moral y no sólo educativo de nuestro tiempo está en instruir a los niños y niñas (y a los no tan niños) para que no se queden en Edipos o, respectivamente, Electras. Es enseñarles no ya cómo inmolar las pasiones o purgarlas, sino cómo vivir y qué hacer con ellas. Cómo manejar la alegría, el placer, la melancolía, el dolor, el desamor, la insatisfacción, la frustración, la compañía y la soledad, el fracaso y el logro, el conflicto, el peligro, la sorpresa y la rutina, las emociones y el tedio. Es además hacerles comprender qué significan las Itacas y otros destinos humanos quizá no paradisíacos, pero tampoco siempre trágicos. Es, y no en fin, sino desde el principio, entregarles la experiencia histórica de que el destino no está prescrito y/o escrito. Aun después de emprendida y en apariencia culminada la aventura de la vida, hay salidas y desenlaces no previstos en la versión canónica del mito. Dante –y otros tras él (léase a Boitani)- le imprimen un sorprendente giro a Ulises ya en el extremo de la vida. En La divina comedia, Ulises no se jubila. No muere envejecido en Itaca. Ardoroso hasta el final por hacerse un «experto en el mundo, en los vicios y los valores humanos», se echa otra vez a la mar, proa a Occidente, para perseguir al sol por su camino hacia el mundo inhabitado, más allá de las columnas de Hércules, en navegación audaz a la que arrastra a sus marinos con arenga que les habla de ir «en pos de la virtud y del conocimiento». El camino de las pasiones y de los sentimientos, el de la vida y el de la sabiduría resulta ser un único camino, así como el único objetivo de una educación digna de tal nombre. Es camino además que puede ser recorrido también en una vida no homérica, sin brillo de heroísmo o de aventura. Desde Joyce cabe imaginar a Ulises en el suelo sin gloria de las calles de Dublín y ver en el mito de Homero una historia, potencialmente universal, de la vida cotidiana. |
Referencias
La práctica de una escritura y pensamiento dúplices, en heterología, según aquí se hace a propósito del Edipo, la he expuesto y razonado en Heterodoxia (Valladolid, 2006), Premio de Ensayo 2005 de la Junta de Castilla y León, editado por la propia Junta. He ahí algunas otras referencias para las tesis –y antítesis- de estas reflexiones:
Boitani, P. (2001). A la sombra de Ulises. Barcelona: Península.
Deleuze, G. y Guattari. F. (1972-1973). L’Anti-Oedipe. Capitalisme et schizophrénie / El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia. París / Barcelona: Minuit / Barral.
Rougemont, D. (1979). El amor y Occidente. Barcelona: Kairós.