Desentrañar a Proust

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Desentrañar a Proust

[diciembre 2004]

 

Excedido quizá sólo por Shakespeare, con esta única excepción, cabe considerar a Proust el mejor conocedor del alma -quise decir: conducta- humana. Quien desee saber acerca de ella, hará bien en leer y releer En busca del tiempo perdido. Todo o casi todo lo humano se halla allí, al igual que en Shakespeare. Proust pudo como pocos hacer suya la sentencia latina: «nada de lo humano me es ajeno»; y también aquella otra de Leibniz: «no se me ha escapado casi nada».

Dos temas mayores habitan la obra de Proust. Uno es el amor: el amor-pasión de los románticos, el descrito antes de él por Stendhal, un amor cuyo distintivo más visible lo constituyen los celos. El otro tema, todavía mayor, más original y menos sesgado en Proust, es el de la memoria: no la memoria operativa o el recuerdo de nombres y cifras, sino la memoria autobiográfica, vital, los recuerdos personales, junto con los sentimientos y emociones que los acompañan. El «tiempo perdido», irremediablemente pretérito, pasa a ser «recuperado» gracias a un cultivo y un culto de la memoria, que preserva y redime fragmentos del pasado. Toda la obra proustiana trata de eso; pero, si hace falta resaltar algún pasaje, es obligado mencionar el célebre de la magdalena al final del primer capítulo del primero de los libros: Del lado de Swann.

El pasaje del recuerdo de la magdalena que, mojada en té, recibía de niño el narrador alcanza su cima en estas líneas: «Cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más vivos, más frágiles, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el sabor y el olor perduran mucho más; y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y en su impalpable vapor de agua soportan sin doblegarse el edificio enorme del recuerdo».

Es difícil no acordarse de ese pasaje y de Proust al concederse ahora el Nobel a los biólogos Axel y Buck por haber descifrado el código combinatorio del olor. ¿Han descifrado las claves del olfato y de sus recuerdos? Algunas de ellas sí: los fundamentos genéticos de las mismas. Claves del recuerdo, por otra parte, eran conocidas desde hace tiempo. Empezaron a ser investigadas en los mismos años, hacia 1910, en que escribía Proust el párrafo transcrito. Era un fisiólogo ruso, Pavlov, quien por entonces estudiaba experimentalmente en perros algunos de los mecanismos de las emociones. No era sólo que los perros de Pavlov salivaran en una reacción que desde él se llama «reflejo condicionado». Es que con sus hallazgos quedaban al descubierto algunas claves del tinte emocional de los recuerdos, el recuerdo, por tanto, de un aroma, sea del té con magdalenas o del chocolate con churros.

Desde su atildado humanismo se permitió escribir Ortega, en 1940: «El hombre es un desconocido y no es en los laboratorios donde se le va a encontrar». Un juicio así parece postular misterios de mística en el hombre; y presume que a éste sólo se le encuentra de verdad en la poesía, en la filosofía o en una prosa -cuando menos- proustiana. Pues no: al hombre -y a la mujer- se le puede encontrar también en los laboratorios, como cien años de historia, de Pavlov a Axel y Buck, ponen de manifiesto. En Proust, como en Shakespeare o en Cervantes, hay material y tarea de investigación para muchas generaciones de estudiosos dentro y fuera del laboratorio. En ese sentido hay en ellos un «plus» de sustancia respecto a los científicos. No lo hay, en cambio, en el sentido de que dicha sustancia no pueda ser desmenuzada, analizada, contrastada científicamente.

Al ser humano seguramente lo conoció Proust mejor que su coetáneo Pavlov. Si queremos hoy aprender acerca del alma -perdón de nuevo: ¡conducta!- humana, mejor será leerle a aquél que a éste. Pero el camino de un conocimiento sólido viene marcado, pese a Ortega, por aquellos que no se resignaron a ver al ser humano como esencialmente misterioso, antes al contrario, que en el laboratorio o en la calle trataron de desentrañar y descifrar sus claves.