Cambiado por vacaciones
Cambiado por vacaciones
[octubre 2004]
El tiempo humano, vivido, percibido, no coincide con el del calendario, el del reloj y los cronómetros. Cuenta y se cuenta de acuerdo con el espesor y la calidad de la experiencia. El tiempo se hace largo o corto según el modo de vivirlo: mientras sufrimos, interminable; con el placer, fugaz. Las vacaciones de verano, aunque se extiendan por un mes, se hacen siempre cortas. Se recuerdan, sin embargo, como largas, si hubo en ellas acontecimientos memorables.
El cine y también la canción han contribuido al tópico -real y no engañoso- de las vacaciones como la gran ocasión anual para los encuentros, el ligue o el comienzo de lazos sentimentales duraderos. Menos conscientes somos del hecho de que son, y no menos, ocasión de desligarse y de desencuentros, a veces de conflictos y decisiones que cambian el rumbo de la vida. Durante las semanas de vacaciones se ponen a prueba las parejas y las familias: aquéllas que salgan unidas de unas vacaciones permanecerán unidas al menos por el tiempo de la siguiente etapa de trabajo (y de colegio).
Crisis sentimentales o familiares, larvadas mientras la pareja -y los demás, si los hay- se reúnen sólo a la hora de cenar y en los fines de semana, salen a la luz y estallan cuando la convivencia pasa a 24 horas al día y a siete días por semana. Sea en pareja o en familia, las circunstancias no rutinarias de las vacaciones -viajar, estar en otro lugar, disponer de tiempo libre, reencontrar a amigos, hacer nuevas amistades- contribuyen a que estallen conflictos antes soterrados o a que surjan nuevas demandas recíprocas de difícil satisfacción.
Las vacaciones, además, son esperadas como una promesa de dicha: periodo con derecho a ser felices e incluso -dicen los fanáticos- con obligación de serlo. Si uno lo pasa mal en febrero, eso es imputable al trabajo, al jefe, al gobierno. Pero si lo pasa mal en julio o en agosto, ¿a quién echarle la culpa? El regreso al trabajo en septiembre a muchos les supone una depresión, que, sin embargo, a menudo ha sido intravacacional antes que posvacacional: se ha producido en medio de las vacaciones por no cumplirse las expectativas. Se esperaba demasiado o de modo irrealista y el balance es frustrante. Ni el dinero ni el verano, por sí solos, dan la felicidad.
Sucede así no sólo en el verano. También las fiestas de Navidad pueden hacer estragos, porque en ellas, no menos, se depositan demandas irrazonables de dicha. Se presume que seremos felices por reunirnos los familiares, por tomar las uvas con amigos, por regalarles juguetes a los niños. Pero justo tal presunción condena a la desilusión y a la tristeza. No es posible proponerse la felicidad a fecha fija, a ritmo de salsa o de cohetes. El reencuentro con familiares distantes suele poner de manifiesto cuán distantes estamos en efecto. La ficción de alegría obligatoria revienta en chapapote pegajoso de hundimiento moral.
Para ligarse y desligarse, para encuentros y para desencuentros, el tiempo de vacaciones suele contar en nuestra vida tanto o más que el resto del año. En los años jóvenes, desde luego, ese tiempo no debe ser desperdiciado. Un mes o dos de estancia en otro lugar, acaso en otro país, o unas semanas de trabajo en contrapunto a los meses de estudio, constituyen experiencias enriquecedoras insustituibles. Esas semanas pueden hacer madurar tanto o más que muchos meses en las aulas. También en los adultos: unas vacaciones te pueden cambiar la vida. Aunque se le deje su parte al azar, no hay que fiarlo todo a la fortuna. En un examen no llamaremos «suerte» al saberse la materia. En un encuentro dichoso no llamemos tampoco «fortuna» al saberse manejar en la vida, al hallarse disponible ante nuevos posibles lazos, al talante amistoso y festivo, que permite tanto la fugaz alegría de una noche cuanto el establecimiento de una larga amistad.
Al volver al lugar de trabajo, tras retirar el cartel de «cerrado por vacaciones», deberíamos poder poner otro cartel, el de «cambiado por vacaciones». En rigor, debería ser innecesario: habría de saltar a la vista que volvemos cambiados, al igual que se verá si volvemos más morenos o incluso -¡oh, prodigio!- rejuvenecidos. El prodigio no se producirá por un golpe de fortuna favorable. En el modo de partir de vacaciones está prefigurado el modo de regresar. ¿Se permite alguna sugerencia? Sea ésta, pues: no le tengas miedo a ser otro, a convertirte en otro. Puedes volver cambiado, y para bien, gracias a unas fecundas vacaciones.