Estaciones del año

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No son sólo de primavera a invierno. Son los tiempos del año social: trabajo, estudio, fiestas, vacaciones, que marcan el curso de los días en fechas aproxidamente fijas de año en año. El arte de buen vivir consiste en transitarlos con acierto.

A examen

[junio 2006]

 

Junio: “Sexto mes del año; tiene treinta días” (cita, como las restantes, deudora de la Real Academia). Mes durante el cual los menores de 25 años son sometidos por mayores de esa edad a unas pruebas llamadas “exámenes”. ¡Qué bonito sería un mes de junio sin exámenes! Merece formar parte de los sueños y utopías de una juventud sana y sin drogas.

Examen: “Prueba que se hace de la idoneidad de un sujeto para el ejercicio y profesión de una facultad, oficio o ministerio, o para comprobar o demostrar el aprovechamiento en los estudios”. Una misma palabra alude a dos clases de prueba: para acreditación profesional; para demostrar el rendimiento en el estudio. La realidad detrás de la palabra suele consistir en que un mismo acto, un examen universitario con bolígrafo y papel, pretende cumplir a la vez esas dos funciones: a menudo no cumple ninguna.

Suspenso: “Admirado, perplejo”. Los alumnos suelen quedarse perplejos al conocer su propio suspenso en la otra acepción: “nota de haber sido suspendido en un examen”. Hay suspensos y suspensos. Algunos alumnos se suspenden a sí mismos. A otros los suspende el profesor, como cabe sospechar siempre que suspende a más del 50 por ciento. Cuando así sucede de forma reiterada, incorregible, habría que suspender al profesor.

Selectividad: “Conjunto de pruebas que se hacen en España para poder acceder a la Universidad”. No por capricho le ha venido el nombre de “selectividad” a esa prueba de acceso. Se la concibe como prueba de madurez de los bachilleres, para asegurar que llegan a la Universidad en condiciones. Con ella, además, se busca corregir disparidades de criterio entre los Institutos en las calificaciones. Pero con razón se la llama “selectividad”, porque en efecto así funciona: selecciona quién accede y quién no; establece en qué orden los bachilleres eligen carreras universitarias con un cupo limitado de matrícula («numerus clausus», que conlleva una “nota de corte”). En realidad, sin embargo, todo examen con calificación es de naturaleza selectiva, siquiera por seleccionar quién pasa curso o materia y quién no. La selectividad  comienza muy pronto, ya en la Educación Obligatoria, y prosigue después en la Universidad y en los postgrados: una endiablada sucesión de filtros selectivos y eliminatorios, donde seleccionar apenas difiere de discriminar.

Discriminar: “(1) Separar, distinguir, diferenciar una cosa de otra; (2) dar trato de inferioridad a una persona o colectividad”. Los exámenes no sólo disciernen y seleccionan; también discriminan de acuerdo con la  corrección académica. Seleccionan no tanto para mejor educar o formar, para orientar por un camino –esta profesión, esta carrera, apropiada para tal o cual estudiante-, cuanto para continuar seleccionando y eliminando de un año a otro. Más grave: contribuyen a activar un mecanismo social selectivo, donde cuentan no ya el saber, la capacidad, el esfuerzo o lo prometedor de un estudiante, sino el respaldo económico familiar, que para completar, por ejemplo, una carrera técnica de cinco cursos, permita resistir, como media -real, no ficticia-, ocho o más años con asignaturas pendientes.

Evaluar: “Estimar los conocimientos, aptitudes y rendimiento de los alumnos”. Se evalúa sólo a los alumnos, no –o no en serio- a los demás agentes. Es reciente haber comenzado a evaluar a los profesores. Para ellos, aun entonces, no recibir una buena evaluación trae escasas consecuencias. Evaluar, por otro lado, no equivale a examinar. En todos los niveles educativos habría que fomentar modos y estilos de evaluar sin formato y consecuencias de examen: sin notas. Habría que evaluar para orientar, corregir, reorientar la enseñanza y el estudio: evaluar a todos los actores en beneficio de ellos mismos.

Fracaso: “Malogro, resultado adverso de una empresa o negocio”. Fracaso escolar, por tanto, debe de ser el malogro de la escuela o del aparato educativo. Aunque se atribuye a los niños y jóvenes que no terminan estudios o no aprueban, debería atribuirse a la institución –colegio, Instituto, Universidad-, sobre todo, a partir de ciertas tasas de “fracaso”. El estudiante que consigue superar todos los fracasos, los suyos y los de la institución, termina su carrera y obtiene el título.

Título. “Testimonio o instrumento dado para ejercer un empleo, dignidad o profesión”. La expedición de títulos se confía, sobre todo, a la Universidad, la cual selecciona mediante exámenes muy convencionales, académicos, rara vez profesionales. Desde luego, hace falta cribar y no expedir un título a cualquiera sólo por haber frecuentado las aulas durante unos años. Ningún enfermo querrá verse en manos de un médico de cuya capacidad no haya garantías oficiales. La expedición de títulos universitarios constituye garantía –o debería constituirla- de que el titulado sabrá lo que hace en el ámbito de su competencia. El excesivo énfasis en los exámenes y en los títulos desplaza, sin embargo, las funciones de la Universidad: de lo educativo y formativo a lo sancionador y selectivo. Algunos profesores hacen de examinadores, jueces, antes que de maestros o formadores expertos. Así que no pocos jóvenes van a la Universidad para obtener un título y no para aprender. Algunas Facultades y Escuelas se lo ganan a pulso: oficinas de tramitación –lenta, varios años- de títulos, antes que lugares donde se enseña y se aprende.

Carrera: “Conjunto de estudios que habilitan para el ejercicio de una profesión”. En otra acepción: “pugna de velocidad”. También en los estudios se compite; existe pugna. Por la escasez de puestos de trabajo, hay que dejar atrás a otros y llegar los primeros, con nota, a la meta laboral. Exámenes, evaluación, notas, estudios: todo es competir, más que aprender.

Desempleo: “Paro forzoso”. Paro: “Situación del que se encuentra privado de trabajo”. Ni la carrera, ni el título, garantizan el empleo. Muchos estudiantes, tras dura pugna en la carrera, dilatado correr en pos del título, acaban parados. Para ellos, junio no es víspera de vacaciones. Aun con el título en el bolsillo, es un mes, como otros, de 30 días o lunes al sol.


El ocio de leer

[julio 2007]

 

Se ha hecho habitual, en páginas culturales de diarios y revistas, en junio y julio, dedicar alguna entrega a aconsejar lecturas para las vacaciones estivales, a menudo con variadas recomendaciones a cargo de expertos o de simples famosos. Pero no hay, en rigor, lecturas de verano: no, desde luego, en el sentido en que hay frutas de verano y no de otra estación del año.

¿Lecturas refrescantes para agosto? Relatos breves, de humor, de final feliz, seguro que contribuyen a refrescar la mente en una tarde tórrida, mientras descansa el cuerpo y se refresca bajo una sombra bien tupida. Pero esas mismas lecturas, en vez de refrescar, seguro que difunden calorcillo una noche de invierno, en el confortable sillón favorito, mientras una lluvia casi helada golpea bajo el viento en las ventanas. Frescura y calidez, en la lectura, son calidades compatibles: se disfruta de una u otra según lo requieran temperatura y clima no tanto exteriores, cuanto internos, del estado de ánimo.

Las lecturas de verano y de ocio se contraponen a las de obligación, a los libros de obligado estudio o consulta para el estudiante o para el profesional, deseosos ahora de olvidarlos por un tiempo. Son lecturas por el placer de leer, por el valor de ocio inherente a la lectura; y eso tanto en vacaciones, veraniegas u otras, como en el fin de semana, o en momentos domésticos tranquilos al regreso del trabajo, o en las horas ociosas de un viaje en tren.

Hay lectores omnívoros, que disfrutan con todo lo que leen. El placer de leer, sin embargo, suele ser específico, incluso en lectores de amplios gustos. No a todos place, o no en cualquier estado de ánimo place leer poesía, o historia, o ensayo, o un abultado novelón. Y el placer suele acompañar a alguna variedad dentro del género favorito: si es el relato, por ejemplo, según sea corto o largo, realista o fantástico, erótico o de intriga, dramático o de humor.

Ha habido muchos lemas de invitación a la lectura: el de que “un libro ayuda a triunfar”, o que “todo está en los libros”. Para el ocio de leer, sin embargo, convienen otras sugerencias: “un libro ayuda a disfrutar”; o también, en paráfrasis de una sentencia de Eluard (“existen otros mundos, pero están en el nuestro”), el de que “existen otros mundos y se hallan en los libros”, en el mundo de la biblioteca.

No es seguro que los libros más livianos o superficiales sean siempre los más recomendables para momentos de ocio, para las vacaciones. Ni siquiera lo son tampoco aquellos que parecen prometer –como una droga- una inyección de felicidad en vena, cuando desde su título anuncian el poder del optimismo e invitan a sentirse bien a toda costa. Pero seguramente conforta leer a los grandes escritores “optimistas” –si tal fuera la palabra-, que, por cierto, no son muchos. Deprimidos y disfóricos harán bien en tener a mano, en la mesilla de noche o en la mochila, las Odas elementales –al día feliz, a la vida, a la sencillez, a la tristeza- de Pablo Neruda, o cualquier otro breviario vitalista del “alegre saber” reclamado por Nietzsche.

¿Lecturas desaconsejadas, por deprimentes, para las almas tristes? Solamente muy en concreto: para ciertas personas en determinadas circunstancias. Pues incluso el más punzante drama, al igual que la tragedia, puede inducir un estado de consuelo y de purificación, drenaje del dolor o del remordimiento. Las lecturas más dolorosas o que desasosiegan -de Kafka y Joyce a Jelinek y Coetzee- también son consoladoras, saludables.

La lectura por gusto es lectura lenta: saborea cada página y párrafo como quien degusta un plato de gourmet. Se encuadra, con toda naturalidad, en la rebelión de una cultura “slow” –ciudades lentas, comida lenta- frente a la cultura de la prisa. La vida es corta: ¡vívela despacio!; y la lentitud es bella. Lo aconsejaba Séneca: regalarse tiempo de ocio, no sólo el de leer.

Se da el placer en la novedad de una lectura: es privilegio de los jóvenes lectores, con capacidad de admiración y fantasía intactas. Con los años aparece otro placer refinado: el de releer lo ya leído y disfrutarlo sazonado por el tiempo transcurrido y la experiencia. Al releer, se realiza en algún modo el milagro de recobrar el tiempo. Vencer al tiempo, trascenderlo, conseguir eso mediante la palabra escrita: se lo propuso Proust en toda su obra y lo hace expreso en las páginas últimas de El tiempo recuperado. Pero no sólo Proust, también algunos otros -pocos, los más grandes, aunque en esto cada cual tiene su devocionario-, al ser leídos, releídos, parecen devolver los tiempos idos, la experiencia vivida, a una memoria depurada y reconciliar entonces con la vida, con su fugacidad.

Dime qué libros lees, no los de obligación u oficio, y te diré quién eres. Dime qué lees ahora y te diré cómo estás, cómo te sientes. Y, si me dices que no lees, me temo que eres poca cosa. Siento decirlo tan áspero, pero la sinceridad a veces es así.


Cambiado por vacaciones

[octubre 2004]

 

El tiempo humano, vivido, percibido, no coincide con el del calendario, el del reloj y los cronómetros. Cuenta y se cuenta de acuerdo con el espesor y la calidad de la experiencia. El tiempo se hace largo o corto según el modo de vivirlo: mientras sufrimos, interminable; con el placer, fugaz. Las vacaciones de verano, aunque se extiendan por un mes, se hacen siempre cortas. Se recuerdan, sin embargo, como largas, si hubo en ellas acontecimientos memorables.

El cine y también la canción han contribuido al tópico -real y no engañoso- de las vacaciones como la gran ocasión anual para los encuentros, el ligue o el comienzo de lazos sentimentales duraderos. Menos conscientes somos del hecho de que son, y no menos, ocasión de desligarse y de desencuentros, a veces de conflictos y decisiones que cambian el rumbo de la vida. Durante las semanas de vacaciones se ponen a prueba las parejas y las familias: aquéllas que salgan unidas de unas vacaciones permanecerán unidas al menos por el tiempo de la siguiente etapa de trabajo (y de colegio).

Crisis sentimentales o familiares, larvadas mientras la pareja -y los demás, si los hay- se reúnen sólo a la hora de cenar y en los fines de semana, salen a la luz y estallan cuando la convivencia pasa a 24 horas al día y a siete días por semana. Sea en pareja o en familia, las circunstancias no rutinarias de las vacaciones -viajar, estar en otro lugar, disponer de tiempo libre, reencontrar a amigos, hacer nuevas amistades- contribuyen a que estallen conflictos antes soterrados o a que surjan nuevas demandas recíprocas de difícil satisfacción.

Las vacaciones, además, son esperadas como una promesa de dicha: periodo con derecho a ser felices e incluso -dicen los fanáticos- con obligación de serlo. Si uno lo pasa mal en febrero, eso es imputable al trabajo, al jefe, al gobierno. Pero si lo pasa mal en julio o en agosto, ¿a quién echarle la culpa? El regreso al trabajo en septiembre a muchos les supone una depresión, que, sin embargo, a menudo ha sido intravacacional antes que posvacacional: se ha producido en medio de las vacaciones por no cumplirse las expectativas. Se esperaba demasiado o de modo irrealista y el balance es frustrante. Ni el dinero ni el verano, por sí solos, dan la felicidad.

Sucede así no sólo en el verano. También las fiestas de Navidad pueden hacer estragos, porque en ellas, no menos, se depositan demandas irrazonables de dicha. Se presume que seremos felices por reunirnos los familiares, por tomar las uvas con amigos, por regalarles juguetes a los niños. Pero justo tal presunción condena a la desilusión y a la tristeza. No es posible proponerse la felicidad a fecha fija, a ritmo de salsa o de cohetes. El reencuentro con familiares distantes suele poner de manifiesto cuán distantes estamos en efecto. La ficción de alegría obligatoria revienta en chapapote pegajoso de hundimiento moral.

Para ligarse y desligarse, para encuentros y para desencuentros, el tiempo de vacaciones suele contar en nuestra vida tanto o más que el resto del año. En los años jóvenes, desde luego, ese tiempo no debe ser desperdiciado. Un mes o dos de estancia en otro lugar, acaso en otro país, o unas semanas de trabajo en contrapunto a los meses de estudio, constituyen experiencias enriquecedoras insustituibles. Esas semanas pueden hacer madurar tanto o más que muchos meses en las aulas. También en los adultos: unas vacaciones te pueden cambiar la vida. Aunque se le deje su parte al azar, no hay que fiarlo todo a la fortuna. En un examen no llamaremos «suerte» al saberse la materia. En un encuentro dichoso no llamemos tampoco «fortuna» al saberse manejar en la vida, al hallarse disponible ante nuevos posibles lazos, al talante amistoso y festivo, que permite tanto la fugaz alegría de una noche cuanto el establecimiento de una larga amistad.

Al volver al lugar de trabajo, tras retirar el cartel de «cerrado por vacaciones», deberíamos poder poner otro cartel, el de «cambiado por vacaciones». En rigor, debería ser innecesario: habría de saltar a la vista que volvemos cambiados, al igual que se verá si volvemos más morenos o incluso -¡oh, prodigio!- rejuvenecidos. El prodigio no se producirá por un golpe de fortuna favorable. En el modo de partir de vacaciones está prefigurado el modo de regresar. ¿Se permite alguna sugerencia? Sea ésta, pues: no le tengas miedo a ser otro, a convertirte en otro. Puedes volver cambiado, y para bien, gracias a unas fecundas vacaciones.


Otoño y lunes

[septiembre 2004]

 

Ahora sí que se acabó el relajo veraniego y no sólo la vacación. Los hijos comenzaron el colegio o el instituto. Terminó la jornada de verano y es ya el horario habitual, más dilatado, de trabajo. A cada domingo sigue un riguroso lunes. El tráfico en las calles ha vuelto a hacerse bien espeso. El balance retrospectivo incluye la pregunta: ¿qué ha pasado en estos meses?, ¿qué nos ha sucedido o qué hemos hecho?, y ¿qué nos ha quedado?

Está muy difundida una convicción -no engañosa- acerca del verano y de las vacaciones como gran ocasión para los encuentros, simples ligues o comienzos de lazos sentimentales duraderos. Menos atención se presta al hecho de que son igualmente ocasión de desligarse y de desencuentros, a veces de conflictos y decisiones vitales que cambian la dirección de la existencia. Durante unas vacaciones, mucho más que en un fin de semana, se ponen a prueba las parejas y las familias: aquéllas que salgan unidas de unas vacaciones quedarán reforzadas al menos por el tiempo de la siguiente etapa de trabajo. La familia o pareja que descansa unida permanece unida.

Desavenencias, desencuentros, conflictos sentimentales o familiares, latentes mientras la pareja y los demás, si los hay, se reúnen sólo a la hora de cenar (y ni aun eso, mudos todos ante el televisor), se hacen patentes y explotan cuando la convivencia pasa a todas las horas del día. Sea en pareja o en familia, las circunstancias no rutinarias de las vacaciones -viajar, estar en otro lugar, disponer de tiempo libre, reencontrar a amigos, hacer nuevas amistades- contribuyen a que estallen crisis antes larvadas o a que afloren nuevas demandas recíprocas de satisfacción difícil o imposible.

El verano, además, siempre es esperado como una promesa de felicidad: periodo con derecho a ser felices, aunque sólo sea por el número mayor de horas de luz y de sol (¡eso es vida!, lo saben hasta las plantas) y el número menor de horas y días de trabajo (eso es vida, ¡y todavía más!). Si uno lo pasa mal en febrero, cabe achacarlo al trabajo, al jefe, al gobierno, al mal tiempo. Pero si lo pasa mal en julio y en agosto, ¿a quién echarle la culpa? El regreso al trabajo en septiembre o en octubre a muchos les supone una depresión, que, sin embargo, a menudo ha sido intra-vacacional antes que post-vacacional: se ha producido en medio y a causa de las vacaciones por no cumplirse las expectativas. Se esperaba demasiado o sin realismo alguno y el balance resulta desolador. Ni el dinero ni el verano, por sí solos, dan la felicidad; sólo contribuyen a ella.

No sólo el periodo veraniego, también la Navidad –que no tardarán en anunciar los comercios, mucho antes que los pastores- puede hacer estragos. En esas fechas, no menos, se depositan demandas desmesuradas de dicha. Se presume que seremos felices por reunirnos los familiares, por tomar las uvas con amigos, por regalarles juguetes a los niños. Pero justo tal presunción condena a la desilusión y a la tristeza. No es posible proponerse la felicidad a fecha fija y a son de campanadas. El reencuentro con familiares distantes suele poner en evidencia cuán distantes estamos en efecto. La ficción de alegría obligatoria revienta en chapapote pegajoso de hundimiento  del ánimo.

El tiempo de vacaciones suele contar en nuestra vida tanto o más que el resto del año para ligar o desvincularse, para encuentros y para desencuentros. En los años jóvenes, desde luego, es tiempo para no ser desperdiciado. Un mes o dos de estancia en otro lugar, acaso en otro país, o unas semanas de trabajo en contrapunto a los meses de estudio, han podido constituir experiencias muy enriquecedoras, haber hecho madurar tanto o más que muchos meses en las aulas. También en los adultos un verano o un largo viaje ha podido cambiar la vida; y no por simple azar. En un examen no llamaremos «suerte» a saberse la materia. En un encuentro feliz no llamemos tampoco «fortuna» a saber manejarse en la vida, a hallarse disponible ante nuevos posibles lazos, al talante amistoso y festivo, que permite tanto la fugaz alegría de una noche loca cuanto el establecimiento de una larga amistad. Aunque se reconozca su parte al azar, no todo habrá dependido de la fortuna.

Al regresar al “negocio”, a las obligaciones, tras las semanas de “ocio”, aunque quizá no ociosas, nadie está exento de melancolía. En su diccionario la Real Academia caracteriza a ésta como “tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente”. Han sido un tanto sombríos nuestros académicos. Templada y sosegada, la melancolía no siempre es profunda, ni tampoco duradera. La hay suave y a ratos. El estado melancólico es entonces tristeza apenas dolorosa por un pasado que ha pasado y ya no volverá, sentimiento agridulce asociado al carácter fugitivo de la dicha, tristeza pasada por el filtro de una memoria agradecida que confiesa haber vivido y disfrutado, haber amado o acaso, y por lo menos, descansado. Con ese sentimiento como viático es posible volver al  trabajo sin rencor, sin frustración y también sin ilusiones sobre las vacaciones próximas, sean de invierno o de verano. Ahora, otra vez, existirán los lunes con su mal sabor desde la madrugada. Somos, sin embargo, afortunados si hemos de levantarnos todavía de noche para marchar al trabajo. Hay quienes pasan los lunes al sol. Eso sí que es para agarrar una depresión en toda época del año.


Adelgazar la Navidad

[diciembre 2997]

 

Se veía venir, estaba cantado: algún año, por diciembre, una ministra o ministro, y no sólo el ecologista tipo, saboteador de la sociedad de consumo, iba a advertir contra el despilfarro de energía con las luces de Navidad. Es un despilfarro en que compiten las mayores -y entonces más “rutilantes”, así suele decirse- ciudades del mundo próspero. Madrid, por no ser menos que Nueva York, París, Berlín, se gasta 220.000 euros y más de dos millones de kilovatios -el consumo de unas 100.000 familias en un mes-, con las consiguientes emisiones de CO2.  Las capitales de provincia, por no quedarse atrás, consumen en igual proporción; y, a su vez, el pueblo de Villanueva de X, por no ser menos que la capital, hace otro tanto.

Pocos creen ya en la Natividad; e incluso para los que creen las Navidades han venido a parar en fiesta completamente profana: de consumo sin freno, de comilonas de alto riesgo con mariscos y bebidas que en el resto del año no se catan, de regalos inútiles para niños, familiares y “amigos invisibles”, y de reuniones de parientes, ignorados de un año para otro, que empiezan con “me alegra verte” y acaban con el rosario de la aurora.

Existe acuerdo entre expertos en espiritualidad: los centros comerciales, al igual que los robots, no tienen alma. No creen, pues, en la Natividad tampoco. Pese a ello, martirizan con tabarra de villancicos de letrillas insufribles. No se lo merece el personal laboral, pero les está bien empleado a los clientes. Comprar en diciembre ha de tener su precio, superlativo, y, además, su castigo: escuchar los 40 principales de la zambomba. Sólo uno de los éxitos navideños escapa a lo vulgar, porque menciona la humana condición mortal y, hasta en su más superficial sentido, invita a escapar del centro comercial y no volver: “y nosotros nos iremos y no volveremos más”.

Son los belenes tema aparte, no por consumo de energía, sino por razones de ética y estética. En las escuelas suelen montarse con supuesta finalidad didáctica bajo batuta de quien imparte religión; y de hecho, constituyen una forma descarada de propaganda cristiana, a la que han de resignarse las familias que no comulgan, so pena de verse ellas tachadas de intolerantes. Y ¿qué decir del belenismo en espacios públicos? ¿A qué viene armar belén en el patio de un Ayuntamiento o el hall de una Facultad universitaria?

El paisaje navideño “kitsch” lo completan los tarjetones de felicitación. En la era del e-mail y de los sms, se malgasta papel –se destruyen árboles- para sobres y cartulinas de dudoso gusto con el monótono “felices pascuas” de leer, o no, y tirar. Las instituciones públicas y las autoridades, las de un país aconfesional, felicitan una Natividad a la que, por precepto constitucional, deberían permanecer respetuosamente ajenas. Podrían, eso sí, desear feliz Año Nuevo o, mejor aún, simplemente prometer que van a hacer de su parte todo lo posible para no amargarlo a los ciudadanos. Pero ¿felicitar las Navidades?, ¿y con qué derecho a quienes descreen de ellas? Y los directivos de las multinacionales ¿se las felicitan también a los príncipes saudíes y a los empresarios japoneses?

Líbrenos el cielo de incurrir en el terrorismo ideológico de quienes quisieran suprimir toda manifestación pública de belenes y felicitaciones navideñas, como si esto fuera equiparable al Ramadán o al velo islámico. Desde la moderación, sin acritud, lo que se pide únicamente es menos Navidad: una cura de adelgazamiento en ella. He ahí, pues, algunas propuestas para unas Navidades de baja intensidad:

Que los ayuntamientos las aprovechen para mejorar la iluminación en las barriadas periféricas, mientras en el centro histórico enciendan sólo la iluminación de monumentos y edificios públicos.

Que las autoridades se abstengan de felicitar las Navidades, y mucho menos con cartulinas de estética caduca. Que, en vez de eso, a sus iguales, superiores y subordinados, les feliciten el Año Nuevo por vía informática, mientras al pueblo llano lo hagan con carteles sencillos en papel reciclado y con mensajes modestos, como por ejemplo: “el Alcalde de N desea causarles el menor trastorno posible en 2008”.

Que sin destruir figura alguna de belén, pues no somos iconoclastas talibanes, no se repongan las que se vayan rompiendo o dañando. Sólo se admitirá reponer al Niño y a su Madre, no a pastores, lavanderas, ni otros personajes secundarios.

Que los centros comerciales proporcionen a sus empleados tapones para los oídos, con los que poner sordina a la zambomba mientras no atienden a clientes.

Que cada ciudadano y ciudadana pase por la báscula, de farmacia o doméstica, entre el 20 y el 23 de diciembre y luego, de nuevo, entre el 7 y el 10 de enero, y que, por cada kilo adquirido, done un kilo de billetes (= 6.000 euros de hoy) a la ONG o pobres de parroquia de su preferencia.


Tiempo de regalo

[diciembre 2003]

 

En estas fechas de regalos, no pocos te preguntan: y tú como psicólogo ¿qué regalo aconsejas? Trato al principio de zafarme diciendo que no imparto consejo fuera de las horas de servicio. Pero ante demandantes obstinados, opto por un consejo fijo: ¡regala tiempo! Suelo añadir alguna explicación: sí, mujer, todo el mundo anda muy mal de tiempo, tú misma no dispones de tiempo para todo lo que tienes que hacer; el mejor obsequio, por eso, es regalar tiempo.

El tiempo es un bien escaso, además de impalpable, que en estado puro no se encuentra en los bazares. En ellos sólo se venden raciones de tiempo dispuestas en envases materiales, físicos, que hacen visible al tiempo y que acaso lo contienen. Esto, en realidad, nunca se sabe, y hay que estar alertados sobre ello. Sus más reputados envases -el oro, el almanaque y el reloj- no siempre son tan sólidos como aparentan.

El oro ha sido siempre el modo más espléndido de regalar tiempo. Nada de oro en pequeñas finas joyas, que apenas contienen tiempo, sino oro en kilos bien compactos: en bloques, en lingotes, en arcón. Razonemos la lógica del obsequio. No es que el tiempo sea oro según dicen los avaros del minuto. Es mucho más profundo: el oro es tiempo. Si le regalas un entero cofre repleto de oro, aunque sea en bruto, con eso podrá tu amor vivir sin trabajar el resto de sus días. Le habrás regalado tiempo, tiempo libre, todo el imaginable para hacer con él lo que desee. ¿Qué mejor obsequio desde un enfoque psicológico?

El oro en lingotes, sin embargo, no está al alcance de todos los bolsillos. Por fortuna, existen otras opciones mucho más asequibles: el reloj y el almanaque.

El valor de un reloj como regalo de tiempo no consiste en su materia, por preciosa que sea, sino en su funcionamiento. Ha de ser un reloj para toda la vida, sumergible y resistente, por si su poseedor naufraga alguna vez o recibe fuertes golpes en combate. Ni siquiera es esencial que el reloj no atrase o adelante. En el transcurso de la existencia sólo llegan a hacerse peligrosos los retrasos de decenios -vivir diez o más años fuera de la propia edad- y no los de minutos y horas. Regalar un reloj para toda la vida es como garantizarle a uno que va a vivir toda la vida. Por lo demás, el relojero vendedor, sea senegalés o suizo, nunca te puntualiza la duración del «para toda la vida». Pero no cabe pedir tanto a un simple reloj. De ningún objeto se espera aval de larga vida. La garantía alcanza sólo a la duración del reloj, no de la vida. Aún así, el regalo de un reloj de por vida contiene un mensaje de gran alcance: te deseo que vivas tanto tiempo como el que este reloj va a funcionar.

En cuanto a tiempo prometido, el almanaque es todavía más limitado que el reloj. No es para toda la vida, sólo para un año. Sin embargo, tampoco resulta despreciable esa reducida ración de tiempo. El almanaque, además, está lleno de detalles entrañables: cada uno de los 365 días viene con su personalidad propia, su santoral, su horario solar y lunar, su sentencia sabia para reflexionar y algo de espacio en blanco para escribir. Este espacio, agrandado en las agendas-diario, resulta muy prometedor: te da la vida como un libro de páginas en blanco para proyectar y hacer de ellas lo que quieras. Ahí es nada. Es casi como el oro. Y, a diferencia del reloj (¡no marques las horas, porque mi vida se acaba!), el almanaque no te marca nada; no te da la vida hecha, te la da por hacer, al disponerte en blanco un año por delante.

Ahora bien, ningún objeto de regalo asegura ración alguna de tiempo prometido. Todos los estuches tienen rendijas por donde puede escapar. Siempre hay un almanaque, el último, que dura más que el dueño; y muchos corazones se detienen antes que el reloj que les fue regalado para toda la vida. Inasible, fugitivo, infiel, escaso, el tiempo se resiste al encapsulamiento y no se vende en los bazares. No hay modo infalible de comprarlo y prometerlo. Sólo se le puede regalar mientras fluye y, por tanto, mientras se escapa: en su estado puro, espiritual, sin mezcla alguna de materia física. Ese tiempo de extrema pureza sí que es oro y más que oro; es el nutriente esencial de los mortales y es, por eso, el don perfecto, el gran regalo.

Regalamos con gusto relojes y almanaques, pero somos tacaños en regalar tiempo en estado virgen: tiempo dedicado a otros, a su conversación y compañía; o consagrado a liberarles de alguna de sus tareas para su disfrute en tiempo libre, tiempo de oro. Tampoco andamos sobrados para poder dispensar el tiempo a manos llenas. Pero ignoramos un principio esencial de economía del tiempo: el que se regala no se pierde; es más, se multiplica. Por eso, de una misma porción de nuestro tiempo cabe hacer obsequio a varias personas a la vez; e incluso entonces sin ni siquiera perderlo para nosotros mismos.

Hay un extremo calculador y otro romántico en el obsequio de tiempo. El calculador -y, sin embargo, generoso- regala a comienzos de año una agenda, donde ha señalado con detalle el cómputo previsto de tiempo por consagrar al dedicatario: por ejemplo, dos horas los días de trabajo; doce horas los de vacación y fiesta. No es mal obsequio. El romántico procede en dedicatoria apasionada en la primera hoja del almanaque: ¡todo este año, todo mi tiempo, para ti! Eso sí que es regalo: todo el oro del mundo.