Aprendizaje

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No se aprenden conocimientos sólo: se aprenden comportamientos, sentimientos. Aprendemos quiénes somos al igual que, mejor o peor, aprendemos a conducirnos de manera humana, moral.

 

Aprendizaje emocional e identidad personal
Esbozo de psicología narrativa-

[En Fernández-Berrocal y Ramos, Corazones Inteligentes Barcelona, Kairís, 2002]

 

«Leyendo con especial atención las obras de los escritores más célebres, observando la conducta de los hombres, el instinto de los animales, el movimiento de toda esta materia, el autor se ha visto sorprendido por una serie de ideas nuevas que le han parecido del mayor interés, y ha escrito con bonhomía este tratado». Eso escribía, transcrito con alguna libertad, Hérault de Séchelles al comienzo de un irónico libro de Teoría de la ambición, escrito, como también dice, «para reírse a solas o todo lo más con un amigo que no sea ambicioso». A Herault no le perdió la ambición, de la que seguramente carecía, mas sí la militancia revolucionaria y, tras haber presidido la Convención, cayó bajo la guillotina, a cuenta de Robespierre, en la misma gloriosa jornada que Danton y Desmoulins.

Del proceder de Hérault, que a su vez confiesa practicar igual género de reflexión que Julio César, tiene mucho este ensayo o más bien mero boceto sobre la identidad personal y la emoción aprendida. Es, en realidad, un breve apunte de posible ensayo, breve porque el autor no tiene mucho que decir. Y, sin embargo, ha llegado a escribirlo por creer que en él ha puesto en otro orden -no en el habitual- algunas de las metáforas de ficción y de las evidencias de ciencia más relevantes sobre el aprendizaje y el manejo de las emociones, de los sentimientos.

Los contenidos de esa puesta en orden provienen de fuentes dispares, tanto de la narrativa como de la psicología, y esto en un arco temporal que se extiende desde Homero hasta Skinner. Son todas ellas fuentes textuales, aunque no todas lo son como para formalizarlas en referencias bibliográficas. A los clásicos se les cita sin cuidado alguno por la localización de la referencia. Pero ni a ellos se les cita como autoridades: los nombres suyos valen por metáforas, por emblemas de una posición. Con o sin su soporte, las tesis no pasan de ser hipótesis: eso ni siquiera haría falta decirlo. Son propuestas tanto o más que proposiciones, y a menudo no tanto afirman cuanto vaticinan o proponen. Han de tomarse, pues, a modo de aforismos o sentencias: valen por lo que iluminan, por lo que dan que pensar y hacen posible, y no siempre o sólo por lo que reflejan en lo ya real.

Mitos

1

Ha sido machacón León Felipe en recitarlo: que la cuna del hombre la mecen con cuentos, que los gritos de su angustia los ahogan con cuentos, que los huesos del hombre los entierran con cuentos y que el miedo ha inventado todos, todos los cuentos.

Donde León Felipe dice cuentos, son sobre todo mitos: esos que se siguen contando de generación en generación para adormecer a los niños, para ilusionar a los adolescentes, para llevar a los jóvenes a morir en la guerra.

Y, sin embargo, los mitos forman parte del equipaje y de la educación sentimental. Los relatos son precisos para aprender a amar, a convivir, a afrontar la adversidad.

2

Hasta para deshacer los demás cuentos en que los se ahoga la angustia humana, alguien que desconfiaba de todos ellos, Sigmund Freud, embarcado en una cruzada desmitificadora, cayó en volver a contar otra historia, otro mito, el de Edipo.

El homicidio de Layo a manos de un Edipo que no sabe con quién se ha topado en un cruce de caminos desencadena la tragedia. Sería hoy la del joven insolente al volante que mata en la noche a otro conductor, su padre, en ciega discusión sobre el respeto a una señal de vía prioritaria. Después del tremendo equívoco, acostarse con la madre será error ya menor, pero Freud le saca punta sobre todo a este segundo yerro.

Freud ha vuelto a narrar la leyenda de Edipo para añadir en advertencia: Esa es tu historia o, mejor, procura que no sea tu historia, pues vas mal por ahí. El mito de Edipo es el guión sentimental del hombre. Se comprende que mamá haya sido tu precoz amor de infancia, pero te está prohibida. Es mujer vedada para tí. La tuviste de pequeño, pero ahora es ya irrecuperable. Olvídala y busca otra para ocupar su lugar.

3

La tragedia de Edipo quizá sirve todavía para que el niño o, mejor, algunos niños aprendan en cabeza ajena. Pero las niñas ¿de quién aprenderán? Tuvo Carl Jung rapidez de reflejos para excavar en el mismo yacimiento mítico de Grecia y sacar a luz a Electra. El complejo de Electra no ha llegado a tanta celebridad como el de Edipo y ni siquiera a tan amplia acogida entre los freudianos, pero forma parte ya también del patrimonio simbólico posfreudiano.

Ahí está, pues, también Electra con sus claves freudo-jungianas, a disposición no sólo de versiones dramáticas modernas (así, la ópera Electra con libreto de Hofmansthal y música de Richard Strauss), sino sobre todo de las mujeres que deseen asumir la lección del mito y que, en consecuencia, se propongan superar el complejo y no terminar en tragedia.

4

Había otros mitos, y no ya sólo para el niño y la niña, o para el adolescente, sino también para la mujer y el hombre entrados en años. A éstos ¿de qué les sirve ya la moraleja de Electra y la de Edipo? Es preciso beber y aprender en otras figuras: humanas, se sobreentiende, no divinas; en mitos no de diosas o dioses inmortales, sino de heroínas y de héroes mortales, sujetos a dolor y a fracaso.

Muchos de los mitos humanos donde aprender concluyen en desenlace trágico. En Occidente abundan mitos de la acción, una acción a la vez necesaria y condenable, que a menudo conduce al castigo del héroe: el titánico Prometeo, el sólo humano Sísifo.

Mientras Freud iba a darle vueltas a la tragedia de Edipo,  casi un siglo antes el joven Marx, en su tesis doctoral sobre la filosofía de Demócrito y Epicuro, presentaba a Prometeo como el primero de los santos de un calendario laico. Y medio siglo después, Camus tomaba a Sísifo como símbolo de una acción humana condenada al esfuerzo y a la inutilidad, y, pese a todo, acción inevitable, necesaria: Sísifo, emblema del hombre absurdo o más bien del hombre en un universo sin sentido, al cual dota de significado, sin embargo, precisamente con su acción. Esta es la clave de su análisis del mito: «Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. El también juzga que todo está bien. Este universo, en adelante sin dueño, no le parece estéril ni fútil. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón humano. Es preciso imaginarse a Sísifo dichoso».

5

En la lectura de Camus, el de Sísifo es un mito de perdedores y, sin embargo, luchadores pertinaces, resistentes, bien entendido que al final todos vamos a perder la partida frente a la muerte, como en El séptimo sello. «Los hombres mueren y no son dichosos», escribió el propio Camus. De ellos quedan tan sólo fantasmas y susurros, que también acabarán por borrarse, como muertos y borrados están todos los que se remueven y platican bajo la tierra imaginaria de Comala en Pedro Páramo.

El destino y la muerte siempre ganan a la postre, mas no por eso se desiste de levantar una y otra vez la roca hasta lo alto. Esa es la lección de Sísifo, que tiene también una versión moral: la historia se mueve del lado malo, había sentenciado Hegel; mas no por ello, añade el resistente, se deja de pelear contra la maldad y el mal. La moral de Sísifo es la de una negativa insobornable a la desmoralización aun en el peor de los extremos: moral de aquellos que no aceptan la derrota, convencidos de que el hombre puede ser destruido y castigado, mas nunca derrotado, y que desde luego nunca se dan por derrotados.


6

De la leyenda de Sísifo hay variantes no tan trágicas. Pasa Sísifo por haber sido el más astuto de los mortales; y esto hasta el extremo de haber engañado a la muerte y no sólo haber conseguido verse libre del castigo de la roca. Y es hijo suyo Ulises, heredero de su prudencia y de su astucia.

Ulises es el más humano y próximo de los héroes griegos: entretenido con ninfas, aunque deseoso de regresar a la patria; enflaquecido ya de fuerzas, mas victorioso sobre cíclopes; extraviado entre archipélagos, pero perdido, antes que eso, en el mar de su propio corazón.

Es el de Ulises el mito por excelencia del hombre adulto y de la vida como viaje peligroso, el mito más popular y difundido, también el más retomado y transformado por los mayores fabuladores de Occidente.

Dante le proporciona a Ulises otro final que Homero y no en Itaca. Por el ardiente deseo de conocer a los humanos, para alcanzar la ciencia y la virtud, para explorar el mundo no habitado, Ulises, junto con unos pocos audaces, se embarca otra vez, ahora hacia el mar desconocido y jamás antes surcado, trata de seguir al sol en su carrera hacia poniente por el Mediterráneo y más allá de las columnas que lo cierran. Y es en esa desatentada aventura donde termina engullido por las aguas, «cuando le plugo al Otro» (Divina Comedia, Infierno, canto 26).

Cavafis poetiza: «Si vas a emprender el viaje hacia Itaca / pide que tu camino sea largo, / rico en experiencias, en conocimiento […]. Ten a Itaca siempre en la memoria. / Llegar allí es tu meta, / mas no apresures el viaje […]. Aunque la encuentres pobre, no te engañará Itaca /. Rico en saber y en vida, según regresarás, / ya sabes qué significan las Itacas».

Y Joyce ha relatado cómo las veinticuatro horas de una jornada en la vida banal de un cuarentón oscuro por las calles de Dublín pueden contemplarse como una odisea sin brillo en tierra firme.

7

De los mitos de heroínas no es Electra la única donde aprender de manera vicaria para no caer en el cepo de su fatal destino. Hay otros mitos y complejos para esquivar y superar: la poco simpática Casandra, la rencorosa Medea, la pasional Fedra. O bien para quedarse en ellos de por vida: prudente y fiel, acaso irresoluta Penélope; inteligente y proteica Ariadna, de siete distintas vidas y otras tantas muertes, auxiliadora de Teseo con un ovillo de hilo para que no se pierda a la salida del laberinto, pero también capaz de sustituir en su corazón a ese mismo Teseo, luego infiel, por el dios Dioniso, otro raptor; la deseable Helena, asimismo raptada y tampoco a disgusto, y eso aun a costa de que se arme luego la de Troya. Los hay como para aspirar a hallarse a su altura, aunque ojalá sin necesidad de estar en su piel: la sobrehumana Antígona, el más alto cenit de la tragedia griega (según Hegel, otra vez).

8

Ha habido asimismo mitos de pareja. El de Adán y Eva ha influido mucho en la concepción occidental del hombre y la mujer para mayor dominio y gloria del varón, por cierto. Los griegos se nutrieron en otras leyendas: la de Euridice y Orfeo, aunque este último, por sí solo, tenía su ciclo mítico independiente; la de Cadmo y Harmonía, a cuyo convite de bodas acuden dioses y diosas del Olimpo; o la de Admeto y Alcestis.

Una negligencia al no haber celebrado el oportuno sacrificio el día de sus nupcias con Alcestis condena a Admeto a una muerte próxima, aunque en día incierto. Sólo será indultado si alguien se aviene a morir en vez de él. Admeto acude a amigos y también a sus padres. Nadie acepta el canje de morir para salvar la vida suya. Entonces se lo pide a su joven esposa Alcestis, que consiente y en efecto muere. Pero esta leyenda también conoce un final feliz. Una diosa consiente -o Heracles desciende a los infiernos para ello, hay doble versión del mito- en que Alcestis sea devuelta a la vida y de nuevo viva feliz con su esposo.

Hubo más tarde otros mitos de pareja, grávidos aún algunos en la balanza de los sentimientos de las mujeres y hombres europeos. El de Tristán e Isolda ha sido, primero, la expresión del amor cortés medieval y, luego, fuente inspiradora del amor romántico y, en general, del amor-pasión: el enamoramiento como fatalidad y bebedizo, el sello de la muerte sobre el amor absoluto. La educación sentimental del siglo XIX y de buena parte del XX se ha nutrido de Isolda, Tristán y sus epígonos (así al menos lo sostiene una conocida interpretación: Rougemont, 1979).

Historias

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Los siglos XIX y XX han seguido manteniendo mitos del amor y asimismo creándolos o amplificándolos: don Juan, Drácula, Frankenstein, Lolita. Cada uno enuncia una forma de inteligencia sentimental o emocional, a veces muy limitada y tosca, otras del todo refinada.

Ahora bien, la modernidad ha sustituido la épica mítica del héroe por la novela realista -aunque sea de realismo mágico- de personajes humanos. Y la diferencia yace en esto: los héroes de los mitos no aprenden; nacen ya expertos, maduros, están hechos de una pieza en roca, tallados de una vez por todas. Los personajes humanos, a menudo antihéroes más que héroes, en cambio, sí que aprenden, están condenados a aprender, hechos de arcilla moldeable una y otra vez. El más desesperanzado comentario que se le puede decir al todavía inexperto, pese a los coscorrones de la vida, es el de: «hijo (o hija), nunca vas a aprender».

Es propio de héroes y dioses la inteligencia emocional. Es propio de humanos el aprendizaje emocional.

10

La Ilustración introduce un género de relato que es la novela de formación, de aprendizaje. Su protagonista típico es el joven que se inicia en la vida y que va aprendiendo de ella: el Emilio de Rousseau, el Cándido de Voltaire, el Wilhelm Meister de Goethe; y así hasta los personajes todos de Hesse…

… y hasta ese mestizo de Fausto, Frankenstein y Drácula que es Jekyll. Este es humano, porque aprende a ser Hyde, porque deviene Hyde. Una versión en cine de la ficción, Mary Reilly, da a entender que Jekyll aprende el conocimiento del mal, pero antes de eso o al propio tiempo, mudado en Hyde, ha aprendido a amar la vida: el árbol de la ciencia, a la vez, del bien y del mal.

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Toda la fabulación moderna presupone que los sentimientos se aprenden, que en la vida se da aprendizaje sentimental, emocional, un aprendizaje que conduce a una buena gestión de pasiones, emociones, sentimientos.

La obligada referencia es, desde luego, el Flaubert de La educación sentimental. Embozado en la figura de Frédéric Moreau, se ha propuesto Flaubert trazar ahí «la historia moral o, más exactamente, sentimental de los hombres de mi generación». Lo había hecho antes, para otra generación, Musset en Las confesiones de un hijo del siglo. Lo hará después, y en el retablo más completo, Proust con En busca del tiempo perdido.


12

Es delgada la franja que separa realidad y ficción. El relato novelado y la trama teatral son apenas discernibles de la historia verídica. «Madame Bovary soy yo mismo», aseguró Flaubert. La Bovary, la Karenina, la Albertine de Proust, son tan reales -y tan legendarias- como Lou Andreas Salomé, Alma Mahler, Frida Kahlo o Marilyn Monroe. El Wilhelm Meister de Goethe es tan verídico e histórico -en otro registro, desde luego- como su autobiográfico Poesía y verdad; y el Emilio tanto como las Confesiones de Rousseau.

Todo ello son «historias» con esa inquietante ambigüedad de la palabra castellana, que aúna lo históricamente sucedido y los relatos que, si no son verdaderos, muy bien podrían serlo o acaso merecerían serlo.

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«Estas cosas jamás sucedieron, pero existen siempre» (Salustio, De los dioses y el mundo). ¿Ingenuos los antiguos? Sabían acerca de la realidad también de aquello que nunca fue acontecimiento.

Pero los modernos hemos decretado que sólo existe lo que sucede delante de nuestros ojos y, a ser posible, en un laboratorio donde no se entrometen e interfieren variables espúreas.

Experimentos

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Esto sí que ocurrió, hace casi cien años. Estaba Pavlov investigando la fisiología de la secreción en la boca y en el estómago. Por medio de técnicas quirúrgicas rudimentarias, pero ingeniosas, consiguió implantar cánulas en diversos puntos del tubo digestivo de perros para recoger muestras de sus jugos gástricos. En el transcurso de su investigación se encontró con un fenómeno distorsionante: los perros comenzaban a salivar y segregar jugos gástricos en cuanto eran colocados en la situación experimental.

El resto de la historia es conocido. Pavlov llevó a cabo otro tipo de experimento en el que la presentación de la comida era precedida de una señal, de un sonido. Al cabo de muy pocas pruebas, los perros comenzaban a salivar nada más escuchar el sonido. Fue el experimento primordial demostrativo de la existencia de lo que llamó «reflejos condicionados»: del aprendizaje de reacciones por un condicionamiento de pura y simple asociación.

El hallazgo de Pavlov ha mostrado luego ser ampliamente generalizable: lo que vale de la salivación vale de muchas otras reacciones, cuyos nudos, inextricables acaso para la propia persona, son susceptibles, sin embargo, de análisis psicológico.

Hay emociones innatas, pero muchas reacciones emocionales las adquirimos, las aprendemos. Y aprendemos emociones igual que aprendemos a salivar. Los recuerdos se cargan de emociones; unas sensaciones y experiencias llaman a otras con las que estuvieron asociadas; y así se va formando una madeja muy difícil de desenmarañar. En el final del enredo de las asociaciones, encadenamientos, condicionamientos, se llega a la magdalena de Proust: su simple presencia y olor despierta todo un mundo emocional de la infancia.

15

Estos perros son otros y recibieron no comida, sino choques eléctricos incondicionales.

El perro es colocado en un compartimento donde recibe descargas eléctricas. La colocación allí se desarrolla en dos condiciones experimentales distintas. En una, el animal puede evitar los choques sólo con saltar por encima de una barrera a otro compartimento vecino; en la otra, no.

La reacción espontánea de cualquier animal en la primera de esas condiciones es la de correr de modo frenético hasta que en algún momento salta la barrera y evita las descargas. En la secuencia de los siguientes ensayos el salto sucede cada vez más pronto. Si el comienzo de las descargas es anunciado por una luz o un sonido señalizador, el perro salta al otro lado en cuanto se produce la señal y existe la posibilidad de salto liberador. Este es el curso normal de los acontecimientos.

La historia discurre bien dispar, en cambio, cuando desde el comienzo, en otra condición experimental y para otro animal, la situación ha sido muy distinta. En esta diferente condición (de indefensión, de no control), el perro no tiene acceso en ningún momento al compartimento vecino, donde estaría a salvo; a diferencia de lo que sucedía para otros animales en la primera condición experimental, recibe descargas repetidas inevitables para él. Al comenzar las descargas, hace el animal lo esperado y habitual: corre de manera frenética y desorganizada. Sólo al cabo del tiempo termina por abandonar, por dejar de moverse y permanecer quieto emitiendo gemidos.

No es antropomorfismo cómodo decir que en la segunda de las situaciones esos perros se sienten indefensos. Lo intrigante y significativo es que no sólo experimentan desamparo, sino que adquieren un comportamiento perdurable de indefensión. Cuando esos mismos animales son colocados luego en una situación evitable continúan adoptando igual comportamiento de abandono pasivo: no se han percatado de que cambió la situación; han aprendido que están indefensos. Es la indefensión aprendida (Seligman, 1975 / 1981).

Aprendemos la indefensión o desamparo, adquirimos los consiguientes sentimientos y emociones de malestar y abatimiento a semejanza de los perros y de otros animales. O, si se prefiere, en circunstancias y procesos así, perros y otros animales aparecen dramáticamente humanos.

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No todo son historias de animales, aunque sus historias, como han sabido ya los fabulistas, de Esopo a Samaniego, nos brindan, en deslumbrante sencillez, testimonios acerca de nosotros mismos. Hay también historias de humanos, que se portan como corderitos.

Erase una vez, pues, que 40 hombres, varones, entre los 20 y los 50 años, acudieron de forma voluntaria -con el incentivo de unos dólares- a un laboratorio de psicología para un experimento donde supuestamente habían de colaborar con un investigador. Les decía éste hallarse interesado en saber cómo aprenden las personas bajo condiciones de castigo. En realidad el investigador tenía su interés en otra cosa, que luego se llegará a saber. En verdad, los voluntarios que así acudieron eran los sujetos del experimento y no colaboradores de la investigación. El experimentador tenía un cómplice, el supuesto sujeto experimental, realmente un actor, al que estos otros y verdaderos sujetos experimentales, uno a uno, habían de proporcionarle choques eléctricos de creciente intensidad, al comienzo en un voltaje bajo, pero luego en incrementos de 15 en 15, hasta 375 voltios. El actor, al que se le veía tras una mampara de cristal, no recibía las descargas eléctricas, pero desempeñó muy bien su papel.

El hecho fue que la mayoría de los 40 hombres accionó la palanca de supuestas descargas hasta el extremo máximo. Cuando alguno se resistía a hacerlo, el experimentador le hablaba de modo más perentorio e imperioso: «el experimento requiere que usted siga adelante; usted debe continuar». Pese a todo, de los 40 sujetos, cinco se negaron a accionar las descargas por encima de los presuntos 300 voltios; otros cuatro a los 315 voltios; dos más rehusaron por encima de 330; y todavía uno en cada uno de los niveles superiores (345, 360 y 375); lo que totaliza un número de catorce sujetos que en algún momento se negaron. El informe también señala que muchos manifestaron ostensible malestar (Milgram, 1963).

Se desprenden diferencias tanto o más que semejanzas entre los sujetos y no es fácil extraer una ley general. Alrededor de una tercera parte de los sujetos no fue conformista. Así, pues, las personas difieren ampliamente en su docilidad. Sin embargo, aun contando con tales diferencias, esta historia -dícese también experimentación- pone de manifiesto hasta qué extremo buena parte de los hombres, dos tercios en su muestra, es capaz de obedecer las instrucciones más aberrantes con tal de que provengan de una fuente a la que se supone legitimidad, en esta ocasión, la de hablar en nombre de los intereses de la ciencia. ¿Qué no sucederá cuando alguien da órdenes en nombre de la patria, del bien público y de otros dioses menores y mayores?

El aprendizaje de mecanismos de obediencia da razón de crueldades y, no menos, en el opuesto extremo, de autosacrificios hasta la propia victimación; da razón de la «cobardía» del último rango de ejecutores -marionetas dóciles- de atrocidades en los «lager» nazis al dictado de mandos criminales, y, al propio tiempo, del «coraje» de la primera fila de asalto de infantería que, a la orden de mandos presuntamente honorables, se encamina bajo inciertas banderas a una muerte cierta o, en el mejor de los casos, al hospital y a la invalidez para el resto de sus días.


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A los perros, palomas y conejillos de indias no hace falta contarles historias al llevarles al laboratorio. Pero a los humanos sí. También hubo que contarles un cuento verosímil a estos otros 20 sujetos. Para no revelar la verdadera naturaleza del experimento se les dijo también que estaban participando en una investigación sobre aprendizaje (hay que ver cuánto juego da este relato). Y se les pidió que aprendieran una lista de quince parejas de trigramas (conjuntos sin significado de tres letras del tipo de: kzd, mhv, xlp). Una vez que la aprendieron según el criterio establecido (prueba 1), se acabó esta primera sesión hasta tres días más tarde, en que habían de volver al laboratorio.

En una segunda sesión, a los tres días, a los sujetos se les mostró un conjunto de cinco cubos, cuatro de los cuales estaban ligeramente espaciados en línea recta encima de la mesa y el quinto en las manos del experimentador, quien les decía: «Con este cubo en mi mano voy a ir tocando en algún orden los cubos de la mesa, y usted tendrá luego que hacer exactamente lo mismo que yo». Hasta ese momento el procedimiento fue el mismo para todos los sujetos, pero a partir de ahí varió drásticamente para dos subgrupos, el de control y el experimental.

Para el grupo de control el nivel de la tarea de cubos fue muy sencillo, ajustado de forma que los sujetos nunca o rara vez fallaran. Tras quince minutos en la tarea, el experimentador se limitaba a decir: «todo muy bien». Y se pasaba entonces a una nueva presentación y ensayos de aprendizaje de trigramas o, más bien, de comprobación de su retención en la memoria (prueba 2 para este subgrupo).

El grupo experimental fue tratado de modo muy distinto en la segunda sesión. El experimentador se mostró meticuloso y severo. Las instrucciones para la tarea de cubos fueron las mismas; pero las secuencias por imitar eran mucho más largas con objeto de hacer muy improbable su reproducción exacta. Encima de esto, si en la primera ocasión el sujeto había conseguido una imitación acertada en la dirección misma del experimentador, se le decía que había procedido mal, que debía haberlo hecho exactamente al revés, puesto que su derecha coincidía con la izquierda del experimentador, y a la recíproca. Tras cada fracaso, el sujeto era informado de su fracaso y podía ver cómo el experimentador iba rellenando una hoja para registrar los fallos. Llegado cierto momento, el experimentador interrumpía un instante la sesión para decirle al sujeto que estaba dando unos resultados tan pobres como jamás había visto. Algunos sujetos llegaron a tal desazón que resultaron incapaces de reproducir una secuencia de cuatro unidades. Después de eso pasaron, al igual que los sujetos control, por una sesión de aprendizaje de trigramas asociados (prueba 2 del subgrupo experimental).

Ambos subgrupos de sujetos regresaron al laboratorio de nuevo tres días después. Se comenzó por la prueba de aprendizaje (retención) de sílabas sin sentido (prueba 3). A continuación, la condición del grupo de control se desarrolló como en la segunda jornada. La del grupo experimental también continuó por los cubos, pero el experimentador actuó de modo bien distinto: ahora proponía secuencias de tareas sencillas, de modo que los sujetos tuvieran éxito en todas las pruebas; y, además, les reconocía cada vez el acierto. Y no sólo eso; encima, les explicó lo sucedido en la sesión anterior, el engaño a que habían sido sometidos. Fue impresionante el cambio de actitud de estos sujetos. Todos se hicieron cooperativos y muchos se mostraron eufóricos. Después de quince minutos con tareas de cubos pasaron al aprendizaje de trigramas (prueba 4).

Los resultados fueron patentes e inequívocos a lo largo de las cuatro pruebas de aprendizaje de trigramas, cuyo rendimiento era la variable dependiente del experimento. Y se resumen en esto: ninguna diferencia en las pruebas de aprendizaje 1 y 4, es decir, cuando la influencia de la variable independiente (el distinto trato en la tarea ficticia de cubos) no ha intervenido o se ha desdibujado ya; y, en cambio, muy importantes diferencias en las fases 2 y 3 de la prueba, cuando aquella influencia, inmediata o tras tres días, se hallaba en plena efectividad (Zeller, 1950).

La alteración emocional nos torna estúpidos. Bajo el impacto negativo de una prestigiosa sentencia derogatoria de nuestra dignidad podemos llegar a equivocarnos en operaciones tan simples y mecánicas como memorizar breves listas de tríos de letras.

18

En sus informes de experimentación, los investigadores cuentan historias: hice esto y esto otro; y sucedió aquello y aquello otro. Pavlov, Seligman, Milgram, Zeller relatan historias verídicas de laboratorio. ¿En qué son éstas más verídicas que otras historias, como las que nos constan por el relato de cronistas fiables? En que pueden reproducirse a voluntad. Cada cual puede llegar a realizarlas y verificarlas de nuevo por sí mismo. En eso tales historias -reproducibles, replicables- ponen de manifiesto estructuras y regularidades del mundo, de la vida, de la condición humana.

19

Invitado a describir sus actividades como investigador, Skinner ha dejado un testimonio autobiográfico de primer orden. Lo titula «Un caso dentro del método científico» (cf. en Skinner, 1959 / 1975, cap. 8; y hay al menos otro escrito suyo paralelo, cuya versión castellana puede verse en Pérez-Gómez y Almaraz, 1981, lectura 1ª). El género textual al que pertenece es el de informe de ciencia; pero es también, y a la vez, el de una narración, relato de un fragmento de vida de estudioso. Su informe de método está salpicado de elementos narrativos: «lo primero que recuerdo ocurrió cuando yo contaba sólo 22 años», «cuando llegué a Harvard…»; «que yo recuerde, comencé simplemente buscando procesos válidos en la conducta del organismo intacto». Y en la misma vena de narrador en primera persona relata los artilugios que ideó y utilizó para estudiar el comportamiento de las ratas.

Las lecciones de método que Skinner va extrayendo corresponden a su ideal científico de «serenpidity», vocablo forjado por Walpole y del que se apropia: arte de encontrar algo cuando se está buscando otra cosa (como ya le sucedió a Pavlov). Son lecciones cargadas de ironía. Léanse, si no, los tres  principios que destaca como reglas de método. Primero de ellos: «cuando tropieces con algo interesante, deja todo lo demás y estúdialo». Segundo principio: «hay maneras de investigar que son más fáciles que otras». Tercero: «hay gente con suerte», la suerte de hallar lo que ni siquiera estaban buscando. Parece escucharse a un artista más que a un científico, al Picasso del «yo no busco, encuentro».

Y concluye Skinner: «el científico es el producto de una historia única y las prácticas que encuentra más apropiadas dependerán en parte de esta historia». Lo cual no significa que la suya deba de ser ejemplar para otros investigadores: «tal vez sea mejor no querer encajar a todos los científicos en el mismo molde».

El psicólogo experimental Skinner es del todo lúcido en profesar que los informes científicos son historias de hallazgos propios. Son a la vez historias de eventos sucedidos a otros individuos, sean ratas, perros, hombres o mujeres.

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Descartes escribió un Discurso del método, que pasa por contener reglas metódicas de universal validez, pero que realmente se parece no poco al relato skinneriano de un caso de método científico. Lo dice el filósofo en modo expreso: «Mi propósito no es enseñar aquí el método que cada cual debe seguir para conducir su corazón, sino solamente mostrar de qué manera he tratado yo de conducir el mío …, no proponiendo este escrito más que como una historia o, si lo preferís, como una fábula».

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Son posibles conclusiones audaces, que seguramente, sin embargo, pertenecen ya al orden de la discutible extrapolación. Es, primero, la de contemplar las presuntas leyes generales, reputadas nomotéticas, como relatos de sucesos en experimentos donde N = 1 (Dukes, 1965; Sidman, 1960 / 1978) y que no han sido refutados hasta la fecha; o, si acaso, y además, como agregación o suma de regularidades idiosincrásicas. Es, aun por encima de eso, preconizar una comprensión de la psicología o de alguna de sus disciplinas como historia (Gergen, 1973).

Sin extralimitarse en ese doble salto mortal que muda en historia la ciencia de la conducta humana, hay desde luego fundamento para sospechas y preguntas de este género: ¿y si muchas de las descripciones de una psicología del desarrollo, del ciclo vital, no fueran sino narraciones de la historia y biografía más común de las mujeres y los hombres de la extensa tribu occidental?; ¿y si lo fueran igualmente los hallazgos sobre liderazgo, sobre motivación de logro, sobre lugar de control, y tantos otros tópicos de psicología social y de la personalidad?


Discusión

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Los mitos son la ciencia de una sociedad sin ciencia. La ciencia es el mito de una sociedad sin mitos; mejor dicho, de una sociedad -en rigor, una pequeña comunidad, la de los científicos- que presume de no tenerlos.

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¿Quién ha escudriñado más a fondo la condición humana? Y ¿dónde aprender mejor cómo manejar emociones y pasiones? ¿Sófocles o Skinner?, ¿Pavlov o Proust?, ¿Shakespeare o Freud?, ¿los fabuladores de las peripecias del amor novelado o los estudiosos del amor en sus informes de investigación empírica?

En su repaso a los clásicos de nuestra cultura en El canon occidental, Harold Bloom (1995) hace de Freud poco más que un epígono de Shakespeare. Leyéndole a éste no tendríamos mucho ya que aprender de aquél. Y leyendo a Proust ¿tendremos mucho que aprender de los tratadistas de psicología de la memoria autobiográfica?

Es posible y necesario traer a investigación de ciencia, a experimento incluso, las observaciones de Proust sobre la memoria de episodios del propio pasado. Es posible y necesario traer a investigación empírica, quizá a experimentación sirviéndose de análogos, las moralejas de los mitos y las fábulas.

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Dos milenios y medio les separan, pero se les puede colocar en paralelo: a Aristóteles sobre la felicidad y a Bandura sobre la determinación recíproca entre acción, persona y situación. El léxico y los temas son distintos, pero en cuanto a tesis de fondo no les separa ni un milímetro.

 

«Es dentro del marco del determinismo recíproco que el concepto de libertad adquiere significado. Los individuos no son ni impotentes objetos controlados por fuerzas ambientales ni agentes enteramente libres que puedan hacer cualquier cosa que escojan. Es posible considerar a las personas parcialmente libres en la medida en que modelan futuras condiciones que influirán en el curso de su acción… En el proceso de determinismo recíproco se halla la clave tanto de que los hombres modelan su destino cuanto de los límites de su autodirección» (Bandura, 1981, pág. 178). «Suele preguntarse si es posible aprender a ser dichoso, si se adquiere la felicidad por medio de ciertos hábitos; o si es, más bien, efecto de algún favor divino y, si se quiere, resultado del azar … Yo digo que si la felicidad no nos la envían exclusivamente los dioses, sino que la obtenemos por la práctica de la virtud, mediante un largo aprendizaje o una lucha constante, no por eso deja de ser una de las cosas más divinas de nuestro mundo … Y añado que la felicidad es, en cierta manera, accesible a todos … Como vale más conquistar la felicidad a este precio que deberla al simple azar, la razón nos obliga a suponer que es así realmente como el hombre puede llegar a ser dichoso» (Moral a Nicómaco, libro 1º, capítulo 7).

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Es posible y legítimo en ciencia referir historias. En algunas ciencias que tratan de acciones humanas, incluida la psicología, puede llegar a ser obligado referirlas. Guarda alguna relación con ello el proyecto de una psicología narrativa. Ahora bien, con esa atractiva denominación de «psicología narrativa» cabe entender empresas de corte muy distinto, y ninguna de ellas opuesta a una psicología científica y empírica.

La primera de las posibles acepciones consiste en servirse de narraciones, incluso de fábulas -historias de animales- en la exposición, hacerlo con finalidad clarificadora, didáctica, para ilustrar leyes y principios obtenidos al margen del relato o fábula. Es una forma de exposición que gozó siempre de prestigio entre ensayistas y filósofos y que todavía hoy utilizan autores contemporáneos nada sospechosos de ligereza y ni siquiera de aficiones literarias. Bunge (1969) da inicio a un grueso volumen metodológico sobre la investigación científica con «un cuento para empezar», un apólogo donde varios sabios son llamados a la corte e interrogados por la reina acerca de una cierta «cosa rara». Hofstadter (1987) jalona su todavía más grueso volumen sobre Escher, Gödel, Bach, con historietas, una por capítulo, donde aparecen viejos personajes filosóficos -Aquiles y la tortuga- y también algunos otros nuevos. El propio Skinner, en el escrito antes referido, incluye una conocida viñeta o broma conductista, en la que un ratoncillo le dice a otro que está condicionando al hombre que les tiene en la caja: cada vez que presiona la palanca, el tipo le da comida. Detrás de la broma asoma la oreja una pregunta trascendental: ¿quién condiciona a quién en los procesos interactivos, recíprocos, de condicionamiento?

He ahí, pues, un primer uso, superficial ciertamente, de la narración -la parábola, la fábula, la broma- en ciencias del comportamiento. ¿Por qué no escribir psicología contando algunas historias fingidas o incluso verdaderas? Es así como cabe, por ejemplo, preguntarse por qué las cebras no tienen úlcera y servirse de ello para poner en claro algunos de los mecanismos del estrés (Sapolsky, 1995).

Una segunda noción de psicología narrativa es la que entiende que los informes de ciencia son, en sustancia, relatos de acontecimientos: de lo que sucedió en una ocasión dada y bajo ciertas circunstancias, de lo que hizo tal o cual investigador y de cómo se condujeron tales y tales sujetos investigados, de lo que hace el hombre o la mujer de laboratorio y de cómo responden sus hamsters, sus palomas o también sus humanos, conejillos de indias por un día.

Ahora bien, en rigor, sin renunciar a las acepciones anteriores, antes bien, incorporándolas a su esquema propio, por psicología narrativa habría de entenderse aquella que asigna a las autonarraciones un papel crucial en la construcción de la identidad y de la madurez personal: emocional, sentimental, y no sólo intelectual. Esta psicología narrativa constituye una variedad de psicología cognitiva y de interpretación del autoconcepto. Reside su peculiaridad en resaltar que son narraciones acerca de uno mismo, y no tanto esquemas o imágenes, las que definen la propia identidad.

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He ahí media docena de tesis discutibles para una psicología narrativa de la construcción de la identidad personal:

1) Cada cual tiene sus relatos personales, bien guardados en su almario -mejor que armario: aviso para el corrector de imprenta-, aunque no los narre nunca a los demás y ni siquiera a sí mismo.

2) Las narraciones de la autobiografía explícita o tácita propia son los mitos personales de cada cual: relatos originados en parte en la interpretación de pasadas experiencias, y en eso intransferibles; pero nacidos también de la interiorización de mitos y relatos colectivos.

3) Dime qué historias te cuentas a tí mismo y te diré quién eres, cómo sientes.

4) Los relatos de autobiografía contribuyen de modo notable a la conciencia del sentido de la vida, a la estructuración de las emociones y, en definitiva, a sentimientos de felicidad o de desdicha. A falta de esos relatos la vida aparece desordenada, inconexa, desquiciada.

5) Es posible modificar los esquemas cognitivos, las imágenes de la memoria sensorial, las autonarraciones.

6) Cuéntate a tí mismo otras historias y serás otro: puedes fabricarte otro yo, otros sentimientos, si no te gustan los que tienes; y presumiblemente serás entonces más feliz.

En la imposibilidad de dar respaldo teórico y empírico bastante a tan ambiciosas tesis en un par de líneas, acéptese la convención de remitir a libros sólidos sobre alternativismo constructivo (Kelly, 1955), sobre la fabricación del yo en la historia personal (Greenwald, 1980) y sobre la operación de «reescribirse» a uno mismo (Freeman, 1993; cf. también Gergen y Gergen, 1988).


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He ahí alguna otra tesis o, mejor, digresión, no menos discutible, de teoría interdisciplinar y antropológica sobre los relatos de identidad para el 2000:

La edad posmoderna -y eso no es sólo siglo XXI, puede ser también la edad de los cuarenta años en la vida de un hombre o una mujer- se caracteriza por la pérdida de plausibilidad de los grandes relatos legitimadores (Lyotard, 1979 / 1984). Sigue habiendo mitos, ficciones, crónicas, historia; pero no hay ya mitos, ni leyendas, ni historias universalmente plausibles (la globalización es otra cosa). Ahora cada cual ha de confeccionarse los suyos; y la tarea propuesta algo más arriba (en la tesis 2) se ha tornado bastante más difícil (como también ha visto Gergen, 1991 / 1992).

Incluso para los expertos usuarios del Edipo la tarea se ha vuelto endiabladamente complicada. Los legatarios de Freud pueden seguir diciendo: esa historia de Edipo (o de Electra) es también la tuya. Pero ahora ya ni todos ellos se la creen. Los más lúcidos han llegado a reconocerlo: esa historia, esa teoría edípica, si es que vale, sólo vale como ficción, como relato potencialmente esclarecedor en la medida en que el psicoanalizado se reconozca en ella (Mannoni, 1979 / 1980).

Lo crucial, sin embargo, es el reconocimiento de la amplitud de los relatos virtualmente iluminadores. Mi historia puede ser la de Orestes o la de Ulises, la de Ariadna o la de Helena, y eso tanto si soy hombre como si soy mujer, pues las lecturas y apropiaciones posibles de esos relatos de identidad se sitúan más allá del género, del sexo, así como también de la edad. Todo el legado mítico y simbólico, desde Sísifo y Penélope hasta James Dean y Marilyn Monroe, proporciona un código y sintaxis de argumentos narrativos capaces de contribuir al diseño de la identidad y proyecto personales propios por la vía de la descodificación de las emociones experimentadas. Pero es peligroso reducirse sólo a mitos antiguos o a leyendas todavía vivas. Hay en ello el grave riesgo de montarse una película acaso fascinante, pero falsa y frágil, que acabará por desmoronarse como un castillo de arena en el polvo de lo sin sentido, tal vez de la sinrazón y el caos. Menos fascinante, pero más seguro es entender mis sentimientos diciendo: soy el pobre animal salivador de Pavlov, o el tembloroso de Seligman, o el dócil súbdito de Milgram.

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Un escéptico -frente a la ciencia- Ortega y Gasset ha escrito: «el hombre es un desconocido y no es en los laboratorios donde se le va a encontrar». En contra de semejante escepticismo y también en contra del subyacente supuesto de que todo lo humano es misterioso, imposible de escrutar, la ciencia ha demostrado que el hombre es escrutable. Lo es también en su laberinto sentimental, donde a menudo se halla a ciegas y perdido, sin hilo de Ariadna que le permita salir a clara luz.

Al hombre no se le va a encontrar en los laboratorios antes que en la calle, eso también es cierto. Pero la ciencia ha avanzado gracias, sobre todo, a algunos experimentos básicos, que proporcionan paradigmas de conocimiento de la acción y de la condición humana. El hallazgo de Pavlov fue la piedra Rossetta en el desciframiento del lenguaje jeroglífico de las reacciones emocionales.

Aprendemos las emociones como quien aprende a salivar. Esa no es toda la verdad. Pero es verdad.

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Cambia tus autorrelatos y cambiarás tu experiencia. Puede que sí; pero…

El pero es que las narraciones son palabras, palabras, palabras: «words, words, words», carcajea Hamlet. Y las palabras no cambian la dura realidad que obstinadamente rige nuestras vidas. Sólo las acciones pueden modificar algo en ella. Una psicología narrativa, al igual que una psicología cognitiva, no da razón completa ni de la conducta ni de la experiencia. El conductismo no tiene toda la razón, ni mucho menos; pero desde luego tiene más razón que el cognitivismo, denunciable como idealista (véase la temprana crítica de Sampson, 1981), y más que su reciente descendencia en forma de constructivismos narrativos. Sólo que la prescripción conductista clásica -«cambia la situación y cambiarás la conducta» (y la emoción al mismo tiempo)- queda incompleta: no dice cómo modificar la situación.

Por eso, la mejor recomendación dice: «cambia tus acciones para cambiar en algo la realidad que te circunda». Una psicología narrativa no puede cerrar el círculo de una explicación integral de la conducta; sólo puede aspirar al limitado espacio de un capítulo o sección dentro de una psicología de la acción.

Conclusión

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Las historias y los experimentos dibujan un puzzle, un rompecabezas, en el que faltan todavía muchas piezas. Aun con enormes lagunas, sin embargo, el conocimiento de ciencia ha llegado a perfilar una imagen suficientemente clara de la génesis y aprendizaje de las emociones, de los sentimientos humanos. En este ensayo se ha intentado darle forma a esa imagen en alguna correspondencia, a veces casi especular, con aquella otra que se dibuja en el corpus mítico y narrativo de nuestra cultura.

No han podido colocarse aquí todas las piezas disponibles y de confianza; sólo algunas, las suficientes para trazar, como en dibujo al carboncillo, las líneas más gruesas de un aprendizaje -y construcción- de la propia identidad que es aprendizaje emocional.

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Hay modos canónicos de terminar. Los cuentos infantiles se concluyen con «y fueron muy felices». Los informes científicos suelen terminar en párrafos de rutina con vagos comentarios de este género: «Aunque sabemos hoy más que ayer, el tema permanece abierto, lleno de interrogantes. Es precisa mucha más investigación. Pero el esfuerzo empleado en ella bien valdrá la pena». Este es el «colorín colorado» habitual de los informes de ciencia.

Así que cabe concluir de modo parecido: acerca del aprendizaje emocional sabemos mucho más que los griegos y que los románticos; incluso mucho más que hace 30 ó 40 años; pero es necesario seguir investigando; y el interés humano en las emociones bien se merece el trabajo empleado en el estudio para su mejor conocimiento.

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Hay modos únicos, irrepetibles, geniales, de poner punto final. Su genialidad absoluta otorga licencia a los escribidores sin ingenio para tomar de ella en préstamo y aprovecharla sin recato. Encontrar y aprovechar un texto apropiado de cierre le deja al escribiente más satisfecho que forjar sus propias líneas mediocres; y sin duda al lector le proporciona satisfacción aún mayor, al no cerrar el texto, sino abrirlo y sostenerlo en nuevas resonancias. Sea permitido, por tanto, tomar en usufructo y glosa, primero, a un evangelista y, después, a un filósofo.

Del evangelio de Juan se toma, pues, el párrafo final; se le glosa y transforma, en pertinencia para el presente caso, según sigue: «Hay otros muchos hechos, enseñanzas, informes de ciencia que podrían relatarse; pero éstos han sido recogidos y se han traído a cuento para que aprendáis y, habiendo aprendido, disfrutéis de la vida».

Del filósofo Wittgenstein, de su Tractatus, sea igualmente glosada y transformada su tesis penúltima: «Las historias, sentencias, evidencias científicas aquí expuestas contribuyen a algún esclarecimiento a partir del hecho de que quien las comprende las reconoce al final como innecesarias, si es que, pasando por ellas, sobre ellas, por encima de ellas, ha llegado a ascender, para salir. Es preciso que sobrepase esas proposiciones y entonces adquiere una justa visión del mundo».

Aquí se ha tratado nada más de un fragmento de mundo, de un mundo, por tanto, mucho más pequeño que el de Wittgenstein: de esa minúscula parcela del universo humano que son los relatos de identidad personal en emociones y pasiones. A propósito suyo el presente ensayo se ha limitado a levantar un andamiaje para ascender y alcanzar un nivel más alto e ilustrado desde donde se adquiere una visión también más acertada del mundo emocional.


 

Jalones psicoevolutivos para una educación moral

[Revista de Educación, septiembre 2004]

Resumen

La educación, toda ella, es educación moral. En realidad, lo moral constituye una dimensión de lo educativo. Por eso mismo, educar moralmente ha de acompasarse a las posibilidades del educando en su proceso evolutivo. Piaget y Kohlberg han contribuido al conocimiento de esas posibilidades. Ellos han resaltado las condiciones de capacidad intelectual necesarias para poder ponerse en el lugar del otro. Al lado de ello, hay que destacar la existencia de bases psicogenéticas e incluso biológicas de la educación de los sentimientos morales: en particular, la empatía y el reconocimiento del rostro ajeno. El desarrollo y construcción de la personalidad incluye así el desarrollo y construcción de la persona moral, del sujeto ético.

Palabras clave: desarrollo cognitivo, desarrollo moral, empatía, educación como proyecto moral

1. El proyecto educativo

El de educar es un proyecto ambicioso, que se reviste a veces con ropas de utopía y demiurgia. En su obra que por otra parte constituyó el manifiesto inaugural del conductismo, Watson (1925) escribía: «Dadme una docena de niños sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger -médico, abogado, artista, hombre de negocios, e, incluso, mendigo o ladrón-, prescindiendo de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes, vocación y raza de sus antepasados». Pudo atreverse a escribirlo, confiado en una pujante psicología experimental del aprendizaje, que por entonces sostenía que prácticamente todo en el ser humano, toda conducta y toda capacidad, son aprendidos, adquiridos, se deben a la experiencia.

Sin embargo, no le fueron encomendados a Watson los doce discípulos mesiánicamente solicitados y nos hemos quedado sin saber el desenlace de su envite, que tampoco ha podido ser refutado por los hechos. Buena parte de la psicología del aprendizaje y de la didáctica ha seguido, pues, sosteniendo la tesis de una ilimitada plasticidad del material humano, sobre todo en la infancia, y las consiguientes posibilidades, igualmente ilimitadas, de una educación oportunamente diseñada y realizada. Un halo de pedagogía redentorista, de salvación del mundo por la escuela y la educación, nimba a esa psicología y a su correspondiente didáctica.

En formulaciones como la de Watson, el proyecto educativo responde a un sueño genesíaco, de demiurgo. Se trata de crear al hombre y a la mujer no desde la nada, pero sí a partir de una materia preexistente, aunque amorfa y dócil como el limo o la cera, para moldear con ella lo que se desee. Es un viejo sueño, al que no le falta su correspondiente mito, el de Pigmalión, el rey que se enamora de una estatua de mujer y que obtiene de la diosa Afrodita dotarla de vida humana para poder desposarla. Pigmalión debería ser proclamado patrón laico de los educadores, aunque para rebajarle humos, como a cualquier leyenda de santos.

Esculpir o modelar el carácter, la personalidad: es otro modo de proyectar, de soñar. Está asimismo la anécdota o leyenda sobre Miguel Angel al terminar su Moisés: le arroja el cincel al rostro y le reclama que hable. Sueña Buonarroti con ser creador. No con barro de la tierra, con mármol ha conseguido modelar una figura perfecta de hombre y sólo queda ahora hacerle hablar, infundirle el soplo de la vida. Crear Adanes, Evas, a partir de la materia viva y humana -pero todavía informe- del educando, es más que un sueño o fantasía solamente; es un proyecto que subyace y que se pone en práctica en la educación metódica y formal.

El proyecto Pigmalión, sin embargo, ha experimentado una fuerte pérdida de plausibilidad. La etología y la más reciente investigación en aprendizaje coincide ahora en destacar las determinaciones biológicas del proceso de aprender y las programaciones innatas de la especie humana que rigen las adquisiciones posibles en el curso del desarrollo y de las experiencias (Eibl-Eibesfeldt, 1973/1977). La naturaleza humana posee bastante más espesor y ofrece más resistencias de las que un proyecto educativo ingenuo es capaz de sospechar. Las programaciones evolutivamente depositadas en la especie y asimismo aquellas otras que históricamente se han ido sedimentando en esa segunda naturaleza, que es la cultura constituyen a la vez límites y vectores en las posibilidades de la formación de las personas.

El educador, en suma, no es un demiurgo capaz de hacer y deshacer, sin medida, o sólo a su medida, a su capricho. Es nada más una persona con más años y experiencia y que aspira a seguir conviviendo de modo razonable con las jóvenes generaciones. Enseñar a vivir es enseñar a convivir y eso sólo se enseña conviviendo. La educación, por eso, no es asunto o actividad de uno solo, del maestro. Lo es al menos de dos: tanto de los educandos como de los educadores. Y educadores, además, no son sólo las personas pertenecientes a la generación de los adultos. También hay proceso educativo entre los pares, los iguales. Niños y jóvenes que conviven se educan -o deseducan- entre sí.

En la sociedad actual padres y familias se han desentendido mucho de la tarea de educar y la han transferido a la escuela, que se ve asignado en consecuencia un encargo social un tanto equívoco y que rebasa en mucho sus posibilidades. Recibe hoy la escuela el encargo de la educación integral de las nuevas generaciones, pero se le hace ese encargo tardíamente ya: cuando ahora y en realidad, por otro costado, la escuela ha perdido peso frente a la televisión y a los medios audiovisuales. En la actualidad, además de las instancias educativas tradicionales -la familia, los compañeros de edad, la propia escuela-, se ha constituido un formidable cuarto poder educador o deseducador, el de los medios, principalmente, la televisión. En esa situación objetiva a la escuela se le asigna todavía retóricamente un encargo de educar, mientras en realidad la forja o modelado de los más pequeños va por otro cauce: por el discurso y las imágenes de la televisión.

En medio de ese equívoco, ¿cuál es la función real de la escuela?; y ¿qué le corresponde hacer? A la escuela se le encomiendan realmente las enseñanzas académicas: lectura y escritura, cálculo y matemáticas, etcétera. Pero el equívoco permanece muy fuerte en los elementos centrales de la educación: educación moral, educación para la convivencia. Son contenidos donde la escuela no es la única responsable y hasta se diría que tiene poco que hacer. Los contenidos morales les llegan a las jóvenes generaciones desde otras fuentes emisoras, las de televisión. En esas condiciones, la escuela, más que impartir contenidos morales o de valores, para lo cual no se halla especialmente dotada, ha de ayudar a incorporarlos, a integrarlos, a negociar críticamente con ellos. Sólo desde ahí se comprende la posibilidad de educar en una sociedad pluralista y de desbordamiento -más que de procesamiento- de la información.

2. Educación moral

Hablar de educación moral es una redundancia, un plenonasmo. Toda genuina educación, no mera enseñanza, rezuma ética por todos los poros, constituye discurso moral. Al igual que de la diplomacia se ha dicho que es la guerra por otros medios, de la pedagogía cabe también decir que es moral por otros medios. La docencia es una actividad moral, regida por la razón práctica y por ideas bien concretas, y no sólo genéricas, sobre lo bueno y sobre lo deseable. El educador se propone no ya sólo hacer personas, sino hacer buenas personas. La pedagogía es la disciplina que examina y recomienda cómo hacerlo.

Las enseñanzas versan sobre un «así es, así es el mundo, así es la vida». Pero casi siempre ese «así es» lleva aparejado un «obra en consecuencia». Del «así es» se sigue un «compórtate de tal y tal modo», al menos si uno no quiere darse de bruces con el muro de la realidad y con la derrota. La educación viene así a constituir una rama de la moral, de lo moral; y acaso moralizar y educar sean lo mismo.

La filosofía positivista -ya Hume, luego Moore (1971)- ha hablado de la falacia naturalista: indebido tránsito del ser al deber ser, del «es» al «debe», de lo descriptivo a lo prescriptivo. Pero en el discurso educativo, ya desde la familia, se da en realidad un tránsito paulatino e imperceptible de lo uno a lo otro. Así se aprecia en el ejemplo de frases dichas a un niño para que no le haga daño a su hermanito pequeño en una probable progresión de este género: «es tu hermanito» / «a los pequeños no se les pega» / «mira, si le dejas en paz, enseguida jugaremos juntos» / «¡no le pegues o te doy un azote!». Hay una transición en continuidad desde las orientaciones propias de una guía de viajes -«por este camino se llega a tal lugar sin pérdida» o de un manual de instrucciones de uso de un aparato doméstico -«se maneja de tal y tal modo»- hasta las leyes penales o religiosas y al imperativo categórico de la conciencia personal: «obra de tal modo que … o so pena de que …».

En la educación se realiza esa transición de un manera gradual, insensible: de lo descriptivo a lo exhortativo y prescriptivo. Ahora bien, dicha transición sólo puede realizarse si se ajusta a posibilidades evolutivas de los educandos. No puede hacerse por vía de inculcación doctrinaria. Es ahí donde la psicología del desarrollo sirve de guía al educador.


3. El desarrollo de la conciencia moral

Sirven de guía, ante todo, los conocidos análisis de Piaget (1932/1971) sobre el desarrollo del juicio moral, de la conciencia ética. Una de las aportaciones más duraderas de Piaget al conocimiento del desarrollo humano es haber señalado al juego infantil como inicio del juicio moral como sistema de reglas y en haber mostrado cómo se engendran esas reglas, primero en el juego, luego en la convivencia, poniendo así de manifiesto el tránsito del origen de las mismas desde la heteronomía a la autonomía.

Inicialmente el juego aparece como actividad individual del niño. Aunque haya varios niños, unos al lado de otros y con actividad semejante sobre unos mismos objetos, en la primera infancia cada cual va a lo suyo, a su aire. El juego infantil aparece, pues, como actividad vital específica, no dependiente de la socialización, aunque tampoco ajena, sino interdependiente, con desarrollo a la par de ella (Elkonin, 1980). Sólo con el tiempo aparece el juego conjunto, cooperativo o competitivo, donde otro u otros niños, como individuos o en equipo, son indispensables para llevarlo a cabo.

Son numerosas y críticas las cuestiones implicadas en la interpretación de las reglas del juego infantil como predecesoras de las reglas morales, pero tampoco todos y cada uno de los puntos de la interpretación de Piaget son relevantes para el tema presente. De él importa, sobre todo, retener que es en el juego interactivo entre iguales, cooperativo o competitivo, donde se origina el sentido y la práctica del control recíproco, y en definitiva, de la equidad, de la justicia.

Naturalmente, el niño se esfuerza por ganar en el juego. Pero aun entonces lo hace observando reglas comunes. Competir no excluye estar cooperando. En eso es cooperativo incluso el más competitivo de los juegos, donde se enfrentan dos personas o dos equipos sobre la base, sin embargo, de que operan juntos, de que asumen un reglamento común de juego y de competición. En el establecimiento y reconocimiento de reglas encuentra Piaget un equivalente en actos de lo que en una discusión se realiza con palabras. A partir de cierta edad, o mejor, de cierto nivel de desarrollo cognitivo, el niño es capaz de proponer o de aceptar que se cambien las reglas con tal de que la modificación se produzca con el acuerdo de todos. Desde ese momento las reglas aparecen espontáneamente producidas por los jugadores y negociadas entre ellos a partir de la experiencia de haber competido por ganar. Tales reglas autónomas, así acordadas, dejan de ser eternas, absolutas, a la vez que caprichosas, arbitrarias, al modo de las impuestas por una autoridad superior externa; son susceptibles de modificación en la interacción, en el intercambio y la reciprocidad. Esta es el fundamento de las reglas, del acuerdo y respeto mutuo y, en fin, del compromiso. Y en relación con ello aparece la noción de lo justo y lo injusto, del «unfair» inglés, de espectro semántico muy amplio, y que en castellano es, a la vez, falso, desleal, injusto, frente al correspondiente «fair»: imparcial, razonable, honesto, juego limpio.

Ciertamente, no todo es sólido en el análisis piagetiano. Por de pronto, es grande el salto desde las reglas de juego a las morales. Por otro lado, está asimismo la presión de unas generaciones sobre otras, de los adultos sobre los niños. Ella constituye, sin duda, otra fuente, otra acepción de lo moral, que no cabe ignorar: la de una moral heterónoma, de todas formas seguramente también indispensable. De hecho, en los propios adultos, por moralmente autónomos que sean, para la regulación de su conducta pueden resultar necesarias las fuentes heterónomas de tradición, presión social y normas. A Piaget, de todos modos, le corresponde el mérito de haber traído a luz un elemento constitutivo, el de que el juicio moral autónomo se gesta en el curso de unas interacciones entre iguales, en concreto, de los niños en los juegos comunes; y, junto con eso, que existe continuidad evolutiva de unas reglas a otras. Hay aquí una ética genética, análoga a su epistemología genética, paralela y complementaria de ella.

No tanto la conciencia o el juicio moral, cuanto el razonamiento ético ha constituido el foco de estudio y análisis de Kohlberg (1992) en un nudo de entrecruzamiento de psicología evolutiva, pedagogía y filosofía moral. En su investigación a través de media docena de sociedades encuentra que el desarrollo de ese razonamiento puede jalonarse en tres niveles: (1) el preconvencional, típico de la infancia, cuando el niño interpreta y asume las etiquetas de bueno y malo conforme a sus consecuencias físicas de premios y castigos; (2) el convencional, propio más bien de la adolescencia y preadolescencia, de una moral de conformidad y sumisión a la regla como sustentadora del orden social y de las expectativas de otros; (3) el posconvencional, alcanzable a partir de la adolescencia, pero que significa ya plena madurez moral, y en que los conflictos entre valores son resueltos mediante procesos y decisiones racionales, en términos de contrato social y leyes democráticamente establecidas, o bien, en un estadio ultimo, de una universalidad racional y un ideal interiorizado de justicia por encima incluso de las leyes positivas.

Una cuestión crítica, tanto en Piaget como Kohlberg, es la de si los estadios del juicio y razonamiento moral obedecen a un esquema tan simple de estadios, es decir, si realmente se dan tales estadios, es más, la de si nacen bajo cualquier circunstancia, si son universales. El legado valioso de un enfoque de esta naturaleza, en Kohlberg como en Piaget, radica no tanto en lo descriptivo (quizá valen sólo para la sociedad occidental moderna) cuanto en la génesis. Justo por eso cabe poner en duda, sin otro daño para el modelo, la universalidad de los estadios, sobre todo los de Kohlberg. Ciertas condiciones previas de igualdad, sea naturales, sea sociales («democracia» de los pares) son precisas para el progreso en los estadios. Por señalar un ejemplo extremo y a primera vista paradójico: el niño príncipe, pese a sus numerosos preceptores, pero por falta de compañeros iguales a él, no es probable que progrese hacia una verdadera madurez moral. Tampoco es probable que evolucione hacia ella el niño esclavo, en el otro extremo, en aquel donde un pequeño puede estar tiranizado por todos, sin un solo compañero con el que cooperar o realmente competir en pie de igualdad. No está fuera de lugar aquí aludir a la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo, y a su reciprocidad en sus respectivas posiciones. Desde el punto de vista evolutivo, del desarrollo de las relaciones interpersonales, de la madurez moral, personal, el amo, el señor absoluto, puede ser tan inmaduro como el esclavo. Los estadios morales de Kohlberg no son connaturales a la adolescencia ni a la adultez como hecho biológico; son fruto de aprendizaje y de maduración y sólo llegan a constituirse bajo determinadas circunstancias que los fomentan, también, desde luego, experiencias de injusticia que generan reactancia e insurrección.

El propio Kohlberg es sabedor de ello. Habla de los mecanismos que rigen la transición de un estadio a otro: el desequilibrio y el reequilibramiento cognitivo, debido a su vez a que en la interacción social los esquemas de conocimiento y razonamiento se ven desafiados de continuo al quedar contrariadas las propias expectativas egocéntricas; el «role-taking» o capacidad de ponerse en el lugar de otro, de colocarse en la perspectiva de los demás. A su juicio, el desarrollo moral puede fomentarse hasta el extremo incluso de adelantar una transición a nivel superior que de modo natural tardaría más en producirse. De hecho, al presentar a niños de modo sistemático un tipo de razonamiento moral de nivel superior, se fomenta el desarrollo hacia ese nivel. La presentación de dilemas y conflictos y la discusión razonada sobre ellos constituye un procedimiento educativo.

Ahora bien, lo moral no se reduce a esos juicios, a la conciencia, al razonamiento. Hay otras facetas de lo moral y son precisos otros análisis que atiendan no tanto a los juicios, cuanto a los comportamientos morales, prosociales o altruístas, y sus respectivos opuestos. También ahí cabe decir que el desarrollo del juego infantil está en la génesis: se halla en el origen no sólo de la conciencia moral, sino también de acciones morales, de cooperación aún en medio de una competición. Pero hay otras raíces y más tempranas, allí donde la primera socialización del niño toma el relevo de la biología.

4. El rostro y la empatía

La raíz primera de lo moral es el reconocimiento del otro. Los bebés nacen preprogramados para interesarse por los seres humanos, reconocer a las personas en su globalidad y tener alguna percepción también global de su propia identidad, junto con y más allá de las percepciones de objetos concretos exteriores. Pero también respecto a objetos externos, y en general, el bebé se interesa por las personas antes y más que por las cosas. A los diez días reconocen por el olfato el olor de la madre, a los quince días establecen asociaciones entre la voz y el rostro de la madre. Reconocen antes el rostro ajeno, el de la madre o figura materna, que el suyo propio. Esa figura es el primero de los patrones de reconocimiento en la percepción infantil. No es mera letrilla cursi la de una canción festivalera que decía: «son todas bellas las madres del mundo, cuando a su pecho abrazan a un niño». Lo ha escrito también Harlow (1976) desde experiencias de laboratorio: para los bebés, sean humanos o monos, todos los rostros de madre son bellos.

A partir de la mirada y el alimento se establecen relaciones interpersonales constitutivas. El niño no se relaciona con un mundo; se relaciona con una persona. O si se quiere: esa persona es todo su mundo, en un sentido parecido al que, semanas o meses antes, la matriz era todo su universo. En ese mundo, no mucho más amplio todavía que la matriz de la que acaba de salir, el bebé se maneja con unos pocos gestos. Paulatinamente, sus reflejos innatos se van organizando en actos que sólo en apariencia son simples: succión del pezón, miradas, llanto y movimientos de brazos hacia el adulto cuidador. En algo tan sencillo como el llanto se dan elementos constituyentes de relación moral; se da una interacción y una doble experiencia muy originaria, la de reconocimiento del rostro por parte del bebé y la de empatía por parte de la madre.


Mencionar la empatía es aludir a una presumible raíz biológica de sentimientos y conductas morales (Hoffman, 1981). Por empatía -«sentir dentro de»- se entiende, primero, la emoción espontánea y, después, el sentimiento por el que alguien se pone en el lugar de otro, «en la piel» de otro. La reacción de empatía seguramente no es exclusiva de la especie humana, pero también en los humanos deriva de una raíz biológica cuyo sentido filogenético es claro: la protección del recién nacido para que pueda sobrevivir. La naturaleza ha provisto de empatía a los progenitores de las crías de muchas especies animales, desde luego, los de aves y mamíferos, con fines de supervivencia de las crías y, por consiguiente, de la especie.

La empatía no es exclusiva de las madres. Los adultos en general, y salvo perversión desnaturalizada, suelen «empatizar» con los bebés y con los niños pequeños, desprotegidos. Es más, la empatía puede y suele despertarse asimismo ante otras personas -y no ya sólo niños- en situaciones de desvalimiento o de sufrimiento. Por otra parte, también seguramente el propio bebé empatiza con la madre o la persona cuidadora. Un análisis alternativo, pero afín, toma esta empatía del bebé bajo el concepto de otro sentimiento asimismo con raigambre biológica y constitutivo de una relación: el motivo o necesidad -y consiguiente sentimiento- de apego. El niño pequeño y no ya tan pequeño necesita para sobrevivir de un comportamiento de apego respecto a una o varias figuras protectoras. Y, por otra parte, será ese apego uno de los componentes de las relaciones de intimidad y de cariño en la vida adulta (Bowlby, 1995).

Desde esa base innata, por extensión adquirida, por educación, pueden la empatía y el apego ampliarse a otros, al encontrar a otras personas o, respectivamente, al encontrarse uno mismo en condiciones de desprotección. Se llegan a consolidar así sentimientos y predisposiciones estables que serán pieza integrante del altruismo, de conductas en favor de otros y de afiliación y fidelidad a otros, así como de ideales y aspiraciones de justicia y de solidaridad: en definitiva, de ruptura de un egoísmo amoral y premoral. No hace al caso -o, más bien, no tiene sentido- discutir si esa base biológica disminuye algún mérito en las acciones prosociales, solidarias. No se trata de méritos. Ni se trata tampoco de especular con la idea de una moral pura, ajena a la biología. Nada sucede en el hombre en contra de -o de espaldas a- la biología: ni la moral, ni el arte, ni la religión. Por lo demás, en cuanto trasciende las relaciones de los progenitores con los hijos, siempre es más que reacción biológica; es sentimiento socialmente asimilado, educado por la razón.

La relacion con la madre es singular, pero no única. Por los conocidos estudios de laboratorio de Harlow y Harlow (1979) sobre privación social en monos se sabe que, una vez transcurrido el periodo crítico de los primeros meses o semanas, la ausencia del sistema infante-infante es todavía más nociva que la privación de la madre. Es más, el sistema afectivo madre-niño puede ser parcialmente subsanado por el sistema de relaciones entre compañeros.

En todo ello se constituyen las relaciones con los «otros significativos». En la lactancia el niño adquiere la experiencia positiva de la vida como puro regalo, comenta Erikson (1980). Es una experiencia de vivir que consiste en experimentar, vivenciar, percibir un mundo propicio y que atiende a las necesidades del recién nacido: un entorno que no le es hostil, aunque sí pueda frustrarle y hasta serle adverso más de una vez ahora y en el futuro. Por otro lado, al cabo de los años habrá un momento en que este niño de ahora se hallará en otra posición: no ya de lactante, sino de adulto. Para entonces, si todo ha ido bien, si ha aprendido de la experiencia y de la vida, si ha resuelto con acierto las transiciones vitales, a veces críticas, de la infancia y de la adolescencia, será capaz de lo que el propio Erikson señala como propio de etapas de madurez en la identidad personal: de involucrarse en relaciones de intimidad personal y de crear, generar, en torno suyo.

Son marcadores evolutivos, todos ellos, relacionados con el desarrollo del juicio y del comportamiento moral. Corresponden a un análisis descriptivo de lo que suele producirse a lo largo de la vida, al menos en nuestro mundo occidental. La cuestión entonces es qué puede hacer el educador con esos mimbres, y cómo hacer, para promover en los más jóvenes actitudes y prácticas de buena convivencia, en una palabra, para forjar buenas personas.

5. La construcción de la persona moral

La persona moral no nace, sino que se hace y -en metáfora hoy en boga- se construye. En gran medida el propio sujeto se construye él mismo como sujeto moral con los materiales a su disposición. Los educadores desempeñan una función auxiliar, aunque decisiva, en esa construcción, en esa forja.

El papel de los educadores ha de ser justamente valorado. Contra lo que Watson soñó, no son omnipotentes; y no lo son porque además cada persona, cada educando, es el principal dueño de sus actos. La cuestión, sin embargo, no es tanto la de la magnitud del poder pedagógico en manos del educador, cuanto del modo de educar por su parte. Nunca se dirá bastante que no existen recetas para educar la personalidad moral. Las indicaciones a continuación, pese a su formulación asertiva y a su aire contundente, han de entenderse como propuestas o sugerencias, líneas de actuación educativa, y no, en absoluto, como un recetario.

1) Cómo hacer o fomentar buenas personas no es aislable de cómo hacer personas. Incluso el precepto de amar al prójimo como a sí mismo presupone que uno tiene amor propio. Es posible ver la ética como amor propio (Savater, 1988). De modo radical: donde no hay persona no hay tampoco buena persona; el cuidado de uno mismo es condición del cuidado de los demás.

2) La educación moral, sin embargo, no procede contra corriente de la biología. Ciertamente ha de enderezar amores propios y egoísmos, pero cuenta con el soporte también de sentimientos profundamente arraigados en lo biológico, como la empatía y el apego, referidos a los otros y que obligan a salir de uno mismo. La educación moral no es contra viento y marea. Antes, al contrario, cuenta con el empuje de vientos a su favor que la facilitan. Es preciso aprovechar pedagógicamente los sentimientos morales que, salvo desnaturalización, y por el contrario, con toda naturalidad, tienen los niños y los adolescentes.

3) La conducta moral, prosocial, de convivencia, requiere capacidad y disposición para ponerse en el lugar del otro. Toda clase de técnicas pedagógicas que favorezcan esa disposición están al servicio de una educación para la convivencia.

4) Los juicios y el razonamiento moral se promueven mediante la propuesta de dilemas y cuestiones morales para discutir en común y en un nivel al alcance de los esquemas mentales de los educandos. Por su parte, la conducta moral se fomenta sobre todo mediante actividades y juegos cooperativos entre iguales.

5) Existe estrecha relación entre la madurez moral de la búsqueda de la felicidad por la excelencia y autocuidado propios y la honestidad ética en el trato con los demás. Se puede enunciar ese nexo de formas distintas que todas, sin embargo, vienen a parar a lo mismo. Se ha dicho, por ejemplo, que una persona no pacificada consigo misma no puede vivir en paz con los demás. Pero los antiguos ya lo sabían: quien no tiene orden en su propia vida y su propia casa, quien no sabe cuidar de sí mismo, dificilmente puede poner concierto en la vida pública y social.

6) La convicción es preferible al adoctrinamiento. Entre las convicciones en que es posible fomentar educativamente está la de que el propio bien, la propia felicidad, resulta difícil de separar de la felicidad y del bien de otros, en especial, de los más próximos, de aquellos con quienes se convive. La reciprocidad, antes de dimanar de un deber, dimana de un hecho, un dato: casi todas las piedras que lanzamos acaban por caer sobre nuestro propio tejado.

7) En todo caso, hay que asegurar que, al momento de llegar a la adolescencia, estén claras y firmes ciertas prescripciones o más bien prohibiciones absolutas en que, como ética de mínimos, se basa la civilización. Cuando no se ha encontrado otra vía eficaz, deben apuntalarse algunas convicciones esenciales, aunque sea por vía de puro y simple adoctrinamiento, de retórica publicitaria. No son muchas, son contadas las prohibiciones: no matarás, no torturarás, no violarás, no dañarás el ambiente. Debe también, y en consecuencia, estar clara la condena y repulsa del terrorismo, de la guerra y, en el orden cotidano, de la agresión y la violencia como medios de resolver conflictos. Esas grandes negativas morales deberían ser repetidas e inculcadas por el educador en las oportunas dosis y con el mejor estilo publicitario de que sea capaz, como en anuncios de juguetes o de rebajas. Y desde la infancia los pequeños habrían de distinguir estas grandes prohibiciones de aquellas otras -menores, veniales- y en las que, sin embargo, a menudo se coloca todo el énfasis, como no mentir, no insultar o no ir sucio.


8) La educación moral propiamente dicha, la orientada a formar buenas personas, buenos ciudadanos, ha de ser diferenciada de una enseñanza o instrucción en materia de ética, de una disciplina en parte empírica y en parte filosófica, consistente en investigación y teoría sobre el comportamiento y sobre los juicios morales. La ética en este sentido es metadiscurso respecto al discurso primero, exhortativo y prescriptivo, de la moral. Buena parte de los equívocos surgidos a propósito de la presencia de ética o moral en la educación se deben a haber confundido ambos órdenes.

6. Educación moral en la Escuela

La Escuela -es decir, el conjunto de las instituciones formalmente educativas, desde la edad infantil hasta la universitaria- ha de ser educadora en la convivencia moral; y ha de serlo no en una relación extrínseca, sino en su naturaleza propia, puesto que ella misma es una institución moral, sujeta a reglas. No es que al niño o al adolescente de hoy se le eduque para comportarse mañana de adulto como sujeto moral; es que la convivencia escolar es ya convivencia de sujetos morales que en ella crecen y se constituyen como tales.

Hay principios generales en esa constitución moral de la Escuela. Son fundamentales el respeto, por parte de los adultos, de los maestros, hacia los discípulos, y la cooperación pacífica entre compañeros, entre iguales. Este es el núcleo de una convivencia y participación democrática -cívica, civil, comunitaria- en el aula y en la escuela. El aula constituye la primera célula de «res publica» en que, más allá del recinto privado, familiar, se inserta el niño. En esa célula ha de vivir y experimentar los valores de la convivencia pacífica y no sólo ser instruido en ellos.

La pedagogía correspondiente a esos principios tratará de favorecer al máximo el autogobierno del aula y de la escuela, el establecimiento de un sistema disciplinario justo, de reciprocidad, basado en valores democráticos, de convivencia, meditados y debatidos, resultantes de un proceso colectivo de toma de decisiones, donde cada cual, también el niño, participe según su capacidad y responsabilidad. En este proceso ha de hallar su tiempo y su lugar el debate acerca de principios generales de equidad distributiva, como los de «a cada uno según su mérito» o de «a cada uno según sus necesidades»; pero asimismo han de pormenorizarse detalles bien concretos, como los repartos de tareas, las reglas de disciplina y las sanciones asociadas a las transgresiones e incumplimiento de las mismas.

Tema delicado es cómo puede la Escuela respetar la pluralidad de modelos e idearios morales presentes en la sociedad moderna, en particular, cómo hacerlo en temas vidriosos, como el del aborto para los católicos o los emblemas ético-religiosos de una cultura islámica. El maestro, el profesor ha de tener claros los límites de lo admisible y de lo intolerable. Los límites de la definición de lo moral, de una moral sustentable en la Escuela, son los marcados por la Constitución Española y por la legalidad vigente. Han de ser enseñados, por tanto, valores morales y cívicos de democracia, de igualdad, de tolerancia, de respeto mutuo, de participación. En ninguna escuela puede tolerarse el  adoctrinamiento en contra de la Constitución o de la legalidad democrática vigente, aunque pueda aceptarse el distanciamiento crítico respecto al marco legal y constitucional de nuestra convivencia y la indicación de que puede ser modificado en tal o cual dirección. Esto implica, por ejemplo, que en el aula cabe informar de que el aborto es considerado por la doctrina católica como pecado, con todo lo que ello significa en contexto religioso; pero no se puede enseñar que el aborto sea un crimen o un asesinato. Igual diferencia entre moral cívica, pública, y moral no ya sólo privada, sino quizá familiar y cultural, es indispensable para otras referencias religiosas y culturales. Una educación para la convivencia pública ha de ser firme en el repudio de toda clase de sectarismos morales, aunque respetuosa con la conciencia moral y con las prácticas que no dañan a otros.

La propuesta de una educación moral o ética como alternativa a la religión es impresentable en un Estado no confesional. La moral y/o la ética ha de ofertarse a la totalidad de los ciudadanos alumnos y no sólo a aquellos que no cursan religión. No puede admitirse un planteamiento de: «quien no tiene religión, que tenga al menos ética». Cualquier modo de presencia de una asignatura de ética como alternativa a la religión contribuiría a perpetuar tan peligrosa idea; consagraría la existencia de dos clases de moral, la religiosa, católica por lo general, y la de los agnósticos o ateos; y dejaría, en definitiva, sin asegurar la educación moral de los propios ciudadanos católicos, cuya formación moral en un currículo y con profesores fuera de las vías ordinarias de acceso a la docencia, sólo desde una ingenuidad angelical cabe suponer garantizada por los profesores de religión.

Dentro del marco constitucional y legal de la educación moral hay que confiar a la responsabilidad y a la conciencia de cada profesor el modo de su realización y su didáctica, dejando a salvo siempre la formación de un juicio autónomo por parte de los alumnos en el contexto de una sociedad ideológicamente plural y en el respeto y comprensión hacia las actitudes y valores de otros.

Puesto que la educación, toda ella, es una actividad de carácter moral y moralizador, no hay razones para hacer de lo moral un área específica, ni tampoco para constituir a un determinado profesor -sea el tutor, o el profesor de ética- en responsable principal de la educación moral. No debería asignarse en ella a un profesor determinado, al tutor, más tareas específicas de las que se le asignan en otros ámbitos. Atribuírle formalmente esta responsabilidad traería como efecto inmediato que el resto de los profesores se desentendiera de tal educación. En el ámbito moral el tutor ha de desempeñar las mismas funciones que en otros aspectos educativos: coordinar las distintas dimensiones educativas, contribuír a su integración y personalización en cada alumno, ayudar a éste a superar dificultades generales, a negociar sus conflictos y, en general, asistirle en sus relaciones e interacciones con el entorno. Todo ello es compatible con la posibilidad de que, dentro de las actividades sugeridas a los tutores, puedan y deban incluirse algunas más explícitamente relacionadas con la educación moral, como son: comportamiento cívico, consumo de drogas, relaciones entre sexos, madurez ideológica, etcétera. Por otra parte, la contrapartida de que no haya una materia específica de moral o ética es que a lo largo de los años de escolaridad obligatoria no basta con que quede implícita, ha de hacerse del todo explícita la presencia de la dimensión moral en la educación.

Mientras la educación moral propiamente tal no tiene por qué ser -e incluso quizá es imposible que sea- objeto de un área o materia específica, la enseñanza de una ética entendida como disciplina, como reflexión disciplinada acerca de la conducta de las personas y de los distintos idearios morales, sí que puede ser objeto, tal como lo es en el actual ordenamiento, de una asignatura específica (en el nivel del Bachillerato) o de un bloque importante de área (en el último ciclo de la enseñanza obligatoria). Esa disciplina o materia contribuirá también a la educación moral, pero no ha de confundirse con ésta. Por su naturaleza propia es difícil poderla impartir de manera formal antes de la adolescencia, cuando los alumnos alcanzan la capacidad de pensamiento reflexivo y crítico. Sus contenidos habrán de ser de psicología y sociología de la conducta moral, así como de ética propiamente filosófica.

En esa disciplina o temática ética, el profesor debe ser un conocedor de la materia, que sin embargo no puede impartir desde una imposible neutralidad axiológica. El profesor enseñará como intérprete autorizado de las valoraciones y normas de acción vigentes en la sociedad actual y en el pasado: no mero transmisor, no simple portavoz o gramola sin voz propia, sino intérprete crítico, un espejo, distanciado tanto de los comportamientos reales, cuanto de las doctrinas morales, favoreciendo en su distanciamiento mismo el despliegue de un espacio de reflexión racional acerca de ellos y de la posibilidad de modificarlos. Será intérprete también que ayude a los alumnos sopesar críticamente y a coordinar los variados e incompatibles sistemas de valores que le vienen dados desde instancias no formalmente educativas, pero influyentes, como la televisión. En ese mismo papel, podrá hacer de mediador y nudo de enlace entre las diferentes propuestas relativas a la acción propiamente humana. Ayudará a atar cabos, a anudar la piezas de un puzzle, el del pluralismo moral contemporáneo, que sin eso quedarían sueltas, inconexas. Su mediación permitirá organizar cierta unidad -unidad, por lo demás, precaria e inestable- entre modelos morales incompatibes y discursos de naturaleza tan dispar; y en eso contribuirá a esclarece y a dotar de sentido a las decisiones personales sobre valores que los alumnos adopten.

Si hace falta valor para educar (Savater, 1997), mucho más valor -no temeridad, tampoco audacia- es preciso para educar en valores, para la educación moral. Pero al maestro, al profesor, como al soldado, el valor y la capacidad se le deben suponer. Si alguien cree carecer de ellos, no ser capaz de ello, o no estar a la altura, o si el tema lo reputa ajeno, porque lo suyo es, por ejemplo, la física y la química, es mejor que se dedique a otra tarea: quizá podrá llegar a premio Nobel, pero no será nunca un buen educador.

La educación moral es el quicio de la educación. En ella la sociedad intenta transmitir lo mejor de sí misma a las jóvenes generaciones. Sobre todo en la familia y en la escuela, tratamos los adultos de que los más pequeños, los más jóvenes, lleguen a ser mejores que nosotros. Será un proceso lento, una larga historia. Pero del mismo modo que la media de la talla de los españoles se ha incrementado algunos milímetros en el transcurso de un par de generaciones, no será imposible ayudarles a crecer por encima de nosotros en estatura moral.

Referencias

Bowlby, J. (1995). Una base segura: aplicaciones clínicas de una teoría del apego. Barcelona: Paidós.

Eibl‑Eibesfeldt, I. (1977). El hombre preprogramado. Madrid: Alianza.

Elkonin, D. B. (1980). Psicología del juego. Madrid: Pablo del Río.

Harlow, F. (1979). El amor en la primera infancia de los monos. En: R.F. Thomson, Psicología Fisiológica Madrid: Blume.

Harlow, F. y Harlow, M.K. (1979). Privación social en monos. En: R.F. Thomson, Psicología Fisiológica Madrid: Blume.

Kohlberg, L. (1992). Psicología del desarrollo moral. Bilbao: Desclée de Brouwer.

Moore, G. E. (1983). Defensa del sentido común y otros ensayos. Barcelona: Orbis.

Piaget, J. (1971). El criterio moral en el niño. Barcelona: Fontanella.

Savater, F. (1988). Etica como amor propio. Madrid: Mondadori.

Savater, F. (1997). El valor de educar. Madrid : Ariel.